Un espacio abierto



Un lugar por el que pasar y, tal vez, quedarse.

miércoles, 25 de noviembre de 2015

Confidencias


Siempre que reviso historias de hace algún tiempo encuentro cosas que no me convencen y que cambio. Es como si los textos maduraran con el tiempo y mostraran aquellas cosas que en su momento pasaron inadvertidas y que ahora aparecen con claridad. Y así ha quedado. 




lunes, 12 de octubre de 2015

Ridículo






Mírate, dijo mi madre mostrándome la foto recién traída de la tienda de revelado. En la foto estábamos mi hermana Claudia, mi primo Lucas y yo. La niña acababa de cumplir seis años y estaba preciosa, posando como si fuera una actriz. Nosotros habíamos cumplido ocho años en mayo, el día 14. Era casualidad, pero habíamos nacido el mismo día en la misma clínica: compartir nacimiento nos hacía sentir diferentes, unidos por una conexión especial. En la foto salíamos haciendo el tonto poniendo unas muecas espantosas que a nosotros nos parecieron muy divertidas. Estábamos metidos en una piscina de plástico pequeña que nos habían puesto en el patio de la casa de la abuela -la madre de mi padre- en el pueblo, y con un simple gesto nos pusimos de acuerdo en cuanto vimos a mi padre con la cámara diciéndonos que nos estuviéramos quietos y sonriéramos. Cuando mi padre se quiso dar cuenta, ya había disparado, y a nosotros nos dio una risa de esas que hacen que duela la barriga. Papá ya no nos quiso hacer más fotos, no fuéramos a estropearlas también, dijo. 

Mi madre debía de pensar lo mismo porque se enfadó cuando me reí al ver la foto, sobre todo, pensando en lo que se reiría Lucas también cuando la viera. Te ves ridícula con esa cara, me dijo en un tono que la risa se me ahogó en la garganta, mientras recalcaba lo guapa que estaba mi hermana. Creo que fue la primera vez que me sentí ridícula. 

Mamá nunca hacía el ridículo, quizá porque ella nunca se reía a carcajadas, al igual que tampoco cantaba a pleno pulmón ni bailaba como si nadie la mirara. Sería para no despeinarse, porque ella nunca jamás se despeinaba. Como Claudia, tenía una preciosa melena castaña, larga y lisa, siempre perfecta. Pero yo no. Yo no conseguí nunca tener un peinado perfecto aunque, con el tiempo, me empezó a dar vergüenza cantar y bailar y hasta reír si alguien me miraba. Por no hacer el ridículo. Pero aún así, siempre tenía la sensación de hacerlo. Salvo cuando estaba con Lucas. 

Todos los veranos, cuando nos daban las vacaciones, nos íbamos todos al pueblo de la abuela que tenía una casa enorme en las afueras. Bueno, todos no: papá y el tío Andrés se quedaban trabajando hasta que llegaba el mes de agosto. El último fin de semana de junio, papá nos llevaba a mamá, a Claudia y a mí, a la casa de su madre, donde ya estaban la tía Luisa, Carina (que en realidad se llamaba Caridad, pero no quería que la llamaran así porque le parecía muy feo) que ya tenía catorce años y Lucas. A Carina le gustaba estar con Claudia porque era como una muñeca, y a mí, con Lucas. En cuanto nos levantábamos, corríamos al bosque que había junto a la casa y allí nos dedicábamos a saltar, correr, trepar a los árboles, coger bichos… y hacer el ridículo todo el tiempo sin saber que lo hacíamos. Yo me caía mucho intentando subirme a los árboles, así que Lucas buscaba los que eran más fáciles y me ayudaba. Cantábamos y bailábamos como dos enloquecidos hasta caer muertos de risa. Aquel año era Eva María, la que se fue buscando el sol a la playa. Nosotros nunca habíamos ido a la playa, pero habíamos oído la canción en la tele e imitábamos los bailes que hacían exagerando todos los gestos y movimientos hasta que no podíamos aguantar la risa de ver al otro. Ése fue el año de la foto. 

Durante el resto del año, nos veíamos algunos fines de semana, pero no muchos porque nosotros vivíamos en el barrio del Pilar (en la zona residencial, decía mi madre) mientras que la familia de Lucas vivía en Carabanchel (un barrio pobre, decía también mi madre). Casi siempre venían los tíos a nuestra casa porque era más grande, pero apostaría a que mamá no quería ir a su casa. Eso sí, lo que nunca dejábamos de hacer era celebrar nuestros cumpleaños juntos el 15 de mayo, que aunque no fuera el día en el que habíamos nacido, era día de fiesta en Madrid. El colegio y los amigos hacían que el tiempo pasara menos lento hasta que volvían a llegar el verano y el pueblo. 

En el verano del 74 la canción de moda era la del rayo de sol, pero algo había cambiado. Lucas se cansaba en cuanto corríamos un poco o empezábamos a trepar a nuestro pequeño árbol. Pero no importaba porque nos sentábamos a descansar hasta que se recuperaba. Y si se cansaba de bailar, yo seguía bailando sola y enseñándole los pasos y él se reía. Al final del verano casi no le apetecía salir, así que nos quedábamos jugando al parchís o a la oca, como si fuera un día de tormenta. 

Al año siguiente todo cambió para siempre. Después del verano del rayo de sol no volvimos a ver a los tíos ni a los primos. Siempre que preguntaba a mi madre, me decía que no podía ser por razones que a no entendía, aunque no me atreví nunca a decirlo porque mamá cortaba en seco cualquier intento de seguir hablando de ello. Era una niña y a los niños no había que darles explicaciones, esa era la filosofía de mis padres. Así que me limité a esperar a que llegara el 15 de mayo, segura de que ese día nos veríamos para celebrar los cumpleaños del día 14. Pero no, cuando llegó por fin el día, lo celebramos los cuatro solos: papá, mamá, Claudia y yo. Cumplíamos diez años y aunque no era una niña pequeña, me pillé un berrinche de lloros y gritos cuando me enteré que Lucas y los tíos no venían. Me costó quedarme sin tarta y estar castigada una semana sin bajar a la calle. Esa semana empecé a esperar las vacaciones sin atreverme a preguntar más. 

Cuando llegó la última semana de junio y vi que no hacíamos las maletas no pude aguantar más y le pregunté a mi madre que cuándo nos íbamos al pueblo. 

- Este año nos vamos a la playa en agosto- me contestó. 

- ¿Y por qué no vamos en julio al pueblo con los tíos?- No entendía nada. 

- Porque no. 

Con eso dio por zanjado el tema y ya no me atreví a preguntar más. Fueron unas vacaciones tristes y aburridas: todo el mes de julio en casa, yendo los fines de semana a la piscina municipal con papá y las dos primeras semanas de agosto, a Torrevieja. Odié ese sitio en cuanto llegué. Olía a pescado podrido, la arena quemaba, la sal del mar picaba, no había nada que hacer y sin Lucas, no había forma de divertirse haciendo el ridículo a escondidas. Creo que fue entonces cuando cogí manía a la playa. Estaba deseando volver al colegio. 

El tiempo pasaba, al principio, lentamente, y después ya a un ritmo normal. El colegio y los amigos eran lo divertido mientras que en casa tanto Claudia como yo seguíamos siendo dos ceros a la izquierda. Nunca nos contaban nada de lo que pasaba ni contaban con nosotras para las decisiones. Y, por supuesto, mamá no nos dejaba hacer el ridículo. A Claudia parecía no importarle, al fin y al cabo era pequeña, pero yo odiaba que toda la ropa que me gustaba fuera poco adecuada, según mi madre. Tampoco le gustaba la música que oía, ni los libros o revistas que leía y decía que mis amigos eran ordinarios. Le molestaba que cantara en voz alta aunque estuviera sola en mi cuarto y tampoco le gustaba que me riera a carcajadas viendo la tele. Cuando terminé el colegio a los catorce años estaba convencida de no gustar a mi madre y que si me quería era porque era su obligación como madre. 

Sería octubre o noviembre de mi segundo año de instituto cuando decidí que iba a llamar por teléfono a Lucas, para ver si él sabía lo que estaba pasando. Pero era muy difícil porque mis padres nunca nos dejaban solas en casa, así que no podía llamar sin que se enteraran. Tenía que esperar la oportunidad. Y esperé lo que a mí me pareció mucho, mucho tiempo, hasta que un día, a principios de junio, Claudia se puso enferma con mucha fiebre y tuvieron que llevarla al hospital. Supongo que les pillaría con las defensas bajas o que era época de exámenes, pero mis padres debieron pensar que no pasaría nada por dejarme sola. Tampoco tenían muchas más opciones y, al fin y al cabo, ya tenía dieciséis años. Esperé mirando como el coche desaparecía por la esquina y me fui corriendo al teléfono. Busqué en la agenda el teléfono de los tíos y, temblándome los dedos, marqué. 

- ¿Diga? 

- Hola tía, soy Emilia. ¿Está Lucas? 

- Emilia… 

Se quedó en silencio un rato que me pareció larguísimo hasta que me dijo que no, que Lucas no estaba. Tenía la voz rara. Le pregunté cuándo llegaría y me pareció que intentaba no llorar mientras me decía que no llegaría y que hablara con mis padres. Colgó sin decir adiós. Yo no entendía nada. 

