Un espacio abierto



Un lugar por el que pasar y, tal vez, quedarse.

miércoles, 19 de marzo de 2014

Libre




Con un solo movimiento endereza el cuadro. Perfecto. Las esquinas en línea con los bordes de las paredes. Se siente bien en su nueva casa: céntrica y luminosa, aunque pequeña. Y sólo suya. Bueno, y de Diego a fines de semana alternos. Aún hay cajas con sus cosas por el salón pero esta noche estarán todas, bien plegadas, junto al contenedor. Sus cosas, qué pocas. En el fondo no le sorprende. Abre otra caja: el ordenador, papeles, cuadernos, bolígrafos, algunos libros de uso frecuente… La lleva hasta la mesa que hay en la esquina del salón, bajo la ventana, que será la que haga de despacho. Pone en el centro de la mesa el portátil; lo enchufa. Los libros, a la izquierda, pegados a la pared; los cuadernos y papeles, a la derecha, apilados. En el centro, los botes con lápices y bolígrafos. Cuando va a deshacer la caja para ponerla junto a las otras se da cuenta de que algo ha quedado en el fondo. Un pisapapeles. Lo saca. Nueva York nevado. Lo voltea y la nieve se alborota. Sonia. La muy cabrona. Quién iba a decir que al final casi tendría que darle las gracias. 

Había llegado tarde a la reunión aquel martes y al entrar apenas si se fijó en la rubia que con un puntero láser explicaba los detalles de la diapositiva que el cañón disparaba contra la pantalla blanca. Algo sobre diseño de fachadas. Joder, se me ha pasado el turno, fue lo único que pensó. Tenía que presentar la parte de materiales para la estructura del edificio y eso siempre se hacía antes de fachadas. La mirada reprobadora de su jefe se lo corroboró. Aun así, se sentó y se puso a escuchar. Más relajado, se fijó en ella. Era nueva. Una mujer guapa de las que se saben guapas. Iba vestida para la ocasión, seria: pantalón oscuro, blusa clara, pero con un collar llamativo; el tono oscuro que se transparentaba bajo la blusa también decía que no era la clásica ejecutiva que vivía para el trabajo.

Al final todo se arregló, hizo su exposición y le presentaron a la nueva. Sonia. Arquitecta. Sobrina de alguien. Se había incorporado al equipo hacía unos días, pero Manuel no se había enterado. Nadie le había dicho nada. Tampoco había hecho falta hasta entonces, pero ahora tenían que trabajar juntos en la asignación de materiales para la fachada del edificio que Sonia había proyectado. 

Empezaron a reunirse cada dos o tres días, a primera hora, para ajustar el proyecto. Era guapa, Sonia; y joven, no llegaría a los 35; y cada día que pasaba su actitud hacia Manuel era más provocadora que el anterior. Todo el mundo lo notaba. Él, también y se dejaba querer. Le halagaba ese interés -quién podría resistirse a ser el centro de atención de la mujer más guapa del estudio-, pero lo que más le gustaba eran las miradas de envidia de sus colegas. No es que lo necesitara, ni que lo buscara, pero en el fondo, aun cuando no quisiera reconocerlo, le hacía sentir bien que, recién cumplidos los cincuenta, una mujer como Sonia dejara ver tan claramente su interés por él.

Sin embargo, no sería Manuel quien moviera ficha. Llevaba casado algo más de veinte años y estaba cómodo en esa relación sin sobresaltos. Y estaba Diego: doce años y el centro de su vida. Pero Sonia la movió y él entró al trapo. Por más que lo piense, Manuel no encuentra una explicación, pero el caso es que se dejó enredar y cayó como un adolescente. Era la primera vez que engañaba a Noelia en todo el tiempo que llevaban casados. Y eso que sabía que una mentira así sería el final. Hasta entonces, había mantenido la cabeza fría para evitar que se acabara un matrimonio en el que, si bien no quedaba ya ningún rescoldo de amor o pasión (si es que en algún momento los hubo), al menos estaba cómodo y tranquilo. Pero los cincuenta le pesaban más de lo que estaba dispuesto a admitir. Y la insistencia de Sonia, le halagaba tanto. Las leves insinuaciones dejaron paso a notas explícitas en post-it’s pegados a los planos.

