Un espacio abierto



Un lugar por el que pasar y, tal vez, quedarse.

jueves, 12 de diciembre de 2013

Los orígenes (III)





Lamentablemente, las especies de las que hablé en mi anterior post estaban destinadas a sucumbir también. Los erectus en Asia y los ergaster africanos, habitantes de nichos ecológicos que no sufrieron los grandes cataclismos derivados de las glaciaciones sino tan sólo ajustes del nivel de pluviosidad, sobrevivieron prácticamente hasta su sustitución por Homo sapiens, pero en Europa, las cosas fueron diferentes. Una gran parte de Eurasia (y también de América del Norte, lo que no es relevante para nuestro asunto ya que en el continente americano no había ninguna especie de humanos en esa época) quedó cubierta por el hielo, por lo que la población se concentró en el sur del continente y aún ahí tuvieron que adaptarse a unos fríos inimaginables. El Homo antecessor dejó paso al Homo heidelbergensis y éste al Homo neanderthalensis, siendo estos últimos los únicos europeos autóctonos de verdad, ya que el Homo antecessor era de origen africano; es más, estas dos especies únicamente se desarrollaron en Europa. 



Los heidelbergensis y sobre todo sus sucesores, los neandertales, eran individuos muy robustos y perfectamente adaptados al durísimo clima de la Europa de las glaciaciones. Eran inteligentes y además de desarrollar una tecnología (musteriense) muchísimo más avanzada que la de sus predecesores que requería importantes estrategias de planificación, se cree -tras estudiar sus órganos fonadores y la forma de algunas partes del cráneo, en concreto las que están en contacto con la parte en la que se ubica el control del lenguaje- que tenían capacidad para haber desarrollado un lenguaje articulado, que no necesariamente sería como el nuestro, pero sí que les serviría para transmitir sus pensamientos y emociones. Y es que los neandertales ya tenían un conocimiento o intuición de la muerte y de la trascendencia, lo que se muestra no sólo porque enterraran a sus muertos, sino porque esos enterramientos iban acompañados de rituales funerarios, como ofrendas de flores, de ajuares de objetos o huesos de animales, ceremonias con cráneos manipulados y pigmentos, etc. No sólo eran plenamente conscientes de la diferencia entre la vida y la muerte y del carácter definitivo de esta última, sino que al igual que nosotros, se negaban a creer que todo acabase con el hecho de morir, motivo por el que desarrollaron las ceremonias funerarias y el culto a los muertos. Los Homo sapiens, no contentos con el culto a los muertos, fuimos un poco más allá e inventamos a los dioses.




Pero volviendo a los neandertales, una de las cuestiones más interesantes fue la de su desaparición. No faltan quienes hablan de una extinción masiva a manos de una nueva especie, si no más fuerte (ninguna especie humana, salvo quizá algunos heidelbergensis, ha tenido mayor fortaleza física que los neandertales) sí más efectiva, los Homo sapiens, recién llegados de África y con quienes convivieron varios miles de años, pero no parece que hubiera grandes matanzas de neandertales. Más bien parece que los neandertales se extinguieron porque se vieron relegados a las zonas menos ricas en recursos, ya que las mejores fueron ocupadas por los nuevos pobladores, que traían una tecnología mucho más efectiva y una organización social más cohesionada. Y lo que se ha vuelto a descartar por completo en los últimos estudios arqueológicos y biológicos, es que hubiera ningún tipo de intercambio genético duradero (es decir, que entre los humanos actuales nadie tiene genes de neandertal) entre las dos especies, lo que no significa que no se hubieran apareado entre sí, aunque, por supuesto, sin poder conseguir descendencia fértil.

La llegada de nuestra especie y su expansión por el mundo tendrá que esperar a la siguiente entrega.

miércoles, 11 de diciembre de 2013

Los orígenes (II)

Koobi Fora (Kenia). Hogar de los primeros Homo.

Retomando el anterior post, sería hace unos dos millones de años cuando surge el primer representante del género Homo: el Homo habilis. Los habilis eran unos tipos chiquititos, de apenas metro y medio, con rasgos bastante simiescos y con unos cráneos un poco más grandes (entre los 600 y los 850 cc.) que los de los australopithecus (que apenas llegaban a los 500 cc.) y más redondeados. Sin embargo, el tamaño del cerebro no era tan importante como el cambio en la forma en la que trabajaba ese cerebro, que fue lo que les permitió hacer lo que diferenciará a los Homo del resto de los primates hominoideos: pensar. Y ¿cómo se sabe que estos individuos pensaban si sólo se han encontrado restos óseos fosilizados? Pues porque eran capaces de hacer algo que los demás hominoideos no podía: fabricar cosas.

