Un espacio abierto



Un lugar por el que pasar y, tal vez, quedarse.

miércoles, 26 de noviembre de 2014

Perforado


Hace unos meses escribí este relato al que he dado una vuelta, incluso al título. Y a pesar del repaso, aún no estoy convencida de que esté bien. En realidad, nunca estoy convencida de que esté bien lo que escribo. En cualquier caso, creo que está mejor que antes. 





Creo que el sexo está sobrevalorado, no sé qué le ven. Es viscoso y húmedo. Resulta angustioso, asfixiante, agobiante. Un asco. Lo odio, pero no me queda otra que estar en ello. Es lo malo de ser un piercing en el pene de una estrella del rock. 

Hace muchos años Suso, batería y alma mater de un grupo de rock de cierto éxito, además de mi portador, invitó a Román –aprendiz de perforador y fan acérrimo de la banda- a uno de sus conciertos y a la posterior juerga en los camerinos. El chico me fabricó para él como agradecimiento. No soy un pearcing corriente. Soy más grueso de lo habitual, todo mi cuerpo está labrado y las dos bolitas de mis extremos tienen minúsculas inscripciones de inspiración rúnica. Como el tiempo no sólo desgasta a los humanos -y además yo llevo un trajín que ni os cuento-, de tanto en tanto Suso me lleva al local de Román, que ahora -casi treinta años después- ya tiene negocio propio, para que me dé un repasito.

Hacía ya mucho que no íbamos a ver Román, así que andaba yo un poco flojo y desgastadillo: en los últimos meses tenemos más jaleo de lo habitual. Mira que pensaba que con la edad iba a ir ganando en tranquilidad. Y así fue desde que Suso se sumergió en los cuarenta hasta hace unos meses. Él lo negará, sigue teniendo que alimentar su imagen de icono sexual, pero la verdad es que los años se le notan bastante más de lo que está dispuesto a admitir. Ya no toca con tanta energía como antes, aunque ahora tiene más técnica, ni aguanta la noche como solía; por mucho que intente disimular la barriguita, ahí está, y el pelo hace ya tiempo que empezó a ralear, así que decidió raparse, convencido de que así potenciaría su imagen de rockero duro y peligroso. Algo que siempre atrae a las chicas. No es que lo entienda (¿quién entiende a las mujeres?), como lo del sexo, pero es un hecho: pocas cosas les gustan más que un tipo con pinta de duro. Y si se es una estrella del rock, aunque sea una enana blanca, ya ni hablamos. Suso no es especialmente atractivo y, por supuesto, nada duro, pero le gusta dar esa imagen, es lo que vende. La imagen que él vende. Y lo hace de miedo. Se mete en su personaje como nadie, hasta el punto de que yo apostaría que le cuesta dejar de lado ese rol. Y sé lo que digo: yo estoy con él cuando se queda a solas y hay veces que sigue actuando. Otras no. 

Es un buen tío, Suso. Me cayó bien desde el principio. Y suele caer bien a los demás. Hará cosa de quince años, en el bar de la esquina, se encontró con un compañero del colegio que, al cabo de muchas cañas, le contó que andaba de pelea con el cura porque no quería dejar que su hijo hiciera la comunión. Y todo porque él y la madre del niño no estaban casados por la iglesia. No es que no quisieran, es que ella estaba divorciada y no podían, pero se sentía católica y quería que su hijo hiciera la comunión como todos los niños de su edad. A aunque a su amigo le importaba un pimiento, habría hecho cualquier cosa por su mujer. En los días siguientes, Suso, aprovechando que era un personaje conocido, contó el caso en la radio, escribió al periódico y movilizó durante un par de semanas a media ciudad contra el cura. El niño no hizo la comunión, pero Suso se ganó el respeto de su gente.

Tras aquel incidente, también se hizo con unos cuantos detractores, sobre todo entre aquellos convencidos de que el único modo de vida aceptable es aquel que sigue la corriente, el que no se sale del camino marcado. Ya se sabe: trabajo normal, familia normal, amigos normales. Nada que ver con Suso y su vida plagada de excesos: alcohol, drogas… y sexo. Cualquier cosa menos normal.

Aún recuerdo las juergas de aquellos primeros tiempos. Sin límites. Eran los años finales de los ochenta, había de todo y era peligroso. No podría enumerar la cantidad de broncas en las que se metió este tarado que me porta, borracho como una cuba o puesto hasta las cejas. Peleas a las que arrastraba a sus colegas, que siempre respondían. Jamás le dejaron solo aunque luego tuvieran agarradas monumentales. Cada uno tenía sus motivos. Todos tenían alguno. Ya os digo que Suso es un buen tío.

También es verdad que con los años (al que viene Suso cumplirá los cincuenta, por más que mienta sobre su edad cuando le preguntan) las drogas se han convertido en algo anecdótico, y aunque sigue bebiendo casi sin control cuando sale de juerga, lo habitual es que no se tome más que unas cuantas cervezas. En cuanto al sexo… más del que a mí me gustaría y mucho menos del que él dice. No lleva bien eso de hacerse mayor. A veces creo que ni siquiera es consciente de ello. Otras, sí. Pero la mayor parte del tiempo se comporta como cuando empezaba en esto de la música, cuando su primer éxito le lanzó a la fama con su banda, cuando todas las mujeres le deseaban y él deseaba a todas. Recuerdo como una pesadilla aquellos tiempos de follar con una chica distinta cada noche. Durante un tiempo, le encantó esa vida y, aunque yo apostaría a que llegó un punto en el que se cansó, tenía una imagen que vender. El sexo en esa época era tan fácil y le gustaba. Pero no todo valía para Suso. No le importó tirarse a la novia de un fan -¡qué buena estaba, joder!- mientras el resto de la banda entretenía al futuro cornudo, encantado el muy idiota con ser el centro de atención. Sin embargo, en otro concierto se dio de hostias con Tino, uno de sus guitarristas, cuando le pilló, borracho hasta el delirio, en el baño de la sala intentando follarse a una cría que no tendría más de dieciséis años. La chica se largó y, desde entonces, Tino era el primero que se ponía al lado de Suso siempre. Nunca volvieron a pegarse. 

Lo del sexo siguió siendo una ruleta rusa -aún hoy me sorprendo de que nunca pillara ninguna enfermedad de esas que hubieran dejado a mi soporte para el arrastre- hasta que a los treinta y pocos conoció a Lena. Una chica preciosa y encantadora que le adoraba. No sé si a él o a su imagen. Pero le adoraba. Y él a ella; mucho más de lo que se imaginaba. Pero al cabo de un año todo se fue al garete cuando le pilló en el camerino follando con una fan que se lo había puesto a huevo. No lo hizo de mala fe, es que salieron así las cosas y Suso nunca supo decir no. Casi le cuesta una enfermedad la ruptura. Los siguientes meses los pasó bebido y drogado, preguntándose cómo le había podido pasar aquello e intentando disimular ante los demás lo tocado que estaba. Descubrió que le gustaba estar enamorado y a partir de ahí empezó su rosario de fracasos amorosos, con las consiguientes depresiones diluidas en drogas y alcohol. Pasados sus cuarenta, yo ya había perdido la cuenta de las decepciones acumuladas, todas cortadas por patrones similares. Mujeres que se enamoraban de la estrella; otras que esperaban cambiarle; algunas que pretendían domarle. Pocas se enamoraban del hombre, pero cuando lo hacían, él no sabía responder. Le costaba mantenerse fiel, asumir compromisos, plantearse el futuro. Así que la acababa cagando. Y vuelta a las depresiones, a los vicios, al sexo fácil. Lo que digo: un asco.

Hace unos siete meses, en un festival de esos de finales del verano, conoció a Norah. Sí, a mí también me pareció un nombre raro. No era el suyo. En realidad se llamaba Rosario, pero eso no vendía en el mundo del rock, así que se lo cambió. Era la vocalista de una banda que estaba intentando abrirse un hueco en el mercado español (sólo habían sacado un disco) y Suso los había invitado a tocar como teloneros casi sin haberles escuchado. Era fácil verle fanfarronear borracho de éxito, pero igual de fácil era que ayudara a todas las bandas que empezaban, apoyándoles, dándoles la oportunidad que él estaba seguro que todos merecían.

Aunque como banda aún les quedaba mucho por crecer, ella tenía una voz especial, rasgada y potente, casi masculina: le recordaba a Ángela, la vocalista de Arch Enemy. Era joven, divertida, preciosa… Y no decía que no a nada. Parecía dispuesta a exprimir la vida. Ese mismo día, mientras el grupo de Norah desmontaba el equipo, ellos dos follaron por primera vez -y como si fuera a ser la última- en un camerino con la puerta atrancada por una silla. Tenía veintisiete años recién cumplidos, unas tetas perfectas, operadas, por supuesto, y un culo de impresión, que yo apostaría a que también estaba operado. Aunque no fuera una belleza al uso, tenía un atractivo especial. Era una mujer por la que perder la cabeza. Y Suso la perdió. Se enamoró como solía hacerlo él, sin medida. Pero algo había cambiado. No sabía qué, pero ahora era diferente.