Pensar en ella le excitaba, pero era mucho más potente el refuerzo que suponía para su ego el interés de una mujer como Sonia hacia él: le hacía sentirse poderoso. No habría sabido decir si le excitaba más ella o la situación. Si le extrañó encontrarse a sí mismo proponiéndole tomar una copa después del trabajo, todavía fue mayor la conmoción que le produjo volver a su casa de madrugada después de haber compartido la cama con ella. Era una mujer impresionante, pero algo en él falló: cansancio, falta de deseo, culpa. 

Desafiando al sentido común, Sonia siguió adelante: había tomado aquel fracaso inicial como un reto. Manuel encontró otra nota al cabo de unos días, sobre el montón de los anexos de la memoria de calidades y bajo un pisapapeles de forma redondeada, de esos que al girarlos cae la nieve sobre el sky-line de Nueva York, estatua de la Libertad incluida. Era sencillamente espantoso. 

A pesar del mensaje, Manuel no podía apartar la vista del cachivache. La mejor forma de hacerlo desaparecer era llevárselo a casa y guardarlo allí.

Y se repitió la copa después del trabajo y otra noche de sexo en la que Manuel esta vez hizo mejor papel. Fue el principio de una serie de noches vividas como si fueran dos historias diferentes. Sonia lo hacía con la emoción de la victoria y Manuel, aplacada su vanidad, con un cierto hartazgo, que crecía a la par que los rumores en el estudio ponían en peligro su estabilidad personal. Tenía que acabar con eso antes de que su matrimonio se viera afectado. No es que a esas alturas estuviera enamorado de Noelia, no era eso, pero le gustaba la serenidad de un ambiente organizado, aunque fuera a costa de moverse en un mundo previsible y monótono. Y, sobre todo, estaba Diego. 

Sonia no pensaba lo mismo. Se había tomado esa historia como un reto personal y la indolencia casi apática que Manuel gastaba últimamente actuaba como acicate para ella. Se había convertido en una especie de obsesión que había tocado su orgullo y que, a ratos, confundía con amor. No estaba acostumbrada a que el hombre que estuviera con ella no se volviera loco. Se tenía por una amante entregada y experta y, hasta entonces, había llevado a sus parejas por dónde ella quería. Con Manuel su autoestima empezaba a verse dañada y no estaba dispuesta a dejarse vencer. Aquella mañana volvió a dejarle otra nota, en el mismo tono de las anteriores, esta vez pegada en la agenda, en la cual anotó, a las ocho, su propio nombre.

A las ocho, sentados a la barra del bar, Manuel pidió un café. Sonia supo que algo no funcionaba. 

- Te has pasado, Sonia. ¿Cómo te atreves a abrir algo tan personal como mi agenda?

- Pensé que te haría ilusión -adoptó un tono meloso acompañado de un gesto aniñado. 

- Pues no, no me hace ninguna ilusión. Podía haberlo visto Toñi o cualquiera. Ya hay demasiados rumores sobre nosotros en el estudio.

- Lo siento -Sonia reculó y dejó las morisquetas intuyendo que no servirían de nada.- No volverá a ocurrir.

- No, no ocurrirá más porque esto tiene que acabar. Tú eres preciosa y muy joven. Encontrarás a cientos mejores que yo. 

- ¿Me estás dejando? ¿Tú? Pero, ¿quién te has creído que eres para dejarme a mí?

Manuel no se esperaba una reacción tan airada. Se había imaginado que no le haría gracia, pero esa agresividad le sorprendió.

- Piénsalo, es lo mejor.

- ¿Lo mejor? Lo mejor, ¿para quién? ¿Para mí? No, Manuel. No vamos a dejar nada. 

- ¿Qué? -Manuel estaba estupefacto.- ¿Cómo que no lo vamos a dejar? Pues claro que lo haremos. 

- Pues escúchame bien. Ten muy clarito que como salgas por esa puerta solo, cuando llegues a tu casa la bienvenida no será precisamente amistosa. Pon un pie fuera del bar sin mí y…

Manuel no la dejó terminar la frase mientras pensaba en qué ganaría Sonia contándoselo a su mujer, llegando a la conclusión de que nada. Absolutamente nada.

- Tú misma. 

Salió sin pensárselo dos veces, convencido de que no se atrevería. Tampoco había sido para tanto, ni tanto tiempo. Pero el análisis racional de Manuel había omitido variables como el despecho o el orgullo herido. Se equivocó en sus cálculos.

El silencio que encontró al entrar en el salón de casa le dijo que sí, que Sonia se había atrevido. Intentó hablar, explicar, pedir perdón. Nada sirvió.