Instrumentos fabricados por Homo habilis.

Actualmente, se ha observado que algunos primates superiores como los chimpancés y los gorilas son capaces de utilizar instrumentos para conseguir alimentos (por ejemplo, los chimpancés usan palitos para capturar termitas y hormigas dentro de los troncos de los árboles) pero siguen siendo incapaces de fabricar nada. Y es que fabricar cualquier cosa, por muy sencilla que sea, como un chopper o un bifaz, implica, además de la intencionalidad consciente, una serie de procesos mentales de los que los otros primates carecen: conciencia clara de una necesidad, conocimiento del medio (el bien fabricado) para poder satisfacerla, proyección mental de instrumento que se ha va realizar, habilidad para seleccionar la materia prima, destreza en las manos para tratar esa materia prima, etc. 

Así pues, lo que distingue a la especie humana (los Homo, en general) de los demás primates es el pensamiento, la razón, sea en la medida que sea, porque es obvio que no tenían la misma capacidad racional los Homo habilis que los distintos Homo que les sucedieron en el tiempo. Del mismo modo que se producían cambios físicos, también se producían cambios en el tamaño y estructura del cerebro, lo que permitía no sólo adaptarse mejor al medio, sino llegar incluso a controlarlo. Así, los Homo ergaster, ocuparon el nicho ecológico que dejaron los habilis al extinguirse ya que éstos fueron incapaces de adaptarse a las novedades, mientras que aquellos, con mayor capacidad cerebral, lograron adaptarse mejor al medio y desarrollar estrategias alimenticias, técnicas y vitales nuevas para sobrevivir. 

Cráneo de Homo habilis

De esta forma, los ergaster asumieron los cambios en sus pautas alimenticias (la desecación progresiva del clima había cambiado la vegetación de la que se alimentaban), perfeccionaron los cuchillos y hachas de mano, haciéndolos más racionales (mayor filo útil por unidad de materia prima, selección de mejores materias primas), empezaron a practicar el carroñeo y, a veces, la caza, con estrategias de grupo (muy pobres, evidentemente) y cuando las cosas se pusieron muy difíciles para que tantos individuos sobrevivieran en una cada vez más seca sabana africana, empezaron a emigrar hacia otras zonas hace aproximadamente un millón de años. En cambio, los habilis no fueron capaces de adaptarse y desaparecieron. 

Se podría pensar que los ergaster que emigraron fueron los mejores de la especie, los más listos, pero al parecer no fue así: fueron precisamente los más débiles y menos inteligentes (es decir, los que aún no poseían la ‘tecnología’ más avanzada) los que se marcharon, ya que los mejores se quedaron con las tierras buenas de África y los ‘expulsaron’ hacia la periferia. Este fenómeno migratorio no ha cambiado prácticamente nada: los emigrantes son los más débiles (primando hoy el aspecto económico por encima de los demás, pero no deja de ser una debilidad) mientras que los dominantes son los que se quedan en su tierra y en su casa: lo básico, lo esencial, ha cambiado muy, muy poquito. Además, el hecho de que fueran los menos evolucionados los que emigraran explica porque, para idénticos periodos temporales, mientras en la zona oriental de África se encuentran herramientas evolucionadas, en Europa o Asia, las herramientas que acompañan a los fósiles son aún muy primitivas.

Así, a lo largo de los siguientes miles de años, esta especie humana ocupó las distintas zonas del planeta, evolucionando en nichos ecológicos muy diferentes y dando lugar a la aparición de otras especies, en función del lugar del planeta en que se encontraran.

Homo erectus

En Asia, los ergaster se evolucionaron hacia los Homo erectus, y en Europa derivaron en los Homo antecessor, mientras que en África pervivirían los Homo ergaster aunque cada vez más evolucionados. Físicamente estas especies eran más parecidas a los humanos de hoy que las que les precedieron: cráneos -y cerebros- cada vez mayores dentición y mandíbulas más modernas, huesos más finos y largos, individuos de mayor tamaño, menor dimorfismo sexual , es decir, la diferencia entre el tamaño de los machos y las hembras; en las sociedades poligínicas donde un macho dominante tiene un harén de hembras a su disposición -como el caso de los gorilas o los australopithecus- la diferencia de tamaño entre hembras y machos era importante; sin embargo, según se va tendiendo a formar parejas más o menos monogámicas, con vistas a asegurar que la descendencia es efectivamente de ese macho, la diferencia de tamaño se va haciendo cada vez menor ya que su importancia social también es menor.

