Un espacio abierto



Un lugar por el que pasar y, tal vez, quedarse.

miércoles, 7 de enero de 2015

Recogiendo tempestades






La sala
El comedor del restaurante que había elegido Germán resultaba de todo menos acogedor. Demasiado diseño, demasiada luz, demasiado artificial. Pero era el sitio de moda de la ciudad. Y carísimo. Algo que Germán podía permitirse. 

El maître hizo una marca junto a su nombre en el libro de reservas y con afectación teatral, le acompañó hasta un rincón apartado y discreto, adecuado para una conversación que prometía ser intensa. Un camino de mesa negro enmarcaba el metacrilato que descansaba sobre gruesas patas de acero y servilletas en color antracita. Los cubiertos eran finos y alargados, algo pesados, y la vajilla con una forma triangular extraña; las copas de líneas sencillas y exquisitas estaban perfectamente colocadas, junto a unos pequeños platillos, también triangulares, para el pan. Como colofón, un centro de mesa con una vela gris rodeada de pequeños frutos redondos en negro. Elegante. Y frío. 

Germán dejó su chaqueta al maître y se acomodó en su asiento. Había quedado a las dos y media y aún faltaban diez minutos. Suponía que Ricardo llegaría puntual, como solía, aunque hacía tanto que no se veían que no sabía si habría cambiado sus costumbres. Tampoco sabía si habría cambiado él ni por qué había aceptado su invitación a comer. No se hablaban, mejor dicho, Ricardo no hablaba a Germán, desde hacía casi cinco años. Y no porque Germán no lo hubiera intentado en infinidad de ocasiones. Era su hijo. 

A las dos y media en punto, Ricardo se acercó al mostrador de la recepción preguntando por su padre. Germán le observó mientas le acompañaban. Había cambiado, sí. Ahora era un hombre. No muy alto, fornido, quizá algo grueso -nunca quiso hacer deporte con regularidad por más que le había insistido desde niño-, con poco pelo, pero largo. No tan largo como antes, pero con el mismo aspecto desgreñado. Seguía vistiendo de oscuro -al menos ya no era negro riguroso- y sin ningún gusto. Cazadora de cuero, camiseta con un dibujo obsceno, pantalón vaquero raído, palestina al cuello. Parecía mentira, pensó, con treinta y dos años y vistiendo como un andrajoso. Pero era su hijo. 

Cuando llegó a su altura, Germán se levantó e hizo un ademán como de querer abrazarle, pero Ricardo impuso distancia. No parecía que el reencuentro fuera a ser fácil. 

- ¡Cuánto tiempo, hijo! 

La emoción de Germán era sincera, llevaba tanto deseando ese momento. Ricardo se limitó a un formal hola, papá, mientras se sentaba y, al tiempo que colocaba su cazadora en el respaldo de la silla, agradecía al maître su ofrecimiento a dejarla en el guardarropa diciéndole que no era necesario. Su incomodidad era palpable. Por el lugar. Por su padre. Sólo a él se le habría ocurrido elegir un sitio tan esnob. 

Sentados ambos, desplegaron en silencio y casi sin mirarse las servilletas. El maître les dio las cartas y Germán intentó romper el hielo hablando de la reputación del restaurante -dos estrellas Michelín, dijo-, del fabuloso diseño del local y de la fama internacional del cocinero, de quién habló con tal familiaridad que cualquier habría dicho que le conocía. No era así. Pero Germán siempre hacía lo mismo y a Ricardo hacía mucho que no le impresionaba ese comportamiento fatuo de su padre. Comentó que no estaba mal, aunque fuera poco acogedor y con luz excesiva. 

Un silencio incómodo se instaló entre ambos hasta que vino el jefe de sala a tomar nota de la comida. Con pomposidad recomendó los platos más aplaudidos e, incluso, se permitió ofrecer un vino embotellado en exclusiva. Germán aceptó todas sus recomendaciones, pero Ricardo pidió un entrecot con patatas fritas y una cerveza. 


La comida

Miró a su padre. Estaba viejo y mucho más gordo, pero no decrépito. En cierto modo, le decepcionó que no lo estuviera. Mantenía ese aire de quien se cree superior, de quién mira a los demás desde su atalaya. No parecía que la edad le hubiera hecho más comprensivo con las flaquezas ajenas. Su tono y forma de hablar eran los mismos que recordaba, como si lo supiera todo, como si estuviera de vuelta de todo. Seguía sin saber nada. 

