Un espacio abierto



Un lugar por el que pasar y, tal vez, quedarse.

jueves, 30 de enero de 2014

El anuncio


Esta historia surgió de un anuncio real leído en segundamano.es como trabajo para un taller de escritura creativa. De hecho, el texto del anuncio que aparecen en el relato está copiado tal cual estaba en el anuncio. Sin duda, la vida real es una fuente inagotable de historias. 

lunes, 27 de enero de 2014

Lilith



Dante Gabriel Rossetti. Lilith.



Al principio de los tiempos, Yavé creó el mundo y a todas sus criaturas, pero viendo que faltaba algo, decidió crear dos seres nuevos: un hombre, a su imagen y semejanza, y una mujer, su compañera. Los modeló a ambos con el mismo barro y les insufló vida con el mismo aliento. Adán y Lilith, Lilith y Adán. Sin embargo, jamás llegaron a entenderse ni a tener descendencia porque nunca llegaron a ponerse de acuerdo al hacer el amor. Él la quería siempre debajo, sometida, dominada; ella quería gozar como su igual y cambiar, a veces debajo, a veces encima. Las discusiones hacían de la convivencia un infierno y un día, Lilith, sabiendo que era ella quién tenía la fuerza dadora de vida, invocó el nombre de Yavé y abandonó a Adán trasladándose a un lugar entre la tierra y el mar habitado por genios y demonios. Allí con ellos, Lilith se dedicó a disfrutar del sexo y de la maternidad, cuidando de sus amantes y de su prole.
Adán, despechado y solo, llamó a Yavé para quejarse y pedir una nueva mujer, más sumisa que la anterior. Yavé, enfadado porque Lilith había descubierto su propio poder y había escapado invocando su nombre, intentó acabar con ella, pero era tarde: ella, creada a su imagen y semejanza, ya había dado vida. Pero la maldijo con la muerte de toda su descendencia. Lilith, desesperada, abandonada por los genios que sólo deseaban la diversión del sexo, lloró en soledad la muerte de sus hijos.
A Adán, Yavé le dio una nueva compañera, ahora de su gusto: Eva, que sacó de su costilla evitando así que fuera su igual. Con ella, sí hubo descendencia, también bajo la maldición de la muerte, pero para qué contar una historia tan conocida.
Pasan los tiempos, transcurre la vida, y Lilith, no se resigna. Todas las noches de luna negra, cuando todo sobre la faz de la tierra es invisible, se venga de Yavé colándose en los sueños de los hombres, guiándoles por los caminos del placer sexual prohibido hasta provocarles eyaculaciones con cuyo semen engendra nuevos hijos, destinados como todos a la muerte. A la mañana siguiente, los hombres descendientes de Lilith despiertan renovados y satisfechos; los de Eva, con culpa y angustiados. Yavé se revuelve en su trono, viendo como sus criaturas, incluso las que difunden su palabra y han hecho votos de castidad, se entregan irremisiblemente al placer que le entrega una mujer ajena al pecado.




Era una noche de luna negra. Un ligero roce en la base de la espalda le hizo estremecer. Lo ignoró e intentó volver a conciliar el sueño. Sabía que era ella de nuevo. Notó como recorría todas y cada una de sus vértebras. No la veía, pero podía sentir sus dedos, su lengua, sus labios. Se resistió. No quería, no estaba bien abandonarse así a una mujer. Se giró y abrió los ojos, que rápidamente se adaptaron a la oscuridad. Miró a su alrededor, su traje negro en el galán de noche, el escritorio en orden, la cruz presidiendo la alcoba. El estremecimiento desapareció. Kempis, desde la mesilla, le reconfortó. Respiró tranquilo, recuperando lentamente la profundidad del sueño reparador. 

Aún no había recuperado el aliento sereno cuando la sensación de placer sutil que intuía en los dedos de los pies le tentó a entrar en el lugar en el que los sueños juegan a alternar el placer con el miedo. Se resistió de nuevo. Caminos vacíos con márgenes plagados de serpientes que se arrastraban, escondidas entre los adoquines, hasta enroscarse en sus piernas. Animales suaves, húmedos, viscosos. La sensación era tan placentera como angustiosa. Inconscientemente se movió para liberarse de su abrazo sinuoso y calculado. Tenía que encontrar fuerza para soportar la tentación. 

Apenas había recuperado el aliento cuando, una humedad cálida hizo que su sexo empezara a tensarse. Se removió, agitado, intentando rebelarse al ansia del deseo. Abrió los ojos y la vio, a horcajadas sobre él. Padre nuestro, que estás en el cielo… Su pelo cobrizo revuelto por la brisa que se colaba por la ventana. Santificado sea tu nombre… Sus brazos ligeramente doblados mostrando sus pechos, en reposo, reclamando unos labios que los hicieran revivir. Venga a nosotros tu reino… Su sexo de hembra, jugoso, caliente, inundando su vientre. Hágase tu voluntad… Su lengua, húmeda, ardiente, enervando las venas de su miembro enhiesto. Aquí en la tierra como en el cielo… Pedía templanza y valor a su dios para resistir y se entregó a la oración como vía de salvación. Inútil: su piel era más fuerte que su espíritu. 

Cerró los ojos para desterrar su imagen, pero las curvas que formaban su cuello y sus hombros recortados por la luz escasa que entraba por la ventana, se le colaron entre los párpados. Intentó luchar, no quería volver a caer, era pecado, no era la voluntad de dios. Pero… Lilith. La conocía demasiado bien, desde hacía demasiado tiempo. No podía evitar mirarla, hermosa, sentada sobre su sexo, que crecía sin que él pudiera hacer nada para evitarlo. Veía sus pechos vibrar mientras le montaba sin darle opción. Sintió su interior, voraz, fuerte, elástico, aprisionándole en una cárcel de placer de la que nadie hubiera querido escapar. Y se rindió: imposible ganar esa batalla. Se abandonó a los vaivenes de ella, dejándola hacer, escalando, asido a su piel, lugares en los que respirar es tarea de titanes, diluyendo su aliento en ella. 

Volvió a cerrar los ojos, entregado ya a la lujuria, aprisionándola en su recuerdo, tan fuerte, tan bella, tan poderosa. Sin cesar, en un movimiento cadencioso y de ritmo creciente, Lilith se dejaba caer sobre su pecho, lamiendo, mordiendo sus pezones, provocando movimientos que le curvaban la espalda hasta que ella podía abrazarlo, hundiendo en su piel la suavidad de sus pechos, acariciándole al mismo ritmo que su sexo crecía, poniéndole al borde de una descarga que daría envidia a la explosión creadora primigenia que su fe negaba. Exhausto, se dio por vencido, se abandonó a su fuerza, la de ella, la de la mujer a la que Yavé no podía matar. Y estalló.

Mientras él, inconsciente, recupera la serenidad del sueño satisfecho, Lilith intenta recoger el semen vertido fuera de ella. Que se pierda lo menos posible, lo necesita. Los hijos que matará la maldición de Yavé se lo demandan. Aunque siempre deja una parte, lo justo para que él, el hombre de dios, al despertar, sea consciente de su pecado. La vergüenza del hombre que pregona la palabra de Yavé, es parte de su venganza. 

Y es que Lilith se sabe condenada al desconsuelo de la muerte prematura de sus hijos inocentes. Castigada por el rencor de un dios que, a través de la muerte, resarce a su primera criatura del despecho por el abandono y se venga de la inmortalidad y la fuerza que da ser generadora de vida. Lilith, eterna. Lilith, maldita. Pero ella, cada noche, se venga de Yavé llevando a sus siervos predilectos, esos que dicen difundir su palabra, por los caminos del placer prohibido, haciéndoles disfrutar inconscientemente del sexo, mostrándoles la belleza del tabú, sembrando en ellos el gozo de las formas proscritas, haciéndoles esclavos de sus pasiones, doblegándoles a sus deseos y quedándose con su savia para engendrar aquellos hijos que Yavé matará tan pronto sepa de ellos. 