No pensaba más que en ella y así andaba yo, con mis grabados desgastados y las bolitas flojas. Pero nada, no me hacía caso. A Norah le encantaba mi roce en su piel: siempre encontraba ese punto de placer que la llevaba al éxtasis. Las semanas pasaban y ellos dos seguían su historia, empalagosa hasta el aburrimiento. Y follando a todas horas. Yo olía más a ella que él. A veces pienso que pasaba más tiempo dentro de su cuerpo que fuera. Estaban locos el uno por el otro. No podían imaginarse separados y apenas recordaban cómo había sido la vida antes de estar juntos. No sé cuando dejó de ser sólo sexo. Ella admiraba a Suso por lo que era. Lo que era como músico y lo que era como hombre. Le quería sin exigencias, aceptando lo que le ofrecía y dando lo que tenía. Él la adoraba por su energía, sus ganas de vivir, su sonrisa, incluso cuando todo parecía ir mal. Es cierto que le abrió muchas puertas, pero no se aprovechó de él. Ambos lo ponían todo en aquella historia. Si Norah no estaba, Suso se iba pronto a casa. Escribió temas nuevos, hizo entrevistas, intentó –con escaso éxito- trabajar con el manager para organizar la gira del verano. Y en todo ese tiempo no folló con ninguna otra.

Por suerte para mí, llegó la primavera y con ella, tiempo de bolos para ambos. Norah sabía que muchos de aquellos conciertos tenían la firma oculta de Suso aunque él jamás se lo dijo. Igualmente ella se lo agradecía. Para evitar suspicacias y habladurías, Suso se cuidó mucho de que en ninguno coincidieran sus dos bandas. No es que tuvieran muchos bolos programados (es lo que tienen los tiempos de crisis), pero aún así era un descanso. Lo que me pude alegrar. Pensé que por fin Suso se acordaría de mí y me llevaría a Román, a que repasara los grabados e inscripciones y me ajustara las bolitas. Pero no.

Sería a principios de mayo cuando suspendieron el concierto que la banda de Suso iba a dar en Orense. Norah tocaba ese fin de semana en Córdoba, así que yo me había hecho a la idea de un tiempo de descanso. Error mío. Suso, tan pronto supo lo de la cancelación, sin decir nada a nadie, reservó una suite en el mejor hotel de Córdoba y sacó un billete de AVE. Incluso compró la entrada para el concierto.

Por razones obvias, no pude ver el encuentro en la puerta del camerino cuando acabó el concierto, pero sí que sentí los efectos de la cercanía dentro del pantalón durante un rato. Luego vinieron los bares, las copas, las risas. Serían más de las tres cuando llegamos al hotel. Yo estaba incómodo, tanto tira y afloja por efecto del toqueteo, deseando salir de mi prisión. Aunque hubiera sido mejor no hacerlo. Estaban los dos eufóricos, sospecho que no sólo corría alcohol por sus venas. Se desnudaron con ansia, como si hubieran pasado meses desde la última vez que se vieron, y se lanzaron el uno contra el otro como si el fin de mundo estuviera a la vuelta de la esquina. Lo estaba.
Follaron con desespero, quedándose sin aliento a cada paso, comiéndose en cada beso. Suso se movía dentro de ella con tanta furia que una de mis bolitas finalmente se soltó. Ellos no se dieron ni cuenta, pero el extremo que quedó huérfano se enganchó en su piel, desgarrándola un poco más con cada sacudida. La sangre se vino a unir a los fluidos habituales. Y no paraban, no notaban nada. Hasta que se corrieron en un delirio que les dejó sumidos en un letargo financiado por el cóctel de alcohol y drogas que llevaban en el cuerpo.

Cuando Suso se despertó a la mañana siguiente, lo hizo en el charco de sangre en el que se había convertido la cama. Norah estaba inmóvil, no respiraba. Se había desangrado. Yo no entendía nada. Cómo podía ser, la herida no era tan grande. Si de algo sé un poco es de heridas, y esos rasguños, cierto que al final hubo más de uno, siempre se terminan cerrando al cabo de un rato. No me explico qué pudo pasar.

El lío fue monumental. La policía, el juez, los forenses. Parecía sacado de una película. Y el pobre Suso en un estado de shock terrible. No era capaz de reaccionar en ningún sentido. Acabaron llevándole al hospital para tenerle en observación y bajo vigilancia policial mientras se aclarara el motivo de la muerte. Cuando al día siguiente llegó Tino a buscarle había asimilado algo lo que había pasado y la policía ya debía de saber que Suso no tenía nada que ver con el charco de sangre en el que Norah se dejó la vida.

Los amigos no le dejaron ver la tele ni leer la prensa, pero no lograron impedir que fuera al entierro de Norah. Fue al cabo de tres días, en Barcelona, dónde vivía la familia de ella. 

Vestidos de riguroso negro, Tino y Suso llegaron al cementerio y se mantuvieron alejados, en un discreto segundo plano observando cómo una grúa levantaba un ataúd marrón que contenía lo que quedaba de la mujer a la que más había amado. De la mujer que aún amaba.

Cuando todo terminó, incluso los pésames, abrazos y apretones de mano, Suso seguía inmóvil, casi sin respirar. Y Tino, a su lado, sin moverse tampoco. Se les acercó un chico, como de unos veinte años, y se paró junto a ellos. 

- ¿Tú eras el novio de Rosario, no? - dijo con marcado acento latinoamericano. - Yo soy su hermano Héctor.

Suso asintió sin decir nada. Estaba esperando que se le deshiciera el nudo que le oprimía la garganta.

- Ya ves, -siguió diciendo el muchacho- al final se nos murió por la maldita hemofilia.

- ¿Cómo? -Suso salió de golpe de su estado semicatatónico-. ¿Cómo que hemofilia?

- ¿No lo sabías?

Saber, ¿qué? Era imposible que hubiera muerto de eso. La hemofilia sólo la padecen los hombres. No podía ser.

- Es imposible que Norah muriera de hemofilia, las mujeres no padecen la enfermedad, sólo son portadoras - dijo finalmente.

El chico lanzó a Suso una mirada entre la estupefacción y la lástima. Luego miró a Tino, buscando ver si él sabía algo. No, ninguno de los dos sabía.

- Claro que murió de hemofilia, lo determinó la autopsia. Al principio, pensaron que la habías asesinado tú. Pero no, murió desangrada por unas pequeñas heridas que tenía en la vagina. Lo que aún no saben es cómo se las pudo hacer.

Suso seguía sin dar crédito. Cómo entender que su novia había muerto de una enfermedad que no podía tener. Pero cómo no creer a este chaval que tenía sus mismos ojos. No entendía nada. Y se le notaba. Tanto que el muchacho, compadeciéndose de él, le dijo:

- Me parece que mi hermana no te lo contó todo. Sólo era Norah desde hace ocho años cuando, tras morir mi padre, nos vinimos el resto de la familia a Barcelona para que ella pudiera ser quien era en realidad. En nuestro país aún hay quién llama Rosario a los varones. Como mi padre.



miércoles, 19 de noviembre de 2014

Duelo de reinas


Hay historias que están al alcance de la mano en los libros de Historia. Tan sólo es cuestión de ponerse a contarlas. 




Brunegilda y Fredegunda vivieron en el siglo VI d.C. en los territorios de los francos, situados en lo que hoy es Francia y parte de Alemania, que en aquellos tiempos no existían como países. Era los tiempos del principio del feudalismo cuando no existían Estados en el sentido que hoy tienen, sino una especie de confederación de territorios unidos por juramentos de vasallaje. En los territorios de los francos estas pequeñas unidades territoriales dependían en última instancia de tres reinos (Austrasia, Neustria y Borgoña) y un territorio, más o menos autónomo, que se convertiría en ducado (Aquitania). Brunegilda era la reina de Austrasia y Fredegunda, la de Neustria. Al norte de Austrasia quedaban los sajones (emigrando en aquellos años a las Islas Británicas) y al sureste, los bávaros.

miércoles, 12 de noviembre de 2014

Veintisiete líneas





Cuando, al abrir el correo esa mañana, vio el enlace a la página de opinión de un diario tan amarillo como La Gaceta, le invadió una sensación extraña que se tornó en triste al ver quien lo firmaba. Dudó si leerlo o no mientras, sentada a la mesa de la cocina, echaba azúcar al café humeante, moviéndolo lentamente, al tiempo miraba las portadas de periódicos más serios. Finalmente, volvió a la pestaña en la que mantenía abierto el artículo en cuestión.

Veintisiete líneas. Lo leyó. Despacio, viendo cómo el autor intentaba diluir en un innegable talento, toda la hiel, inquina y misoginia que llevaba dentro y que los ineptos editores del periódico habrían aplaudido creyendo contar con un adepto más a su línea editorial. Quizá incluso le hubieran pagado algo simbólico por un artículo agresivo, ofensivo para las mujeres y que terminaba con una llamada, sutil, esquiva, astuta, una llamada pensada para poder ser negada en caso de ser argüida. Una llamada para ella.