- Bueno, hijo, ¿y a qué te dedicas ahora? ¿Trabajas o sigues con eso de los tebeos? 

- ¿Nunca cambiarás, verdad? 

Ricardo, tras fracasar en Derecho y Económicas, se había licenciado en Filología Inglesa y era traductor de comics para la sucursal de una editorial norteamericana en España, pero a su padre nunca le pareció un trabajo. No daba dinero. Y esa era la medida del éxito para Germán: ganar dinero, mucho dinero. Para tener un buen coche, ropa de marca, vivir en el centro, viajar, comer en restaurantes de moda, salir con las mujeres más guapas a los locales más caros. El dinero lo podía todo. Y para conseguirlo había que tener una formación seria y trabajar duro, medrar, ascender y ser alguien. A Germán siempre le dolió que su hijo no hiciera carrera (lo de la Filología nunca llegó a verlo como una carrera de verdad), que se instalara voluntariamente en una vida de fracasado. 

- Sí papá, sigo trabajando en la editorial, haciendo lo mismo que hacía. 

- Pero, ¿no has ascendido, sigues dónde estabas? Yo sé que podrías llegar muy lejos, sé que podrías ser alguien incluso en ese tipo de empresa. No tienes más que querer hacerlo, hijo. Eres inteligente, mucho más de lo que tú te crees. 

- Hago lo que me gusta, papá. No quiero ascender ni llegar a ningún sitio. Estoy bien dónde estoy, aunque a ti, como siempre, te parezca poca cosa. 

- Hombre, no es que me parezca poca cosa, hoy día tener un trabajo ya es importante -Germán intentó confraternizar-, pero es que estoy seguro de que podrías aspirar a mucho más. Fíjate en tu primo, sin ir más lejos: no es ni la mitad de inteligente que tú y tiene un puesto importante en una empresa de verdad. 

- Mi primo es un perfecto gilipollas y lo sabes. Vive sólo para trabajar y ganar dinero con el que comprar cosas que ni necesita ni disfruta. No me compares, joder. 

Germán se dio cuenta de que no iba por buen camino justo cuando les traían el plato principal: ninguno de los dos había pedido primero, ni siquiera uno para compartir. En el fondo, hubiera deseado que su hijo fuera como su sobrino: un ejecutivo que ocupaba un alto cargo en la misma empresa en la que habían trabajado Germán y su hermano, empresa que consideraban suya pese a no serlo; tal vez porque se dejaron allí más de media vida. Y aunque se había divorciado ya dos veces y parecía tener un cierto problema con la bebida, podía permitirse lujos que Ricardo no tendría ni empleando todo el sueldo de un año. Cambió de rumbo. 

- Me ha dicho tu tía que sigues con esa chica con la que salías. 

- Llevamos viviendo juntos más de seis años, desde poco antes de que te mamá te echara. ¿No lo recuerdas? 

- Lo recuerdo, por supuesto. -Germán volvió a intentar rebajar la tensión- ¿Y trabaja? 

- Sí, aunque es posible que para ti lo que hace ella no lo consideres tampoco un trabajo. 

- Joder, Ricardo, dame un poco de cuartelillo. Sólo intento acercarme a ti. 

Ricardo se calló. Miró a su padre y recordó todos los desplantes que había hecho a Sara cuando él aún vivía en casa con sus padres, cuando aún hacían como que eran una familia feliz. Sara lo había aguantado todo, la prepotencia, los comentarios inicuos de Germán, parapetados en una actitud en la que mezclaba una soberbia contenida con una conmiseración que escondía una clara intención de humillar, acerca de la familia de ella, su trabajo, su forma de ver la vida. Mirando siempre desde lo alto de su torre de hombre de éxito. Nunca la vio de verdad. Nunca quiso verla. Y se la estaba perdiendo. Porque Sara era una mujer rara, extravagante incluso, pero buena hasta la médula. Y alegre y divertida. Es posible que no fuera tan inteligente como él, pero era mucho más perceptiva y sagaz. Era más viva. Le salía vida por todos los poros de su piel. Y Ricardo la adoraba. Cada día más. 

- Eso podías haberlo pensado antes, ¿no crees? 

- ¿El qué? ¿Acercarme a ti? Sabes que llevo años intentando verte, mantener una relación normal contigo, como todo el mundo. 

- ¿Normal? ¿Nosotros? De verdad, papá, ¿hablas en serio? 