Cráneo de Homo antecessor

Serían los individuos de estas especies quienes mejorarán los instrumentos técnicos (los útiles de piedra, hueso y madera, aunque de estos últimos no se hayan encontrado restos parece lógico que se fabricaran y utilizaran) haciéndolos cada vez más eficaces y, además, fueron quienes domesticaron el fuego. Este hecho supuso uno de los mayores avances en la Historia de la Humanidad ya que, por un lado, permitió una mejora sustancial en la alimentación pues el hecho de asar los alimentos no sólo los hacía más fácilmente digeribles (de forma que, una vez más, la digestión disminuyó su necesidad de energía que volvió a emplearse en aumentar el rendimiento cerebral) sino que eliminaba muchísimas bacterias aumentando así la esperanza y calidad de vida. Pero es que, entre otras muchas ventajas, el control del fuego permitía alargar las horas de vigilia y con ello, los tiempos sociales y la consiguiente transmisión de conocimientos, experiencias, historias, etc. Los hombres se hicieron más humanos gracias al fuego y a la conversación que propiciaba entonces como sigue haciéndolo hoy.

(Continuara...)

martes, 10 de diciembre de 2013

Los orígenes (I)



Si algo me parece fascinante en la Historia de la Humanidad, son nuestros orígenes, cuándo nos hicimos, como especie, humanos. De entrada voy a dejar clara mi postura absolutamente contraria al creacionismo tanto por convencimiento académico (aunque no me dedico a ello, soy historiadora), como moral (soy agnóstica rozando el ateísmo y, por tanto, tengo más que serias dudas de la existencia de ningún ser superior: ni un dios, ni un extraterrestre de inteligencia superior; aunque me parece más probable que exista un extraterrestre superdotado que un dios omnipotente al modo cristiano o musulmán, que es algo que, pensado de forma racional, resulta bastante absurdo; pero eso no toca hoy). 

La teoría de la evolución tiene bases científicas, multidisciplinares, mientras que la creación por parte de un ser superior tiene sólo una base de fe: dos puntos de vista prácticamente incompatibles. Ya importantes teólogos, como Santo Tomás de Aquino, intentaron conciliar razón y fe y no lo consiguieron. Las teorías evolutivas, en cambio, surgen a partir de las teorías de selección natural de Lamark, Wallace y Darwin, de las teorías genéticas de Mendel, de las teorías poblacionales de Malthus, etc. y, con el tiempo, éstas se vieron corroboradas por hechos como los descubrimientos arqueológicos y paleontológicos, la uniformidad constitutiva -a nivel celular- de todos los seres vivos, el que los embriones pasen por todas las etapas de relación filogenética, la similitud en los ciclos reproductores y las semejanzas anatómicas y genéticas entre las distintas especies.

Sin embargo, hay que precisar una serie de dificultades al hablar de este asunto:

- Se trabaja con un material muy precario -los fósiles- y muy, muy antiguo: hay muestras de varios millones de años de antigüedad que, lógicamente, no están lo que se dice impecables.

- Los fósiles más antiguos, además de ser un material precario, son muy escasos y están concentrados, los de mayor importancia, en África oriental, en concreto en la zona del valle de Rift. Esto no obsta para que haya otras zonas, siempre dentro de África (como Sudáfrica), con abundante material arqueológico de primera fila.

- Las teorías evolutivas son muy volátiles y cambian cada vez que se producen nuevos descubrimientos, lo que en los últimos cincuenta años ha ocurrido con mucha frecuencia.

Es pues éste un tema muy complejo y difícil de resumir, pero como me apasiona, lo intentaré hacer lo mejor posible, aún a sabiendas de que muchas cosas quedarán por decir y otras simplemente quedarán esbozadas. 

Se cree que todas las formas de vida tienen un origen común hace unos tres mil m.a. (millones de años), a partir de materias no vivientes sometidas a condiciones atmosféricas especiales, siendo unos restos de microvegetales hallados en el escudo precámbrico de Australia los restos de seres vivos más antiguos que se han encontrado, con una antigüedad de 2.500 m.a. A partir de estos primeros organismos se habría ido produciendo, de forma lenta e inexorable, su ramificación en los distintos seres vivos hasta dar lugar al inmenso número de especies existentes, tanto presentes como extinguidas. 