Sin embargo, su venganza no es perfecta hasta que, a la mañana siguiente, al despertar, la culpa les inunda y, en muchas más ocasiones de las que reconocen, su fe flaquea. Así, cada día Lilith le recuerda a Yavé que no está derrotada, que puede que sus hijos no la sobrevivan, pero siempre podrá dar vida, mostrándole que, si con esa terrible maldición, el dios de los hombres, no ha conseguido derrotarla, nada lo logrará.

domingo, 26 de enero de 2014

Nimué



Contando cuentos antiguos con palabras propias. 


Edward Burn-Jones. La seducción de Merlín


Merlín, dormido, respiraba sereno, satisfecho. Nimué le miró sin prisa recorriendo sus tobillos subiendo con sus ojos hasta las corvas de sus rodillas para detenerse en el lienzo que tapaba el resto de las piernas, la parte baja de su espalda y un vientre abultado por la edad que, con escaso éxito, intentaba disimular; siguió por el resto de la espalda, sus hombros y la cabeza que hundía en el revoltillo que formaban sus ropas. 

Cubierta tan solo con una ligera tela rebuscó en la bolsa que había traído. Mandrágora, belladona, beleño. Se ajustó unos finos y ajados guantes de lana hechos por ella misma con parches de cuero en las yemas, y puso todo en un cuenco que había en la mesa. Le añadió agua y otros bálsamos que también sacó de la bolsa y, lentamente, empezó a mezclarlo todo con un pequeño mazo hasta que tomó la consistencia deseada.

Era el momento de la verdad, de saber si todo lo que Merlín le había enseñado valía las noches de placer que le había dado a cambio, y mientras recitaba encantamientos y conjuros recién aprendidos empezó a ungirle -cuidando que la mezcla no excediera el marco de los parches de sus guantes- con el bálsamo que acababa de preparar. Los huecos de los tobillos, las piernas, el sexo, el vientre, el pecho, los ojos. Y vio que sí, que había valido la pena. Merlín, retorciéndose preso de lo que podría haber sido tanto dolor como placer, flotaba bajo su hechizo. Se sintió poderosa. Él, el gran mago, el que todo lo sabía, el que todo lo veía. Con la fuerza de sus ensalmos le dirigió, a través de los árboles inmortales de Broceliande hacia la entrada de la gruta, oculta en la maleza, dónde pensaba dejarle hasta el fin de los tiempos. Él, el que la había hecho sentir pequeña, simple, ignorante. Le depositó sobre un lecho de hierbas mullidas, acercándose a recoger su aliento. Él, que se preciaba de conocer los arcanos del mundo, el origen de los tiempos, el destino del futuro. No moriría, no; viviría, sólo e inmóvil, pero eterno. A él, que había vendido su conocimiento por un poco de piel. Sí, le regalaría la inmortalidad, atado a aquel lecho, a aquella cueva, a aquel tiempo. 

Merlín, abiertos ya los ojos, la miró. A ella, que creía que le había vencido; a ella, que le miraba desde el atalaya de quien se cree poderosa; a ella... que seguía sin entender. La miró y sin hablar le contó que lo sabía, que siempre lo había sabido, que ése era su sino: vivir la eternidad atrapado en un tiempo y un espacio irreales. Le dijo que podía haberlo evitado y no lo hizo; que siempre supo lo que hacía y, aun así, siguió adelante; que podía no haber llegado allí, pero quiso llegar. Y que esa última noche que habían compartido sería eterna aunque ella no lo supiera entonces: él podría repetirla siempre que quisiera, obligándola a amarle en sus sueños, porque no le había enseñado todo, porque estaban unidos por lazos que nada ni nadie sería capaz de romper, ni siquiera ella. Había valido la pena aceptar ese destino. Mientras sellaba para siempre la puerta de la cueva, Nimué sintió que su piel se estremecía ante la certeza de aquel vínculo eterno.

viernes, 24 de enero de 2014

Bajo la lluvia




Bajo la lluvia, un hombre con un paraguas se acercó lentamente al bordillo. Brillaba, pero no fue eso lo que le atrajo. Resbalaba, pero tampoco le desalentó. Se acercó, simplemente.

Y junto al bordillo, ajeno al ruido del tráfico de la calle, al chapoteo de los coches, a las prisas de los peatones, miraba. Miraba el agua que, por la parte de la calzada pegada a la acera, bajaba arrastrando desperdicios que en su día fueron útiles: envoltorios de comida y latas arrugadas, alguna bolsa de plástico, papeles rotos, colillas deshechas, condones retorcidos… Objetos inservibles que en algún momento saciaron el hambre, calmaron la sed, satisficieron la curiosidad, aplacaron el deseo. 

Arreciaba. El hilo de agua junto al bordillo se había convertido ya en un arroyo infranqueable para saltarlo de una zancada. Ahora habría de mojarse para cruzar. Y seguía corriendo, sin parar, sin dejar de arrastrar en su marcha objetos, siempre los mismos, siempre distintos. Y él, impertérrito bajo su paraguas, seguía con la mirada baja viendo pasar las cosas, los coches, las personas, inmóvil junto al bordillo. Mirando.

Cansado de los objetos que arrastraba el agua, de las estelas que los coches dejaban en el asfalto, levantó el paraguas, alzó la vista, y la vio. Allí, refugiada bajo el estrecho techado de una tienda de moda con luces matizadas por la cortina de lluvia que descomponía las formas y los colores, haciéndolos irreales, oníricos, casi fantasmagóricos, la vio. Se resguardaba del chaparrón, esperando que cesara. La lluvia debía de haberla sorprendido porque no llevaba paraguas, ni gabardina, ni nada que la protegiera. Así que estaba bajo el techado, a un lado del escaparate, aferrada a su bolso… esperando.

La vio tan perfecta como siempre: bella, firme, sonriente. Con el pelo enrollado, suponía que sujeto con una goma en un moño bajo como solía hacer; sus perennes pantalones de colorines, su chaqueta negra, su bolso enorme. Las luces del escaparate la llenaban de colores. Estaba realmente preciosa. Y él la miraba. No podía dejar de mirarla. Pensó en ir a saludarla, invitarla a un café, charlar de lo que había ocurrido desde que habían perdido el contacto. Pensó en cómo sería volver a caminar a su lado, darle la mano, tomarla de la cintura. Pensó en si seguiría besando con la misma fuerza, si amaría con la misma pasión. Pensó…

Fue el silencio quien lo sacó de su ensimismamiento. La lluvia había cesado, ya no sonaban los claxon de los coches, las sirenas habían callado y la calle quedó envuelta en el silencio de lo corriente, ese sordo rumor habitual que dice que no ocurre nada. Como al despertar, necesitó de un tiempo para tomar conciencia de dónde estaba, para situarse. Buscó con la mirada un lugar más cómodo, sin charcos, para salvar la calzada y cuando, tras encontrarlo unos metros a la izquierda, volvió a levantar la vista buscándola, ya era tarde. La vio alejarse, caminando segura, sin prisa pero ligera, imposible de alcanzar. Al menos para él.

miércoles, 22 de enero de 2014

Si alguna vez alguien creyó en algo...




… ese fue Heinrich Schliemann. Para quienes no lo conozcan, él fue el que descubrió las ruinas de Troya y desenterró los tesoros de Micenas. En definitiva, el que situó en la realidad lo que, hasta entonces, sólo había sido un mito: los hechos que se narran en la Iliada y la Odisea.