Ahora, mientras ve la nieve cayendo sobre Nueva York en el espantoso trasto que le regaló Sonia, Manuel se fija en el pequeño recuadro blanco de la etiqueta que aún está pegada al otro lado del cristal y que distorsionaba la imagen real del cacharro. Dándole la vuelta, la quita con cuidado, y lo coloca encima de un bloque de papeles: ahora ya se ve como es. Seguía pareciéndole horrible, pero le recuerda cómo y cuando volvió a ser libre.

domingo, 16 de marzo de 2014

Cándida





Cándida traspasó por cuarta vez la puerta del cementerio para llevar flores a la tumba de su marido. La primera fue para el entierro, y ésta sería la última. Al menos para visitar su tumba. Llevaba, como los tres años anteriores, el ramo más feo que pudo encontrar: flores de plástico cutres compradas en un chino del barrio. Sin duda alguna, era muchísimo más espantoso que el del año anterior. Mientras caminaba entre las tumbas pensaba en que al año siguiente echaría de menos andar por las tiendas buscando algo aún más horroroso que lo del año anterior. 

Estaba cayendo la tarde del último día de octubre, anticipando una noche de brujas y aparecidos, sombras y espectros, almas en pena y espíritus malvados, pero a ella le daba igual. Desde que murió Nemesio ella todos los días treinta y uno de octubre, al atardecer, acudía a su tumba. Por nada del mundo le habría dado el gusto de ir un día santo como el día uno, pero ya era casualidad que el día de San Nemesio cayera justo antes del de Todos los Santos. No se merecía que nadie rezara por él ni visitara su tumba en un día santo. Pero en esta ocasión era especial: su última visita al cementerio.

Nemesio había muerto a finales del verano de hacía tres años, así que Cándida había ido ya tres veces a visitar su tumba y dejarle las flores más horrorosas que podía encontrar. Estuvieron casados más de treinta años y aunque estuvo tentada de poner aquel famoso epitafio de tanta gloria encuentres como paz dejas, no lo hizo. No le deseaba ninguna gloria, aunque su marcha sí que había dejado paz. Tanta paz como nunca había sentido. A veces pensaba que si iba cada año al cementerio era para cerciorarse de que su sepulcro seguía intacto y él tan muerto como aquel día de principios de septiembre. 

La tumba estaba al fondo del cementerio, junto a la tapia, rodeada de otras tumbas tan tristes como la suya. Solía decirle que cuando él muriera, su cuerpo sería el único que cabría en aquella fosa, ya que estaban allí sus padres y dos hermanos y sólo quedaba espacio para un cuerpo más. Como si Cándida hubiera querido enterrarse junto a él. Pero ella sólo escuchaba y callaba. Se acercó y, al contrario de lo que solían hacer el resto de viudas de aquel pueblo, no hizo ni un ademán para limpiar la suciedad que invadía la parte superior de la lápida. Se limitó a dejar su espantosa ofrenda encima y luego se sentó en la lápida vecina, mucho más cuidada y limpia. 

Rodeada de ese silencio que sólo la soledad de los cementerios ofrece, agradeció a ese dios del que hacía tiempo había renegado que se hubiera llevado a Nemesio, y le maldijo por haber tardado tanto en llevárselo. Fue un mal marido. Había llegado a odiarle con tanta fuerza que durante años su primer pensamiento al abrir los ojos era desear su muerte. Pero tardó en llegar. Demasiado. Ahora Cándida tenía cincuenta y tres años y sentía que le habían robado los últimos treinta y cuatro. Que Nemesio se los había robado. Sí, fue un mal marido. Y mira que ella le había querido. Pero no sirvió de nada. Apenas llevaban casados medio año cuando ya le vieron borracho magreándose con otras mujeres por los bares del pueblo. Después, los magreos se convirtieron en visitas asiduas a todos los puticlubs de la comarca, y las borracheras, en un alcoholismo que no se molestaba en ocultar. Fue la comidilla de todos los vecinos durante años y, lo que era peor, todos la miraban con lástima. Cómo odiaba esas miradas cargadas de lástima. Cómo las odiaba.

Por suerte, no habían tenido hijos. Y eso que a ella le encantaban los niños. Pero agradecía no haberlos tenido. Esas criaturas se habían ahorrado una vida de privaciones y humillaciones, de violencia y dolor. Se habían ahorrado una vida indigna. La que ella había llevado hasta hacía tres años. 