Cráneo de Orrorin tugenensis

En el marco de este proceso habría llegado un momento, hace unos seis millones de años, en que se separó dentro del orden de los primates una especie primitiva de homínidos: en Tanzania se descubrieron restos de Orrorin tugenensis que eran más parecidos a los chimpancés que a los humanos, pero que ya eran considerados homínidos. Estos individuos, que posiblemente no fueran aún bípedos, evolucionarían hacia especies más adaptadas hasta llegar a los australopitécidos (que todavía no eran humanos), ya completamente bípedos y que serían los más directos antecesores de los primeros homínidos. 


Australopithecus afarensis: Lucy.

El bipedismo era una condición sine qua non para marcar la evolución en la hominización ya que permitió tanto la liberación de las manos como la posibilidad de tener una visión con mayor horizonte y el aumento del tamaño y capacidad del cerebro. Hay muchas hipótesis sobre por qué los homínidos empezaron a caminar sobre dos patas y que hacen referencia a una mejor posibilidad de alimentación, a mejoras en la vigilancia, a la adaptación a cambios ambientales (comenzaba por aquellos tiempos el desecamiento del medio africano), a cambios en las estrategias de aprovisionamiento de alimentos (aparece el carroñeo), a cambios en la organización social de los grupos, etc. Supongo que sería un poco de todo, como ocurre siempre, y estas hipótesis no dejan de ser más que eso: hipótesis sin que se puedan demostrar, hoy por hoy, de forma fehaciente.

Por otro lado, el bipedismo además de liberar las manos produjo cambios físicos de adaptación a la verticalidad (uno de los peores es que las mujeres parimos con dolor por la inclinación del canal del parto, mientras que el resto de los animales, no) y, sobre todo, un progresivo aumento del cerebro en relación directa con los cambios alimenticios y del sistema digestivo. Al tener las manos libres los homínidos adquirieron más destreza en su uso y cambiaron su tipo de alimentación ya que tenían acceso a hojas más altas de los árboles, tenían más facilidad para descarnar animales muertos aumentando su aporte proteínico, podían agarrar palos para espantar a otros depredadores y quedarse con la mejor parte, etc. Así, sus digestiones fueron necesitando cada vez menos recursos energéticos que se podían emplear en potenciar el crecimiento del cerebro. Y como una pescadilla que se muerde la cola, el aumento del cerebro permitió llevar a cabo nuevas estrategias de alimentación y cobijo (aún sin fabricar todavía nada, por supuesto: seguían sin ser humanos) que les hacía poder disponer de una dieta más efectiva que favorecía, a su vez, el desarrollo cerebral. 

A lo largo de los cuatro millones de años siguientes el género Orrorin dejó paso al Ardipithecus, éste al Australopithecus en sus distintas especies, para que, finalmente llegara el género Homo con todas sus especies. Hago aquí un inciso para diferenciar órdenes, familias, géneros y especies antes de que todos acabemos locos, mediante un ejemplo. Todos los que voy a mencionar, incluyendo a los humanos, pertenecemos al orden de los primates, al igual que los chimpancés y los gorilas, pero a la familia de los hominidae; será en el género, que se escribe en mayúsculas, donde se establezcan las primeras diferencias, dentro de ser todos homínidos. Nosotros (Homo sapiens) pertenecemos al género Homo y a la especie sapiens (en minúsculas), mientras que los australopitécidos todos son del género Australopithecus, aunque haya distintas especies (anamensis, afarensis, africanus, bahri), aunque todos somos homínidos. Por supuesto hubo distintas especies del género Homo (hábilis, ergaster, erectus, antecessor, heidelbergensis, neanderthalensis, sapiens, entre otras) pero la única que sobrevive es la nuestra: sapiens.