Schliemann nació en 1822 y aunque se suele decir que era alemán, no es del todo cierto ya que Alemania no existía en aquellos tiempos (hasta 1870 Alemania -al igual que Italia- sólo era un concepto geográfico, no político). Schliemann nació en la belicosa Prusia y vivió en un tiempo histórico convulso (guerras, revoluciones, juegos políticos, industrialización...), aunque a él no le afectó: tenía otros intereses y otros objetivos, también en consonancia con un siglo marcado por los descubrimientos.

Hijo de un pastor protestante, desde muy joven se interesó por el mundo homérico. El propio Heinrich relata en su autobiografía que su padre le regaló un libro de Historia con un grabado que mostraba a Eneas huyendo de Troya cargado con su padre, Anquises, y acompañado de su hijo Ascanio. Le impresionó tanto la imagen que, aunque su padre le aseguró que tal hecho no era histórico sino legendario, él se resistió a creerlo.

Tras la muerte de su madre, el padre de Heinrich se arruinó y él tuvo que ponerse a trabajar en una tienda. Allí conoció a un estudiante que le recitó versos de Homero en griego que le impactaron tanto como el libro que le había regalado su padre, aún cuando todavía no conocía el idioma. A partir de entonces los objetivos de Schliemann serían aprender griego y hacer fortuna para poder buscar Troya. Y consiguió ambas cosas. 

En los años siguientes, Schliemann aprendió no sólo griego, sino otros catorce idiomas más; se casó con una rusa; viajó por todo el mundo, incluso a lugares tan lejanos como América, India o China, aprendiendo cosas nuevas hasta que con 44 años se trasladó a París, donde se matriculó en la Sorbona para estudiar Ciencias de la Antigüedad. Dos años después visitó Grecia por primera vez y fue entonces cuando empezó su verdadera vida: liquidó todos sus negocios (era ya multimillonario) y se dedicó a la arqueología. Como su mujer no quería seguirle en esa aventura, se divorció de ella y encargó a su amigo el obispo de Mantinea que le buscara una mujer griega a la que también interesara la arqueología. Fue así como conoció a Sofía, una joven de 17 años (treinta menos que Schliemann), con la que tuvo dos hijos (Andrómada y Agamenón) y que le acompañó durante el resto de su vida.

Así, a partir de 1868, Heinrich se dedicó por completo a su gran pasión: la Antigüedad Griega. Con la Iliada en la mano empezó a buscar Troya. Tras desechar distintos emplazamientos por falta de coherencia con el texto homérico, empezó a excavar en una colina de Turquía llamada Hissarlik: en 1870 aparecieron distintos niveles de ruinas de una ciudad destruida en repetidas ocasiones. Aunque posteriormente el estrato que Schliemann identificó como la Troya protagonista de La Iliada se ha demostrado que no era el correcto, lo cierto es que encontró la Troya de La Iliada. 



Pero quedaban más sorpresas en esas excavaciones ya que encontró lo que él llamó el "Tesoro de Príamo": un espectacular hallazgo de joyas de oro y otros objetos. Tras adornar y fotografiar a Sofía con las joyas, Schliemann trasladó el Tesoro a Berlín, donde lo depositó en el Museo de Artes y Oficios. Se dice que se lo llevó ilegalmente aunque otros dicen que no: de hecho los turcos le concedieron permisos posteriores para seguir excavando. Tras la invasión rusa de Berlín al finalizar la II Guerra Mundial, el Tesoro de Príamo desapareció del museo berlinés, reapareciendo en Moscú muchos años después, donde sigue actualmente, expuesto en el Museo Pushkin de esa ciudad. Rusia afronta la reclamación de Alemania para su devolución, pero supongo que como todos estos asuntos, será algo que quede sin resolver.

No obstante, la Iliada no acababa en Troya, así que en 1874 Schliemann se trasladó a Grecia donde empezó a excavar buscando las patrias de Agamenón y Menelao (hijos del rey Atreo de Micenas), Ulises (rey de Ítaca), Aquiles (hijo del rey Peleo de Tesalia), Menelao (rey de Esparta)... Y, finalmente, en Micenas, aunque sus ruinas ya eran conocidas -Lord Elgin se había llevado al Museo Británico parte de la fachada del Tesoro de Atreo-, Schliemann encontró de nuevo un gran tesoro, tanto arqueológico como de objetos.

Basándose ahora en la Descripción de Grecia de Pausanias, Schliemann excavó una serie de tumbas reales conocidas como Círculo A, buscando el Tesoro de Agamenón. Y lo encontró. Bueno, quizá no fuera del propio Agamenón, pero ese es un detalle insignificante al lado de la riqueza de las tumbas (con cadáveres y todo) y de los ajuares funerarios que Heinrich encontró allí. Por encima de todo destaca la conocida como Máscara de Agamenón (que, en realidad es unos tres siglos anterior a Agamenón), conservada en el Museo Arqueológico de Atenas.

Pero Schliemann no se paró aquí sino que siguió excavando: Ítaca, Orcómeno, Tirinto, Olimpia, Troya en varias ocasiones más..., aunque ya ningún hallazgo tendría la espectacularidad de lo que ya había encontrado. En 1890, mientras visitaba las ruinas de Pompeya y preparaba una excavación en Cnossos, murió repentinamente. Su colaborador Dörpfeld le dedicó esta frase de despedida: "¡Descansa en paz: ya has hecho bastante!"

Si hay algo por lo que admiro a Schliemann -entre otras muchas cosas- es por su capacidad y su fuerza para perseguir su sueño, su ilusión, su corazonada, siempre con determinación. No importa que, como se ha demostrado posteriormente, no acertara en las atribuciones que hizo de sus hallazgos arqueológicos; lo verdaderamente importante es que gracias a él, a su pasión, a su audacia, a su resolución, se ha podido conocer mejor la edad oscura de la Historia de Grecia, que la ficción a veces esconde posos de realidad y que los sueños no siempre son inalcanzables. 



lunes, 20 de enero de 2014

Mirada



Se distrajo en la cocina preparando café el tiempo justo para no percatarse de que ella había encendido la luz. No importaban esos pocos segundos: tenía todo el tiempo del mundo.

La vio dejar algunos libros y documentos desparramados en el sofá, y el bolso sobre la mesa del comedor junto al jarrón de las flores secas, abierto, mostrando parte de lo que había dentro: la cartera, el tabaco, la bolsita de maquillaje, un cuadernito rojo con un bolígrafo plateado enganchado en la solapa… Todo un mundo el bolso de las mujeres, pensó. Ella dejó el salón y entró en el dormitorio quitándose la chaqueta como si tuviera prisa. La puso en la cama mientras desaparecía por la puerta del baño. Aunque no podía oírlo, imaginó el ruido del agua de la ducha cayendo sin obstáculos aún, esperando alcanzar la temperatura adecuada. 

Todavía humeaba el café mientras pensaba que esa premura se debía, sin duda, a que iba a salir. ¿Dónde iría? ¿Tendría alguna reunión de última hora? ¿Una cena de trabajo? ¿Una cita? Un pequeño atisbo de celos asomó a sus ojos, pero rápidamente lo reprimió: no tenía derecho a mostrarse celoso; ni él lo había sido nunca, ni ella le dio jamás motivo.