Pero ahora era libre. Por fin. Y rica. Era lo último que se esperaba, que el miserable de Nemesio hubiera heredado de un familiar unas tierras por las que ahora se interesaba una empresa para construir no sabía qué… ni le importaba. Como tampoco esperaba que Nemesio la hubiera dejado aquellas tierras en su testamento. Pero si hasta tenía testamento, y desde hacía más de veinticinco años. En aquellos tiempos, aún tenía momentos de lucidez. Y aún tenía esperanzas de tener hijos. Por eso debió de hacer testamento: dejaba sus bienes a sus hijos y, en su defecto, a su esposa. Cuántas cosas descubrió Cándida tras la muerte de su marido. Como lo supersticioso que era. Sólo a alguien así se le puede ocurrir dejar por escrito que quería que le hicieran una misa cada año tras su muerte y que durante tres años llevaran flores a su tumba. Absurdo. Pero Cándida era una mujer de palabra y aunque le odiara, cada año encargaba una misa y durante los tres años siguientes a su muerte fue al cementerio a llevarle flores. No hubiera estado tranquila aceptando la herencia sin cumplir con los deseos del muerto. Su única forma de rebelarse y mostrar lo que sentía era llevarle las flores más feas que encontraba. Y ya había dejado pagadas las misas para los próximos treinta años. No esperaba vivir más de eso.

Sentada en la tumba vecina pensaba en la nueva vida que se abría ante sus ojos. Ya había firmado la venta de los terrenos y comprado una casa pequeña en el centro de Logroño, cerca de la de su prima Lolita, que se había casado con un riojano hacía tiempo. No se veían desde hacía muchos años, pero nunca llegaron a perder el contacto del todo. Desde que, apenas hacía tres meses, se le abrió la posibilidad de dejar aquel pueblo en el que tanto había sufrido y aguantado, no dudó que Logroño sería su destino. El punto de partida de una nueva vida. Una vida de la que no esperaba más que paz. Y quizá encontrara a alguien que la quisiera de verdad. Sólo era un sueño, pero no lo podía evitar. Tampoco quería hacerlo, aunque le parecía imposible. Desconfiaba de los hombres en general. Sabía que no tenía sentido, que no todos son iguales, hasta en la tele había visto a hombres que trataban a sus mujeres con respeto y cariño, pero a ella le costaba creer que podría tener una oportunidad de esas. Y aún así, soñaba con ella. Según pasaba el tiempo se veía menos vieja, con más ganas de vivir. Había perdido peso, quizá demasiado, y se había teñido las canas de un oscuro profundo. Y acababa de renovar todo su vestuario. ¿Por qué no iba a tener una oportunidad?

Un ruido la sacó de su ensimismamiento. Miró el reloj y vio que eran las diez. Acababan de cerrar la puerta principal. Corrió hacia la entrada mientras gritaba, intentando llamar la atención del guarda. Pero nada, no la oyó. No podía creerlo: se había quedado encerrada en el cementerio la noche de difuntos. No es que creyera en espíritus ni aparecidos, pero el miedo la caló hasta los huesos. No podía pasar la noche allí. Recordó que la tumba en la que se había sentado tenía una cruz que llegaba hasta la mitad de la altura de la valla del cementerio. Si conseguía subirse a ella, podría asomarse por la valla y pedir ayuda. Cualquier cosa era mejor que pasar la noche allí encerrada. 

Volvió dónde estaba y con más tesón que habilidad, empujada por el miedo, aprovechó los huecos de ladrillos desgastados del muro para subirse a los travesaños de la cruz. Asomada al muro del cementerio esperó. Alguien acabaría pasando por la calle de enfrente. El cementerio ya no estaba en las afueras del pueblo, había sido absorbido por bloques de pisos de mala construcción. Entonces, cuando viera a alguien, gritaría para que la vieran y fueran a rescatarla.

Cándida no sabría decir cuánto tiempo había pasado, pero tenía los músculos entumecidos, le dolían los huesos y el frío estaba a punto de ser mucho más paralizante que el miedo. Ya había gritado al vacío y llorado de impotencia, cuando a lo lejos vio a una pareja que se acercaba. Según se acercaban vio que no eran una pareja, sino dos muchachos jóvenes, no muy altos, desgreñados y bastante más gordos de lo que sería normal a sus edades. Vamos, dos de esos melenudos que habían aparecido como setas por el pueblo. Vestidos de negro, haciendo sonar las cadenas que llevaban colgando de los pantalones y ruido con los tacones de las botas, enormes y puntiagudas. No los veía bien, pero uno parecía el hijo de su vecina Luisa. Se sintió aliviada. Por fin la iban a rescatar. Esperó a que se acercaran, más que nada porque se había quedado ronca de tanto gritar. Cuando estuvieron a su altura, Cándida, sacando las últimas fuerzas, chilló todo lo fuerte que pudo. Le salió una especie de graznido extraño, entre grave y agudo, cambiando de tono según su garganta se destrozaba del todo. 