Dio otro sorbo a la taza que sostenía con ambas manos, sintiendo el calor y la fuerza del café no sólo en su boca, sino también en su piel, mientras releía aquellas veintisiete líneas. Una provocación, otra más. Pero ahora, ante el fracaso de sus intentos anteriores, había cambiado de táctica; ahora intentaba provocarla con una llamada a su conciencia, buscando su respuesta a través de un ataque que estaba seguro de que la perturbaría, en un medio que sabía que le repugnaba.

Buscó una galleta, María, de las de toda la vida, dorada, crujiente, deliciosa. Mientras la mojaba pensó que tal vez volviera a estar solo, viendo cómo las semanas, los meses y, sobre todo, los años, le caían encima y se hacía viejo, inmerso en una soledad que le costaba soportar por más que lo negara. Y convencido de estar por encima de que los que le rodeaban, se negaba a admitir que se veía en esa situación por su propia incapacidad de aceptar a los demás como iguales; sin duda era más fácil buscar un culpable. Y siempre lo encontraba: ella, por dejarle; ella, por no volver; ella, por no haberse quedado con él como, en el fondo, esperaba. Olvidaba que él, en un ejercicio de estrategia arriesgado, le abrió la puerta para que se fuera. Calculó mal, la infravaloró… y se marchó. Y, lo que aún era peor: sola estaba mejor que con él… y él lo sabía.

Él creyó poder conjurar esa desazón con nuevas mujeres, pero no. Cuando la primera, agobiada, le dejó, la sustituyó con rapidez por otra... que también le abandonó al poco, como ocurrió con la tercera. Tras cada abandono, buscaba de nuevo la confrontación con ella encontrándose con un muro de silencio e indiferencia cada día más sólido, cada vez más fuerte. Y ahora... un nuevo intento, eso sí, más sofisticado. Pero igual de inútil. Volvió a mirar la pantalla; no pudo -ni quiso- evitar el recuerdo de los buenos tiempos que la llevaron a sentir una lástima infinita por él, nublándole los ojos durante un instante.

Mientras tomaba el último sorbo de café, ya tibio, con ese regusto placentero del final de algo delicioso, cerró la página del periódico e iba a borrar el correo con el enlace, cuando sonó el aviso de un mensaje en el móvil que tenía junto al ordenador. Olvidó el ordenador y miró la pantalla del móvil. Sonrió.

viernes, 17 de octubre de 2014

Premio Infinity Dreams... un juego



A ver si lo hago bien :) Lo primero, poner las reglas... aunque al margen de las mismas, lo primero mi agradecimiento para Pablo Astorga que se acordó de mí para este Premio Infinity Dreams y a Alba Garzón (aunque no he leído su blog, lo haré) por la idea.

Empecemos…

Las reglas son:

1. Agradecer al blog que te nominó
2. Responder a sus 11 preguntas
3. Nominar a blogs
4. Avisar a los blogs nominados
5. Hacerles 11 preguntas



1. Gracias, Pablo, por tenerme en cuenta.

2. Respuestas a las preguntas de Pablo.
1. Cita famosa o palabra que mejor te define.

No se me ocurre ninguna cita ni palabra que me defina. Son tantas las palabras que una lee y se siente identificada con ellas...

2. ¿Prefieres leer libros en papel o digitales?

Papel, aunque no dejo de reconocer lo práctico de los libros digitales. ¿Por qué? Supongo que el puro placer del papel.

3. ¿Te gustaría trabajar en el mundo de la escritura o te gusta más como hobby?

Me gusta como hobby, pero ojalá pudiera ganarme la vida con ello. Sería un sueño poder hacerlo.

4. ¿Qué libro te hizo llorar?

No recuerdo haber llorado con ninguno, aunque sí ha habido muchos que me han emocionado profundamente.

5. ¿Has conocido algún/a escritor/a famos@? Si no lo has hecho, ¿quién te gustaría conocer?

Sí, aunque no sé yo si vale haberlo hecho en el marco de la Feria del Libro de Madrid. Recuerdo a Jose Luis Sampedro, me impresionó estar frente a él, escuchar su voz, mientras firmaba La vieja sirena, que compré para regalar a una profesora de mi hija a la que quería mucho. Un libro maravilloso para una mujer especial.

6. ¿Qué usuario de Google+ visitas con más frecuencia?

Pues la verdad es que no me apaño muy bien con esto de Google+, pero el blog que más visito es el de mi amigo Jose M. Bartolomé: Lo juro por mi tatuaje. Muy, muy recomendable.

7. ¿Dirías que la escritura ha mejorado tu vida o no ha cambiado gran cosa de ella?

La escritura -al igual que la lectura- me ha dado vida.

8. ¿Cómo describirías tu blog en pocas palabras?

Un espacio íntimo y compartido a la vez.

9. ¿Has participado en algún concurso literario?

Sí, en alguno. Ahora mismo estoy a la espera del fallo de un par de ellos. A ver qué pasa.

10. ¿Cuánto tiempo hace que comenzaste a escribir?

Ufff, tanto tiempo que casi ni lo recuerdo. Pero más de veinte años, seguro.

11. ¿Que es lo que más te gusta de mi blog? (Blog de Pablo)

Los poemas. Me parece tan difícil escribir poesía que los blogs de poemas me encantan.

Mis blogs nominados son:

  1. Lo juro por mi tautaje
  2. La lunática de tu vida
  3. Suspiros en violeta
  4. La oscura realidad
  5. El rincón de Pepe Gallego
  6. Alfredo Cernuda
  7. Mis desayunos contigo
  8. Mensajes con sentido

Mis once preguntas.

1. ¿Por qué tienes un blog?

2. ¿Te sientes cómod@ en el mundo en el que vives?

3. ¿Qué libro te marcó?

4. ¿Por quién o por qué estarías dispuesto a morir?

5. Cuando escribes, ¿de qué hablas en realidad?

6. ¿Cómo te imaginas con 80 años?

7. Si supieras cuándo vas a morir, ¿qué libro releerías antes de irte?

8. ¿Eres o estás? (No valen las dos opciones: hay que elegir).

9. Nombra a tres escritores que te arrastren en sus historias.

10. ¿Crees en algo?

11. ¿Cómo sería tu vida si no pudieras ni leer ni escribir?
Ahora, lo más complicado… intentar avisar a los nominados a través del Google+ o cómo pueda :) 


domingo, 5 de octubre de 2014

La tía Julia






Nunca preguntes a un hombre qué piensa. Este fue el primero de los consejos que me dio la tía Julia cuando fui a lloriquearle y no metafóricamente hablando. Acababa de cumplir 38 años y me sentía terriblemente mal después de mi último fracaso amoroso. Ya ni recordaba cuántos iban. Con mi madre nunca he podido hablar de esto -aún no me he atrevido a decirle que he roto con el que ya es mi último ex- pero la tía Julia es distinta. Siempre está dispuesta a escuchar y su vida es diferente a las de las otras mujeres mayores que yo conozco. 

lunes, 29 de septiembre de 2014

Ni olvido, ni perdón






Me llamo Lucía Garrido Areces, tengo 62 años y hoy voy a asesinar a un hombre. Se llama Daniel Antúnez Retuerta, nació en Mahón y si no fuera a morir hoy, este año cumpliría los 46 en noviembre, el día 16. Lleva once años, once meses y treinta días en la cárcel de Mallorca, por lo que hoy le soltarán al haber cumplido su pena: los doce años que le impusieron por matar a mi hija. 

Lorena siempre fue una criatura maravillosa, desde bebé. Sus rizos rubios, sus ojillos verdes, su sonrisa perenne. Todo el mundo la adoraba. Le gustaban los cumpleaños, los suyos y los de los demás. No había fiesta en la que no cantara a pleno pulmón ni regalo que no le cortara la respiración. Y al crecer, siguieron encantándole esas fiestas, prepararlas, comprar regalos, pensar en la tarta. Nunca he visto a nadie disfrutar tanto. Ahora tendría cuarenta y uno, pero no llegó a cumplir los treinta. 

Llevo doce años, ocho meses y once días planeando el asesinato que voy a cometer hoy. El juicio fue relativamente rápido: las pruebas fueron concluyentes y admitió haberla matado en un ataque de ira. No hay día que no recuerde el informe en el que se contaba cómo la encontraron. Los detalles de los daños de la violación, los golpes que recibió antes de morir, cada herida, cada hematoma, cada parte de de su cuerpo roto o desgarrado. No me dejaron verla, pero todo estaba en el informe. Después de tanta tortura, la mató de un golpe en la nuca cuando estaba ya inconsciente con la barra de hierro de anclar el volante del coche. Roja. Como la sangre seca de mi hija de la que estaba cubierta cuando la mostraron en el juicio como prueba: el arma del crimen. Nunca me he creído que no fuera premeditado, nadie sube a su casa la barra de anclaje del coche, nadie se ensaña tanto. Yo sé que lo había planificado. Ella era demasiado para él. Lo sabía y no podía soportar la idea. 