Salió del cuarto de baño, ya desnuda, y recorrió el camino en sentido inverso, hacia la cocina, con ropa entre los brazos para llevarla a la lavadora. Su desnudez daba un aire sensual, casi erótico, a ese acto tan cotidiano. Volvió de la cocina ya con las manos vacías, con ese contoneo que la caracterizaba: incluso cuando creía estar sola sus movimientos eran suaves, dulces, sinuosos. Se volvió a perder en el baño mientras él daba un sorbo al café que hacía rato se había quedado frío. No le importó: el café le gustaba de cualquier manera. Como ella. 

Nunca llegó a entender del todo porque se había enamorado de él, porque había cerrado los ojos a las diferencias, entregándose sin exigencias. Nunca llegó a entender qué había visto en él, y eso le hacía sentirse inseguro, buscando siempre ir un poco más lejos para merecer que una mujer así, como ella, le amara. Nunca llegó a entenderla del todo. 

Envuelta en una toalla enorme salió del baño, secándose el pelo, ladeando la cabeza para que toda la melena cayera de un lado y poder secarla con mayor facilidad. Al enrollar la toalla pequeña en la cabeza, se le cayó la grande que la envolvía y habría jurado que la sintió tiritar por el cambio de temperatura. Hubiera querido ir a abrazarla, darle calor, jurarle que todo estaba bien… pero no, no podía invadir esa intimidad que tanto le fascinaba. Ella recuperó la toalla poniéndosela mientras volvía a desaparecer tras la puerta del baño.

Le gustaba mirarla así, con distancia, sin que ella se supiera observada. La veía plena, serena, esencial: como era ella de verdad. Y le volvía esa sensación de pequeñez que siempre le invadía cuando la pensaba, ese sentirse insignificante a su lado, esa impresión de futilidad que ella, sin saberlo, le imponía. 

Al cabo de un rato, ya con el pelo seco y ligeramente maquillada, salió de nuevo del baño y abrió la puerta izquierda del armario: la de los vestidos. Definitivamente tenía una cena. Seguro que eran asuntos de trabajo. Era una profesional de éxito, como él, pero ella lo afrontaba paciente, sin sucumbir al estrés. Se puso un vestido azul noche, de largo medio, por debajo de la rodilla, con escote cuadrado y manga corta. Sí, definitivamente, era trabajo. Sin saber por qué, respiró tranquilo. Se puso una chaqueta sastre encima del vestido, beige, ceñida de corte clásico, elegante. Eligió el mismo tono para los zapatos, de tacón medio, y para el bolso, armado, firme, como correspondía a la imagen de seriedad que pretendía ofrecer. Estaba maravillosa: la seguridad con la que elegía la ropa se correspondía con la firmeza con la que afrontaba cualquier aspecto de su vida. Era una persona con la que se podía contar, en la que se podía confiar. Como él cuando olvidaba sus recelos y permitía que los demás le vieran como era… pero eso no ocurría siempre.

Y es que cualquiera que los hubiera visto juntos habría pensado en ellos como almas gemelas con cualidades y valores similares, aunque en el fondo… eran tan diferentes. Él era un hombre lúcido, pero no le parecía suficiente: quería ser -o, al menos, parecer- más inteligente que los demás; ella, aunque no lo era tanto, no necesitaba ser más que nadie: se aceptaba tal cual. Él aparentaba seguridad en sí mismo; ella la había conquistado. Él necesitaba destacar; ella, no, aunque no pasara desapercibida. Él se desesperaba por sus escasos errores, negándolos incluso; ella asumía y aprendía de los suyos, mucho más frecuentes. Él tenía que imponerse, demostrar constantemente ser el mejor; ella, sencillamente, hacía lo mejor que sabía. Él se agotaba en tanta postura e impostura mientras que ella, simplemente, estaba. 

Pero por encima de todo, él la amaba. Por sus virtudes, las de ella. Pero le hacía la vida imposible. Por sus defectos, los de él. Y es que, por más que había intentado evitarlo, se sentía apabullado, incapaz de aceptar la diferencia, de asumir que no era mejor que ella sino simplemente diferente, incapaz de reconocer que era una mujer que valía la pena. Admiraba su fuerza, su valentía, pero no aguantaba que los demás lo valoraran; adoraba su belleza, pero no soportaba saber que no era el único que la había disfrutado; amaba su esencia, la que aceptaba su imperfección como parte de sí misma sin por ello sentirse menos, y odiaba la suya, la de él, igual de perfecto e imperfecto a un tiempo, pero incapaz de asumirse como tal.

Y su propia incongruencia le llevó a comportamientos calculados y dañinos en los que la hacía sufrir de forma consciente, medida. Cualquier cosa que ella hacía la calificaba, solapadamente, de forma negativa; compensaba los halagos con la constatación de algún defecto intentado evitar que se sintiera lo hermosa que él la veía en la realidad; cualquier decisión, por buena que le pareciera, siempre se encontraba con un “pero”. Todo era criticable, siempre de forma encubierta, escondiendo los reproches entre elogios y alabanzas, como si no pudiera aceptar que algo fuera bueno o estuviera bien hecho sin ponerle la puntilla. Y la agotó. Sin más. 

Desde entonces se conforma con contemplarla desde la ventana de su salón, el de él, donde tiene un telescopio de alcance medio siempre enfocando a la fachada del edificio en el que se abren los ventanales de la cocina, el salón y el dormitorio. Los de ella.

domingo, 19 de enero de 2014

Mar





Se incorporó lentamente, con la indolencia que da la ausencia de ganas de vivir. Miró a su alrededor y vio lo que ya iba convirtiéndose en habitual: una habitación impersonal de hotel; una mesa con propaganda, hojas y sobres con el anagrama del establecimiento; un espantoso cuadro de flores; una lámpara de sobremesa azul, a juego con las cortinas, oscuras y pesadas; dos mesitas bordeando una cama grande y fría.

En la cama, al igual que en ocasiones anteriores, dormía plácidamente un hombre del que ni siquiera recordaba el nombre. No recordaba tampoco como le había conocido, ni porque habían pasado la noche juntos. Lo que podría haberse interpretado como intimidad, no era más que una forma de olvidar. O tal vez de recordar. Quién sabe. Buscaba. Buscaba con desesperación aquello que había perdido hacía algún tiempo. Ningún hombre sería igual al que había desaparecido sin dejar más rastro que un corazón roto y una tristeza imposible de superar. Y noche tras noche, buscaba la ilusión del amor, recuperar sensaciones perdidas, aliviar el peso de la desesperación. 

No lo conseguía. Por más que intentaba encontrar amor en todos los hombres que se la acercaban, sabía que era pura ficción. No podía encontrarlo porque no era amor lo que buscaba, no. Quería recuperar al amante perdido, aquél al que el abandono había convertido en obsesión. Así, se vio enredada en una rueda que únicamente aumentaba el dolor.

Cada noche que despertaba en una habitación de hotel con un desconocido al que- como siempre- dejaría una nota de despedida, se moría otra parte de su alma. Había aprendido a convivir con el dolor sin ser consciente de que la destruía por dentro. 

No podía soportarlo más. Por más que intentaba pensar en algo que la atara a la vida, no lo encontraba. Hacía tiempo que no trataba con su familia y sus amigos eran tan pocos que soportarían fácilmente su ausencia. Su trabajo, rutinario y aburrido, no era ningún aliciente; no tenía aficiones que llenaran su tiempo, ni sueños que alimentaran su alma. Pero lo peor era la falta de esperanza. Ya no pensaba en el futuro, había dejado de hacer planes, la ilusión había desaparecido. Se sentía vacía.

Estaba a punto de amanecer. Terminó de escribir la nota para su amante ocasional, se vistió sin prisa y, cuando terminó, miró desde la puerta la habitación. Por un instante, deseó ser como aquel hombre al que dejaba durmiendo tranquilo y satisfecho. Cerró la puerta sin ruido y, una vez en el coche, condujo sin rumbo. 