Los muchachos, al oír aquel alarido como salido de ultratumba, miraron hacia el muro del cementerio. Lo que no se esperaban era ver aquello. Una aparición. Un ser de edad indefinida, blanco como la nieve y con el pelo negro, al igual que su ropa, al menos la que estaba a la vista. No se pararon a pensar si los fantasmas clásicos llevaban sábana blanca o no, porque corrieron como si hubieran visto al diablo, mientras los aullidos de aquel espectro se hacían cada vez más débiles y lastimeros. Como la acera no era suficiente para acoger tanto terror, corrieron por el centro de la calzada, dando zancadas tan grandes y rápidas que habrían dejado pasmado al profesor de educación física. No llevaban ni cien metros recorridos cuando se dieron de bruces con el coche de los municipales que tuvo que frenar en seco para no atropellarles. No tenían cara de amigos cuando bajaron del coche.

Los chavales, al borde del colapso por el esfuerzo de la carrera, apenas eran capaces de articular palabra. Por no hablar de cómo sudaban. Tan aterrados los vieron los municipales que se les pasó de golpe la mala leche que se les había puesto por el frenazo. Los otros dos se sentaron en la acera sin dejar de mirar hacia el muro del cementerio y cuando recuperaron el resuello -y su tiempo les costó- contaron a los guardias lo del aparecido por encima del muro. Los municipales ni se molestaron en ocultar la risa, mientras los chicos, aún temblando, les instaban a que fueran hacia allí. 

E intentando aguantar la risa, los dos policías se encaminaron hacia la valla. A voces preguntaron si había alguien allí y un gemido lastimero les borró las risitas. Volvieron al coche a pedir refuerzos. Un intruso en el cementerio, dijeron. No iban a decir que había un fantasma: hubieran sido la comidilla de la comisaría durante meses, tal vez años. Pero no se volvieron a acercar. Además, lo del intruso era lo más probable. 

Los compañeros tardaron casi quince minutos en llegar, pero hasta que no lo hicieron, ninguno de los cuatro se movió del coche patrulla, en el que se metieron, cerrando los pestillos. Venían cuatro municipales más, acompañados de Damián, el guarda del cementerio, que estaba de muy mal humor porque le habían interrumpido: estaba viendo el fútbol en la tele. Dieron la vuelta y entraron en el cementerio por la puerta principal, los cuatro guardias, con más miedo que prevención, y el guarda, más cabreado que otra cosa, pensando que sería un gato. Los chavales se quedaron en el coche.

Damián caminaba deprisa, pensando en que aún quedaba media hora de partido y que con un poco de suerte, cuando a estos memos se les pasara el cague al ver el gato, podría volver a casa y ver el final. Llegaron en seguida al fondo del cementerio, dónde habían oído los ruidos, y se encontraron, sobre la tumba polvorienta del que había sido su marido, a la pobre Cándida medio desmayada. Milagrosamente no se había roto ningún hueso pero estaba llena de moratones y desorientada, sin saber qué ocurría. Los cinco hombres se acercaron a ayudarla, y cuando Cándida se dio cuenta de que, por fin, iba a salir de allí, no se le ocurrió más que decir que tranquilos, que la cruz no se había roto. 

Preocupados por si la mujer se había roto algo, los hombres se acercaron. Mientras los policías pensaban si debían moverla o no, Damián se acercó y le tendió la mano, que ella tomó, incorporándose lentamente. Aunque era el clásico tipo encanijado, la sostuvo con fuerza y la ayudó a ponerse en pie, renqueando un poco, mientras los otros cuatro pasmarotes miraban sin saber qué hacer. Cándida empezó a soltar entre gimoteos provocados por el susto, explicaciones sobre lo que había ocurrido, pero de forma tan incongruente que nadie se enteró de nada. Tampoco importaba mucho: el misterio del espectro del cementerio se había resuelto. 