Sobre las ocho de la tarde, mi padre volvió a casa solo. Claudia tenía un principio de neumonía y tenía que quedarse un par de días ingresada. Mamá se quedaría con ella. No era nada grave, me dijo, pero tenía que quedarse allí para estar vigilada. Se sentó conmigo en el sofá y me contó los detalles, lo que le habían hecho, lo que estaba tomando, lo que les habían contado los médicos. Por primera vez sentí que mi padre me trataban como si no fuera una niña. 

Ya estábamos cenando cuando le conté lo que había pasado. Se puso blanco. ¿Qué es lo que pasa, papá? ¿Por qué la tía me ha dicho que Lucas no va a volver? ¿Dónde está Lucas? ¿Por qué ya nunca vemos a los tíos y a los primos? Acribillé a mi padre con la batería de preguntas que había ido acumulando toda la tarde. Y, por primera vez, vi a mi padre flaquear. Le temblaban los labios cuando empezó a hablar. 

Según me iba contando se iba serenando. En cambio yo, cuando asimilé lo que me dijo, no pude contener el llanto. Un llanto callado, triste, incluso sereno, todo dolor. Tardé en comprender y creer lo que me estaba diciendo. Lucas no iba a volver porque se había muerto. Así de sencillo. Se murió antes del veraneo en Torrevieja. Y nunca volvimos a ver a los tíos porque ellos no querían vernos. 

- ¿Por qué?- pregunté entre lágrimas e hipidos, incapaz de entender qué les podíamos haber hecho nosotros. 

A mi padre volvieron a temblarle los labios y la voz. 

- Bueno, verás cariño… A ver cómo te lo digo… Cuando Lucas se puso tan enfermo, tu madre y yo pensamos que vosotras que eráis niñas pequeñas no teníais que ver esas cosas. Por eso aquel año no nos vimos. Sería a finales de abril cuando me llamó mi hermano para contarme que a Lucas le quedaba muy poco y que no hacía más que preguntar por ti, que quería verte, y me pidió que te lleváramos al hospital para que pudiera despedirse de ti. 

Pero un hospital no es un lugar para niños, me dijo, así que les dijeron que no, y no me llevaron para que le dijera adiós a mi primo. Era tan absurdo lo que me estaba diciendo, eso sí que verdaderamente ridículo. No podía parar de llorar, pensando en que no volvería a ver a Lucas, que no había podido despedirme de él, que se había muerto con apenas diez años sin poder verme por última vez porque mis padres habían decidido que un hospital no era un sitio para niños. El dolor empezó a mezclarse con la rabia inútil ante la injusticia y exploté a gritos; creo que incluso insulté a mi padre, pero tengo esos momentos algo borrosos en la memoria. Recuerdo que intentó abrazarme, pero corrí a mi cuarto y me encerré. Y seguí llorando hasta que caí rendida por el cansancio y el dolor. 

Al día siguiente no fui al instituto. Cuando mi madre volvió, la castigué con la misma indiferencia hostil que mostraba hacia mi padre. No pareció afectarle demasiado. Al menos no intentó explicarse, ni disculparse, ni nada. Hizo lo que hacía siempre: hacer como si no pasara nada. La odié en secreto, profunda e intensamente, y aunque durante mucho tiempo estuve llorando por las noches a solas y en silencio, no me atreví a montar ningún escándalo delante de ella. 

Aquel junio suspendí cinco asignaturas. Como castigo me quedé sin vacaciones en la playa y me mandaron al pueblo, con la abuela, para que estudiara. Aquel verano fue triste, muy triste. Recorrí todos los lugares en los que de pequeña había jugado con Lucas, busqué las canciones de aquellos veranos y las grabé en una cinta seguidas una de la otra, en las dos caras, y las oía a todas horas. Pobre abuela, lo que tuvo que pasar escuchando una y otra vez las mismas canciones. Nunca dijo nada, creo que ella sí me entendía, ella comprendía y compartía mi tristeza. Y pese a las estrictas indicaciones que dejaron mis padres, me dejaba dormir hasta tarde, salir al campo, quedar con otros chicos y chicas que también pasaban el verano en el pueblo o que eran de allí. 

Fue el verano del cambio. Poco a poco, empecé a ir menos al campo y salir más con los nuevos amigos. Empecé a fumar y probé mi primera cerveza, a escondidas, como se hacen esas cosas por primera vez. Era 1981 y decidí dos cosas importantes: que ya era mayor y que haría la vida imposible a mis padres. Lo primero no era cierto, pero lo segundo lo cumplí a rajatabla. ¿Cómo? Haciendo lo que más les molestaba. Supuse que la música de Scorpions, Iron Maiden y AC/DC les irritaría lo indecible (y acerté) y cambié mi forma de vestir gracias a mi abuela que, un día que fuimos a la ciudad, me compró camisetas negras, vaqueros negros y hasta una cazadora que imitaba el cuero, también negra. Aprendí a pintarme los ojos de negro y a cardarme el pelo, aunque hubiera sido suficiente con no pasarme el peine. Hablaba alto, bailaba enloquecida, bebía cerveza y fumaba Ducados que compraba sueltos en el kiosko de la plaza. Cuando mis padres volvieron a buscarme no quedaba nada de la chica que habían dejado allí a principios del verano. 

Al poco de volver a Madrid, un sábado hice acopio de todo el valor posible y, tras decir que iba al cine, cogí el metro y me planté en la puerta de mis tíos. No había sido mi culpa, pero quería darles una explicación, que supieran lo mucho que yo quería a Lucas y que no le había olvidado. La cara que pusieron cuando al abrir la puerta me vieron allí fue comparable a la que puso mi padre cuando le pregunté qué había pasado. Me abrazaron llorando, invitándome a entrar. Tartamudeando les conté que yo no sabía nada, que nadie me dijo que Lucas estaba enfermo, que daría cualquier cosa por haber podido acompañarle y despedirme de él. Al decir esto último, ya lloraba. 

- Pero mis padres me robaron ese adiós. A mí y a Lucas- lo dije dejando escapar toda la rabia que llevaba acumulando desde que supe la verdad. 

- No les guardes rencor- dijo la tía Luisa, notando que mi voz se endurecía al hablar de mis padres- lo hicieron pensando que era lo mejor para ti. Se equivocaron, ya lo creo, pero ¿quién no lo hace? 

Intenté ver a mis padres como personas que se equivocaban, pero no era capaz de perdonarles. Claro que tampoco habían pedido perdón. Se lo conté a mis tíos y les dije que les odiaría a muerte por siempre jamás. Ambos sonrieron ante mi taxativa sentencia. Tienes dieciséis años, dijo la tía, y siempre jamás es demasiado tiempo, sobre todo para odiar: acaba haciendo más daño al que odia que al odiado. Pensé por un segundo en lo que me dijo… y lo deseché. A mí no se me pasaría ni me haría daño. El tío rebajó la tensión apareciendo con una bandeja con colacao y magdalenas para merendar y me preguntaron cómo era mi vida entonces, me dijeron lo alta y guapa que me encontraban, alabaron el valor que había tenido en ir a verles a escondidas. Les aseguré que seguiría yendo a verles, pero no les dije que seguiría haciéndolo a escondidas. 

A lo largo de los años que duró mi adolescencia, mi madre no se molestó en ocultar su disgusto y criticar abiertamente mi ridículo aspecto y mi ridícula música. Me limité a ignorarla pero sabía que, aunque lo disimulara, estaba rabiosa por haber perdido el control sobre mí. Fue una guerra sorda que duraría hasta que, cuando terminé el instituto, me fui a estudiar la carrera a Salamanca. Aunque de tarde en tarde nos veíamos, jamás volví a vivir con mis padres. 

Finalmente, muchos años después, perdoné a mi padre. Lo hice durante su entierro y en aquel momento pensé que debería perdonar a mi madre antes de que muriera. Y quizá lo habría hecho si mi madre, sin descomponerse ni un segundo al enterrar al hombre con el que compartió 40 años de vida, se acercó a mí para decirme que si no me daba vergüenza el espectáculo que estaba dando dejando que todo el mundo me viera llorar. No me enorgullece, de hecho me siento miserable por ser tan poco comprensiva con una anciana que no tiene por delante más que un horizonte de soledad, pero creo que también esperaré a su entierro para perdonarla. Eso sí, esta vez, sin llorar.

martes, 6 de octubre de 2015

Bevilacqua



Por segunda vez, voy a dedicar una entrada a un personaje que me ha fascinado: Rubén Bevilacqua, Vila, para aquellos a los que les cuesta pronunciar un apellido de reminiscencias italianas, aunque a mí me gusta más el apellido completo por su fantástica sonoridad. 

Bevilacqua es un guardia civil, de madre española y padre uruguayo de ascendencia italiana, especializado en homicidios y que ejerce sus labores en la Central de la Guardia Civil en Madrid, siempre acompañado de Virginia Chamorro, su pupila en las primeras novelas y, según pasa el tiempo, su apoyo más seguro. 