A los dieciocho años Lorena se matriculó en Periodismo. Sabía que sería una maravillosa periodista, aunque nunca hubiera sido una estudiante destacada. Pero le gustaba. Le gustaba casi más que los cumpleaños. Fue en aquellos tiempos de facultad cuando conoció a Daniel. Tengo que reconocer que era guapo, muy guapo, y ejercía de ello. De hecho, cuando me lo presentó, pensé que qué vería en ese chico aparte de la guapura. Estudiaba Periodismo tras haber fracasado en Derecho y, aún así, rápidamente quedó atrás. Pero algo debía ver porque estaba loca por él. Nunca lo entendí.

Seguramente Daniel no sabe que hoy va a morir. Seguramente esté tan contento, pensando que deja atrás su pasado. Seguramente cree que tiene toda la vida por delante. Pero yo no lo voy a permitir. Llevo doce años, ocho meses y once días esperando este momento, al acecho todo este tiempo. Lo sé todo de él. Y me ha costado, vaya sí me ha costado. Sé que ha terminado Derecho, en la UNED; que ha asistido a terapia de rehabilitación; que ha trabajado estos años y colaborado en muchas actividades de la cárcel en relación con la concienciación sobre la violencia de género. Pero a mí no me engaña, yo sé que no está rehabilitado, sé que sigue siendo un hijo de puta. El hijo de puta que asesinó a golpes a mi niña.

Recién terminada la carrera, con veinticuatro años, Lorena se casó con Daniel, que había abandonado hacía un par de años los estudios y trabajaba en el negocio familiar, una sastrería masculina. Su padre es un sastre reconocido, pero los hijos -Daniel y su hermano Xisco- no tenían ese talento. Así que ambos estaban de dependientes, aunque Daniel pasaba más tiempo en el bar que en la tienda, lo que traía problemas entre los hermanos. Aún así el negocio daba para que los tres mantuvieran un buen nivel de vida. Lorena, tras un año llamando a todas las puertas, encontró trabajo en un diario local, no muy bien pagado, pero su idea era hacerse un lugar en la profesión y sabía que tenía que ir poco a poco. Y así, al cabo de un par de años, consiguió que la llamaran para la sección de local de El Mundo. Siempre aspiró a más, ir a Madrid, pero no pudo pasar de ahí. Tenía casi veintisiete años cuando empezó en su nuevo puesto. 

Soy funcionaria. Desde que aprobé la oposición, trabajé en Tráfico, pero a los tres años de terminar el juicio, pedí el traslado a Instituciones Penitenciarias: desde allí tendría acceso a toda la información que necesitaba. Esperé para que no hubiera sospechas. Acababa de separarme y aunque no tuviera que dar explicaciones oficiales, fue la excusa perfecta para no coincidir con mi ex marido que también era funcionario en Tráfico. Él no fue capaz de entender mi dolor y todo se enfrío entre nosotros. Sin Lorena, nada nos unía y no iba a dejar que un papel nos atara. Nuestras vidas ya no tenían puntos en común. Él quería pasar página; yo no podía olvidar. No le hablé de mis planes, por supuesto. En mi nuevo destino, poco a poco, me fui enterando de la situación de Daniel, de sus “progresos”. 

Los dos primeros años de matrimonio de Lorena fueron tranquilos. Nos veíamos con frecuencia y los dos solían apuntarse a todas las fiestas familiares. Salían con los amigos, iban al cine, viajaban en vacaciones… todo parecía normal. Pero cuando Lorena cambió de trabajo, cambió todo. Al principio, seguían con su ritmo normal, pero discutían constantemente y delante de todo el mundo. Daniel no soportaba que su mujer empezase a tener éxito, el éxito que él jamás conseguiría. La envidiaba, lo sé. Envidiaba su valía, sus ganas, su esfuerzo. Más de una vez, el padre de Lorena tuvo que intervenir, hasta que un día que la insultó delante de nosotros, mi ex marido le echó de casa y le prohibió volver. Y dejaron de venir. Los dos. Yo apenas veía a mi hija, que empezó a recluirse en el trabajo y su casa. Las pocas veces que la veía, la sentía agotada, triste, apagada. La última vez que hablamos la pregunté si era feliz. No lo era, no hacía falta ser un lince para darse cuenta, pero me dijo que quién era feliz en realidad. Intenté convencerla de que le dejara, que era muy joven, que empezara de nuevo. Pero no parecía escucharme o no tenía ya coraje para hacer nada. Un mes y doce días después, la mató.

Desde las ocho de la mañana estoy frente a la salida del centro penitenciario. Su excarcelación estaba prevista para la mañana, sin hora concreta, así que espero. Han pasado casi tres horas y parece que hay movimiento en la garita de la entrada. Veo que a lo lejos viene caminando un hombre. Es él. En el suelo de los asientos traseros tengo preparada la escopeta con la que voy a matarle. Es de mi hermano y no creo que tenga ningún problema porque cuando me detengan diré la verdad: que se la robé. Sé que no tiene mucho alcance, no más allá de unos ochenta metros, pero estaré cerca. Quiero ver la cara de ese hijo de puta cuando muera. 

En el entierro de Lorena pude hablar con algunas de sus amigas y compañeros de trabajo. Hacía algún tiempo que habían perdido el contacto. Aún así la habían visto más que yo. Por ellos pude enterarme de cómo mi hija se esforzaba por disculpar a Daniel cuando la vejaba e insultaba delante de los amigos; de cómo el espeso maquillaje, en demasiadas ocasiones, no conseguía ocultar los moratones; de cómo en los últimos meses había tenido hasta cuatro bajas por accidentes domésticos. Me enteré así de que a mi hija la maltrataba y violaba un cabrón miserable que no podía soportar que ella valiera. 

Le veo acercarse a la verja que le separa de la libertad. Tengo el arma montada y he estado practicando estos últimos meses con mi hermano con la excusa de necesitar distraerme para sacudirme la depresión perpetua en la que me he instalado. Le veo entregar los papeles al guardia de la puerta. Al tiempo que se abre la verja, yo salgo del coche. Le distingo perfectamente. Tiene menos pelo, algo de barriga, pero sigue siendo un hombre guapo. Abro la puerta trasera y cojo la escopeta. Es una Browning B525 ligera, menos de 3 kilos y la conozco bien. Además, tengo una puntería extraordinaria: la práctica, que hace mucho. Estamos cada uno en una acera, pero no me ha visto. Está distraído porque acaba de ver a su hermano que le hace señales desde su coche. En ese momento pasa un coche y se para dejándole pasar. Es un blanco perfecto. Apunto mientras me acerco. Veo con el rabillo del ojo que los policías ya me han visto. Tengo apenas un minuto. El corazón. No. Bajo un poco el arma. El vientre. No. Bajo un poco más. Ahora sí. No sé si morirá, es muy posible. Sufrir, sufrirá seguro.


viernes, 19 de septiembre de 2014

Ivana






El mundo, el que soberbiamente se llamaba primero, aquel de los bloques que se decía rico y se creía invencible; el de los viajes espaciales y de la sofisticación armamentística, de la investigación y los planes estratégicos; el mundo que vivía el final de la Guerra Fría y de las películas de espías, se crecía ante sí mismo y ante los demás. Era el tiempo de la ciencia y la tecnología, cuando ambas se paseaban por el mundo con orejeras que no dejaban ver lo que pasaba en ese momento ni predecir lo que ocurriría en el futuro. Hasta que estalló en el presente, en aquel presente.

Primavera del 86. El Cometa Halley acababa de pasar lo más cerca que estaría de la Tierra en los siguientes 76 años y el feminismo lloraba la muerte de Simone de Beauvoir. Todo todo quedó olvidado ante Chernobil, el desastre por antonomasia, la constatación de la vulnerabilidad y la indefensión de la gente corriente. El mundo se estremecía ante el desastre y el miedo. Chernobil estaba lejos, pero la nube tóxica avanzaba. Mucho más lenta que el miedo, pero ahí estaba, moviéndose. 

Mientras el miedo invadía Europa, en Pripyat, Ivana daba sus primeros pasos, tambaleantes y torpes, pero firmes. En medio de aquel desastre, agarrada al índice de su madre empezaba a recorrer por sí misma un mundo que no podía concebir más allá del cuadrado de parque en el que se movía. El parque de Ivana era un espacio de arena rodeado de una valla de colores en un pequeño parque rodeado de casas bajas con ventanas pintadas de azul y rodeadas de jardineras con enredaderas y flores de colores. A un lado del parque, un tobogán; al otro, un columpio; y en el centro, arena. Un pequeño mundo lleno de voces, empujones, risas, lloriqueos y achuchones. Un parque lleno de vida.