Tenía la mente en blanco, pero el dolor no desaparecía. Sintió el olor del mar, y cuando llegó a un ensanchamiento de la carretera paró el coche, se bajó y empezó a caminar. Amanecía, y sobre los árboles, a lo lejos, se reflejaban los tonos anaranjados y rojizos del alba. Se quitó los zapatos de tacón y caminó descalza. Notó la dureza del suelo, el frío. Siguió caminando, sin ningún propósito, sin ir a ningún sitio. Seguía sin pensar. El dolor la acompañaba aún. 

El final del camino. Se giró. En la distancia, el monte, el valle; a su espalda, el acantilado, el mar. A lo lejos, un sol naranja empezaba a iluminar a contraluz los pueblos, los cultivos, los bosques. Un olor a verde, a fresco, a suave lo llenaba todo. Se diría que el mundo despertaba dulce. Hubiera querido sentirse como el paisaje, como la mañana, apacible, tibia, tranquila. Quería volver a sentirse viva, pero no lo conseguía. Necesitaba paz y que el dolor desapareciera. 

Sin saber por qué, se volvió buscando el mar, y miró hacia el sol que se alzaba, poderoso ya, a su derecha, sin cerrar los ojos. Quedó cegada y soltando los zapatos, se quitó la chaqueta; seguía con los ojos abiertos, mirando sin ver nada, pero sintiendo calor en la cara. Queriendo notar la misma sensación en todo el cuerpo, terminó de desnudarse y se emborrachó de la calidez del día que nacía. Pero el dolor seguía allí, dentro de ella. 

No podía más, necesitaba descansar. Sin pensarlo, empezó a caminar, ciega, sin ver donde pisaba. Únicamente notaba el suelo, cruel e inhóspito, bajo sus pies; y el sol, cálido, acogedor, sobre su piel. Un paso, el siguiente, otro más; de repente, nada bajo sus pies, el vacío.

jueves, 16 de enero de 2014

Rutinas



Desenvolvió con cuidado el paquete que contenía el bogavante. Era de tamaño mediano y traía las tenazas delanteras sujetas con unas gomas verdes. Aún estaba vivo, aunque por poco tiempo: iba a ser el ingrediente principal de la ensalada que sería el primer plato para la cena de aquella noche. Lo miró con algo de pena mientras lo ponía en la pila. Cogió una cazuela enorme en la que vertió tres litros de agua y tres pellizcos generosos de sal. La tapó, la puso en el fuego grande a toda potencia y se preguntó porque se seguía llamando fuego a las placas de calor de la vitrocerámica.

Sacó el rape de la bolsa. Pocos bichos hay tan feos como el rape pensó mientras separaba la cabeza y la espina de los lomos. Ni tan deliciosos. Éste sería el segundo plato. Iba a ser una cena de menú marinero. A Lucía no le importaba que Marcos prefiriera carne. Y beberían vino blanco en lugar de cerveza. Siempre que venían a cenar Luisa y Germán preparaba carne, a la brasa, con patatas fritas y ensalada de tomate y lechuga. Siempre. Pero hoy quería hacer algo distinto, original, algo que les gustara a ellas aunque Marcos y Germán protestaran.

El agua ya hervía y sintió un placer extraño al ver como el animalito se revolvió al contacto con el agua hirviendo en el que iba a morir. Dieciséis minutos para setecientos gramos de bogavante. Aunque era mucho menos lo que le quedaba de vida. Apenas un minuto. Se quedó mirando como moría. Recordó la historia de la rana, en la que el agua iba calentándose poco a poco hasta hervir, y pensó que el pobre bogavante ni siquiera tenía la oportunidad de saltar.
Oyó ruidos en el salón. Se asomó. Marcos acababa de apartar los restos de la cena de la noche anterior para poder poner los pies en la mesa mientras encendía la tele buscando los canales de deportes.

-         ¿Vas a ver la tele?
-         ¿Te parece mal?
-         Pues hombre, no ves que está todo hecho un asco y esta noche vienen Luisa y Germán. Alguien debería limpiar todo esto mientras yo cocino.
-         Tienes razón, cariño. Ya lo hago yo.

Marcos apagó el televisor y se levantó dispuesto a recoger y limpiar el salón. Lucía volvió a la cocina. Ya sólo faltaban diez minutos. Lavó y secó los lomos de rape y los puso en un plato. Sacó un cuchillo enorme y troceó la cabeza y la espina sintiendo cada golpe como si fuera el último. Cuando tuvo todo troceado fue al congelador y sacó una bolsa con otras espinas que guardaba para estas ocasiones y las metió en el microondas un par de minutos a baja potencia.

¿Por qué Marcos no había traído aún la bandeja del salón? Se asomó y vio que se había sentado a la mesa del comedor y hojeaba el Marca de ayer. Rebufó para que la oyera. Marcos se levantó tropezando con la silla y se disculpó, ya voy, cielo, perdona, me distraje. Lucía volvió a la cocina. Cinco minutos. Echó un chorro de aceite en otra cacerola y cuando cogió temperatura echó las espinas, rehogándolas lentamente. Aguzó el oído: seguía sin escuchar ruidos en el salón, pero ahora no podía ir. Siguió removiendo, ahora con fuerza, mientras añadía la cebolla, el puerro y las zanahorias troceadas. No había más ruido que el repiqueteo de la mezcla en el fuego. Con todo medio pochado, añadió el agua. Tapó la cacerola y volvió al salón.

Marcos no estaba allí y todo seguía igual. Se fue al dormitorio y le vio tumbado en la cama, con el Marca.

-         ¿Qué haces? ¿No ibas a recoger?
-         Perdona, perdona, corazón. Es que vine a hacer la cama pero me senté un momento… Ya voy, ya voy.

Lucía volvió a la cocina con la imagen de Marcos en la cama. Seguía pareciéndole tan atractivo como cuando le conoció, aunque ahora tuviera menos pelo y alguna curva que otra. La cama era el espacio en el que mejor le pensaba. Y en el sofá del salón con las cortinas entreabiertas, y en la mesa de la cocina apenas iluminados por las luces de la calle, y en el sillón de la terraza, envueltos la noche… Sonó el timbre que avisaba de que habían pasado el tiempo. Sacó el bogavante y del agua en el que había cocido, echó un par de cucharadas del agua de cocción al fumet, que cocía a fuego lento, para salarlo un poco. Metió el bogavante cocido en el congelador: diez minutos más. Los mismos que le quedaban al caldo. Seguía sin oír ruidos en el salón. Volvió. Todo seguía igual.

Fue de nuevo hacia el dormitorio y oyó el ruido de la ducha. La imagen de Marcos desnudo bajo el agua en otro tiempo la hubiera excitado, pero todo estaba hecho un asco y esa noche tenían invitados. Y Marcos, duchándose.

-         Lucía, reina, ¿estás ahí?
-         Sí.
-         ¿Me acercas una toalla, que se me ha olvidado?

Lucía sacó una toalla limpia del armario y se la llevó a su marido.

-         No has hecho nada.
-         Lo sé, cielo, pero es que me acabo de acordar de que he quedado en media hora para tomar el vermú con estos. No te importa, ¿verdad? Luego, cuando vuelva lo hago todo.

Desde la puerta le miró como salía de la ducha, chorreando, poniéndolo todo perdido de agua. No, lo de la curva de la felicidad no se le notaba tanto. Seguro que no pensaba limpiarlo. Marcos puso la pierna flexionada sobre la tapa del váter para secarse bien y Lucía sonrió. Pero no iba a limpiar el baño, ni a hacer la cama, ni a recoger el salón. Marcos, medio seco, se acercó a la puerta y la besó con una sonrisa. Qué guapo era. Y lo sabía. Pero no servía para nada. Bueno, sí, para algo, sí, pero… Sonó de nuevo el reloj. Ya estaba el fumet. Y el bogavante.