Una vez estuvieron seguros de que la señora estaba bien, y confiados en que Damián la acompañaría a su casa, los municipales enfilaron hacia la salida, dejando atrás al guarda y a Cándida, que se apoyaba en él para caminar. Sin saber bien por qué, ambos se volvieron a la vez para mirar el lugar dónde había ocurrido el accidente. Damián pensando que menos mal que no se había roto nada, y Cándida, que era la última vez que pensaba pisar ese cementerio. A la luz mortecina de las farolas que había al otro lado de la valla, Cándida pudo ver como su cuerpo al caer sobre la tumba de su marido había dejado una impronta en el polvo. Sería casualidad, pero la marca se daba un aire a esas palomas de la paz que pintaba un tipo bajito de ojos penetrantes. O quizá eso era lo que ella quería ver.


miércoles, 5 de marzo de 2014

Encuentro






Hundido en la hamaca, sus ojos se perdían en la línea en la que el horizonte dibujaba la ruptura del mar con el cielo. Pero su mirada se había quedado colgada en el recuerdo de aquel último encuentro. Lo recordaba como si hubiera sido ayer. Podría haber pasado una eternidad o, quizá, tan sólo unos meses.

Intentó no escuchar los latidos que retumbaban en su pecho. Tumbado de costado, Alejandro sentía como el olor de Julia se colaba por sus poros; cómo la curva sus hombros se dibujaba contra su pecho, y el roce de sus nalgas le excitaba de nuevo mientras sus piernas le enredaban como la hiedra. No sabía si dormía o si jugaba a excitarle simulando que lo hacía, pero su piel se moría de ganas de ella. Le estaba volviendo loco, como había hecho toda la noche desde que ella decidió que no irían a cenar. No habían dormido ni hablado más allá de las palabras a las que invita el deseo, y el sol ya asomaba, tímido, entre pequeñas nubes deshechas que se mostraban a través de los edificios. Poco menos de seis horas faltaban para que partiera el vuelo que le llevaría de regreso a casa, y el corazón le estallaba en el pecho mientras se aferraba a su tacto, a su sabor, a su aroma... El alma se le disolvía mientras se aferraba a ella. Como aquella otra vez, sabía que tenía que volver, aunque ahora ya no quisiera hacerlo.

Y al diluirse en sus besos, Alejandro pensaba que no, que no quería irse, que quería quedarse allí, en sus labios, en su pelo, en su piel; por más que tuviera motivos por los que volver. Y mientras la acariciaba, soñaba con amarla cada noche, cada madrugada. Pero, ¿cómo sobrevivir en esa ciudad sin mar? No importaba, cualquier cosa sería poco por estar con ella. Al ritmo de sus alientos entrecortados soñaba con compartirlo todo hasta que, confundidos en un orgasmo extenuante, supo que ya no había marcha atrás: no subiría a ese avión.

Acurrucada en sus brazos, Julia se encogió, estremecida, cubriéndose con él, dejándose envolver, abandonándose a su abrazo sólido. En silencio, ella lo siguió acariciando, tierna, como ausente. Alejandro le susurró al oído con la voz entrecortada:

- No me voy, mi niña. Ni hoy, ni mañana, ni nunca. Mi sitio está aquí, contigo.

De repente, Julia dejó de temblar y se enervó. Levantándose, se libró con un movimiento seco de su abrazo y, sin decir nada, empezó a vestirse. Alejandro, desconcertado, se incorporó.

- ¿Qué ocurre? ¿He dicho algo que te haya molestado?

- No, no, tranquilo. No pasa nada. Es que me tengo que ir. Tendrás que tomar un taxi para ir a Barajas.

- ¿No me has oído? No voy a ninguna parte. Me quedo. Aquí. Contigo.

Julia ya había terminado de vestirse y estaba guardando en el bolso todo lo que había sacado la noche anterior. Se volvió, y le miró limpia y fijamente a los ojos:

- Lo siento Alejandro, puede que te quedes aquí, pero no conmigo. Lo nuestro empieza y termina aquí, en esta habitación de hotel o en cualquier habitación de cualquier hotel en cualquier ciudad. Lo más que podemos compartir, además de deseo, es alguna cena, o desayuno, o comida... pero de ninguna manera vas a quedarte conmigo.

Alejandro no daba crédito a lo que estaba ocurriendo. Llevaban semanas planeando aquel rencuentro, había volado más de 2000 kilómetros para estar con ella, y hacía apenas unos minutos esa mujer que ahora le decía que no tenía lugar en su vida, se dejaba ir deliciosamente en sus brazos. No, definitivamente, no entendía nada. Su cara se descomponía por segundos y ella lo notó.