Los pasos de una especie a otra se constatan por la aparición de individuos diferentes y que no podían aparearse para producir descendencia fértil ya que sus cargas genéticas eran distintas. Así, cada nueva especie se adaptaba mejor al medio en el que vivía y era más viable, evolucionando en función de los cambios que se producían en su medio. Así, los homínidos que no consiguieron adaptarse, tras un fuerte descenso de la vegetación por un desecamiento del clima, a una alimentación a base de productos correosos, simplemente desaparecieron; del mismo modo que lo hicieron quienes, al tener una dentición apropiada para esos frutos, no se adaptaron lo suficientemente bien a la alimentación carnívora (de carroña, sobre todo). Y lo mismo en lo que se refiere a la facilidad de subir a los árboles, correr, esconderse tras matojos, etc. La adaptación de las especies a los cambios en el medio fue lo que permitió la evolución dentro de los distintos géneros hominoideos hasta llegar al género Homo.

(Continuará...)

miércoles, 4 de diciembre de 2013

Gnomos de jardín






Cuando Luisa cruzó por primera vez la verja de la casa de Ramón intuyó que aquello no iba a funcionar. Aun así, no hizo caso a esa impresión inicial. No quería juzgar por las apariencias, aunque esos tres gnomos de jardín de largas barbas y gorros rojos le provocaran el rechazo que habitualmente sentía ante la ñoñez. ¿Quién, salvo un ñoño, pondría enanos en su jardín? Alejó ese pensamiento recordando las escasas citas que habían tenido: Ramón no lo era. Seguramente los habría puesto allí su ex mujer. 

- Hola, preciosa. Qué alegría tenerte por aquí. Veo que ya has conocido a los guardianes de mi castillo -dijo Ramón mirando a los gnomos, mientras sonreía con un puntito de orgullo kitsch.

Pues no, parecía que no era cosa de la ex. Luisa olvidó sus ideas acerca de si los enanos eran cursis o no, y pensó en positivo: un hombre que tenía enanos de jardín era, sin duda, un tipo sin complejos que hacía lo que le venía en gana. Y vaya si lo hacía. Ramón era una especie de artista: no tenía horarios, trabajaba cuando quería y en lo que le apetecía, jamás en lo mismo. A ratos esculpía, otros ejercía de marchante de arte; también diseñaba extraños artilugios, cuando no escribía poesías delirantes que Luisa -para qué mentir- no comprendía del todo. Hacía mil cosas, todas con la misma pasión.

Estaba completamente deslumbrada por él, sobre todo cuando lo comparaba con su anterior pareja, el funcionario típico sin más interés que la filatelia, hobby que practicaba también de forma monótona. Los años que habían pasado juntos fueron tan aburridos y adormecedores que no se dio cuenta de lo que mal que estaba hasta que un accidente de coche la puso al borde de la muerte y decidió que no quería seguir desperdiciando su vida. 

Encontró a Ramón por casualidad, en la presentación de un diseño de bañaderos para pájaros que el Ayuntamiento iba a poner en los parques más importantes de la ciudad. Otra majadería de los políticos para acudir a presentaciones e inauguraciones, y que a la empresa de Luisa, encargada de las relaciones públicas municipales, le reportaría ingentes beneficios. Ramón era el diseñador de las piscinitas de aves: unos chirimbolos imposibles y feos en los que era difícil imaginar a ningún pájaro nadando. Tanto los bañaderos como los eventos a su costa, se pagaron a precio de oro y los concejales aparecieron en todos los medios. En cambio, los pájaros, jamás metieron una pata en semejantes cacharros.

Luisa pensó que Ramón se había avenido a semejante tontada por cuestiones económicas. Sin embargo, aunque le vino bien el trabajo porque pudo saldar parte de sus deudas, no lo hizo por dinero, sino con la convicción de estar haciendo algo útil y necesario. Diseñó aquellos esperpentos de modo concienzudo, pensando todos los detalles, estudiando las formas de los pájaros, los tipos de aves que había en la ciudad, sus hábitos, sus movimientos, incluso intentando ponerse en su lugar. La inutilidad del proyecto cayó sobre Ramón como una losa, como siempre que fracasaba en algo, fuera lo que fuera. No hacía más que dar vueltas, una y otra vez, a todos sus movimientos y pensamientos, buscando el punto donde estaba el error, analizando por qué los pájaros no se bañaban, pensando en qué se había equivocado, qué podría hacer para mejorar el invento. Lo único que no pensó era que quizá a los pájaros de aquella zona no les gustaba bañarse y eso no dependía de él. No era la primera vez. Tampoco funcionó el diseño del sofá para ancianos, que era perfecto, aunque los abuelos lo rechazaron porque aceptarlo era asumir que ya eran viejos; ni tampoco el de las farolas de jardín con placa solar: ecológica y económicamente impecables, pero imposibles de acoplar estéticamente en ningún jardín, salvo el suyo. 