Germán nunca entendió porqué su hijo, de repente, había dejado de hablarle. Sí que sabía el cuándo. Siempre pensó que fue por la separación de su madre: el chico se puso de parte de ella. No le importó hacer el papel del malo. Su matrimonio era una pantalla que les venía bien a los dos, les proporcionaba respetabilidad y seriedad: a él en el trabajo, a ella entre la gente bien con la que solía salir. Un acuerdo de negocios en el que los dos ganaban… mientras mantuvieron las apariencias. Y así fue durante años, hasta que Germán perdió los papeles y abandonó la discreción que hasta entonces le había caracterizado y fue de boca en boca, al mismo ritmo que iba de bar en bar, de mujer en mujer, ante cualquiera que quisiera mirar. La madre de Ricardo le puso en la calle, no sin antes asegurarse de quedarse cubierta económicamente. Germán no puso ninguna pega, al fin y al cabo, sólo era dinero. Tenía una reputación que conservar. 

- Mira, Ricardo, ya tienes edad para dejarte de traumas por la separación de tus padres. No es nada raro, joder, todo el mundo se separa hoy día. 

- ¿De verdad crees que todo esto es por la separación? Me conoces mucho menos de lo que me imaginaba. 

- No digas gilipolleces, hijo. Te conozco mucho mejor que tú mismo, aunque no lo quieras creer. Sé cuáles son tus fortalezas y cuáles tus debilidades, sé que podrías haber tenido mucho más si me hubieras hecho caso en su momento y hubieras seguido estudiando algo de provecho. Sé que te pudo la pereza, la desidia. El conformismo guió tu camino. 

- Veo que lo último que has leído ha sido un manual de liderazgo o algo así. Nunca te imaginé recurriendo a estereotipos y lugares comunes. Te haces viejo, padre, te falla la chispa que antes te servía para hacer que cualquiera se sintiera inseguro e intimidado. 

Germán se revolvió en su asiento y si no soltó ningún exabrupto fue porque estaba decidido a recuperar la relación con su hijo. Pero no dejó de pensar que quién se había creído aquel niñato para llamarle viejo, para decirle que recurría a lugares comunes. Un hombre vestido de adolescente tarado, con un trabajo y un sueldo de mierda, una mujer -que ni siquiera era su mujer- sin clase… Pero qué coño se había creído este majadero. Sin embargo, se calló. Incluso esbozó una sonrisa tan falsa que hasta el gilipollas de su hijo lo notaría. 

- No lo dirás por ti -dijo Germán, en un tono que intentaba sonar distendido. 

- Pues sí, por mí y por mucha gente más. La inseguridad ha sido lo único que me ha acompañado siempre. Gracias a ti. Por suerte, en este tiempo en el que te he mantenido lejos, he aprendido a vivir sin ella. 

- No es justo eso que dices, hijo. Te lo di todo. Los mejores colegios, una carrera tras otra -a punto estuvo de decir según fracasabas, pero se calló-, aficiones, caprichos… Te puse el mundo en bandeja de plata, pero no supiste aprovecharlo. Si me hubieras hecho caso, tú vida sería mucho mejor. 

- No, papá, si te hubiera hecho caso mi vida sería como la tuya. Y te aseguro que no me resulta envidiable. Y, por supuesto, es muchísimo peor que la yo he elegido. Mírate, joder, mírate. La jubilación se ha llevado lo que movía tu vida, el trabajo y el dinero con el que comprar de todo y a todos. Ya sé que sigues teniendo dinero, pero no cómo antes, ya no te puedes permitir los lujos y las juergas que te corrías hace años. Seguramente ni siquiera podrías aguantar ese ritmo. Es más, dudo que, viéndote cómo estás ahora, las mujeres con las que ibas antes te hicieran caso. Ni aún comprándolas con regalos como solías. 

Un silencio espeso se instaló sobre la mesa en la que los platos aparecían a medio tocar. Ricardo se veía aliviado, mientras Germán parecía a punto de explotar. Aún así se controlaba. Lo que no entendía era la inquina que su hijo sentía hacia él. Si le había dado todo, todas las oportunidades que él no tuvo y por las que tuvo que luchar sin pararse a pensar en si lo que hacía era o no correcto. Sólo tenía en mente su objetivo: llegar. Y llegó, y se lo ofreció todo a Ricardo, pero él no lo supo valorar. Y mira que Ricardo era inteligente. Pero también era blando y timorato. Intentó hacerle fuerte obligándole a practicar deportes de contacto, pero no era lo suficiente resistente. Aún así, Germán insistía, seguía empujándole de un deporte a otro, kickboxing, kárate, judo, boxeo, rugby… siempre acababa dejándolo. Como los estudios o el trabajo. Intentó domarle, pero no lo consiguió. Siempre pensaba en su hijo como su único fracaso. 


