Un espacio abierto



Un lugar por el que pasar y, tal vez, quedarse.

martes, 15 de julio de 2014

Tiempo de bar




Las diez y dieciocho. El hombre llevaba más de una hora acodado en el extremo de la barra más cercano a la puerta. Era un tipo corriente. Más bien bajo, barriga prominente y pelo ralo y escaso. Los cincuenta los había cumplido hacía tiempo, mucho tiempo. Iba ya por el cuarto whisky -Glenfiddich de 12 años- y si en algún momento aguantó bien el alcohol, desde luego había sido en otra época. Era la primera vez que le veía por el local y había venido solo. Eso era poco habitual. No es que fuera raro que viniera gente nueva, lo extraño era que vinieran solos: éste no es un bar de moda, ni está en un sitio céntrico. 

jueves, 3 de julio de 2014

Invitado



Se había levantado muy temprano y sacó al contendor los restos del despiece: la noche anterior terminó tan tarde y tan cansada que dejó la basura para el día siguiente. A pesar de ser un animal relativamente grande, era manejable, y aunque no era la primera vez que preparaba una pieza de caza, acabó agotada. Antes de acostarse guardó cada trozo de carne envasada al vacío en el arcón congelador del sótano, reservando en la nevera de la cocina un par de piezas para la cena de la noche siguiente: más fresco imposible. Quería sorprender a sus invitados con algo especial, algo que, estaba segura, no podrían olvidar.

No serían muchos. Fernando y Rodrigo, además de Clara y Rosa. Ellas eran habituales de las reuniones de Elisa, en cambio, ellos se sorprendieron al recibir la invitación.

La anfitriona pensó el menú con cuidado, adaptándose a los gustos de cada cual. Clara y Rosa, al igual que ella, preferían ensalada y pescado, mientras que los hombres solían ser más dados a los placeres de la carne. Como la carne la había arreglado la noche anterior, pudo emplear parte de la mañana en comprar lo que le faltaba -el pescado, las verduras, el pan, los vinos- y en el resto del tiempo en los preparativos.

Criadillas es un eufemismo para no decir testículos. Pese a la alta consideración que los hombres tienen de esta parte de su cuerpo, cuando se compran hay que acudir a la casquería donde se venden junto los demás despojos. En este caso, no hubo necesidad: ninguna casquería habría tenido criadillas más frescas que las que Elisa había apartado. Estas piezas tienen un aspecto poco atractivo y resultan fuertes de sabor, por lo que hay que macerarlas durante, al menos, cuatro horas en agua y vinagre. Después, se han de quitar bien todas las pieles y pellejos que las recubren y limpiar a fondo las impurezas que aún puedan quedar con agua corriente. Cuando están perfectamente limpias se filetean muy finas, se sazonan y especian, y se pasan -vuelta y vuelta- por la sartén sin ningún tipo de rebozado. Elisa, había decidido matar la fuerza de sabor de este manjar con una salsa de frutos rojos por lo que tras triturar moras, frambuesas, arándanos, endrinas y grosellas, las redujo al fuego con azúcar, ron y un toque de jugo de limón hasta que quedó una textura caramelizada.

Fernando, el director del departamento de diseño, fue el primero en llegar. Dejó su flamante BMW a la puerta del chalé y, después de recolocarse el pañuelo y comprobar que tenía los zapatos relucientes, se peinó las cejas mirándose en el retrovisor exterior del coche. Llamó al videoportero sonriendo a la cámara. Hacía un par de años había tenido con Elisa una historia de la que salió de la forma menos elegante posible: escondiéndose y evitándola durante el tiempo suficiente para que a ella le quedara claro que aquello no había sido más que unos breves y apresurados escarceos en camas de distintos hoteles. Elisa jugó a qué no se enteraba, simplemente por el placer de ver como se empeñaba, ridículamente, en hacerse invisible por distintas salas y despachos. Finalmente, cuando se cansó del juego, le hizo saber que lo mejor era “quedar como amigos”. Ni siquiera se molestó en despreciarle.

La ensalada que tenía pensada era sencilla, tanto en su concepción como en su elaboración: canónigos, patata cocida y aguacates, con un toque de salmón ahumado y todo rociado con una ligera espuma de salsa rosa. Refrescante y deliciosa, perfecta como entrante para un pescado poderoso.

Rosa fue la siguiente en llegar. Llevaba el departamento de informática. Estuvo a punto de no ir al enterarse de que Elisa también había invitado a Rodrigo, pero Elisa insistió tanto en que necesitaba que estuviera, que no pudo -ni quiso- negarse. Siempre habían sintonizado, ella y Elisa, aunque fueran muy distintas. Tal vez porque Elisa no se quedaba en su ropa religiosamente negra, su maquillaje aterradoramente claro y sus finas cadenas a modo de collar. Un disfraz tan bueno como cualquier otro.