Psicólogo de formación, el brigada (sargento en las primeras novelas), reniega de esos estudios aunque no deja de verse a lo largo de todas las novelas como esa formación le sirve para mucho, especialmente en su forma de mirar a compañeros, testigos y sospechosos. Y sobre todo, para intentar comprender al muerto, con un respeto y una empatía que impresionan: más que un investigador es el abogado defensor del muerto y de su dignidad. Divorciado y padre de un chico que también crece en las novelas, vive la paternidad como algo que le redime del mundo sórdido y mediocre en el que se desenvuelve y que no pierde ocasión de poner de manifiesto. 

Es un hombre íntegro pero con debilidades y dudas, sobre todo, dudas. Irónico e inteligente, utiliza el sarcasmo como arma frente a un mundo que conoce bien, cada vez mejor según avanzan las novelas, y que no le gusta, aunque se integre en él de la forma más honesta posible; su sentido del honor no es algo grandilocuente, como muchos pretenden vender, sino un acto cotidiano, de coherencia con uno mismo. Valora a sus colaboradores -tanto a los habituales, como a los circunstanciales- admitiendo que es mucho lo que puede aprender de ellos y mostrando algo muy raro en los jefes españoles: la capacidad de confiar y delegar, junto a una lealtad que quiero creer que es más frecuente de lo que suele parecer. 

Consciente del mundo que le rodea, a lo largo de las novelas, va desgranando distintos asuntos sociales, económicos y políticos de cada momento en el que se sitúa la historia, con una visión pesimista (o realista, según se mire) que asume como algo con lo que hay que vivir: con estos mimbres, hay que hacer el cesto. Se ven con claridad las luchas políticas dentro de la Guardia Civil o la escasez de medios con la que algunos -no todos- se bandean como pueden, lo que hace valer a la personas que trabajan en ese cuerpo de seguridad, aunque en ocasiones, asoman restos de lo que fue la Guardia Civil en otros tiempos de recuerdo maldito. Y también, en el otro extremo, del valor de algunos (no de todos) de enfrentarse al terrorismo cuando no era tan vilipendiado como lo es hoy. 

Bevilacqua es un personaje complejo, lleno de matices, que puede en ocasiones parecer duro e controlador, mientras que otras veces, se deja llevar por deseos, emociones y sentimientos. Es leal, sí, con amigos y compañeros, pero sin ataduras que pongan en peligro una moral personal que le guía y a la que sigue sin dogmatismos al uso. Consecuente con sus actos y su pasado, no vive en él, aunque la nostalgia sea uno de sus puntos débiles. Lo sabe e intenta evitarlo. 

Realmente un  tipo extraño y escaso, tremendamente humano, con sus virtudes y sus defectos. Si en el mundo hubiera más personas como Bevilacqua, posiblemente sería mejor. O quizá, no. 


miércoles, 5 de agosto de 2015

Estereotipos

Circe. John W. Waterhouse.

Era martes y yo iba con un polo verde oscuro. No suelo acordarme de la ropa que me pongo y menos algo tan corriente como un polo, pero lo que llevaba en esa ocasión lo recordaba perfectamente. Estaba en la Casa del Libro de Gran Vía concentrado en las estanterías, cuando una mujer se acercó a preguntarme dónde podía encontrar las Metamorfosis de Ovidio. 

domingo, 26 de julio de 2015

Revancha




Mientras Carlota camina por Sor Ángela de la Cruz, siente el aliento de Medea ceñirse sobre ella. Tal vez es porque lleva aquel librito de Eurípides en su nuevo bolso de Carolina Herrera, y aunque no se considera una hechicera arquetipo de maldad y pasión, ella también va a usar la muerte de su propio hijo -o hija, nunca llegaría a saberlo- para herir a su marido. Y así, fríamente, sin remordimientos ni arrepentimiento, avanza por una calle flanqueada por árboles desnudos y rascacielos grises, dejando atrás la clínica donde hace menos de cuatro horas ha abortado el que hubiera sido su tercer hijo. O hija, no le importa.

Jonathan Silencio.





J. Silencio. Hace tiempo que pienso en este personaje surgido de la pluma de mi amigo José M. Bartolomé. En realidad desde que leí el primer relato que protagonizó… no recuerdo cuándo.  Y me provoca dos sentimientos que podrían parecer contradictorios, pero que no lo son: admiración y envidia. Admiración por el talento del autor, desplegado al modelar un personaje tan complejo y atractivo, y envidia por no haber sido yo capaz de hacer nada así.

lunes, 15 de junio de 2015

Lirio


Con el permiso de mi querido amigo José M. Bartolomé publico hoy un cuento suyo, lo que considero todo un honor. 

¿Por qué lo publico? Sencillamente porque es precioso y me parece una de las mejores cosas que ha escrito José junto con El Hombre más fuerte del mundo, aunque con formas absolutamente diferentes. El autor no es hombre de sensiblerías ni moñadas, pero eso no significa que su forma de escribir acerca de sentimientos no conmueva y, aún siendo una historia conscientemente primitiva, resulta muy emocionante. Posiblemente resulte tan emocionante por eso, por lo básica, por lo esencial; porque no se pierde en lo superfluo, en lo anecdótico; porque va a lo que realmente importa. Al leer esta historia, es posible que alguna lágrima se escape porque nos habla del amor, del de verdad, en estado puro, sin disfraces ni subterfugios que distraigan de su fuerza, sin romanticismos ñoños tan de moda y que encubren y velan el sentir profundo e intenso que sí se respira en toda esta obra. Y habla de muchos tipos de amor: a los amigos, a los hijos y, sobre todo, a la pareja elegida para compartir la vida. Habla de dignidad, de fuerza, de valor. Es una historia completa, redonda. Una historia, como ya decía, preciosa. Sencillamente, preciosa. Espero que la disfrutéis tanto como yo.

Gracias, José, por haberla escrito y por ser tan generoso y dejarme que la comparta en mi espacio.

lunes, 1 de junio de 2015

Deudas






-        Don José María no puede recibirte, Laura.
-     ¿Perdón? ¿Don José María? Por Dios, Susana, ¿cuando se ha convertido Chema en don José María? Te juro que me dejas muerta.

La pobre Susana no sabe ni dónde meterse. Es tan ridículo. Laura fue de las primeras clientas que abrieron cuenta a esa sucursal cuando enviaron a Chema como director hace seis años. Susana lleva catorce años trabajando allí y ya había visto pasar a tres directores. Pero tan tonto como éste no ha visto ninguno. Claro que no puede decirlo.

lunes, 25 de mayo de 2015

Manos



Miro mis manos y no parece que haya nada especial en ellas. Venas azules y tendones marcados en la parte posterior y todas las rayas, las de la vida, las del amor y las la muerte, en la anterior. Dedos ni cortos, ni largos; ni finos, ni gruesos. Con uñas también de tamaño medio, casi siempre sin pintar. Dos sortijas: una con un rubí marcado en su interior que habla de mí, y otra con un pequeño diamante que no habla de nadie. 

Hay tres marcas que convierten estas manos en únicas: una cicatriz de infancia en el dedo corazón izquierdo que lo deformó para siempre; un trozo de grafito clavado en el anular izquierdo desde hace 25 años -pronto hará 26- y que jamás extirparé, salvo que algún día suponga un problema grave de salud, y la marca curada y perenne de la infección por un parásito en la parte superior de la mano derecha. No tengo buena encarnadura: las cicatrices nunca desaparecen del todo.

Parecen manos como tantas, pero no, éstas son mías. Son manos que han acariciado cuerpos curtidos y recién nacidos, que se abrieron a todo tipo de amores. Manos que igual que curan pupas, se derrumban ante la fatalidad. Frágiles dorsos, puertas al corazón; encallecidas palmas, a fuerza de parar golpes. Son las que acunaron noches eternas, palparon un cuerpecito menudo protegiéndolo de nada; las que enjugaron lágrimas infantiles y ayudaron a cruzar la calle. Las que acarician la cara triste de la abuela y toman sus manos cuando tiemblan para calmarlas. Manos suaves que agarran sin apretar y aún tiemblan ante lo desconocido. 

Manos que abarcan el mundo, que callan más de lo que cuentan.

jueves, 21 de mayo de 2015

Un sueño cumplido


Cuando hace años -muchos años- empecé a escribir, el pensar en publicar era algo impensable, un sueño. Y sin saber cómo, apareció Internet, y dentro de la red, el mundo de los blogs, en el que llevo también mucho tiempo, y con ellos, empezaba a hacerse realidad lo de publicar. Aún así, para cualquier escritor,  no hay nada como el papel. Y mientras seguía escribiendo y publicando en blogs, lo de publicar seguía pareciéndome un sueño. 

Sin embargo, gracias a la ayuda y apoyo de amigos muy queridos, que han creído en mí y han conseguido que me sacuda mi pereza natural, el sueño se ha convertido en realidad y éste es el resultado. 

Gracias a todos. 

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lunes, 4 de mayo de 2015

Curro





Las seis y media de la mañana y la niebla no le deja verse ni los pies. Juan tiene que estar a punto de llegar. 

