Un espacio abierto



Un lugar por el que pasar y, tal vez, quedarse.

martes, 19 de noviembre de 2013

Más de mil años (I)

 Un animal herido

Pelayo espoleó a su caballo. No quería perder esa pieza: no podía permitirse regresar otra vez al palacio con las manos vacías. Estaba seguro de haberle herido, pero aún así, el animal había sacado fuerzas para huir buscando refugio en el bosque. Siguió el rastro de sangre hasta que llegó a un punto en el que hubo de continuar a pie. Aunque sabía que no faltaba mucho para que anocheciera y no conocía bien aquellos parajes, desmontó, ató a Bizarro a un árbol y se internó en el bosque.

Pendiente de no perder el rastro, no se dio cuenta de que a cada paso el follaje se volvía más tupido. Como le ocurría con tantas otras cosas, no pensó en cómo volver. Siguió avanzando sin perder de vista el reguero de sangre que le marcaba el camino, cada vez con más dificultad, hasta que, al fin, dio con su pieza. Un pequeño corzo yacía junto a un arroyuelo en brazos de una mujer de la que no veía más que los destellos que la luz del atardecer arrancaba a su pelo trigueño. Dudó si acercarse o no. Intentó no hacer ruido, pero sus pesadas botas hacían crujir las ramas secas que alfombran el suelo. Sin siquiera volver la cabeza ella le dijo:

-        Puedes acercarte, pero deja tu arco en el suelo, no quiero que asustes más a esta pobre criatura.

Pelayo se paró en seco. ¿Cómo se atrevía a decirle lo que tenía que hacer? ¿Quién se creía que era esa mujer? Siguió avanzando y entonces, con una autoridad que sólo había oído en boca de su padre, Pelayo escuchó:

-        ¿Acaso no has oído lo que te acabo de decir? ¡Deja ahora mismo tu arco en el suelo si quieres acercarte a nosotras!

No supo reaccionar ante el tono autoritario de aquella mujer. Ahora la veía mejor. Delgada y pálida, no era tan joven como creyó en un primer momento, pero su pelo era claro como la luz del sol y sus ojos tan azules que parecían transparentes. Y su voz sonaba poderosa, segura. Intimidado, dejó el arco en el suelo y avanzó hacia ellas. Según se acercaba vio que la mujer estaba aplicando un ungüento en el lomo herido de la corza que le contenía la hemorragia provocada por su flecha.

-        ¿Eres tú el que has provocado este desastre? Casi la matas, pobrecita – le soltó sin más.
-        Estoy de caza y esa corza es mi pieza.
-        ¿Tu pieza? ¿Y quién te dio propiedad sobre su vida?

Pelayo nunca había pensado en las vidas de los animales que cazaba… y menos aún sobre la propiedad de esas vidas. A lo largo de su existencia, todo le había venido dado. Su padre siempre se ocupaba y él raramente se planteaba los porqués de las cosas.

-        Soy el obispo de Iria Flavia y mi padre, el conde de Galicia, señor de estas tierras. Mi familia puede disponer de todo lo que hay en ellas, así que puedo cazar todo lo que se me antoje – contestó con un punto de altivez que no conseguía esconder una cierta inseguridad.
-        Así que todo un obispo… no lo pareces con esa ropa. E hijo del señor de estas tierras… ¿Y puede saberse quién nombró señor a tu padre?
-        Mi padre es Rodrigo Velásquez, nuevo conde de Galicia por decreto de nuestro nuevo señor, el rey Bermudo de León tras la muerte de nuestro señor don Rodrigo, que en paz descanse.
-        Nuestro señor, nuestro señor… Tu señor, querrás decir. Yo no tengo señor – respondió la mujer sin interrumpir la aplicación del bálsamo en el lomo de la pobre corza herida.
-        Claro que lo tienes, todos los que habitamos estas tierras tenemos como señor al conde nombrado por el rey, también nuestro señor. Además de nuestro señor verdadero, nuestro padre que está en el cielo.

La mujer al oír aquello no pudo evitar una carcajada tan limpia que ofendió a Pelayo, aunque no tenía muy claro por qué. La pequeña corza se puso en pie con dificultad y lentamente se perdió entre el ramaje del bosque.

-        Vaya, pues sí que hay señores en éste y otros mundos... Y yo, sin saberlo.

El tono sarcástico de la mujer molestó a Pelayo. Después de todo, él era un representante de Dios en la tierra, ungido y con poder. Y su padre, el representante legítimo del Rey, elegido también por Dios. Así habían sido siempre las cosas, Dios y feligreses, señores y siervos, capitanes y soldados. Pero ¿quién se creía esta mujer que cuestionaba el orden natural del mundo?

-        ¿Acaso no respetas a Dios, al Rey y a sus representantes? – dijo, visiblemente enfadado.
-        No. ¿Me respetan ellos a mí y a mi gente? No, no lo hacen. Les he visto perseguir y condenar a mis hermanas en nombre de un dios que juzga sin dejar el menor resquicio a la compasión, a la bondad; he visto a los caballeros de tu rey matar a los míos a ciegas, sin pensar, sin sentir, sin más motivo que acumular tierras y oro robándoselos a sus dueños; he visto como los curas, representantes de su dios en la tierra abusaban de las mujeres, de los débiles, de los indefensos, para luego condenarles y esconder así sus infamias. ¿Acaso merecen respeto?
-        ¿Sabes que podría mandarte prender por esto que estás diciendo? Traición y herejía – dijo Pelayo, atónito ante lo que estaba escuchando.
-        Claro que lo sé. Soy pobre, soy mujer, pero no soy estúpida. También sé que no harás nada.
-        ¿Segura?
-        Completamente. En contra de lo que pensé en un primer momento, tienes una mirada limpia. Tan solo estás perdido. Pero eso tiene solución; lo que no tiene arreglo es la maldad. Quizá algún día te encuentres. Por ahora, te ayudaré yo a encontrar el camino de salida.

Pelayo cayó en la cuenta de que había oscurecido y aunque hubiera luna llena, aún no estaba tan alta como iluminarlo todo. La mujer sacó una pequeña antorcha de su talega, un poco de yesca y un par de piedras con las que logró chispas que prendieron la tea, iluminando la noche con un tono mortecino, pero suficiente salir de allí. Pelayo sabía que estaba en manos de aquella mujer que se movía en la oscuridad con la seguridad de un lobo y la agilidad de un lince; aquella mujer, a la que había amenazado veladamente, era ahora la que le conducía al exterior del bosque. No supo cómo, pero le llevó justo hasta el punto donde había dejado a Bizarro, que le esperaba paciente. Cuando llegó al límite de la espesura, la mujer se paró.

-        ¿No vienes? – dijo Pelayo.
-        No. Yo vivo en el bosque. Además, si siguiera contigo, podría terminar acusada de traición y herejía – dijo ella, sonriendo.
-        ¿Me dirás al menos cómo te llamas?
-        Alda.
-        Yo soy Pelayo.
-        Ya sé, el señor obispo – dijo riéndose.
-        ¿Volveré a verte?
-        Seguro. Me buscarás. Hasta entonces.


Sin más, Alda se dio la vuelta y desapareció entre los árboles. Pelayo montó en su caballo entre desconcertado e irritado ante aquella seguridad de Alda que en ese momento se le antojó prepotente.

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