- Mi querido Alejandro -Julia suavizó el tono; le tomó la cara con las dos manos, besándole los ojos y acariciándole la mejilla- ¿No ves que lo nuestro fuera de aquí no tiene sentido, que se moriría? ¿Acaso no sabes que tu fuerza se consumiría en el día a día? ¿No te das cuenta de que si tuviera siempre cerca tus ojos oscuros, delirantes y esquivos, los acabaría aplacando y convirtiendo en dóciles y resignados? Alejandro, ¿de verdad no te das cuenta que la rutina y la costumbre acabarían con nuestra historia? No lo quiero y por eso no te vas a quedar conmigo.
- ¿Y no hay nada para yo pueda hacer para que cambies de opinión?
- No.
- Bien. ¿Puedo pedirte un último favor?
- Por supuesto, dime.
- ¿Me llevarías a Barajas?


martes, 4 de marzo de 2014

Amuleto




Al ir a sacar el abrigo que estaba al fondo, Cristina vio que -otra vez- las tablas de la trasera del armario andaban sueltas y pensó que tenía que hacer algo con eso de una vez por todas. Se inclinó y colocó bien los listones, de forma que no se notara que estaban sueltos.

Aunque hacía ya unos meses que había vuelto de la Amazonía, no conseguía sentirse en casa a pesar de que, al fin, había vuelto a ser su casa. Cuando se fue, casi un par de años atrás, lo hizo huyendo, escapando de él, del sufrimiento que le causaba la convivencia; de la angustia que le provocaba estar a su lado. No pudo con la tortura de baja intensidad a la que la sometía a diario. Se hartó de la ficticia caridad emocional, los falsos gestos conmiserativos, la benevolencia fingida que le hacían sentirse insignificante e inútil. No podía vivir más con un hombre que la perdonaba la vida a diario... y se lo hacía saber.

Así, contra todo pronóstico, tras aceptar participar en un proyecto antropológico en Latinoamérica, se marchó. Sin decir dónde iba, sin prácticamente saberlo. Y acabó conviviendo con un pueblo perdido de la selva, sin historia que recordar y de nombre impronunciable, y no por razones fonéticas, sino por el hermetismo de sus integrantes. Pertenecían a la familia de los Shuar que engloba a numerosas tribus que habitan las tierras vírgenes de las selvas que hay entre Ecuador y Perú. Sin embargo, aún quedaban otros muchos grupos desconocidos, y en estudiarlos consistía el proyecto en el que Cristina se había integrado. Pese a no ser peligrosos en tiempos de paz, todos los pueblos Shuar tienen mala fama por la costumbre de practicar la tzantza con sus enemigos.

Cuando Cristina llegó al poblado, tan blanca, tan alta, tan cargada... despertó recelos y temores entre los miembros del grupo; les costó aceptarla, con toda esa recua de cosas inútiles que llevaba, pero poco a poco la fueron integrando en su día a día en el que lo único destacable era el acopio de frutos y hierbas que luego secaban, cocían, trituraban, destilaban... la vida del pueblo parecía girar en torno a esas hierbas extrañas que se pasaban el día recogiendo y elaborando, y cuya importancia ella no alcanzaba a entender. 

Al tiempo que les acompañaba en sus quehaceres diarios, Cristina aprendía su lengua y se esforzaba en hacerse entender; observaba sus costumbres y sus ceremonias e intentaba averiguar si aún se practicaban ritos ancestrales, sin dejar de apuntar, de forma meticulosa, todo en su cuaderno de campo. Intuyó que, aunque hacía tiempo que el aislamiento les había librado de enemigos, mantenían vivo el conocimiento de muchos saberes atávicos, especialmente en lo referido a la tzantza. Esta práctica consistía en una especie de proceso místico secreto por el que los guerreros fabricaban un amuleto protector con las cabezas reducidas y momificadas de sus enemigos. Sin embargo, ni todas las tribus lo practicaban de igual modo, ni las técnicas eran las mismas.