Vaya un curro de mierda, piensa el Juanca, mientras tirita. Porque no tiene otra cosa que si no, iba a estar ahí, en medio de calle, pelado de frío. Con lo bien que le iba antes, hostias. Menudo chollazo, su primer curro. Pero a los tres años le pusieron en la calle: con la crisis no iban a hacerle fijo. La puta crisis. Cuando empezó a currar acababa de cumplir los 18 y ganaba tanta pasta que en un par de meses se sacó el carné y se compró un coche: un León, tuneado y todo. Qué pasada, lo que corre ese bicho. La putada es que ya no puede sacarlo más que los fines de semana porque chupa a lo bestia, así que se acabó lo de ir a currar en su coche. Menos mal que entre Juan, que pone el coche, y Nelson, Bogdan y él, que pagan la gasolina, se apañan. Porque con los 700 pavos que gana no hay forma. Iría en bus, pero no hay. La jodida obra está en medio de la nada. 

miércoles, 29 de abril de 2015

Recuerdo

Anciano moribundo. Silvestro Lega.

El abuelo se moría apaciblemente, rodeado de las personas que habían llenado su vida: sus dos hijos y sus tres nietas. Sin embargo, y en contra de lo que se suele decir, en ese momento no pasó por su cabeza el resumen de su vida entera o el recuerdo de quienes la compartieron la mayor parte del tiempo. 

No, el abuelo no recordó nada de eso. Sólo fue capaz de evocar unos brazos prohibidos; un cuerpo joven, pleno y entregado, que le ofrecía un espacio desconocido; unos labios ardientes y húmedos que le recorrían con fuerza adictiva; unas caricias que le hacían estremecer llevándole a mundos que creía que sólo existían en sus fantasías; un amor que ofuscaba su conciencia haciéndole pensar en universos que no sabía siquiera si habían existido. 

Sólo vio el rostro joven, vivo en el olvido, de una mujer con la que únicamente podía soñar. Recordó las palabras escritas en amarillentas cartas, guardadas en el fondo de un cajón, como se guarda todo aquello que no se es capaz de tirar; cartas llenas de sueños, de recuerdos, de ilusiones; cartas que el tiempo había estropeado pero que no había conseguido destruir. 

Recordó su cobardía, su miedo, su incapacidad para hacer frente a su familia. Hacía tanto de eso que parecía perderse en el principio de los tiempos. También evocó su horror a lo desconocido por más que fuera deseado. Se acordó de su conformismo, de su adaptación a lo que los demás esperaban, de su comportamiento tan estrictamente correcto. 

Y ahora, cuando la muerte le rondaba, era únicamente cuando tomaba plena conciencia de que nunca en toda su vida había dejado de arrepentirse de no haberse atrevido a dejarlo todo y vivir como habría deseado. Ahora, cuando el final era inminente, ese recuerdo era lo único que su espíritu añoraba, la oportunidad perdida de vivir un amor prohibido. Añoraba la urgencia de un deseo jamás experimentado como si fuera un fuego nunca extinguido, tan sólo apaciguado en el fondo de la memoria junto a sensaciones y sentimientos que en este último momento afloraban, para recordarla, y morir con su nombre en la boca. 

Mientras su hijo menor le cerraba los ojos, todos se miraron extrañados, sin comprender qué había ocurrido, interrogándose en silencio, buscando una respuesta en los ojos de los demás. ¿Alguien sabía quién era Laura? 

jueves, 12 de marzo de 2015

Ofelia



Ofelia - Gregory Crewdson


Nació antes de tiempo y más pequeña de lo habitual. Nadie podía asegurar que sobreviviera. Pero lo hizo. Creció frágil y convencida de ser alguien especial, de estar por encima del mundo que la rodeaba. Su madre, atrapada en una vida anodina y en una relación agotada, había volcado en la niña sus anhelos y ambiciones, todos sus sueños románticos, buscando que su hija viviera al margen del mundo ordinario y tosco en el que se movían. No le permitía jugar con los demás niños, ni salir a la calle, ni tocar nada que pudiera mancharla: quería que fuera etérea, única, como de otro mundo, pensando que alejarla de la realidad que les envolvía le abriría la puerta a una vida mejor que la suya. Incluso al elegir su nombre, buscó escapar. Ofelia, sutil y delicada, enamorada sin esperanza de Hamlet. No se le ocurrió que tal vez un nombre puede estar unido a un destino.

Desde muy pequeña, su angelical aspecto, su pelo negro y sus ojos violeta intenso en contraste con una piel casi traslúcida, permitieron a su madre introducirla en el mundo de la publicidad, de la fotografía y, finalmente, de la televisión. Tenía que concentrarse por completo en ese futuro. La niña sería famosa y ella, de algún modo, también.

Los trabajos empezaron a ser cada vez más frecuentes y los días de casting, sesión fotográfica o rodaje, la niña no iba al colegio. Ofelia, rodeada de una nube de peluqueras, estilistas y maquilladoras, se sentía una princesa de cuento de hadas. Su madre organizaba todo y sus caprichos se convertían en realidad al instante. El mundo giraba en torno suyo, tenía todo lo que deseaba y nadie le decía que no a nada. No podía imaginar que no siempre sería así.

Cuando tenía nueve años, y previendo el desastre, el padre de Ofelia, incapaz de soportar por más tiempo aquella situación, pidió el divorcio y la custodia de la niña, alegando que el que dedicara tanto tiempo al trabajo descuidaba su educación. El juez desestimó la petición, y el hombre tuvo que conformarse con hacerse cargo de su manutención y verla los tiempos que, a fuerza de repetirse, se habían tornado clásicos: un fin de semana de cada dos y quince días en verano. Durante todo el tiempo que pasó con ella nunca dejó de intentar devolver a Ofelia al mundo real, llevándola a parques llenos de atracciones, a las cuales la niña no subía; invitando a los hijos de sus amigos, a los que ignoraba y trataba con desprecio; visitando museos, ferias, exposiciones, pueblos… buscando despertar algún interés en su hija. Pero ella permanecía ausente, ajena, hastiada y deseando marchar. Fue una tortura que duró cuatro años, hasta que, con la complicidad con su madre, la niña logró que un juez suprimiera las visitas.

Sin embargo, la vida que su madre había soñado para ella no llegó nunca. La adolescencia se llevó el ángel que tuvo durante la infancia. La cara se le llenó de granos, la piel se le oscureció, los rasgos se le endurecieron y, hacia los veinte años, se había convertido en una mujer absolutamente vulgar, pequeña y demasiado flaca, de formas rectas y sin ningún atractivo especial: una mujer como tantas. Sin estudios, tuvo que aceptar un trabajo corriente y mal pagado que le impedía llevar el ritmo de vida que estaba convencida de merecer. La frustración se hizo su más fiel compañera: ella seguía viéndose como la reina que creía ser y comportándose como tal, con aires de superioridad y desprecio hacia los demás, mirando al resto del mundo desde una atalaya inexistente.

Los hombres que se le acercaban nunca eran los que ella quería, y los que a ella le interesaban, la ignoraban. Así, se fue fabricándose una personalidad hipersensible, incomprendida del resto del mundo, rodeada de un aura de romanticismo fatuo, de amores desmedidos y sensibleros, de exigencias sin compensaciones, que ninguno de sus eventuales novios podía soportar. Esperaba con desesperación la llegada de un príncipe azul que la rescatara de ese mundo mediocre e insensible en el que vivía, un mundo que la trataba cruelmente. Pocos llegaban a convertirse en sus amantes, pero cuando ocurría, su frialdad, su desconsideración, sus ínfulas de princesa, esperando todo sin dar nada, llevaban la relación al fracaso. Y cada uno de ellos era un paso más hacia la desesperanza: se sentía maltratada y herida, sin comprender el porqué de tanto daño y sin siquiera plantearse que parte de la culpa de esos fracasos podía ser suya.

Según pasaba el tiempo, acuciada por la soledad y la necesidad de encontrar ese amor que había inventado y que sólo existía en su mente, su listón masculino empezó a bajar, lo que no impidió que los desastres se sucediera uno tras otro. Al principio, la incomprensión y el asombro por los comportamientos de sus amantes fueron acompañadas de rabia e ira, pero poco a poco las sustituyeron la angustia y la ansiedad. Ofelia se sentía desgarrada, vejada, convencida de que nadie era capaz de percibir su exquisitez, de entender sus sentimientos, de abrir la jaula donde su pasión se mantenía cautiva. Empezó a barajar la posibilidad de poner fin a todo, cada vez más lánguida, apática e indolente. Sentía que el mundo la había traicionado e, incapaz de admitir sus propios errores, su egocentrismo y sus defectos, empezó a pensar en un final acorde a la percepción que tenía de sí misma.

Aquel viernes, al llegar de su trabajo, se desvistió de forma casi ritual, como para un baño purificador. Una vez desnuda, abrió los grifos de la bañera, luego los del lavabo, finalmente, bajó a la planta inferior para abrir los de la cocina. Subió de nuevo a su alcoba y se puso un camisón blanco, ligero, de seda, y de forma suave y teatral, se sumergió en el agua, que pronto llenó la bañera y la desbordó, uniéndose a la que manaba del lavabo e inundaba el cuarto de baño para salir al pasillo y descender por las escaleras, donde se encontraría con el agua de la cocina y que ya había empezado a llenar el suelo de la sala de estar, rodeando los muebles de la estancia. Ofelia, salió de la bañera, bajó las escaleras y tras tomarse todas las pastillas del bote de barbitúricos, se tumbó en el suelo a esperar que la muerte le diese un final con la belleza y el brillo que ella merecía.