Lucía sacó el bogavante del congelador, el juego de coladores del armario, y quitó la cazuela del fuego. Con una espumadera retiró todos los restos grandes de raspas y espinas. Y lo bien que olía, Marcos. Luego, coló por primera vez, en el colador de trama más gruesa. Y lo bien que besaba. El líquido, ya colado, volvió a pasarlo por un colador de trama media. Y qué manos tan suaves, las de Marcos. Y la tercera y última colada, ya por un colador de trama finísima. Y además era tan simpático y agradable. Pero era un desastre. Se estaba dando cuenta de que hacía tiempo que podía mirarle sin excitarse. ¿Cuánto tiempo? No lo sabía. Y ahí estaba él, tan feliz. Sin enterarse de nada. Limpio y reluciente en la puerta, buscando las llaves en el buró de la entrada. Sonriendo.

-         Vuelvo en un par de horas y hago todo, cielo.

La besó mientras salía volado hacia la calle. Llegaba tarde.
Lucía tiró todos los restos a la basura y empezó a picar ajo, cebolla y puerro. No tenía que pensar en la comida de aquel día: Marcos no aparecería, como mínimo, hasta las cinco, y ella se apañaba con cualquier cosa que hubiera por la nevera. No quería salir de la cocina. La casa estaba hecha un espanto: el salón sin recoger, la cama sin hacer, el baño revuelto. Picaba con rabia las verduras, haciendo ruido. Marcos nunca hacía nada aunque siempre se disculpaba por no hacerlo. Pero seguía igual: sin hacer nada. Y así llevaban siete años. Rehogó todas las verduras en aceite no muy caliente y, cuando estuvieron pochadas, añadió un poco de harina, sin dejar de remover. Ni de pensar. Qué aburrimiento, qué cansancio. Añadió el rape, salpimentado y, subiendo la temperatura, dejó que se sellara por ambos lados. El chisporroteo la distrajo un instante, pero sabía que no duraría. Bajó la temperatura del fuego y añadió una copa de fino, distribuyéndola por todo el guiso. El alcohol daba alegría, pero desaparecía en seguida, aunque quedaba un regusto agradable… si el vino era bueno.

Mientras se evaporaba el alcohol, se asomó al salón. Luego, al dormitorio. Y al baño. Todo igual. Se sentó en la cama deshecha y se llenó del olor que Marcos había dejado. Miró el armario entreabierto y vio su propia ropa, sus zapatos, sus bolsos y cinturones, su caja de collares. No tenía demasiadas cosas. Al menos en el armario. Al lado, en una esquina, medio tapada con los abrigos, la maleta.

Estaba cerrando la puerta cuando el olor a quemado la retuvo. Volvió a entrar en la cocina y retiró del fuego los restos de lo que hubiera sido un delicioso rape en salsa verde. Cerró con llave y dejando la maleta junto al ascensor, sacó el móvil del bolso.


-         ¿Luisa? Oye, que lo de esta noche va a ser imposible.



viernes, 10 de enero de 2014

Catarsis




El olor de la tela quemada le resulta más desagradable de lo esperado, pero el contraste del fuego con el negro del tejido hace que se quede mirando absorto como arde una parte de su vida. El crepitar de las llamas decrece al mismo ritmo al que se consumen los hilos, enredados unos con otros, fundiéndose con algún componente de plástico -seguramente el que deja ese olor- en una maraña imposible de descifrar.

Recuerdo el rastro de su perfume anunciando… no sabía el qué. Su voz revelando su boca, entreabierta, augurando… tampoco lo sabía. ¿Tienes fuego? Qué manido suena, lo sé, pero lo cierto es que así comenzó todo. Son tantas las cosas que empiezan de una forma tonta. Y sí, tenía fuego, tuve fuego durante los diez meses en los que ella llenó mucho más de lo que ocupaba. Pero de eso no fui consciente hasta mucho después.

Él ya no se acuerda del color de sus ojos. Son tantas las cosas que ha olvidado. Otras no. El poco tiempo que compartían no leía, apenas comía, sólo dormía cuando ella lo hacía… todo su tiempo era para ella, como si intuyera que llegaría un momento como éste, en el que quemaría todo lo que la traía a su memoria. Rayuela, un cuaderno negro por estrenar, un foulard rojo, sus pendientes, los vaqueros, unas medias olvidadas… está quemando todo lo que ella dejó allí, incluso, las sábanas que sólo usaba cuando dormía con ella. A su memoria vienen aquellos días en los que casi no tenía a tiempo para lavarlas. En los últimos tiempos, apenas si salían del armario.

Aquel primer invierno fue vertiginoso: siempre tuvimos la sensación de que nos robaban el tiempo. Aunque salía a diario con la moto, sólo o con amigos, los fines de semana los exprimíamos juntos. Pero al llegar la primavera, como todos los años, empecé a organizar los viajes a las reuniones moteras: Carapinheira, Taluyers, Hendaya… además de las clásicas en España. Nuestros tiempos se distanciaron, nosotros no. Igual fue difícil para ella; para mí, lo era. Pero no pensábamos, sólo vivíamos el momento, nos perdíamos en el presente, el futuro parecía lejano. Nunca se me ocurrió pensar que un día, simplemente, no habría mañana.

Hace ya un mes desde que ella se fue y él aún cree oír sus pasos leves arrancando quejidos a la madera vieja, ver su silueta recortada por la luz de la noche entrando por el ventanal, notar su hueco en la cama. A veces, algunos amaneceres, en ese punto en el que se funden la vigilia y el sueño, está seguro de sentir su aliento en la nuca. Pero se despierta, y aunque hubiera jurado que las sábanas seguían oliendo a ella, la cama vacía le recuerda que ya no está. Por eso hoy lo quema todo, cree que así podrá deshacerse de su recuerdo. Pero ahora que todo ha ardido, ahora que sabe que no queda nada suyo, sigue sintiéndola sabiendo que no ha servido de nada ese juego catártico destinado a relegarla al olvido.

Estábamos en Müllheim, otro septiembre más. Me había costado irme, ni siquiera me apetecía, pero no podía dejar de hacerlo, siempre lo había hecho. Aunque me moría de ganas de estar con ella, simplemente pensé… la semana siguiente. Habían pasado más de tres desde la última vez que pudimos estar juntos y varios días desde que recibiera el último mensaje. No me extrañó: los problemas de cobertura eran habituales en ruta. Cuando al final llegaron todos los mensajes acumulados, no eran de ella. Ya ni recuerdo quién los envío ni lo que decían. Sólo recuerdo que no llegué a tiempo. Y sé que es absurdo, pero desde entonces la moto se cubre de polvo en el garaje y yo no puedo dejar de pensar que, si hubiera dormido conmigo, quizá sí habría despertado. O quizá, no, pero al menos habría dormido conmigo.

La ventana abierta cambia el olor del pasado quemado por el del frío de la noche. Desnudo, tirita frente a la ventana que cierra lentamente, mientras su mirada se pierde en la nieve de la montaña que una luna llena de invierno, revela con luz clara y fría. Era esa noche perfecta, la que habían soñado tantas veces: madera, luna, nieve, fuego… Sólo faltaba ella, iluminando el negro que nunca más volvería a tener su cama.





jueves, 9 de enero de 2014

Expectativas.

Y para terminar la noche... una historia sobre expectativas fallidas. 