Al principio, aquella tarde del 26 de abril simplemente parecía una tarde algo nublada pero como no llovía ni hacía frío el parque siguió lleno de niños jugando y mamás charlando. E Ivana dejaba el dedo de mamá para dar su primer paseo en solitario. Sólo tres pasos, pero fueron los primeros. Cayó de bruces y con la boca llena de tierra se puso a llorar con desconsuelo. Pero tan pronto la limpió su madre, volvió a la carga: cinco pasos, siete, doce… 

A la caída de la noche Ivana, tras el baño y la cena, cayó agotada. La despertaron de madrugada los brazos de su padre que la envolvían en una manta. Se resistía a despertar mientras subían a un autobús junto con todos los vecinos del pueblo que, más o menos ordenadamente, lo abandonaban. Había un olor extraño y lo que parecían nubes inofensivas, venían cargadas de muerte. Nadie lo sabía aún.

Ivana despertó en un gimnasio de Maguilev, y los sesenta y siete días que estuvo allí le sirvieron para terminar de aprender a andar. Caminaba segura entre colchonetas y mesas de camping, vigilada por su madre y por las otras madres, jugando con otros chiquillos. No sólo andaba, también hacía sus pinitos corriendo e intentando subir a sillas, bancos o cualquier otra cosa que estuviera a su altura. Ivana no percibió las incomodidades, ni sintió el dolor de las pérdidas, ni vivió el miedo de la incertidumbre. Ella sólo jugaba y reía. 

Minsk fue su siguiente paso. Allí empezaron de nuevo sus padres, en casa de los abuelos, con un trabajo nuevo, una nueva vida. Tendría poco más de tres años cuando empezaron a salirle cardenales. Entraba dentro de lo normal, no paraba ni un segundo. Estaba muy pálida, pero supusieron que era porque se parecía a su madre. Pronto vieron que algo no iba bien. Ivana empezó a no querer salir a la calle. Ya no tenía fuerzas para jugar, había perdido el apetito y estaba triste. No tardaron en llegar la fiebre y las náuseas y, al tiempo que los moratones le aparecían por todo el cuerpo, le salieron pequeños bultos en las axilas y en el cuello que pronto se extendieron a la barriguita y a las ingles.

Empezó el peregrinar de un médico a otro, la sometieron a tratamientos que la dejaron calvita y agotada, pero las largas estancias en hospitales no conseguían mejora alguna. Ivana se consumía sin entender qué le pasaba. Sus padres, sus abuelos, los médicos sí lo sabían. Ya no podía ir al colegio, ni tenía ganas de jugar; no quería correr, ni saltar, ni siquiera andar. Ivana solo quería dormir y que se le quitara el dolor. Porque todo le dolía a todas horas. Sobre todo eso, quería que el dolor se fuera.

Y llegó el tiempo en que Ivana veía a su madre siempre triste y llorando a escondidas cuando creía que ella dormía; la abuela también lloriqueaba. Y aunque la niña no lo viera, a los hombres el llanto les corroía desde dentro. Pasaban los días e Ivana apenas podía moverse, cada vez le costaba más respirar. Hasta que, con la entrada de la nueva década, dejó de hacerlo.

martes, 16 de septiembre de 2014

Terminal





Raúl miró la pantalla en la que aparecían las salidas. Puerta de embarque J47. A tomar por saco y Paloma en los aseos. Siempre se preguntaba qué demonios haría tanto tiempo en el baño. Le pareció que había pasado mucho rato cuando salió, tan tranquila. Tuvo que hacer un esfuerzo para no gritarla que se apresurara, que llegaban tarde. Cuando llegó a su altura, señaló el panel y le dijo: 

- Tendremos que darnos prisa. Falta algo más de media hora y salimos por la puerta J47.

- ¿Algo más? Pero si nos quedan aún cuarenta minutos. -dijo ella sonriendo-. Anda, relájate, que nos vamos de vacaciones.

Echaron a andar por la terminal. Raúl, agobiado; Paloma, mirando escaparates; ambos, arrastrando sus pequeñas maletas. Raúl no quería esperar en la cola de facturación así que sólo llevaban lo que cupiera dentro de los equipajes que entraran en la cabina.

- ¿Quieres darte prisa? No, si al final perderemos el avión por tu culpa. 

- Qué vamos a perder. Tranquilízate, por favor. Si te fijas ya se ven las puertas con la H, así que las de la J no pueden estar tan lejos. Un segundo.

Raúl torció el gesto pero se quedó quieto en la puerta de la tienda mientras Paloma entró a mirar no sabía qué. No dijo nada, pero no paró de hacer muecas mientras le mostraba el reloj. Paloma intentaba ignorarle, pero era imposible. Sin siquiera preguntar el precio del bolso salió de la tienda. 

- Ya voy, ya voy. ¿Estás contento? Con las ganas que tenía de un bolso rojo. 

- Ya miraremos bolsos en Venecia, aunque seguro que es carísimo; buscaremos alguna tienda fuera de la zona turística. Pero para llegar, primero tenemos que coger ese avión, ¿sí?

- Pues claro que sí, cariño, pero aún tenemos media hora y la puerta de embarque está a cinco minutos. ¿La ves? Tanto drama para nada.

- Para ti todo está bien, pero ¿te acuerdas cuando fuimos a Praga? Llegamos cuando ya estaba todo lleno de gente y sólo quedaba un asiento libre en la sala de espera. Asiento que ocupaste tú. 

Paloma lo recuerda perfectamente. Quizá porque se lo dice cada vez que hablan de viajar, tanto si lo hacen, como si no. Su viaje de novios, el único que habían hecho aparte de las vacaciones en el pueblo de los padres de Raúl. A ella, Praga le pareció una ciudad maravillosa, como sacada de esos cuentos de hadas con los que soñaba de niña. Sí, quizá un poco artificiosa porque más que una ciudad que traslade a la Edad Media parecía una reconstrucción moderna en estilo medieval, pero aun así, por el día era alegre y de noche, misteriosa. Y a Paloma le encantó. Raúl no paró de quejarse y protestar por todo. Del hotel porque la cama era dura y las toallas, ásperas; de las calles, porque el gentío le resultaba molesto y escandaloso; los museos le parecieron caros y los restaurantes, prohibitivos. Pero hacían el amor y aún se reían juntos. Paloma lo recuerda lejano, pero bueno. 

- Sí, tienes razón, aquel asiento lo ocupé yo, pero de eso hace tanto. Mira, cielo, ya estamos llegando. Faltan aún veinticinco minutos para el embarque y hay un montón de sitios libres. 

Ahora, todo era distinto. Trabajaban demasiado, apenas se veían y no recordaban la última vez que hicieron el amor. Se ignoraban discretamente y ya no reían. El aburrimiento se había instalado en su sofá y aunque Raúl parecía sentirse cómodo en esa rutina entumecida, Paloma se resistía a marchitarse. Tras las discusiones, llegaron los silencios. Raúl se barruntó que algo no marchaba y a pesar de que no era lo que más le apetecía, no quiso que su tranquila vida sufriera más trastornos: le prometió que su aniversario lo celebrarían como ella quisiera. Y Paloma eligió Venecia. Tan romántica, con su luz dorada, las canciones de gondoleros y restaurantes junto al Gran Canal iluminados con faroles… Imaginaba ardientes besos en callejuelas encontradas al azar amparados por atardeceros misteriosos, preludio de apasionadas noches de amor bajo el dosel de la suite que habían reservado en el hotel Rialto, con vistas al puente del mismo nombre. Había salido caro, muy caro, pero podían permitírselo: la casa estaba pagada, no tenían hijos y llevaban todos estos años ahorrando para un por si acaso que nunca llegaba. Por primera vez Raúl se dejó convencer y, calibrando las ventajas que creía que obtendría, acabó aceptando que su décimo aniversario de boda merecía una celebración a todo lujo.

Cuando llegaron a la puerta de embarque aún faltaban veinte minutos para que la abrieran. Se sentaron en dos sillones contiguos.

- Al final hemos llegado con tiempo de sobra. Ya no queda nada para salir: estoy tan contenta. 

- Si no hay retraso -dijo Raúl. 

- ¿Por qué iba a haberlo? -le contestó Paloma, resignada. 

- Pasa con frecuencia, lo dice todo el mundo. 

En los últimos años Paloma se había acostumbrado a lidiar con esa forma de ver el mundo que tenía su marido, así que no le hizo demasiado caso y cambió de conversación.

- Leí ayer en Internet que ésta es una buena época para ir a Venecia porque ya no hace frío pero aún no ha llegado el calor fuerte. 

- Esperemos que sea así, porque yo he leído que cuando hace calor, aunque no sea mucho, el agua de los canales huele fatal. No quiero ni pensar en cenar con semejante peste. Por no hablar de lo desagradable que debe de resultar la humedad. 

- No creo. He mirado las previsiones del tiempo y dicen que no hará mucho calor. 

- Bueno, eso dicen, pero ya se sabe: los del tiempo no suelen acertar. Igual hasta llueve. No podríamos salir.