Cuando, a los dos días, los vecinos, preocupados por el reguero de agua que escapaba por debajo de la puerta, avisaron a la policía y a los bomberos, éstos sólo vieron a una mujer pálida y flaca, flotando en medio de un salón inundado en el que muebles destartalados, impersonales y grises flotaban a su alrededor.

miércoles, 11 de marzo de 2015

Marina





Hacía meses que a Marina le habían quitado el respirador artificial que la mantenía con vida tras el accidente. Todo el mundo esperaba que muriera entonces, pero no lo hizo. Y pasó el tiempo; los días se convirtieron en semanas y las semanas, en meses, hasta que Marina quedó semiolvidada en una habitación de hospital, luminosa y clara, con vistas a la sierra y con olor a flores frescas en primavera y a nieve en invierno. Poco a poco dejaron de visitarla, primero los amigos, luego la familia. Finalmente, sólo su madre acudía todos los domingos a contemplar como aquel cuerpo inerte seguía respirando por sí mismo, sintiendo como su hija moría en vida.

La madre de Marina se sentaba en un sillón junto a la cama, le tomaba la mano y en silencio pasaba el día, con la mirada perdida en el horizonte que veía a través de la ventana, entre las montañas lejanas de la sierra, como si allí pudiera encontrar la explicación de lo que ocurría. Intentaba descubrir por qué su hija, tan alegre y vital en otros tiempos, estaba allí, viviendo su propia muerte. Hubiera querido averiguar por qué su niña se aferraba a una vida sin esperanza, por qué su alma no abandonaba aquel cuerpo que, según le decían, jamás despertaría. 

No entendía nada. Ella era una mujer a la que la vida había vuelto seca y dura. Era de esas mujeres fuertes, bravías, que lo que son y lo que tienen no se lo deben a nadie, porque se lo arrancaron a la vida a fuerza de carácter, trabajo y sufrimiento. Era de ese tipo de mujeres anónimas a las que nadie ayuda, dignas y valerosas, ignoradas y que han tenido que luchar lo indecible por salir adelante. 

Ella en ningún momento pudo permitirse el lujo de la queja. Había estado demasiado ocupada trabajando sin descanso y escapando del hombre con el que se casó, el padre de Marina, cuya muerte, al fin, le devolvió la paz y le permitió parar. Hasta entonces, llevaron una vida errante, de ciudad en ciudad, huyendo de su destino. Era una mujer que no sabía de las grandes cosas del mundo, pero de lo que sí sabía -aparte del miedo: profundo, íntimo, intenso- era de los problemas cotidianos, del agobio de no llegar a fin de mes, de la desesperación por la falta de trabajo, del dolor de no poder dar a su hija lo que le hubiera gustado, de la tristeza de una cama vacía, del vacío de una soledad buscada.

Quizá por esas carencias constantes, intentó enseñar a su hija el valor de las pequeñas cosas, esas que no se compran con dinero, esas que siempre están ahí pero que tan frecuentemente se dejan pasar. Esas pequeñas cosas que son las que construyen poco a poco la vida, las que le dan sentido y permiten no desfallecer ante la adversidad: los besos de buenas noches, las caricias perezosas al compartir un sofá, los abrazos sin más motivo que decir "me importas", el olor de las rosquillas, el sabor de las fresas, el aspecto de la mesa de Nochebuena, el consuelo ante el miedo y el fracaso, el silencio compartiendo el dolor por el abandono del primer novio, las risas por un estropicio de platos en el suelo, una canción a pleno pulmón en la cocina, o la pena compartida por la muerte de alguien querido. Amparo había intentado llenar su vida y la de Marina de pequeñas cosas valiosas que siempre darían ánimo cuando las grandes fallaran. Y fallarían. Siempre fallaban.

Ahora, se sentía completamente perdida: las pequeñas cosas habían desaparecido para Marina, no le quedaba nada y no podía comprender qué habría tan importante en la vida de su hija para que ésta se aferrara de ese modo a ella. No entendía de medicina, de estados comatosos, de vida vegetativa; en realidad, no entendía nada de lo que le decían los médicos. Pero sabía que había algo, algo que ella no lograba ver, algo profundo y fuerte que mantenía a su hija aferrada a un cuerpo muerto. Y pensaba en los tiempos anteriores al accidente, en cómo se habían distanciado, hasta casi limitar el contacto a una breve llamada semanal en la que hablaban de cosas insustanciales. Pensaba en el tiempo perdido en discusiones triviales, que entonces parecían tan importantes y ahora tan carentes de sentido. Pensaba en cómo habrían sido los últimos meses de la vida de su hija antes del accidente, como serían sus amigos en aquella gran ciudad, qué haría en su tiempo libre, cuáles serían sus planes, sus metas, en definitiva, como sería su vida. Y se daba cuenta de lo poco que sabía de su hija.

Así, domingo tras domingo, Amparo veía las semanas pasar a través de la ventana, interrogándose sin encontrar respuestas y esperando, en vano, la muerte de Marina. Hasta que un domingo de abril, luminoso y alegre, por fin, le llegaron las respuestas de la mano de un desconocido.

Él tendría unos cuarenta y cinco años y una mirada profunda y triste. De pelo entrecano y piel curtida, aún conservaba gran parte del atractivo que sin duda tuvo en su juventud. Cuando abrió la puerta de la habitación de Marina, la anciana, sentada junto a su cama, se levantó casi de un brinco. Hacía tanto que nadie visitaba a su hija que aquella presencia la sobresaltó, más por inusitada que por otra cosa. Ambos quedaron en pie, frente a frente, escrutándose con la mirada. El hombre, lentamente, se acercó a la cama en la que yacía Marina, y con suavidad, la besó en la frente. La madre creyó ver un cambio en su hija, algo casi imperceptible, una reacción. Fue entonces cuando comprendió que él era la causa por la que su hija se aferraba a ese cuerpo muerto. Todo ese tiempo le había estado esperando.

Discretamente, sin decir una sola palabra, con un leve movimiento de cabeza a modo de saludo, abandonó la habitación, y cedió el sillón que ocupaba todos los domingos a aquel desconocido. Desde el pasillo, pudo ver como el hombre se sentaba junto a la cama y, al igual que hacía ella, tomaba la mano de Marina. Y vio como le hablaba, con gestos suaves, y cómo, con movimientos dulces, recorría su cara. Amparo no lo sabía, pero él buscaba en cada uno de los rasgos de ese rostro inerte los de la mujer que amaba, que tanto había soñado y cuyo recuerdo fraguado en apenas dos breves encuentros que llevaba grabados a fuego en la memoria: el perfil de los ojos, la línea de la nariz, la curva de los labios. Las lágrimas del desconocido caían sobre la mano de Marina mientras la sostenía con una suavidad impensable en manos tan toscas y ásperas.

Si hubiera podido oírle, habría escuchado como sus palabras brotaban tiernas y sentidas, evocando con nostalgia lo que pudo haber sido. Una casualidad les había puesto en contacto. Marina pertenecía a un club de lectura en Internet, en el cual también participaba él. A ella le llamó la atención la fuerza de sus sentimientos, la pulcritud de sus sensaciones, la precisión de sus descripciones, así que se puso en contacto directo con él intentando saber más. Y así, sin darse cuenta, los correos se fueron haciendo más frecuentes hasta convertirse en diarios. La ilusión les hacía encender el ordenador antes de desayunar para ver si había correo, o quedarse despiertos hasta altas horas de la madrugada chateando sin sentir cómo pasaba el tiempo. No había pasado mucho tiempo cuando se dieron cuenta de que había nacido entre ellos un sentimiento especial al que no se atrevían a poner nombre, pese a intuirlo. Y aunque se sintieron inseguros, siguieron adelante con esa relación sin nombre, cada vez con más ganas, con más fuerza, más anhelantes, pensando siempre el uno con el otro, absorbidos por la presencia ausente de quien sabían que estaba al otro lado de la red, hasta el punto de convertirse en casi una obsesión. La confianza, la admiración y la complicidad abrieron la puerta a la necesidad de verse, escucharse, tocarse. 

Se vieron dos veces antes de tomar una decisión. Dos encuentros fugaces pero intensos, repletos de complicidad, de confesiones, de intimidad. Fueron días de largos paseos intercambiando confidencias y de cenas íntimas a la sombra de árboles frondosos y frescos, enmarcando conversaciones en las que las manos surcaban la mesa entre vasos y platos para encontrarse en el centro, conversaciones en las que las palabras surgían ajenas al lenguaje de las miradas, que ansiaban el silencio de los besos. Encuentros en los que descubrieron su sabor, su aroma, el tacto de su piel, la posición de los lunares, los gestos del amor… su esencia. Querían capturar en esos pocos días sus despertares, sus gustos, sus costumbres, sus manías, sus dudas, sus miedos. Querían aprehenderse el uno al otro, fundirse, confundirse, respirar el mismo aire, ocupar el mismo espacio y olvidar el mundo. 