Se incorporó lentamente. Sentada al borde del sofá, prendió un cigarrillo con la lumbre de una vela casi consumida que titilaba entre platos con restos de cena y copas a medio vaciar. Apuró la suya de un trago. Ya en pie, se dirigió hacia la ventana sin hacer ruido. La luna, rota por nubes desgarradas, inundaba el salón. Una luz en el edificio de enfrente le recordó que estaba desnuda; se cubrió con la cortina mientras seguía mirando la blancura con la que la luna, impúdica, invadía la noche.

Las tres de la madrugada. O de la noche. Daba igual. Las tres y no podía dormir. La pantalla aún seguía encendida, surcada de temblorosas rayas grises que hablaban de un final que, ocupados en otras cosas, no habían llegado siquiera a intuir. Intentó recordar qué película habían visto. No pudo. Tampoco importaba. Sí recordaba sus ojos, expresivos, inteligentes, alegres. Y su voz, profunda sin ser grave, y la conversación: el valor de las cosas, del tiempo, de la vida. Mejor dicho, los distintos valores según de dónde vinieras.

Ella le escuchaba, atenta, bebiendo de sus experiencias, plasmadas en un libro de fotos que hojeaban con cuidado. Él sentía su admiración y le agradecía con cada golpe de voz, el interés que ella, con la mirada y el gesto, le regalaba. Dejaron de lado el libro y pusieron la película con la intención de verla mientras cenaban. My blueberry nights, sí, ahora se acordaba. Ella, como la protagonista, también intentaba saber quién era tras la ruptura, no hacía tanto. Tiempos tristes que intentaba dejar atrás. Una historia como tantas. Hundida en la rutina no supo ver que el amor había muerto. Sin discusiones ni tensiones, era fácil dejarse llevar por la inercia de la costumbre. La pasión, poco a poco, se diluyó en el aburrimiento de una convivencia gastada, hasta que una chispa insignificante hizo saltar todo por los aires. Una chispa que prendió el fuego del despecho y la venganza; una chispa que iluminó lo peor de alguien a quién creía íntegro; una chispa que la dejó con quemaduras que, aunque curaron, dejaron marcas. Al principio dudó si había acertado al dejarle; después, se sorprendió de no haberlo hecho antes; ahora, intenta olvidar en los brazos de otros hombres.

Y allí estaba, con un hombre nuevo, diferente, encantador. No hicieron caso de la película, que quedó como murmullo de fondo. Él siguió contando y ella no dejó de escucharle mientras la cena avanzaba lentamente. Ante sus ojos recreaba las escenas que, a lo largo de los años, había visto a través del objetivo. La alegría, la miseria, ambas de la mano. Rellenaba su copa aun cuando no estuviera vacía. Bebía de la suya, mientras las palabras empezaban a perderse enredadas en efluvios alcohólicos dentro de su cabeza. Y siguió contando de la mirada de los niños con un Kalashnikov en las manos, de la ilusión de quienes por primera vez ven una muñeca, de los ojos hueros de las mujeres violadas, de la esperanza de la música que surge de la nada, del vacío de las madres que entierran sus hijos, de la fuerza del consuelo de misioneros o cooperantes.

Las tres y cuarto. Miró hacia el sofá en el que el hombre, ajeno a sus movimientos, dormía profundamente. Volvió a él, apagó el cigarro y sin que el más leve rumor delatara su cercanía, recorrió su espalda con la yema de los dedos en una caricia lenta, sutil y dulce, deslizando suavemente sus pechos sobre él hasta llegar a su oído y susurrarle palabras de las que sólo era perceptible el roce del golpe de aliento en la piel que terminó en un beso, casi invisible, en su cuello laxo. Un movimiento inconsciente, como de cansancio, fue la única reacción.

Habían seguido con el vino y parecía que había pasado una eternidad desde la primera caricia, tímida, en la mano, y él, cómodo, seguía contando, cada vez más lento, mientras se dejaba acariciar. No era lo que había imaginado, pero al menos se dejaba querer y recibía lo que ella le daba apreciándolo como el regalo que era. Respondió a sus labios con el silencio de su lengua y a sus manos con la presión de sus brazos. Pero no eran esos los besos que esperaba ni su piel respondía como ella deseaba. Quizá fue el alcohol, quizá la impaciencia, pero todo fue tan rápido. Tierno, dulce, pero pasó sin sentir. La abrazó, intentando acogerla, y acunado en el olor de su pelo, se durmió. Ella quiso que fuera suficiente, quiso dormirse a su lado, quiso creer que eso era lo que había soñado.

Las tres y media. Un solitario motor rompió el silencio de la noche. Ella se apartó. Su piel se consumía añorando las horas de pasión que le faltaron; echó de menos caricias, besos, palabras de amor, aun sabiendo que hubieran tenido fecha de caducidad para aquella misma noche. 

Deambuló sigilosa por el salón, perdida en un espacio tan frío y vacío como su ánimo. Buscó en el revoltijo de ropas enredadas que yacían en el suelo y se vistió con la misma calma con la que se había movido hasta ese instante, envuelta en el mismo silencio que lo invadía todo y del que ella parecía un elemento más. Se ajustó el cinturón del abrigo y buscó un papel para dejar una nota. No lo encontró. Sacó el teléfono del bolso y, con breves y concisos movimientos, puso en un escueto mensaje un adiós escondido entre agradecimientos.

Cerró la puerta tras de sí mientras, en un extremo de la mesa, junto a las copas vacías, una pequeña luz intermitente hablaba de un mensaje no leído.

Los orígenes (IV y final)




Y por fin, llegamos a la Historia nosotros, los Homo sapiens, seres soberbios convencidos de ser el centro del universo y los reyes de una supuesta creación cuando, en realidad, tan sólo somos una etapa más en la evolución de las especies. Quizá la consciencia de finitud no gustó a nuestros ancestros y para ello, yendo un poco más allá de lo que fueron los neandertales (que recordemos que enterraban a sus muertos al tiempo que les rendían un cierto culto), inventaron una serie de espíritus y dioses que explicaran lo que a ellos les resultaba inexplicable (después, la ciencia lo ha ido explicando casi todo) y para que dieran un sentido trascendente a la vida humana; trascendencia que quizá no sea tal. Pero no nos adelantemos, que nuestros pobres sapiens primitivos bastante tenían con sobrevivir. 

Allá por el 160.000 BP (que significa before present, una nueva forma de datación arqueológica que establece 1950 como presente sustituyendo la datación tradicional de a.C., antes de Cristo), mientras Europa era tierra de neandertales y Asia de erectus modernos, los Homo ergaster que habían quedado en África habían evolucionado tanto que se habían transformado ya en otra especie: el Homo sapiens, eso sí, en un estadio aún muy primitivo y, por tanto, algo diferente de los sapiens actuales, que somos nosotros. Estos nuevos individuos africanos, ante un importante crecimiento demográfico y una disminución de los recursos en la zona en la que vivían debido -otra vez- a los cambios climáticos (poco a poco se empezaban a retirar los hielos del norte lo que suponía una disminución importante de las lluvias en África, disminuyendo la selva y los recursos alimenticios), se pusieron de nuevo en marcha y abandonaron África para, esta vez sí, extenderse por todo el planeta.