El solomillo es una de las piezas más exquisitas que se puede ofrecer a buen comedor de carne pero es imprescindible que sea fresco: en este caso lo era. Se obtiene de la zona situada entre las costillas inferiores y la columna, y para que no pierda nada de su esencia es casi obligado prepararlo a la plancha o a la brasa -tras haberlo tenido atemperándose unas horas antes de cocinarse- con apenas un toque de sal y pimienta, poco hecho o al punto para que no se desvirtúe su sabor: es una verdadera delicia por lo tierno y jugoso.

Rodrigo llegó en taxi. Aunque era el director general de la empresa no tenía coche. Tampoco casa propia en la ciudad: vivía en el Villamagna cuando estaba entre semana en Madrid. Jamás hubiera aceptado la invitación de una empleada, por muy jefa de departamento que fuera, de no ser por la situación por la que pasaba la empresa. Quería enterarse de qué estaba ocurriendo con una serie de movimientos bursátiles poco claros que llevaban semanas produciéndose pero que había detectado hacía apenas un par de días. No tenían que ver directamente con Elisa, pero sí con su amiga Clara, la directora financiera, que también estaba invitada a la cena. Se había pensado seriamente si ir, porque le molestaba muchísimo la presencia de Rosa -la habría puesto en la calle hacía tiempo si no fuera tan buena en lo suyo-, pero si quería enterarse de lo que pasaba no le quedaba más remedio que soportarla. Quizá fuera también Iván, últimamente se le veía mucho con Elisa; con otro hombre las cosas serían mucho más cómodas y claras, y seguramente conseguiría enterarse de qué estaban haciendo esas dos mujeres con su empresa. Fernando no contaba.

El rape es el rey de los pescados. Aunque se puede cocinar de infinitas formas, como mejor se aprecia su intenso sabor a mar es sin más añadidos que un poco de sal, pimienta blanca y un chorrito de aceite virgen al dorarlo en la plancha. No requiere acompañamiento, pero Elisa pensó que quedaría mucho más vistoso si lo acompañaba de algo de color como unos tomates cherry, partidos por la mitad sazonados con un poco de sal y unas finas cabezas de espárragos verdes, también a la plancha.

Clara fue la última en llegar. Elisa y ella se conocían desde los tiempos del instituto en los que Clara rehacía los trabajos de Elisa y Elisa se ocupaba de que nadie hiriera a Clara. Siguieron juntas en la universidad y cuando en Invesco quedó libre el puesto de director financiero, Elisa consiguió una entrevista para su amiga. Desde entonces trabajaban codo con codo: una en la dirección comercial, la otra, en la financiera. Entre las dos controlaban la estructura básica de la empresa. 

Pero en los últimos tiempos Elisa había notado que algo le pasaba a Clara. Demasiados años juntas. La semana anterior Clara se había derrumbado. No sólo Iván la había dejado, eso sí, con elegancia, culpándose él de todo, sino que habían empezado a producirse desinversiones de fondos de la sociedad que no habían sido controladas por ella y que estaban poniendo en peligro la estructura financiera de la empresa. Elisa no necesitó saber mucho más.

- ¿Confías en mí? -le dijo.
- Claro, como siempre.

Iván. Atractivo, inteligente y peligroso. Enamorado del riesgo, pero mal jugador: nunca contaba con el rival. A Elisa le resultó fácil que entrara al trapo: un restaurante caro, un hotel aún más caro, una mujer espectacular. Le resultó aún más sencillo averiguar lo que necesitaba saber y llevarle dónde ella quería.
Para los postres no pudo hacer nada especial por lo que Elisa optó por un combinado de frutas de verano para aligerar la fuerza de la cena, acompañado por un delicioso cava.

A eso de las diez, cuando, tras tomar un Martini de pie en el jardín mientras el sol terminaba de ponerse, se sentaron a cenar, todo estaba perfecto: la mesa, magnífica; los platos, preparados en la encimera para dar los últimos toques; el vino, enfriándose; la música y la luz, a punto. Disfrutaron de la comida, aunque Elisa tuvo que convencer a Rodrigo de que esperara a la sobremesa para hablar de negocios. Clara estuvo tensa sabiendo los derroteros que tomaría la conversación tras los postres, y Rosa y Fernando bebieron de más. Y como el alcohol suelta la lengua, en particular la de los estúpidos, justo antes de que se levantaran para tomar el café en el salón, Fernando, creyéndose amparado por la confianza de haber sido su amante, comentó:

- Una cosa, Elisa.
- Dime.
- Me sorprende que nos hayas invitado a nosotros y en cambio te hayas olvidado de Iván... Últimamente se te veía interesada en él -dijo con intención de parecer malicioso.
- Mi querido Fernando, puede que no te hayas dado cuenta, pero Iván ha estado mucho más presente de lo que te imaginas.