Pero, de forma inevitable, el tiempo se agotaba y tenían que volver a su día a día, a sus trabajos, a su vida real, y retomar los sueños en línea, aunque ya conscientes del nombre del sentimiento que vertían en cada uno de sus correos y de sus conversaciones. Se habían enamorado, con la serenidad y seguridad que da el mutuo conocimiento grabado en cada frase, en cada línea, en cada letra, y con la fuerza y la pasión vivida cada segundo de los que compartieron.

No tenía sentido seguir así, de forma que se decidieron a compartir casa, mesa y cama además de ilusiones, sentimientos y amor. Planearon la intendencia minuciosamente. Marina no dudó en dejar un trabajo que no la llenaba, un piso compartido que nunca había sentido como suyo, una vida solitaria en una ciudad atestada de gente desconocida para trasladarse a vivir a la pequeña ciudad en las que él tenía casa, tierras y raíces. Nada quedó sin prever, todo parecía controlado: la venta del coche y de los pocos muebles, las maletas con la ropa, las fotos, los escasos recuerdos que no habían quedado en casa de su madre, el billete de tren. Todo estaba previsto. Todo menos la fatalidad. 

Camino de la estación, un conductor ebrio se saltó la mediana estrellándose contra el taxi en el que viajaba Marina. El choque, lateral, terrible y mortal, apenas afectó al taxista, que viajaba en el lado contrario al del impacto y con el cinturón de seguridad, pero alcanzó de lleno a Marina, con tan mala fortuna que se golpeó la nuca quedando inerte, con apenas un soplo de vida en un cuerpo muerto. 

Él la esperó en la estación del tren hasta que, ya de madrugada, supo que no vendría. Desesperado, se juró no buscarla, no quería saber nada, se sintió traicionado, engañado. Tardó varios días reaccionar hasta que, cuando al fin se decidió a llamarla por teléfono, encontró que el aparato estaba desconectado. La busco en la red, pero no daba señales de vida: durante días le dejó mensajes en el correo. Necesitaba una explicación. Sin embargo, ante la falta de respuesta, pensó que ella lo evitaba, que había desaparecido diluida en ese mundo cibernético que hace que lo irreal parezca cierto. Se convenció de que él sólo había sido una aventura, un juego. Desesperado, indignado, enfurecido por la mentira que suponía real, se refugió en el trabajo. Se endureció, se volvió frío. No volvió a sonreír y disminuyó sus contactos con el resto del mundo a lo estrictamente imprescindible. Se encerró en su casa y en sí mismo, lamentándose por lo que él suponía una traición, sin poder siquiera imaginar que en un lejano hospital Marina se negaba a morir sin despedirse de él. 

Había transcurrido bastante tiempo cuando el hombre, ya más sereno, recordó el foro literario en el que se habían conocido y dejó allí un mensaje, por si ella aparecía. A los pocos días recibió un correo de una de las que participaban en el foro que, además, había sido compañera de trabajo de Marina, en el que le contaba todo lo que había ocurrido y le decía dónde podía encontrarla. Sumido en una desesperación infinitamente mayor que su furia inicial, se sintió mezquino y despreciable. El desconsuelo le invadió por completo. Cuando al fin consiguió vaciar su dolor y reponerse, se encontró con el valor suficiente para ir al sanatorio en el que Marina esperaba el momento de morir en paz.

Y ahora, por fin, con la mano de Marina entre las suyas, había llegado el momento del descanso. La madre entró en la habitación y, mientras el desconocido se secaba torpemente las lágrimas, ella se puso al otro lado de la cama, tomó a su hija la otra mano y creyó sentir como ella, ya liberada, abandonaba aquel cuerpo muerto. Y aunque nadie la creyera, habría jurado ver una imperceptible sonrisa en sus labios.

jueves, 5 de febrero de 2015

Luna






La situación podría haber resultado evocadora si el banco en el que se sentó aquella noche de agosto no hubiera tenido una lama medio rota, o si la farola bajo la que estaba situado no hubiera titilado constante y molestamente, o si la luna no hubiera brillado sin halo, sin marcas, sin siquiera una triste nubecilla que la rompiera en dos. Aun así, se sentía melancólico. Y algo triste. Sí, algo triste, pero sólo un poco.

Desde ese banco ajado podía ver en la distancia, la entrada de la casa a través del enorme portón del edificio que se abría a un patio en torno al cual, en varios pisos, se distribuían las puertas y ventanas de las casas, al modo de las antiguas corralas de Madrid. Su puerta, en el piso central, estaba cerrada. Hubo un tiempo en el que ella casi vivía allí y la casa siempre estaba abierta; después, cuando ya únicamente iba de vez en cuando, sólo hacía falta llamar si se veía luz a través de la ventana para que abriera. Últimamente pasaba demasiado tiempo cerrada, aunque sabía que hoy acabaría iluminándose: había luna llena. Y ella siempre volvía por luna llena. Siempre. Hasta ahora.

Prendió un cigarrillo. Otro más. Cualquier otro se habría cansado. Él no. La esperaba. Sabía que llegaría. La noche avanzaba y una brisa fresca y dulce se coló bajo la camisa tensándole la piel. Fue esa ligera tirantez la que le recordó su piel, la de ella, dorada, suave, cálida. Encendió otro cigarro, acabaría perdiendo la cuenta. No quería que su memoria le llevara a esas otras noches, noches grabadas a fuego en el recuerdo, noches de luna llena, noches plenas de ella.

Pero no había cigarro que lograra evitar que en estas noches como ésta, en las que, pletórica, regresa la luna, él volviera a sentirla suya, en la distancia, en el pensamiento, en el deseo… pero suya. Y aunque ella no lo sabía, él siempre volvía, todas las noches de luna llena. O quizá sí, quizá sí lo sabía.

Se acomodó en el banco mientras miraba de nuevo hacia el portón. De repente hubo un vaivén de luces que se encendían y apagaban. Debía de ser por la hora: no todo el mundo hace las cosas al mismo tiempo pero hay momentos en los que parece que los astros se conjuran para que los ritmos coincidan. Pero la suya no se encendía. No importaba. Seguiría allí esperando: había luna llena… seguro que su luz acabaría encendiéndose. 

Y es que ella sabía que la luna era suya, él se la regaló hace tiempo, la atrapó para ella. Cierto que el mundo había girado mil veces, que nada estaba dónde estuvo; la hierba del jardín en el que se amaron ya no era tan suave, ni la tierra olía tan bien; las noches no eran tan cálidas y ella ya no estaba con él. Sin saber cómo ni por qué, la había dejado ir, se le había escapado entre los dedos. A veces, pensaba en acercarse de nuevo, pero no se atrevía a llamarla, ni a escribirla. No quería arriesgarse. Y se limitó a observarla de lejos y a lamentar su irresolución. Pero de alguna forma extraña, la luna les unía, porque seguía siendo suya, de ella, siempre lo sería, él se la dio mientras, desnudos y abrazados, miraban a través de esa ventana que aún seguía sin luz. Y por eso él volvía, para intuirla a través de las sombras en las noches de luna llena, sin osar pensar en llamar, sin siquiera atreverse a soñar con entrar. 

Bajó la vista un segundo para apagar el enésimo cigarrillo y, al volver a levantarla, la vio. Su silueta envuelta en sombras, asomada a la ventana, quizá buscando la luna, esa luna que le pertenecía. Cerró los ojos atrapando su imagen y se levantó. Mientras se iba pensaba que ya no quedaba nada para la siguiente luna.



lunes, 2 de febrero de 2015

Un mal día





Caminaba por las Ramblas silbando como si estuviera solo. Lo que creyó un tropezón le devolvió a la realidad, junto con un apretón en los testículos. Miró a la mujer que le agarraba con firmeza sin poder creérselo. 

¿Te apetece un polvo? Veinte pavos, un completo, le dijo. Se zafó como pudo y se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta para comprobar que la cartera seguía en su sitio. Todo bien. Volvió a mirar a la mujer. Lloraba. ¡Joder! Buscó un pañuelo de papel y se lo ofreció. Se quedó clavado, viéndola llorar casi en silencio y sin saber qué hacer. Acababa de salir de una reunión de trabajo en la que todo había salido lo mejor que podía salir. Todo era perfecto… hasta que una puta que acababa de estrujarle los testículos y ofrecerle sexo por veinte euros, se puso a llorar. 

Venga mujer, cálmese, le dijo. ¿Le apetece una tila? No se le ocurrió otra cosa. Entraron en el café que había enfrente y el hombre pidió un café y una tila, para la señora. Poco a poco, la mujer fue calmando el llanto y deshaciéndose en disculpas. Nunca había hecho nada así, dijo, pero es que tenía un mal día. Bueno, un día peor. 

El hombre no dijo nada, pensando que se tomaría la tila y podría volver a su paseo. Pero no, la mujer, secándose la nariz empezó a contarle que era un día peor de lo habitual porque acababa de enterarse de que su marido, había muerto. No es que sintiera pena, no, antes se tenía que haber muerto aquel cabrón, dijo, pero aún así, se sentía mal. Le contó que habían regresado de sopetón todos los recuerdos que quería olvidar y que la habían llevado a dónde estaba. Vamos, que se había metido a puta huyendo de aquel miserable que la prometió amor eterno y la humillaba a diario. Hasta un aborto le provocó con la última paliza. Y escapó pensando en buscar un trabajo y vivir en paz, pero al final no le quedó otra que meterse a puta. Aún así, era mejor que estar con él. Se dijo que sería sólo por un tiempo, pero al final, la vida se le enredó y, sin darse cuenta, habían pasado más de veinte años. 