Pero la crisis por el fracaso de los bañaderos la sufriría algún tiempo después de aquella primera visita de Luisa a casa de Ramón. Al principio, en aquellos tiempos en los que aún pensaba que no quería juzgar por las apariencias, él era una ventana abierta a todo lo fascinante de la vida. Desde que se había separado, Luisa sólo había tratado con hombres que no conseguían despertarla. Hombres que se miraban más en los escaparates que en el espejo, que sabían cómo humillar a un becario pero se quedaban paralizados ante un niño, tipos incapaces de decir te quiero sin esperar nada a cambio. En cambio, a Ramón el espejo le hablaba de quién era, se tiraba al suelo a jugar con los niños y no le costaba llorar viendo los Puentes de Madison; en todo ponía un doscientos por cien y sabía amar sin protegerse. 

Y todo estaba bien… al principio. Ramón ordenaba la vida para que ella se sintiera a gusto. Le hacía partícipe de su mundo, le mostraba lo que él veía, le invitaba a sumarse a sus descubrimientos. Empezó siendo divertido: escuchar, disfrutar y entrar en algunos juegos, pero la primera vez que Ramón propuso algo que a Luisa no le interesaba -el yoga, el maldito yoga-, éste no aceptó que se trataba sencillamente de eso: que no le interesaba. Relegándola de forma inconsciente, asumió un papel activo convencido de que había sido él quien no se lo había explicado lo suficientemente bien, ni con el suficiente detalle y que tenía que buscar otras formas de hacerle ver lo útil que sería para ella, para los dos. 

Cada vez iban menos al teatro, apenas paseaban y postergaron los planes de viajes. Los temas que antes llenaban sus citas empezaron a ser meras excusas para dar pie a extensos análisis acerca de la historia del yoga, las ventajas emocionales de las distintas posturas yoguis o la percepción trascendente derivada del estado de paz alcanzado con la meditación. Disertaciones con todos los matices imaginables que, inevitablemente, acababan en una discusión. Las citas se dilataron y Luisa empezó a cerrarse en sí misma. Por más que se esforzaba en evitar que el, ya odiado, yoga centrara la siguiente charla, Ramón siempre llevaba la conversación por derroteros que terminaban en el tema maldito que no hacía más que agrandar la distancia entre ellos.

Ahora, unos meses después de todo aquello, mientras espera ante la verja, Luisa recuerda aquella primera impresión de los enanos vigilando. Y cuando, finalmente, se abre la cancela y ve a los grotescos gnomos a la izquierda y, al fondo, el absurdo bañadero de pájaros bajo la luz de la espantosa farola de jardín, se siente como si entrara en un refugio antiaéreo adornado con patos de yeso. No piensa esperar a que otro accidente le haga tomar una decisión.

miércoles, 27 de noviembre de 2013

Saturno (o Cronos, que me gusta más)



Hace poco, en un relato de Jose apareció este cuadro que podemos ver en el Museo del Prado. Fue pintado por Rubens para la Torre de la Parada, un pabellón de caza (en realidad un palacete de estilo Austria) situado en el Monte del Pardo (Madrid), en el que Felipe IV se retiraba de tanto en tanto, supongo que para relajarse de las duras tareas de rey. Sin comentarios, que ya sabemos todos lo duro que es ser rey: antes y ahora.

Pero el mayor interés del desaparecido edificio (fue destruido en 1714 durante la guerra de sucesión con los Borbones) era la serie de pinturas mitológicas basadas en las Metamorfosis de Ovidio que el rey encargó a pintores tan relevantes en aquel momento como Rubens o Velázquez, y de la que este cuadro es una muestra más. 

Vemos que Rubens nos muestra a un Saturno anciano en el que el cuerpo flácido, cuya sensación de decrepitud se acentúa con el uso de tonos amarillos en el pecho y el vientre, no parece encajar con unas piernas poderosas. En cambio, su hijo (no sabemos a cuál representa) es un niñito rubito y regordete, de piel clara. Con gesto horrorizado ante el dolor (la mueca de la boca resulta estremecedora) causado por el mordisco de su padre que, con mirada de loco, le está arrancando la piel y la carne del pecho, el niño con un brazo parece tirarle del pelo, en un intento de defensa abocado al fracaso. Todo el lienzo rebosa dramatismo y dolor, las formas: repulsivo, el viejo; enternecedor, el bebé; el color, con predominio de tonos fríos y grises, y el negro de la tela como contrapunto luctuoso; el uso de la luz que se concentra en el brazo del crío, centrando la atención en él y su gesto desesperado. Todo está calculado para provocar sensaciones intensas, inevitables a la vista del crudo realismo de la carne infantil rasgándose en la boca del anciano trastornado. Barroco en estado puro.