- Si lo piensas -Paloma sonrío- eso quizá no estaría tan mal. ¿Cuánto hace que no nos encerramos los dos solos una tarde entera?

- Pero ¿qué dices? Con el dineral que nos va a costar el viajecito… como para pasarlo encerrados en el hotel sin ver nada. Por lo menos intentaremos aprovechar y ver todos los sitios famosos y hacer fotos. 

Esta vez quien torció el gesto fue Paloma. Ella no estaba pensando en un viaje para aprovechar y hacer fotos. Se imaginaba una especie de segundo viaje de novios. Pero estaba claro que, pese a las promesas, Raúl no lo veía como ella. 

- ¿Qué quieres decir con eso de “el viajecito”? Es como si no te hiciera ilusión.

- A la que le hace ilusión es a ti. Y total, por no discutir…

- ¿Me estás diciendo que vienes sólo por no discutir?

Al ver que Paloma empezaba a enfadarse, Raúl reculó.

- Bueno, no sólo por eso. Como a ti te apetecía tanto venir no quise llevarte la contraria. 

- Vamos, que por ti te habrías quedado viendo la tele, como siempre, ¿es eso?

- Mujer, dicho así suena fatal. 

- Y, ¿cómo sonaría bien?

- No sé chica, tampoco tiene tanta importancia. 

- Sí, sí que la tiene. Dime, ¿cómo sonaría bien?

- A ver, no te enfades, que no es para ponerse así. No es que prefiera quedarme viendo la tele, es que me parece que es muchísimo dinero y que podríamos haber ido a otro sitio, qué sé yo, a Canarias o al Caribe, que había ofertas tipo “todo incluido”. Aquí, además de lo carísimo que nos sale el hotel y el vuelo, tenemos que sumar lo que va a costar comer y cenar, por no hablar de los regalos. Y por lo que me has estado contando estos últimos días, creo que no te va a valer cualquier sitio ni cualquier cosa. 

- No es lo mismo. ¿Cómo puedes comparar un chiringuito caribeño con una cena a la luz de las velas junto al Gran Canal? 

- Ya estás con tus cosas románticas. El mar también puede ser romántico.

- Pero ya sabes que no me gusta nada la playa -dijo Paloma.

- Ni a mí me gusta viajar y aquí me tienes, esperando un avión que me llevará a un sitio pestilente en el que me van a sacar los ojos por cualquier comistrajo. 

Por el altavoz llamaron a embarcar a los pasajeros del vuelo IB3746 a Venecia. Se levantaron y se pusieron en la fila para subir al avión. La cola avanzaba y cuando Raúl le dio a la azafata los billetes y se volvió hacia su mujer para pedirle que sacara el DNI, vio como Paloma desandaba el camino recorrido junto a él.


jueves, 11 de septiembre de 2014

Elcira





Estaba yo tan tranquilo, apoyado en un soporte que me mantiene casi vertical y enganchado a mi cargador, cuando una voz conocida casi me bloquea todas las apps de golpe. Elcira. Bien conocía yo esa voz. Tengo casi tres años -sí, soy un modelo casi obsoleto- y en ese tiempo no sé la de conversaciones suyas que habré podido oír. Por lo que sé, es de Colombia (no es que distinga el acento, es que lo repite con frecuencia) pero su tono dista mucho de esa agradable cadencia del tono de los latinos, suave, melodioso, armónico. No, esta mujer tiene una voz aguda, estridente, áspera. Resulta irritante. Como ella.

Elcira tiene una tienda de chuches y habitualmente llama buscando la forma de pagar menos impuestos. Como ya habréis supuesto, mi dueña es su contable. Todos y cada uno de los trimestres intenta convencerla de que es imposible que nadie se crea que una tienda como la suya puede comprar más de lo que vende. Y mira que es sencillo, hasta para mí que soy ya un aparato viejo. Pero eso supondría pagar impuestos, algo que no parece entrar en sus planes. No soy capaz de enumerar la de discusiones que habré escuchado sobre qué es deducible y qué no. Los caramelos, chicles y golosinas, sí; las comidas familiares de los domingos, no. Los bollos y helados, sí; las compras de ropa y zapatos, no. Las bebidas, sí; las operaciones de estética, no. Y así, las mismas conversaciones, trimestre tras trimestre, sin que mi pobre Angelita consiga hacerla entrar en razón. 

Pero hoy se ha presentado en la oficina, lo que es muy raro. Yo no la había visto nunca. El objetivo de mi cámara y la posición en la que estaba para no calentarme, me permitieron verla. Una mujer de unos cuarenta y muchos, gruesa, más bien baja, de rostro aindiado, muy morena y pelo negro y fosco. Y su voz, esa voz que tanto me desagrada. Me pregunté qué sería tan importante como para que dejara la tienda en manos de otra persona. No tardé en enterarme. Tras los saludos de rigor, entró al trapo.

- Angelita, cielo, es que verás, tengo un problemilla. 

- Tú me dirás, si puedo ayudarte… 

La pobre Angelita no podía pensar más que en la cantidad de trabajo que tenía y cómo el problemilla de Elcira la retrasaría. Porque tampoco era una mujer de las de ir al grano. 

Después de contarle que llevaba casi treinta años casada, y que tenía ya cuarenta y ocho y una hija de veinticinco, empezó a decir que se sentía mayor, como si la vida se le escapase. Angelita no daba crédito. Intentando -infructuosamente- cortar una charla que no le iba ni le venía, le dijo que no pasaba nada, que todo el mundo se hacía mayor y que había que disfrutar de esa etapa de la vida. Pero nada, Elcira no se dio por aludida y siguió con su perorata. De tanto en tanto, se oían risas apagadas a lo lejos, las compañeras que no podían por menos que escuchar dado el volumen al que hablaba la mujer. Pasados ya casi quince minutos, Angelita no podía más.

- Lo lamento, Elcira, pero no sé qué puedo hacer yo.

- Veras, cariño. Mi problema se solucionaría si tuviera otro hijo. Pero resulta que no me quedo embarazada. En estos últimos meses me he sometido a pruebas de todo tipo e incluso a una inseminación in vitro, que ha fallado. De verdad, niña, que estoy abatida.

No podía ver qué pasaba al fondo del despacho, pero los habituales meneo de sillas, movimiento de papeles y repiqueteo de los ordenadores se habían dejado de oír y aumentaron los carraspeos que ocultaban risas en medio de un silencio poco habitual. 

- Elcira, de verdad que lo siento, pero yo no puedo hacer nada.

- Ya lo sé, querida, ya lo sé. Pero el caso es que he encontrado una clínica en mi país que tiene la solución a mi problema. Si convenzo a mi hija de que se deje inseminar con el semen de su padre, de forma artificial, por supuesto, ella puede tener a mi bebé. Aún no he hablado con ella, pero no creo que tenga inconveniente en gestar a su hermano. 

El silencio se podía cortar y la cara de Angelita era todo un poema, jamás la vi tan apurada. Los cuchicheos quedos y las risas sofocadas en medio del silencio ponían el colofón a una situación absurda, rayana en lo surrealista. No sabía ni qué decir ni cómo salir de aquello. Ya no airosa, se conformaba con salir. 

- Insisto, Elcira, no sé qué quieres que haga yo. 

- Bueno, Angelita, guapa, lo único que quiero saber es si, además de la factura de la clínica española por lo de la inseminación in vitro, también puedo traerte la de la de Colombia si mi hija accede a quedarse embarazada por mí.


jueves, 7 de agosto de 2014

Piscina



Tras una primera cita, correcta, agradable, relajada, nada podía llevarme a pensar que la segunda pudiera ser como fue. Cenamos en un restaurante del pueblo, coqueto y acogedor, en la terraza, como corresponde a una tórrida noche de julio. Aún más cómodos y relajados, charlando de ese todo y ese nada que puede hacer que te sientas a gusto con la persona con la que estás. Con la excusa de terminar el vino, la sobremesa se alargó hasta bien pasada la medianoche. 

No era una mujer llamativa, pero tenía ese algo indefinible que hacía que resultara seductora. Llevaba un vestido largo, claro, con escote poco marcado y aberturas discretas a los lados. Lo único que permitía intuir lo que escondía aquel vestido era la fina tira anudada a la espalda que ceñía la cintura marcando sus caderas. Todo aquello lo descubrí después. En aquel momento sólo me parecía una mujer atractiva, discreta, en la que su sugerente aspecto no velaba el placer de la conversación. 

Al salir del restaurante, la invité a tomar una copa en casa, me resistía a poner fin a una noche tan deliciosa. Mentiría si dijera que no albergaba la esperanza de acostarme con ella, pero no me pareció una posibilidad factible. Aceptó, estaba a gusto conmigo. Lo sé porque me lo dijo así, sin rodeos. Me sentí halagado, para qué negarlo. 