¿Qué decir? Al hombre sólo se le ocurrió cogerla la mano. Una mano reseca y ajada, como ella. ¿Cuántos años tendría? Seguramente menos de los que aparentaba. 

Terminaron en silencio el café y la tila, y salieron a la calle. Creo que hoy va a ser el día en el que se acabe esto de ser puta, que ya va siendo hora, le dijo mirando al luminoso del bar. No lo sería.

miércoles, 7 de enero de 2015

Recogiendo tempestades






La sala
El comedor del restaurante que había elegido Germán resultaba de todo menos acogedor. Demasiado diseño, demasiada luz, demasiado artificial. Pero era el sitio de moda de la ciudad. Y carísimo. Algo que Germán podía permitirse. 

El maître hizo una marca junto a su nombre en el libro de reservas y con afectación teatral, le acompañó hasta un rincón apartado y discreto, adecuado para una conversación que prometía ser intensa. Un camino de mesa negro enmarcaba el metacrilato que descansaba sobre gruesas patas de acero y servilletas en color antracita. Los cubiertos eran finos y alargados, algo pesados, y la vajilla con una forma triangular extraña; las copas de líneas sencillas y exquisitas estaban perfectamente colocadas, junto a unos pequeños platillos, también triangulares, para el pan. Como colofón, un centro de mesa con una vela gris rodeada de pequeños frutos redondos en negro. Elegante. Y frío. 

Germán dejó su chaqueta al maître y se acomodó en su asiento. Había quedado a las dos y media y aún faltaban diez minutos. Suponía que Ricardo llegaría puntual, como solía, aunque hacía tanto que no se veían que no sabía si habría cambiado sus costumbres. Tampoco sabía si habría cambiado él ni por qué había aceptado su invitación a comer. No se hablaban, mejor dicho, Ricardo no hablaba a Germán, desde hacía casi cinco años. Y no porque Germán no lo hubiera intentado en infinidad de ocasiones. Era su hijo. 

A las dos y media en punto, Ricardo se acercó al mostrador de la recepción preguntando por su padre. Germán le observó mientas le acompañaban. Había cambiado, sí. Ahora era un hombre. No muy alto, fornido, quizá algo grueso -nunca quiso hacer deporte con regularidad por más que le había insistido desde niño-, con poco pelo, pero largo. No tan largo como antes, pero con el mismo aspecto desgreñado. Seguía vistiendo de oscuro -al menos ya no era negro riguroso- y sin ningún gusto. Cazadora de cuero, camiseta con un dibujo obsceno, pantalón vaquero raído, palestina al cuello. Parecía mentira, pensó, con treinta y dos años y vistiendo como un andrajoso. Pero era su hijo. 

Cuando llegó a su altura, Germán se levantó e hizo un ademán como de querer abrazarle, pero Ricardo impuso distancia. No parecía que el reencuentro fuera a ser fácil. 

- ¡Cuánto tiempo, hijo! 

La emoción de Germán era sincera, llevaba tanto deseando ese momento. Ricardo se limitó a un formal hola, papá, mientras se sentaba y, al tiempo que colocaba su cazadora en el respaldo de la silla, agradecía al maître su ofrecimiento a dejarla en el guardarropa diciéndole que no era necesario. Su incomodidad era palpable. Por el lugar. Por su padre. Sólo a él se le habría ocurrido elegir un sitio tan esnob. 

Sentados ambos, desplegaron en silencio y casi sin mirarse las servilletas. El maître les dio las cartas y Germán intentó romper el hielo hablando de la reputación del restaurante -dos estrellas Michelín, dijo-, del fabuloso diseño del local y de la fama internacional del cocinero, de quién habló con tal familiaridad que cualquier habría dicho que le conocía. No era así. Pero Germán siempre hacía lo mismo y a Ricardo hacía mucho que no le impresionaba ese comportamiento fatuo de su padre. Comentó que no estaba mal, aunque fuera poco acogedor y con luz excesiva. 

Un silencio incómodo se instaló entre ambos hasta que vino el jefe de sala a tomar nota de la comida. Con pomposidad recomendó los platos más aplaudidos e, incluso, se permitió ofrecer un vino embotellado en exclusiva. Germán aceptó todas sus recomendaciones, pero Ricardo pidió un entrecot con patatas fritas y una cerveza. 


La comida

Miró a su padre. Estaba viejo y mucho más gordo, pero no decrépito. En cierto modo, le decepcionó que no lo estuviera. Mantenía ese aire de quien se cree superior, de quién mira a los demás desde su atalaya. No parecía que la edad le hubiera hecho más comprensivo con las flaquezas ajenas. Su tono y forma de hablar eran los mismos que recordaba, como si lo supiera todo, como si estuviera de vuelta de todo. Seguía sin saber nada. 

- Bueno, hijo, ¿y a qué te dedicas ahora? ¿Trabajas o sigues con eso de los tebeos? 

- ¿Nunca cambiarás, verdad? 

Ricardo, tras fracasar en Derecho y Económicas, se había licenciado en Filología Inglesa y era traductor de comics para la sucursal de una editorial norteamericana en España, pero a su padre nunca le pareció un trabajo. No daba dinero. Y esa era la medida del éxito para Germán: ganar dinero, mucho dinero. Para tener un buen coche, ropa de marca, vivir en el centro, viajar, comer en restaurantes de moda, salir con las mujeres más guapas a los locales más caros. El dinero lo podía todo. Y para conseguirlo había que tener una formación seria y trabajar duro, medrar, ascender y ser alguien. A Germán siempre le dolió que su hijo no hiciera carrera (lo de la Filología nunca llegó a verlo como una carrera de verdad), que se instalara voluntariamente en una vida de fracasado. 

- Sí papá, sigo trabajando en la editorial, haciendo lo mismo que hacía. 

- Pero, ¿no has ascendido, sigues dónde estabas? Yo sé que podrías llegar muy lejos, sé que podrías ser alguien incluso en ese tipo de empresa. No tienes más que querer hacerlo, hijo. Eres inteligente, mucho más de lo que tú te crees. 

- Hago lo que me gusta, papá. No quiero ascender ni llegar a ningún sitio. Estoy bien dónde estoy, aunque a ti, como siempre, te parezca poca cosa. 

- Hombre, no es que me parezca poca cosa, hoy día tener un trabajo ya es importante -Germán intentó confraternizar-, pero es que estoy seguro de que podrías aspirar a mucho más. Fíjate en tu primo, sin ir más lejos: no es ni la mitad de inteligente que tú y tiene un puesto importante en una empresa de verdad. 

- Mi primo es un perfecto gilipollas y lo sabes. Vive sólo para trabajar y ganar dinero con el que comprar cosas que ni necesita ni disfruta. No me compares, joder. 

Germán se dio cuenta de que no iba por buen camino justo cuando les traían el plato principal: ninguno de los dos había pedido primero, ni siquiera uno para compartir. En el fondo, hubiera deseado que su hijo fuera como su sobrino: un ejecutivo que ocupaba un alto cargo en la misma empresa en la que habían trabajado Germán y su hermano, empresa que consideraban suya pese a no serlo; tal vez porque se dejaron allí más de media vida. Y aunque se había divorciado ya dos veces y parecía tener un cierto problema con la bebida, podía permitirse lujos que Ricardo no tendría ni empleando todo el sueldo de un año. Cambió de rumbo. 

- Me ha dicho tu tía que sigues con esa chica con la que salías. 

- Llevamos viviendo juntos más de seis años, desde poco antes de que te mamá te echara. ¿No lo recuerdas? 

- Lo recuerdo, por supuesto. -Germán volvió a intentar rebajar la tensión- ¿Y trabaja? 

- Sí, aunque es posible que para ti lo que hace ella no lo consideres tampoco un trabajo. 

- Joder, Ricardo, dame un poco de cuartelillo. Sólo intento acercarme a ti. 

Ricardo se calló. Miró a su padre y recordó todos los desplantes que había hecho a Sara cuando él aún vivía en casa con sus padres, cuando aún hacían como que eran una familia feliz. Sara lo había aguantado todo, la prepotencia, los comentarios inicuos de Germán, parapetados en una actitud en la que mezclaba una soberbia contenida con una conmiseración que escondía una clara intención de humillar, acerca de la familia de ella, su trabajo, su forma de ver la vida. Mirando siempre desde lo alto de su torre de hombre de éxito. Nunca la vio de verdad. Nunca quiso verla. Y se la estaba perdiendo. Porque Sara era una mujer rara, extravagante incluso, pero buena hasta la médula. Y alegre y divertida. Es posible que no fuera tan inteligente como él, pero era mucho más perceptiva y sagaz. Era más viva. Le salía vida por todos los poros de su piel. Y Ricardo la adoraba. Cada día más. 

- Eso podías haberlo pensado antes, ¿no crees? 