Y ahora, la historia que hay detrás. Saturno, ¡qué personaje! Aunque es un dios de origen romano, se le suele identificar con Cronos, el dios del tiempo griego y rey de los dioses de la primera generación. Se le suele representar como un anciano que porta una guadaña, la que usa para segar las vidas de los mortales, aunque también en una de las versiones del mito, la más truculenta, la guadaña la usó Cronos para... Pero vayamos por partes, que la historia tiene tela.

Cronos era hijo de Gea –la Tierra- y Urano –el Cielo-, quien a su vez, también era hijo de Gea, que lo concibió por sí misma. Así, esta extraña pareja (madre y esposa, hijo y marido), no podía por menos que concebir hijos también raros, como los cíclopes, gigantes de un solo ojo; los hecatónquiros, gigantes de cien manos y cincuenta cabezas; y los primeros titanes y titánides (seis varones y seis mujeres), dioses de la edad de oro, de los que Cronos era el menor. Pues bien, Urano, al que no le debió gustar parte de su prole, decidió encerrar a los cíclopes y a los hecatónquiros en el Tártaro (el infierno), en lo más profundo de la Tierra. Pero, cómo Gea era la propia Tierra, la pobre tenía a todos hijos aprisionados en su interior, lo que no debía resultarle nada agradable. Así, intentó convencer a sus otros hijos –los Titanes- para que asesinaran a su padre. Para ello, fabricó una guadaña de adamantio (material mitológico que se convierte en indestructible una vez frío), para que sus hijos la vengaran. Pero, todos los titanes se negaron y se pusieron del lado Urano, siendo Cronos el único que se alió con su madre, castrando a su padre mientras Gea le entretenía en placeres erótico-festivos. Tras semejante proeza, Cronos arrojó al mar los testículos de su padre. De la espuma que provocaron al caer, surgió de entre las aguas, la diosa Afrodita, y de la sangre que se vertió, las Erinias, diosas de la venganza. 

Urano, castrado pero no vencido, y ayudado por los titanes, luchó contra su hijo Cronos, que tenía a su lado a los cíclopes y hecatónquiros a los que había liberado, resultando derrotado... Urano, por supuesto. Cronos ocupó el lugar de su padre como rey de dioses. Los titanes, que no pasarán a la Historia como paradigma de nobleza y pundonor, abandonaron a su padre y se aliaron con su hermano vencedor.

Como cualquier gobernante que se precie, Cronos tampoco cumplió sus promesas y volvió a encerrar a sus hermanos cíclopes y hecatónquiros en el Tártaro, con el consiguiente mosqueo de su madre, que le maldijo vaticinando que, llegado el momento, sus hijos le derrocarían a él. Obviamente, Cronos no echó en saco roto semejante maldición: después de todo venía de una poderosa diosa… y de una madre. Y ya se sabe que las madres nunca se equivocan. Es una de las leyes más indiscutibles del universo. 

Una vez puesto el mundo en orden, Cronos se casó con su hermana Rea, y cada vez que tenían un hijo, el rey de dioses se lo comía entero (no cómo lo pintan Rubens o Goya -como no mencionar a Goya-, pero claro, si lo hubieran pintado así no habría resultado tan impactante), creyendo que así evitaría la maldición. Poco a poco fueron desapareciendo todos los hijos que paría su mujer: Démeter, Hera, Hades, Hestia y Poseidón, hasta que, harta de que la acémila de su marido devorase a su prole, Rea, embarazada de nuevo, marchó a la isla de Creta dónde nació Zeus. El niño quedó en manos de la cabra Amaltea que lo amamantó y la ninfa Adamantea que lo crió, aunque hay quien dice que fue su propia abuela, Gea, quien lo hizo. En lugar del niño, Rea entregó a Urano una piedra, que sin fijarse mucho (sería por la costumbre), el dios se tragó creyendo que era su último hijo.