Mi casa está en una urbanización a las afueras del pueblo. Es una chalecito pequeño, pero para una persona sola, como es mi caso, más que suficiente. Lo que más me gusta es el jardín, con césped y una terraza cubierta, además de una piscina que fue mi gran capricho. Es un poco más grande lo habitual en este tipo de casas, de forma que la parte del césped es algo más pequeña. Está diseñada con formas curvas y en una parte es profunda mientras que por el lado contrario se entra a través de unas escaleras de obra por las que sumergirse poco a poco. A mis sobrinos les encanta esta parte de la piscina. Por la noche está iluminada desde dentro, con unos focos que dan al agua un aire casi fantasmal y cuando hay luna llena, los reflejos irisados parecen salir de todas partes. Pero esa noche no había luna llena. En realidad, no recuerdo cómo estaba la luna. 

Tras enseñarle la parte de la casa que se suele enseñar, lo que no me llevó mucho, me fui a la cocina a preparar unos gin tonics diciéndole que se pusiera cómoda, como si estuviese en su casa. La oí caminar por la terraza, recorriéndola. Dejé de escuchar sus pasos y supuse que se habría sentado cuando me preguntó si por la noche se podía utilizar la piscina. La dije que sí pensando que era una pregunta como otra cualquiera, pura curiosidad. Fui al salón a por la ginebra y las copas, y al asomarme, la vi junto a la piscina, descalza, sujetándose el vestido y metiendo un pie en el agua. Me gustó mirarla sin que supiese que la observaba. La piel de sus piernas tenía un tono extraño por las luces que salían de la piscina, casi plateadas. Dejé la ventana y me fui a terminar las copas. Seguía sin hacer ningún ruido. 

Salí a la terraza con las dos copas en la mano y me quedé petrificado bajo la puerta. A punto estuvieron de caer. El plateado de sus piernas se extendía a todo su cuerpo. Desnuda, la vi recorrer las escaleras y entrar, poco a poco, en el agua. Dejé las copas en la mesa que había junto a la puerta de la cocina y me senté. No podía dejar de mirar. Era lo último que me hubiera esperado. A pesar del calor de la noche, entraba lentamente, como si tuviera que acostumbrarse a cada estremecimiento que el agua le producía. Se había recogido el pelo dejando el cuello al aire. Me quedé colgado a la recta de su espalda, las curvas de sus caderas, el contraste de la cintura. 

Absorto y en silencio, sin reaccionar, no podía apartar los ojos de ella. Había imaginado su cuerpo -cómo no hacerlo-, pero no sospeché que pudiera resultar tan sensual. Y verla ahí, de espaldas, ofreciéndome ese espectáculo tan natural como cuando estábamos hablando mientras cenábamos, me dejó de piedra. Bueno, no exactamente. El ruido al dejar las copas en la mesa hizo que se volviera, y me invitara a bañarme con ella. Lo hubiera hecho, dios sabe que lo hubiera hecho, pero me dio apuro. Me sentía bastante ridículo, viéndola tranquila y confiada, como si estar desnuda no significara nada, mientras que mi erección no hacía más que crecer a cada movimiento suyo. Rezaba para que no lo notara, pero se dio cuenta, me lo dijo después. Para evitarme el trago, no insistió y se sumergió por completo, convirtiéndose en un rastro que podía seguir por el cambio de luces, lo que no sirvió de mucho para aligerar mi situación. Apareció en el otro lado de la piscina y se quedó allí un rato largo, con los brazos apoyados en el borde. No podría decir cuánto tiempo pasó, el justo para que mi cuerpo volviera poco a poco a una cierta normalidad. 

No sé si fue calculado, pero cuando me sentí más presentable, vi que volvía. Me levanté y fui al cuartito que había junto a la cocina y cogí una de las toallas que tenía allí. No tanto para que se secara y no pasara frío, como para cubrirla y así evitarme el bochorno de una nueva erección. Me agradeció la toalla tiritando, pero no fui capaz de evitar que mi cuerpo fuera por libre. Enrollada en la toalla y con el cuerpo más templado, se acercó y me besó. Cualquier sensación ajena al placer físico, desapareció. Dejé de preocuparme por si se notaba o no mi excitación y la abracé como si lo hubiera estado haciendo desde siempre. 

Los hielos de los gin tonics se deshicieron mientras a nuestro alrededor caían su toalla y mi ropa, el césped nos acogía húmedo y fresco, y la oscuridad nos envolvía. Nunca me había pasado nada parecido. El tiempo parecía haberse parado, la noche éramos nosotros, nuestros cuerpos enlazados, nuestras voces quedas, nuestros gemidos. No sé si por inesperado, por deseado, por extraño, pero no me di cuenta del paso de las horas hasta que se levantó y, tras besarme, empezó a vestirse.

Intenté convencerla de que se quedara a pasar la noche. Eran casi las cinco de la mañana. No quiso. Nunca quiso quedarse a dormir. Igual que no quiso decirme en qué pensaba cuando le preguntaba. Como tampoco quiso, cuando ya el otoño empezó a asomar, que lo nuestro, fuera lo que fuera, dejara de ser una historia de encuentros esporádicos y avanzara en otra dirección. La quería sólo para mí, la quería más tiempo, la quería al completo. Me arrepentí de habérselo propuesto. 



lunes, 4 de agosto de 2014

Proposición (y III)






Salió del baño y se sentó en la butaca que había en la esquina de la habitación. Desde allí la miró. Empezó a liar un cigarrillo, despacio, concentrado. Volvió a mirarla. Amanecía y finísimos rayos de luz se colaban a través los ojos de las persianas ciñendo unas caderas que enmarcaban el hueco de su cintura. A pesar de no haber dormido apenas, le seguía encendiendo esa mujer: nunca lo hubiera imaginado. Prendió el cigarro y pensó en sí mismo, desnudo en la butaca de aquella habitación de hotel: se sentía extraño, como fuera de lugar. Y la miró a ella que, en la cama de esa misma habitación, ya completamente desnuda, estaba, sin embargo, perfecta. Su pelo inundaba la almohada y perfilaba el inicio de la curva de su espalda al tiempo que sus piernas asomaban bajo una sábana que apenas velaba sus nalgas. Había sido mucho mejor de lo que imaginaba. Dio otra calada al cigarrillo. Le encantaba fumar, sentir cómo el humo pasaba cálido y fuerte por su garganta hasta llenarle los pulmones; le gustaba el sabor que le dejaba al expulsarlo, y el olor que inundaba la habitación. 

Proposición (II)





Habitación 915. Las nueve y cuarto. Aún tenía un cuarto de hora por delante. Encendió la luz y paseó la mirada por toda la estancia. Nunca había estado en ese hotel y se alegraba de su elección. Era moderno y elegante, con un ligero toque de distinción en el mobiliario, de color wengue, y otro de color en los cuadros, abstractos en tonos ocres claros, marrones serenos, y rojos furiosos. El contraste era perfecto para lo que ella quería. Un ventanal que ocupaba toda la pared ponía la ciudad a sus pies. Abrió las cortinas y dejó que la luz de la noche se instalara allí. 

Proposición (I)




No sabía que hacer. ¿Se atrevería a lo que le proponía? Sacó un papel de liar y lo estiró cuidadosamente. ¿Con una desconocida? Bueno, no tan desconocida aunque nunca se hubieran visto. Llevaban una semana carteándose, contándose cómo eran, qué les movía, aunque no lo que hacían, siete días hablando de ellos mismos, de sus deseos, de sus pasiones, de sus fracasos. Esparció el tabaco sobre el papel colocándolo cuidadosamente en el centro y estirándolo hasta ocupar toda su longitud y en la punta situó un filtro fino. Conocía su pasado, pero no sabía dónde vivía; sabía qué libros leía, qué música escuchaba, pero no la marca de su coche; hubiera podido elegir por ella la cena y el vino, pero no sabía donde comía a diario. Podía intuir su tristeza, su alegría, sus reacciones, pero no en qué trabajaba. Envolvió con esmero tabaco y filtro, lamiendo el borde del papel y doblándolo sobre sí mismo para que se pegase. Y aunque había visto alguna foto, sabía que su forma de andar, su mirada, su aroma, su voz, podrían pasarle desapercibidas en la Plaza Mayor. Pero, sobre todo… desde hacía una semana le seducía con cada letra, le atrapaba con cada palabra, le arrastraba con cada carta. Sus dedos, chatos, firmes, resistentes, estiraron el cigarrillo recién liado hasta dejarlo perfecto. Volvió a leer su último correo. Y a escuchar la canción.

martes, 15 de julio de 2014

Tiempo de bar




Las diez y dieciocho. El hombre llevaba más de una hora acodado en el extremo de la barra más cercano a la puerta. Era un tipo corriente. Más bien bajo, barriga prominente y pelo ralo y escaso. Los cincuenta los había cumplido hacía tiempo, mucho tiempo. Iba ya por el cuarto whisky -Glenfiddich de 12 años- y si en algún momento aguantó bien el alcohol, desde luego había sido en otra época. Era la primera vez que le veía por el local y había venido solo. Eso era poco habitual. No es que fuera raro que viniera gente nueva, lo extraño era que vinieran solos: éste no es un bar de moda, ni está en un sitio céntrico. 

jueves, 3 de julio de 2014

Invitado



Se había levantado muy temprano y sacó al contendor los restos del despiece: la noche anterior terminó tan tarde y tan cansada que dejó la basura para el día siguiente. A pesar de ser un animal relativamente grande, era manejable, y aunque no era la primera vez que preparaba una pieza de caza, acabó agotada. Antes de acostarse guardó cada trozo de carne envasada al vacío en el arcón congelador del sótano, reservando en la nevera de la cocina un par de piezas para la cena de la noche siguiente: más fresco imposible. Quería sorprender a sus invitados con algo especial, algo que, estaba segura, no podrían olvidar.