Por supuesto hay quienes se niegan a admitir el origen africano de la especie (esto supone que la especie humana actual deriva de individuos negros que, por adaptación evolutiva, al estar lejos de las zonas donde los rayos solares inciden con mayor fuerza, fueron perdiendo la melanina y se convirtieron en individuos de pieles más claras) y han llegado a desarrollar teorías que rechazan la de la Eva Negra (¡qué nombre tan poético para una teoría científica!) que es como se conoce a esta hipótesis de un único origen para toda la especie. La teoría alternativa (multirregional) supone que las distintas razas surgieron de distintas especies: así los negros descendería de los ergaster evolucionados, los orientales de los erectus y los caucásicos, de los neandertales. Sin embargo, la ciencia se ha empeñado en negar esta posibilidad no sólo por el estudio formal de los huesos, la distribución y frecuencia de los fósiles en el espacio geográfico, sino por el análisis del ADN. Pero no el del ADN ‘normal’, ese que tenemos en los núcleos de todas y cada una de nuestras células, sino el análisis del ADN mitocondrial, que únicamente se transmite por vía femenina, y más concretamente, por el estudio de las variaciones que se producen en él. Si he de ser sincera, no he llegado a entender por completo los mecanismos científicos de esta cuestión (que son complejísimos para alguien sin formación científica sólida, como yo) pero en síntesis lo que se infiere de las conclusiones de los estudios realizados en muestras amplias de población de todos los continentes, es que toda la especie humana tiene un origen común en una mujer africana, desechando la teoría multirregional, que tiene cada vez menos adeptos en el mundo científico y más entre los que se siguen negando a admitir un origen africano para la especie y siguen creyendo en las diferencias raciales.

Así pues, tenemos ya a nuestros antecesores dispuestos a moverse por el mundo, con una tecnología mucho más evolucionada, al igual que sus estrategias sociales y de aprovisionamiento de alimentos y de materias primas, lo que les permitirá explotar con éxito los distintos medios en los que se instalan. Y se mueven siguiendo una ruta que, desde la zona del valle del Rift les lleva hasta la franja palestina y Oriente Próximo, desde donde a su vez se reparten hacia el este (Asia) y hacia el oeste (Europa). A lo largo de los siguientes milenios los Homo sapiens irán aumentando de número y colonizando distintos territorios por Asia y Europa. Hace unos 25.000 años llegarían hasta el estrecho de Bering (el punto de encuentro entre Siberia y América), congelado en esos tiempos, pasando desde ahí a América. Cualquiera que observe a los americanos autóctonos (los pocos indígenas que aún sobreviven, tanto del norte como del sur) verá que tienen mucho mayor parecido con los asiáticos que con los caucásicos europeos o los negros africanos y esto se debe a su tardía colonización por individuos que ya habían adquirido rasgos orientales a lo largo de su evolución dentro de la especie.

Las sociedades de Homo sapiens también estaban mucho más evolucionadas y cohesionadas socialmente que las de sus predecesores, con una clara división de las tareas de forma que cada uno hiciera lo que mejor pudiera, una jefatura más organizativa que otra cosa, una distribución eficiente de los espacios (por ejemplo, donde se dormía no se descarnaba ni se cortaba la caza), la protección y cuidado de los indefensos y de los débiles, etc. Esto permitiría la formación de grupo tribales de mayor tamaño (los neandertales se movían en grupos de unos 20 individuos, mientras que los grupos de sapiens podían llegar a superar los 50) con las innegables ventajas que ello tenía en las partidas de caza o en la protección del campamento. Por no hablar de que evitaban aparearse entre ellos, con lo que los nuevos miembros de las tribus se veían libres de los efectos nocivos de la endogamia, lo que permitía un crecimiento poblacional importante, que se expandía (muy poco a poco: se tardaron miles de años) por todo el planeta.



También el mundo ritual de los Homo sapiens era más complejo, al igual que su cerebro. El lenguaje articulado era cada vez más eficiente, mucho más que el de otras especies, por lo que pueden poner en común estrategias de colonización, de caza y aprovisionamiento de materias primas, enseñanza de técnicas y trabajos y, en general, todo tipo de experiencias e historias, no sólo prácticas sino también espirituales. Porque es con nuestra especie con quien nace la espiritualidad surgida de la necesidad de explicación de los fenómenos naturales incomprensibles además de la necesidad de trascendencia que he mencionado antes. Al principio, posiblemente se recurriría a alguna especie de ‘espíritus’ para poder explicar fenómenos como la lluvia, los rayos, la luz, la noche…, pero llegó un momento en que hubo necesidad de entender la vida y la muerte, por lo que hubo que dar mayor poder a estos ‘espíritus’, que se convertirían en seres superiores o dioses. Todos estos fenómenos se percibían como externos por lo que debían haber sido causados por ‘algo’ y a ese ‘algo’ era al que iban dirigidas las pinturas propiciatorias buscando favorecer la caza o aumentar la fertilidad. Es el momento en el que nace el Arte, si bien los hombres prehistóricos no lo entendían como nosotros, sino como algo con una finalidad práctica bien clara: favorecer a los espíritus, dioses o lo que fuera, para que tuvieran suerte en las partidas de caza o las mujeres se quedaran embarazadas.



No podemos pensar en que el lenguaje o el arte primitivo eran meras anécdotas en la vida de las tribus primitivas, ni ignorar el peso que tuvo su evolución en el mundo que vivimos nosotros hoy. Gracias al lenguaje y al arte, los hombres más avispados, que probablemente fueran los más inteligentes del grupo, supieron convencer a los demás de que eran capaces de hablar con los espíritus: sí, con esos espíritus que controlaban el éxito en la caza y la fertilidad de bosques, animales y mujeres; esos primitivos chamanes supieron hacer creer a sus congéneres que ellos tenían el poder de hablar con la divinidad y los espíritus (para lo que no escatimarían ningún tipo de conocimiento, bien de hierbas, bien del comportamiento humano) y, por supuesto, eso les requería tales esfuerzos que les impedía trabajar como los demás en la recolección, la talla o la caza. De estos chamanes primitivos a los sacerdotes, imanes, pastores y gurús diversos de la actualidad, hay sólo una pequeña diferencia de vestimenta, porque en el fondo no dejan de ser lo mismo: una serie de personas que viven sin trabajar a costa de la ignorancia de los demás. 


Lo que ocurre es que hoy ya han pasado varios miles de años y esas creencias se han consolidado y han pasado al acervo colectivo sin que, de forma generalizada, se cuestionen de un modo lógico y racional, y así nos encontramos con personas inteligentes y formadas que creen de verdad en la existencia de un ser superior (y los hay que, con la mejor de las intenciones, dedican su vida a poner en práctica unas doctrinas complejísimas que han surgido de mezclas eclécticas de distintas historias), con personas excelentes y muy válidas que están seguros de que hubo un dios todopoderoso que nos creó a su imagen y semejanza; aunque también hay gente malvada que se aprovecha de los demás en su propia búsqueda del poder que da el dominio de la conciencia. Pero, en mi opinión, pocas veces se podrá ver un ejercicio de soberbia de semejante calibre: creerse el centro del mundo y creados ex profeso para dominar el planeta. Y esa soberbia de creerse el ‘rey de la creación’ lleva en muchos casos a despreciar al resto de los seres vivos, cuando en realidad nunca deberíamos olvidar que los humanos somos un bicho más de la Naturaleza: los más evolucionados de los primates, pero del mismo modo que, quizá, el águila lo sea de las aves, el tigre de los felinos y la sardina de los peces. Dudo mucho, muchísimo, que nadie nos creara de la nada, ni que surgiéramos de la mente de un ser superior, ni que nuestra vida esté determinada por los caprichos de alguien que establece lo que es bueno o malo. Desde luego es mucho más creíble que la vida surgiera del sometimiento de distintos materiales inorgánicos, presentes en el universo en general y en la Tierra en particular, a condiciones atmosféricas especiales que de la mente de un dios que, sin motivo aparente (ni mucho acierto, para qué mentir), decidiera crear un mundo. De verdad que si se para uno a pensar esto de forma fría, es de lo más absurdo que puede haber.