Los postres
El camarero rompió el silencio preguntando si podía retirar los platos y si los señores deseaban algún postre. Ambos asintieron a la retirada de los platos y Germán pidió la carta de postres. Cuando la trajeron, Ricardo no se molestó en mirarla y pidió un café solo, bien cargado. Su padre pidió una deconstrucción de arroz con leche y otro café, también solo y también cargado. Ninguno sabía cómo romper el incómodo silencio que les envolvía. Germán decidió jugarse el resto. 

- Mira hijo, creo que ya va siendo hora de acabar con esta situación. ¿No crees que ya ha sido suficiente? 

- ¿Suficiente? Suficiente, ¿qué? 

- Suficiente castigo. Llevas casi cinco años castigándome con tu silencio. Es posible que me equivocara, que hiciera cosas mal, pero todo lo que hice fue pensando que sería lo mejor para ti. De verdad que me parece excesivo. 

- Así que piensas que te castigo. Creo que nunca entenderás nada, papá. 

Y ahora, ¿qué había que entender? Germán estaba harto de las memeces de su hijo y no sabía con qué nueva gilipollez iba a salir ahora. 

- ¿Y qué es lo que tengo que entender? 

- Qué no te quiero en mi vida, papá, que no te quiero cerca. Que soy mejor cuando tú no estás, más libre, sin miedo. Joder, si hasta odiarte me daba miedo. ¿Por qué crees que he aceptado cenar contigo? ¿Para arreglar lo nuestro? 

Germán endureció el gesto. Pues claro que pensaba que lo iban a arreglar y que iban a ser como todas las familias normales. Creía que el tiempo le habría dado a Ricardo la perspectiva necesaria para darse cuenta de lo equivocado que estaba. Estaba seguro de que habría madurado, que entendería lo que él había intentado inculcarle desde pequeño. ¿De qué mierda de miedo hablaba? 

- Pensé que el tiempo te habría hecho madurar y reconsiderar lo que siempre te he dicho -dijo Germán intentando parecer conciliador. 

- ¿Madurar? Sigues como siempre, pensando que soy un niñato que no sabe lo que quiere. Y aunque no te guste, te equivocas. Sé lo que quiero, bueno, más bien sé lo que no quiero. No quiero nada de lo que tú crees que debería querer y que me quisiste meter a base de golpes y humillaciones. Y con dolerme los golpes y las palizas, sí, no me mires así, las palizas, fueron peores las humillaciones, los desprecios, el hacerme sentir que no merecía ser tu hijo. 

- ¿Pero qué gilipolleces estás diciendo? Lo único que quería era domarte, hacer de ti un hombre de provecho, que tuvieras un futuro. Esperaba que con el tiempo te dieras cuenta y me lo agradecieras. 

- ¿Agradecer? ¿Pero tú en qué mundo vives? He tardado años en recuperarme de todo el daño que me hiciste. Nunca me aceptaste como era y veo que sigues sin hacerlo. Y sospecho que nunca lo harás. Aunque a estas alturas me da exactamente igual porque hace tiempo que he conseguido superar todo lo que pasó. Ya no quiero que me sigas llamando, ni escribiendo, ni enviando mensajes a través de la familia. Sólo quiero que me dejes en paz y que salgas de mi vida de una puta vez. 

Ricardo, se levantó, sin hacer siquiera ademán de sacar la cartera. Cogió su cazadora del respaldo, se la puso en el brazo y se encaminó hacia la puerta. A medio camino se paró, miró de soslayo hacia atrás, e hizo un ademán como si fuera a regresar a la mesa donde Germán estaba esperando la cuenta. Pensó en confesarle que tenía una nieta, que se llamaba Ana y tenía catorce meses; en decirle que aunque no supiera bien cómo iba eso de ser padre, sí que sabía que aceptaría a la niña como fuera, sin exigencias ni miedos; en contarle que estaba seguro de que los besos, las caricias, los abrazos, serían mejores educadores que los golpes y las humillaciones, por veladas que éstas intentaran ser. Estuvo a punto de confiarle que gracias a esa forma tan distinta de educar, estaba convencido de que cuando Ana tuviera treinta y dos años, no se encontraría con ella en un restaurante de lujo para escuchar de su boca que no le quería volver a ver jamás. Sólo lo pensó.