No serían muchos. Fernando y Rodrigo, además de Clara y Rosa. Ellas eran habituales de las reuniones de Elisa, en cambio, ellos se sorprendieron al recibir la invitación.

La anfitriona pensó el menú con cuidado, adaptándose a los gustos de cada cual. Clara y Rosa, al igual que ella, preferían ensalada y pescado, mientras que los hombres solían ser más dados a los placeres de la carne. Como la carne la había arreglado la noche anterior, pudo emplear parte de la mañana en comprar lo que le faltaba -el pescado, las verduras, el pan, los vinos- y en el resto del tiempo en los preparativos.

Criadillas es un eufemismo para no decir testículos. Pese a la alta consideración que los hombres tienen de esta parte de su cuerpo, cuando se compran hay que acudir a la casquería donde se venden junto los demás despojos. En este caso, no hubo necesidad: ninguna casquería habría tenido criadillas más frescas que las que Elisa había apartado. Estas piezas tienen un aspecto poco atractivo y resultan fuertes de sabor, por lo que hay que macerarlas durante, al menos, cuatro horas en agua y vinagre. Después, se han de quitar bien todas las pieles y pellejos que las recubren y limpiar a fondo las impurezas que aún puedan quedar con agua corriente. Cuando están perfectamente limpias se filetean muy finas, se sazonan y especian, y se pasan -vuelta y vuelta- por la sartén sin ningún tipo de rebozado. Elisa, había decidido matar la fuerza de sabor de este manjar con una salsa de frutos rojos por lo que tras triturar moras, frambuesas, arándanos, endrinas y grosellas, las redujo al fuego con azúcar, ron y un toque de jugo de limón hasta que quedó una textura caramelizada.

Fernando, el director del departamento de diseño, fue el primero en llegar. Dejó su flamante BMW a la puerta del chalé y, después de recolocarse el pañuelo y comprobar que tenía los zapatos relucientes, se peinó las cejas mirándose en el retrovisor exterior del coche. Llamó al videoportero sonriendo a la cámara. Hacía un par de años había tenido con Elisa una historia de la que salió de la forma menos elegante posible: escondiéndose y evitándola durante el tiempo suficiente para que a ella le quedara claro que aquello no había sido más que unos breves y apresurados escarceos en camas de distintos hoteles. Elisa jugó a qué no se enteraba, simplemente por el placer de ver como se empeñaba, ridículamente, en hacerse invisible por distintas salas y despachos. Finalmente, cuando se cansó del juego, le hizo saber que lo mejor era “quedar como amigos”. Ni siquiera se molestó en despreciarle.

La ensalada que tenía pensada era sencilla, tanto en su concepción como en su elaboración: canónigos, patata cocida y aguacates, con un toque de salmón ahumado y todo rociado con una ligera espuma de salsa rosa. Refrescante y deliciosa, perfecta como entrante para un pescado poderoso.

Rosa fue la siguiente en llegar. Llevaba el departamento de informática. Estuvo a punto de no ir al enterarse de que Elisa también había invitado a Rodrigo, pero Elisa insistió tanto en que necesitaba que estuviera, que no pudo -ni quiso- negarse. Siempre habían sintonizado, ella y Elisa, aunque fueran muy distintas. Tal vez porque Elisa no se quedaba en su ropa religiosamente negra, su maquillaje aterradoramente claro y sus finas cadenas a modo de collar. Un disfraz tan bueno como cualquier otro.

El solomillo es una de las piezas más exquisitas que se puede ofrecer a buen comedor de carne pero es imprescindible que sea fresco: en este caso lo era. Se obtiene de la zona situada entre las costillas inferiores y la columna, y para que no pierda nada de su esencia es casi obligado prepararlo a la plancha o a la brasa -tras haberlo tenido atemperándose unas horas antes de cocinarse- con apenas un toque de sal y pimienta, poco hecho o al punto para que no se desvirtúe su sabor: es una verdadera delicia por lo tierno y jugoso.

Rodrigo llegó en taxi. Aunque era el director general de la empresa no tenía coche. Tampoco casa propia en la ciudad: vivía en el Villamagna cuando estaba entre semana en Madrid. Jamás hubiera aceptado la invitación de una empleada, por muy jefa de departamento que fuera, de no ser por la situación por la que pasaba la empresa. Quería enterarse de qué estaba ocurriendo con una serie de movimientos bursátiles poco claros que llevaban semanas produciéndose pero que había detectado hacía apenas un par de días. No tenían que ver directamente con Elisa, pero sí con su amiga Clara, la directora financiera, que también estaba invitada a la cena. Se había pensado seriamente si ir, porque le molestaba muchísimo la presencia de Rosa -la habría puesto en la calle hacía tiempo si no fuera tan buena en lo suyo-, pero si quería enterarse de lo que pasaba no le quedaba más remedio que soportarla. Quizá fuera también Iván, últimamente se le veía mucho con Elisa; con otro hombre las cosas serían mucho más cómodas y claras, y seguramente conseguiría enterarse de qué estaban haciendo esas dos mujeres con su empresa. Fernando no contaba.

El rape es el rey de los pescados. Aunque se puede cocinar de infinitas formas, como mejor se aprecia su intenso sabor a mar es sin más añadidos que un poco de sal, pimienta blanca y un chorrito de aceite virgen al dorarlo en la plancha. No requiere acompañamiento, pero Elisa pensó que quedaría mucho más vistoso si lo acompañaba de algo de color como unos tomates cherry, partidos por la mitad sazonados con un poco de sal y unas finas cabezas de espárragos verdes, también a la plancha.

Clara fue la última en llegar. Elisa y ella se conocían desde los tiempos del instituto en los que Clara rehacía los trabajos de Elisa y Elisa se ocupaba de que nadie hiriera a Clara. Siguieron juntas en la universidad y cuando en Invesco quedó libre el puesto de director financiero, Elisa consiguió una entrevista para su amiga. Desde entonces trabajaban codo con codo: una en la dirección comercial, la otra, en la financiera. Entre las dos controlaban la estructura básica de la empresa. 

Pero en los últimos tiempos Elisa había notado que algo le pasaba a Clara. Demasiados años juntas. La semana anterior Clara se había derrumbado. No sólo Iván la había dejado, eso sí, con elegancia, culpándose él de todo, sino que habían empezado a producirse desinversiones de fondos de la sociedad que no habían sido controladas por ella y que estaban poniendo en peligro la estructura financiera de la empresa. Elisa no necesitó saber mucho más.

- ¿Confías en mí? -le dijo.
- Claro, como siempre.

Iván. Atractivo, inteligente y peligroso. Enamorado del riesgo, pero mal jugador: nunca contaba con el rival. A Elisa le resultó fácil que entrara al trapo: un restaurante caro, un hotel aún más caro, una mujer espectacular. Le resultó aún más sencillo averiguar lo que necesitaba saber y llevarle dónde ella quería.
Para los postres no pudo hacer nada especial por lo que Elisa optó por un combinado de frutas de verano para aligerar la fuerza de la cena, acompañado por un delicioso cava.

A eso de las diez, cuando, tras tomar un Martini de pie en el jardín mientras el sol terminaba de ponerse, se sentaron a cenar, todo estaba perfecto: la mesa, magnífica; los platos, preparados en la encimera para dar los últimos toques; el vino, enfriándose; la música y la luz, a punto. Disfrutaron de la comida, aunque Elisa tuvo que convencer a Rodrigo de que esperara a la sobremesa para hablar de negocios. Clara estuvo tensa sabiendo los derroteros que tomaría la conversación tras los postres, y Rosa y Fernando bebieron de más. Y como el alcohol suelta la lengua, en particular la de los estúpidos, justo antes de que se levantaran para tomar el café en el salón, Fernando, creyéndose amparado por la confianza de haber sido su amante, comentó:

- Una cosa, Elisa.
- Dime.
- Me sorprende que nos hayas invitado a nosotros y en cambio te hayas olvidado de Iván... Últimamente se te veía interesada en él -dijo con intención de parecer malicioso.
- Mi querido Fernando, puede que no te hayas dado cuenta, pero Iván ha estado mucho más presente de lo que te imaginas.