Pero a pesar del trabajo y la distancia, no conseguía ahuyentar la tristeza que llevaba anclada en el alma, sobre todo al caer la noche, cuando ya no tenía nada que hacer y la soledad era su única compañía. Una de las noches en las que el abatimiento se había adueñado de ella, se le acercó uno de los hombres a los que había acompañado por la mañana en su habitual expedición para recoger hierbas. Era un hombre bajo pero fornido, lampiño y de cara chata, de mirada oscura y penetrante. La tomó de la mano buscando ahuyentar la pena mientras la acariciaba, cada vez más íntimamente, musitando palabras que sonaban mágicas, con intención de consuelo sincero. Ella se abandonó a él, se dejó hacer... hacía tanto que se sentía rota, desgarrada, vacía; ya no recordaba el afecto, había olvidado la ternura, y se dejó llevar, descubriendo, a través de un goce más intenso de lo que nunca pudo imaginar, para qué servían los bebedizos y ungüentos que elaboraban con las hierbas. 

A partir de aquella noche extraordinaria, empezó a abrir no sólo los ojos, sino el espíritu; aligeró de cosas inútiles la pequeña mochila con la que cargaba a diario mientras acompañaba en la recolección, ocupando el hueco que éstas dejaban con hierbas de todo tipo; empezó a poner más atención en los distintos tipos de plantas que recogían y en cómo las preparaban que en los comportamientos sociales; sustituyó las anotaciones sobre las costumbres del pueblo por dibujos de las hojas, de los tallos, de los brotes acompañados de las explicaciones para preparar los ungüentos y bebedizos y de las palabras usadas en los conjuros y sortilegios. Y, día a día, se fue deshaciendo de todos y cada uno de los lastres que traía, integrándose en el grupo, en sus tareas, en sus ritos, en sus hábitos... Mientras, seguía sustituyendo cosas por hierbas y aprendiendo cómo trabajar con ellas, sus propiedades, sus usos, sus beneficios. 

Aprendió de ellos no sólo la práctica, sino el sentido profundo de la tzantza, que no era exactamente como la habitual de la mayoría de los pueblos shuar, que se limita a la reducción momificada de la cabeza del enemigo. Ellos habían perfeccionado el rito gracias a su conocimiento de las hierbas, raíces y frutos de su tierra, lo que les permitía un amuleto con mucha mayor fuerza pues no sólo sometían la energía de la cabeza, sino también la del aliento, la del corazón, la del sexo, a través de la reducción del cuerpo entero. El talismán era absoluto, perfecto: el enemigo les quedaba sojuzgado por completo gracias a la combinación de las pociones con los sortilegios y conjuros. Y Cristina, inexplicablemente, había conseguido llegar hasta ellos, hasta su espíritu, de forma tan intensa y profunda, que la consideraron una más y le dieron a conocer esos secretos, su esencia oculta. No sólo publicaría un artículo como le habían pedido los directores del proyecto: esto le serviría para hacer su tesis doctoral, posiblemente, cum laude.

Volvía a ser invierno cuando aterrizó en Madrid. Nadie la esperaba en Barajas: no se sorprendió. Se sintió extraña en el taxi camino de un piso en medio de un mundo gris de asfalto y hormigón. Cuando entró en la casa, allí estaba él, exactamente como ella le recordaba, intentando hacerla sentir pequeña e incapaz. Pero ella ya no era la misma y nada de aquello surtió efecto. No se lo hizo saber.

Al contrario, le buscó y no tardó en mostrarle todo lo que había aprendido. Con expertos masajes recorrió su cuerpo con aceites de aromas extraños y embriagadores, deteniéndose de cuando en cuando para servirle, boca a boca, un néctar de sabor indescriptible para, inmediatamente después, susurrarle al oído palabras incomprensibles que le excitaban al borde del delirio. Él empezó a notar cómo sus venas se colapsaban inundándole de sangre; cómo el corazón se le desbocaba, enloquecido a un ritmo imposible de detener; cómo la piel se volvía de cristal quebrándose en mil pedazos y el aliento, consumido, se le perdía en el pecho, llevándole a un estado de paroxismo del que, por más que lo intentaba, no podía escapar; sentía que no podía más, que era el fin. 

En realidad, fue el principio... Tras esa primera noche y durante varios días y noches más, Cristina le aplicó distintos bálsamos y ungüentos; le roció con infusiones de distintos tipos; recitó incomprensibles letanías... hasta que al final, lo consiguió: tenía a su enemigo bajo su poder, había logrado someter su cabeza, su aliento, su corazón y su sexo. Eso sí, nunca jamás podría publicar su tesis. Y tenía que pensar cuanto antes en un lugar mejor que el fondo del armario para guardar su amuleto.