Un espacio abierto



Un lugar por el que pasar y, tal vez, quedarse.

jueves, 21 de noviembre de 2013

Más de mil años (final)


Medidas radicales 


El sol del mediodía atravesaba las copas de los árboles del claro en el que Alda y Pelayo, recostados en un roble gigantesco, charlaban despreocupadamente. Un ruido cada vez más cercano les impuso el silencio de la alerta. Ambos se pusieron en pie al ver aparecer un grupo de soldados que, amenazándoles con sus espadas, arrestaron a Alda acusada de practicar brujería. Pelayo, estúpida y valientemente, se interpuso entre ellos, pero un golpe certero le dejó tumbado en el suelo sin conocimiento. 

Cuando despertó no había nadie. Estaba aturdido y poco a poco fue recordando que había ocurrido. Mi padre, maldito sea, pensó. Se levantó de un salto comido por la ira, pero volvió a caer, mareado. Maldito sea, maldito sea, maldito sea. No paraba de repetir maldiciones contra su padre, convencido de que había partido de él la orden de prender a Alda. Con mayor cuidado, se incorporó, hasta estar seguro de tener las fuerzas suficientes para caminar hacia el lugar en el que había dejado atado a su caballo. Vio que sus ropas estaban teñidas de sangre y fue entonces cuando se dio cuenta de que tenía una herida en la frente. Se limpió como pudo y siguió andando, buscando salir cuanto antes de aquel bosque. 

El Conde estaba cenando solo cuando ruidos provenientes del corredor le interrumpieron. La puerta se abrió de golpe y Pelayo, con un aspecto indigno de su cargo, forcejeando con los soldados de la guardia, se plantó frente a él gritándole.

- Suéltala inmediatamente.

- Tranquilízate, hijo. ¿Quieres comer algo? Da pena verte.

- Te he dicho que la sueltes – le ordenó.

Rodrigo hizo un gesto para que salieran sirvientes y soldados. Miró a su hijo. Le dolía hacerle aquello, pero no le quedaba más remedio si quería seguir manteniendo su posición en los juegos de poder de un reinado convulso, expuesto a riesgos exteriores peligrosos en extremo, y a riesgos internos aún más temibles. Sí, odiaba ver a su hijo sufrir, pero no podía poner en riesgo lo que le había costado años conseguir. 

- Imposible, hijo. Ya está bajo custodia en el torreón, acusada de brujería. No se puede hacer nada por ella. Además, ha confesado.

- ¿Que ha confesado? Pero ¿qué va a confesar? ¿Que hace ungüentos y bebedizos con hierbas? ¿Que ayuda a curar?

- Ha confesado que practica brujería con pociones que anulan la voluntad de los hombres y que a través de ellos fornica con el diablo que los posee. Lo que ha hecho contigo. 

Pelayo no daba crédito a lo que estaba oyendo de boca de su padre. ¿Se había vuelto loco? Él sabía que eso era falso. A él nadie le había dado ningún bebedizo ni le había poseído ningún diablo. De hecho, estaba casi seguro que ni siquiera existía nada similar a un diablo. Así se lo dijo, aun a riesgo de ser también acusado de herejía, exhortando a su padre a que liberase a Alda con tonos que pasaban de la exigencia al ruego. Nada consiguió ablandar a Rodrigo. No podía permitirse ninguna vacilación que diese alas a sus enemigos. Tenía que seguir manteniendo la cuota de poder que tantas batallas le había costado conseguir.

- Lo siento, hijo. Mañana morirá en la hoguera y tú, tras un tiempo de penitencia pública, volverás a tus obligaciones como obispo, sin dar más que hablar, guardando las apariencias. 

- No puedes hacer eso, no puedes asesinar a una mujer inocente sólo por mantener tu autoridad sobre esta parte del reino. No es digno, ni honorable. 

- Lo siento, pero esto es lo que ha de hacerse. Ahora estás ofuscado, crees estar enamorado, pero con el tiempo me agradecerás esto que hago por ti. 

Pelayo comprendió que no había posibilidad alguna y que jamás le haría entender que lo que había surgido entre Alda y él trascendía el hecho físico del placer. Nunca entendería que ella le había mostrado otra forma de entender el mundo, otro modo de vivir. No, nunca entendería. 

Tras asearse, empleó el resto del día en intentar mover todas las influencias a su alcance para liberar a Alda, pero encontraba todas las puertas cerradas. El Conde había dejado todo bien atado. La ejecución estaba programada para el anochecer de aquel mismo día. En la plaza ya estaba preparado el madero al que la atarían y la leña que acabaría con su vida. Pelayo, consciente de que no tenía ninguna posibilidad de salvarla, intentó que le dejaran despedirse de ella. Ni siquiera eso consintió su padre. 

Poco a poco, la plaza empezaba a llenarse de gente, atraídos por el macabro espectáculo de la ejecución de la bruja. Gente que había acudido a ella cuando necesitaba ayuda, gente asustadiza que no movería un dedo en contra del poder ni siquiera por ayudar a quien les ayudó a ellos, gente que iba para ser vista más que para ver y que no pudieran acusarles de complicidad. 