- ¿El qué? ¿Acercarme a ti? Sabes que llevo años intentando verte, mantener una relación normal contigo, como todo el mundo. 

- ¿Normal? ¿Nosotros? De verdad, papá, ¿hablas en serio? 

Germán nunca entendió porqué su hijo, de repente, había dejado de hablarle. Sí que sabía el cuándo. Siempre pensó que fue por la separación de su madre: el chico se puso de parte de ella. No le importó hacer el papel del malo. Su matrimonio era una pantalla que les venía bien a los dos, les proporcionaba respetabilidad y seriedad: a él en el trabajo, a ella entre la gente bien con la que solía salir. Un acuerdo de negocios en el que los dos ganaban… mientras mantuvieron las apariencias. Y así fue durante años, hasta que Germán perdió los papeles y abandonó la discreción que hasta entonces le había caracterizado y fue de boca en boca, al mismo ritmo que iba de bar en bar, de mujer en mujer, ante cualquiera que quisiera mirar. La madre de Ricardo le puso en la calle, no sin antes asegurarse de quedarse cubierta económicamente. Germán no puso ninguna pega, al fin y al cabo, sólo era dinero. Tenía una reputación que conservar. 

- Mira, Ricardo, ya tienes edad para dejarte de traumas por la separación de tus padres. No es nada raro, joder, todo el mundo se separa hoy día. 

- ¿De verdad crees que todo esto es por la separación? Me conoces mucho menos de lo que me imaginaba. 

- No digas gilipolleces, hijo. Te conozco mucho mejor que tú mismo, aunque no lo quieras creer. Sé cuáles son tus fortalezas y cuáles tus debilidades, sé que podrías haber tenido mucho más si me hubieras hecho caso en su momento y hubieras seguido estudiando algo de provecho. Sé que te pudo la pereza, la desidia. El conformismo guió tu camino. 

- Veo que lo último que has leído ha sido un manual de liderazgo o algo así. Nunca te imaginé recurriendo a estereotipos y lugares comunes. Te haces viejo, padre, te falla la chispa que antes te servía para hacer que cualquiera se sintiera inseguro e intimidado. 

Germán se revolvió en su asiento y si no soltó ningún exabrupto fue porque estaba decidido a recuperar la relación con su hijo. Pero no dejó de pensar que quién se había creído aquel niñato para llamarle viejo, para decirle que recurría a lugares comunes. Un hombre vestido de adolescente tarado, con un trabajo y un sueldo de mierda, una mujer -que ni siquiera era su mujer- sin clase… Pero qué coño se había creído este majadero. Sin embargo, se calló. Incluso esbozó una sonrisa tan falsa que hasta el gilipollas de su hijo lo notaría. 

- No lo dirás por ti -dijo Germán, en un tono que intentaba sonar distendido. 

- Pues sí, por mí y por mucha gente más. La inseguridad ha sido lo único que me ha acompañado siempre. Gracias a ti. Por suerte, en este tiempo en el que te he mantenido lejos, he aprendido a vivir sin ella. 

- No es justo eso que dices, hijo. Te lo di todo. Los mejores colegios, una carrera tras otra -a punto estuvo de decir según fracasabas, pero se calló-, aficiones, caprichos… Te puse el mundo en bandeja de plata, pero no supiste aprovecharlo. Si me hubieras hecho caso, tú vida sería mucho mejor. 

- No, papá, si te hubiera hecho caso mi vida sería como la tuya. Y te aseguro que no me resulta envidiable. Y, por supuesto, es muchísimo peor que la yo he elegido. Mírate, joder, mírate. La jubilación se ha llevado lo que movía tu vida, el trabajo y el dinero con el que comprar de todo y a todos. Ya sé que sigues teniendo dinero, pero no cómo antes, ya no te puedes permitir los lujos y las juergas que te corrías hace años. Seguramente ni siquiera podrías aguantar ese ritmo. Es más, dudo que, viéndote cómo estás ahora, las mujeres con las que ibas antes te hicieran caso. Ni aún comprándolas con regalos como solías. 

Un silencio espeso se instaló sobre la mesa en la que los platos aparecían a medio tocar. Ricardo se veía aliviado, mientras Germán parecía a punto de explotar. Aún así se controlaba. Lo que no entendía era la inquina que su hijo sentía hacia él. Si le había dado todo, todas las oportunidades que él no tuvo y por las que tuvo que luchar sin pararse a pensar en si lo que hacía era o no correcto. Sólo tenía en mente su objetivo: llegar. Y llegó, y se lo ofreció todo a Ricardo, pero él no lo supo valorar. Y mira que Ricardo era inteligente. Pero también era blando y timorato. Intentó hacerle fuerte obligándole a practicar deportes de contacto, pero no era lo suficiente resistente. Aún así, Germán insistía, seguía empujándole de un deporte a otro, kickboxing, kárate, judo, boxeo, rugby… siempre acababa dejándolo. Como los estudios o el trabajo. Intentó domarle, pero no lo consiguió. Siempre pensaba en su hijo como su único fracaso. 


Los postres
El camarero rompió el silencio preguntando si podía retirar los platos y si los señores deseaban algún postre. Ambos asintieron a la retirada de los platos y Germán pidió la carta de postres. Cuando la trajeron, Ricardo no se molestó en mirarla y pidió un café solo, bien cargado. Su padre pidió una deconstrucción de arroz con leche y otro café, también solo y también cargado. Ninguno sabía cómo romper el incómodo silencio que les envolvía. Germán decidió jugarse el resto. 

- Mira hijo, creo que ya va siendo hora de acabar con esta situación. ¿No crees que ya ha sido suficiente? 

- ¿Suficiente? Suficiente, ¿qué? 

- Suficiente castigo. Llevas casi cinco años castigándome con tu silencio. Es posible que me equivocara, que hiciera cosas mal, pero todo lo que hice fue pensando que sería lo mejor para ti. De verdad que me parece excesivo. 

- Así que piensas que te castigo. Creo que nunca entenderás nada, papá. 

Y ahora, ¿qué había que entender? Germán estaba harto de las memeces de su hijo y no sabía con qué nueva gilipollez iba a salir ahora. 

- ¿Y qué es lo que tengo que entender? 

- Qué no te quiero en mi vida, papá, que no te quiero cerca. Que soy mejor cuando tú no estás, más libre, sin miedo. Joder, si hasta odiarte me daba miedo. ¿Por qué crees que he aceptado cenar contigo? ¿Para arreglar lo nuestro? 

Germán endureció el gesto. Pues claro que pensaba que lo iban a arreglar y que iban a ser como todas las familias normales. Creía que el tiempo le habría dado a Ricardo la perspectiva necesaria para darse cuenta de lo equivocado que estaba. Estaba seguro de que habría madurado, que entendería lo que él había intentado inculcarle desde pequeño. ¿De qué mierda de miedo hablaba? 

- Pensé que el tiempo te habría hecho madurar y reconsiderar lo que siempre te he dicho -dijo Germán intentando parecer conciliador. 

- ¿Madurar? Sigues como siempre, pensando que soy un niñato que no sabe lo que quiere. Y aunque no te guste, te equivocas. Sé lo que quiero, bueno, más bien sé lo que no quiero. No quiero nada de lo que tú crees que debería querer y que me quisiste meter a base de golpes y humillaciones. Y con dolerme los golpes y las palizas, sí, no me mires así, las palizas, fueron peores las humillaciones, los desprecios, el hacerme sentir que no merecía ser tu hijo. 

- ¿Pero qué gilipolleces estás diciendo? Lo único que quería era domarte, hacer de ti un hombre de provecho, que tuvieras un futuro. Esperaba que con el tiempo te dieras cuenta y me lo agradecieras. 

- ¿Agradecer? ¿Pero tú en qué mundo vives? He tardado años en recuperarme de todo el daño que me hiciste. Nunca me aceptaste como era y veo que sigues sin hacerlo. Y sospecho que nunca lo harás. Aunque a estas alturas me da exactamente igual porque hace tiempo que he conseguido superar todo lo que pasó. Ya no quiero que me sigas llamando, ni escribiendo, ni enviando mensajes a través de la familia. Sólo quiero que me dejes en paz y que salgas de mi vida de una puta vez. 

Ricardo, se levantó, sin hacer siquiera ademán de sacar la cartera. Cogió su cazadora del respaldo, se la puso en el brazo y se encaminó hacia la puerta. A medio camino se paró, miró de soslayo hacia atrás, e hizo un ademán como si fuera a regresar a la mesa donde Germán estaba esperando la cuenta. Pensó en confesarle que tenía una nieta, que se llamaba Ana y tenía catorce meses; en decirle que aunque no supiera bien cómo iba eso de ser padre, sí que sabía que aceptaría a la niña como fuera, sin exigencias ni miedos; en contarle que estaba seguro de que los besos, las caricias, los abrazos, serían mejores educadores que los golpes y las humillaciones, por veladas que éstas intentaran ser. Estuvo a punto de confiarle que gracias a esa forma tan distinta de educar, estaba convencido de que cuando Ana tuviera treinta y dos años, no se encontraría con ella en un restaurante de lujo para escuchar de su boca que no le quería volver a ver jamás. Sólo lo pensó.