El sol estaba a punto de ocultarse cuando, al fondo de la plaza, la vio. Estaba aún más pálida de lo habitual y con el pelo desgreñado. Llevaba las manos atadas junto al regazo con una soga demasiado gruesa para alguien en un estado tan lamentable. Tenía marcas sanguinolentas en la cara y los ojos hundidos. No había duda de que la habían torturado. Caminaba mirando al suelo mientras se oían voces crispadas insultándola al amparo de la masa que, de cuando en cuando, le tiraban algún objeto o una piedra. 

Pelayo se había ocultado entre la multitud bajo un hábito de monje. La enorme capucha que le cubría la cara por completo le permitía moverse entre la gente sin levantar sospechas. En el estrado su padre presidía la ceremonia. Al mismo tiempo que Alda avanzaba hacia su final, Pelayo también se aproximaba al lugar en el que había instalado la pira. 

Una vez hubieron llegado, el capitán de la guardia del conde y el diácono mayor de la catedral ataron a Alda al poste que estaba en medio de la pila de leña. Si se hubieran parado a mirar, habría notado cómo temblaba aquella mujer, cómo apenas le sostenían las piernas magulladas por los golpes. Si la hubieran mirado a los ojos, ahora con el gris apagado del mar, quizá sus almas se les habrían revuelto en el pecho. Pero el capitán era un hombre acostumbrado a obedecer sin pensar y el diácono carecía de cualquier capacidad que pudiera llevarle a compadecer la suerte de otro ser humano. Entre ambos la ataron con fuerza al palo y, una vez bien amarrada, se bajaron de la pira para tomar cada uno una antorcha con la que, cada uno por un lado, prendieron la leña. 

Pelayo avanzaba entre la multitud que se apartaba ante la magnitud del fuego cuyo humo empezaba a ahogar a Alda. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, se descubrió y la llamó con fuerza. Alda levantó a duras penas la cabeza, y entre toses y gemidos quedos, pareció que su mirada se volvía a iluminar. 

- Por favor, mi amor, no te desvanezcas en el tiempo. Te busqué una vez y seguiré buscándote a lo largo de todas las vidas que podamos vivir. Puede que pasen años, quizá siglos, pero no dejes de esperarme porque yo nunca dejaré de buscarte aunque tenga que emplear en ello cien vidas.

La cabeza de Alda se desplomó sobre su pecho inerte sujeta firmemente por las cuerdas, mientras las llamas empezaban a prender su vestido. Pelayo se dio la vuelta, abriéndose paso entre la multitud silenciosa, sin verter una lágrima. Sabía que volverían a encontrarse, que el destino les uniría de nuevo. 

Epílogo 

El pueblo estaba hasta arriba de gente, como todos los años en fiestas. Venían de todas partes: de los pueblos de alrededor, de la capital e, incluso, algún turista despistado. La plaza estaba rodeada de puestos en los que servían bebidas y algo de tapeo para acompañar. Al final de la plaza había un escenario para la verbena, que solía empezar algo más tarde.

Mario y sus amigos no solían ir a las fiestas de ese pueblo, pero ese año uno de los del grupo había quedado con unos compañeros de trabajo que le habían jurado que iban a presentarles a unas amigas que estaban buenísimas. Tampoco tenían mejor plan para ese sábado. 

Llegaron pasadas las diez y enfilaron hacia el primer chiringuito que vieron. Ya con los botellines en la mano, intentaban decidirse acerca del asunto del condumio. No es que hubiera mucho que elegir, pero aún así le dieron unas cuantas vueltas hasta que terminaron con lo clásico: montaditos de beicon y queso para todos. Luego ya verían que más pillaban.

Mientras bebían, charlaban y comían, Mario no dejaba de mirar de reojo a una rubia chiquitilla que también le miraba desde el final de la barra con su grupo de amigos. Tenía algo. No hubiera sabido decir qué era, pero tenía algo. Le gustaban sus movimientos suaves, su aspecto frágil. La observaba en la distancia, atrapado por su gesto. Se acodó en la barra y aislándose de los amigos con los que había ido a las fiestas de aquel pueblo, se concentró en ella que, ajena a ese interés, seguía charlando con la gente del grupo con el que estaba. Llevaba una minifalda azul y una camiseta negra ceñida; el pelo suelto, parecía flotar con cada movimiento de cabeza. La veía girarse para hablar con unas y con otros, riendo, moviendo las manos suavemente, como siguiendo el ritmo de sus palabras. 

Aunque de vez en cuando les contestaba, sus amigos hacía un rato que habían desistido de integrarle en su conversación visto que no hacía más que mirar a aquella chica. Está gilipollas este tío, colgado con la rubia. Pasaron de él.

Se le había terminado la cerveza y estaba pidiendo otra, cuando al girarse se encontró con ella, justo a su lado, que había ido a por bebida. Fue entonces cuando vio sus ojos. Azules, tan claros que casi herían. Se quedó parado, y perdiéndose en aquella mirada, sin entender nada, supo quién era. Habían pasado más de mil años y más de cien vidas. Mario nunca sabría por qué estaba tan seguro de que era ella, la que buscaba. O quizá, sí.



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