Cuando Zeus creció y Gea vio llegado el momento de la venganza, entregó a su nieto un bebedizo que, mediante engaños, consiguió que Cronos bebiera, regurgitando a todos sus hermanas. Después, volvió a liberar a los pobres cíclopes y hecatónquiros (que no ganaban para entradas y salidas del Tártaro), y apoyado por éstos y por sus hermanos, inició una guerra contra su padre y sus tíos, los titanes, conocida como la Titananomaquia, de la que Cronos salió derrotado, acabando encerrado junto con sus hermanos en el Tártaro… y, por supuesto, con los cíclopes y hecatónquiros. Gea, otra vez enfadada (no paraban de llenarle las entrañas de indeseables), engendró a un monstruo llamado Tifón, pero el pobre no tendría ningún éxito contra Zeus, quien junto con sus hermanos se asentó en el Olimpo, desde donde gobernarían el mundo de dioses y hombres de forma más bien arbitraria a tenor de la cantidad de historias que nos han legado. Pero esto lo contaré en otra ocasión.


martes, 26 de noviembre de 2013

Tartessos, envuelto en misterio



Todo lo que rodea a esta cultura está teñido de un cierto misterio, porque si bien se conoce su existencia por fuentes escritas y por hallazgos ocasionales y descontextualizados, no se han encontrado yacimientos urbanos amplios que le sean claramente atribuibles (Schulten le dedicó a este asunto gran parte de su vida, esperando ser el Schliemann ibérico y encontrar su "Troya Tartéssica", pero no encontró nada); se conocen nombres de reyes -Gerión, al que Hércules robó el ganado en el marco de su décimo trabajo; Gárgoris, rey inventor de la apicultura y que ordenó matar a Habis, el hijo habido de su relación incestuosa con su hija, aunque el niño logró sobrevivir llegando a reinar; Argantonio, al que las fuentes señalan como paradigma de riqueza y longevidad de reinado-, pero no se sabe si realmente existieron o si se trata de simples leyendas o títulos de dignidades; se conoce su escritura, pero ha sido imposible descifrarla porque no se sabe qué idioma representa; se relaciona su existencia con la leyenda de la Atlántida, un reino más allá de las Columnas de Hércules (Estrecho de Gibraltar) aunque no se ha demostrado nada...

Tartessos puede ser considerado como el primer estado peninsular y, además de por la arqueología, se conoce por las fuentes griegas y bíblicas que mencionan la riqueza de los reyes (sobre todo el mítico Argantonio) de aquellas tierras, gobernantes de un reino rico en metales preciosos, además de una ganadería, agricultura y comercio desarrollados. Aunque no se han encontrado más que pequeños indicios, se sabe que los asentamientos tartéssicos estaban emplazados en el suroeste peninsular (desde Huelva y Sevilla hasta probablemente Cartagena) desde principios del siglo VIII a.C.

Sus antecesores fueron los factores de las culturas almerienses de Los Millares y El Argar -de la Edad del Bronce- mezclados con gentes llegadas a la Península Ibérica en el marco de las invasiones de Los Pueblos del Mar, las cuales, hacia el 1.200 a.C., produjeron un verdadero cataclismo en el Oriente Mediterráneo y en el Próximo Oriente Asiático; cataclismo que se extendió, como efecto colateral, a las tierras occidentales, hasta entonces poco conocidas y que despertaban poco interés. Sus sucesores serían los distintos pueblos iberos que acabarían extendiéndose por toda zona mediterránea, sur y central (aquí mezclándose con los pueblos celtíberos en un batiburrillo de impresión) de la Península Ibérica.

La cultura o civilización tartéssica es especialmente atractiva por las formas orientalizantes de los objetos que se les atribuyen, algo que resulta chocante en un territorio tan occidental y alejado de los principales focos culturales de aquellos tiempos (fenicios y griegos) y que se explica precisamente por el contacto directo con estos pueblos orientales, especialmente con los fenicios, que llegaron a Occidente en el marco de los movimientos marítimos mediterráneos de finales del I milenio a.C. (posteriores a movimientos de los Pueblos del Mar) que partieron desde la costa asiática del Mediterráneo en las zonas siria y palestina.

Cuando llegaron los fenicios se encontraron con una cultura autóctona dedicada a la agricultura, la ganadería y, sobre todo, a la minería y la metalurgia, especialmente del hierro, lo que les habría dado el poder sobre los distintos pueblos de la zona, pudiendo establecer un régimen político de tipo monárquico. También parece que realizaban actividades comerciales por el Guadalquivir hacia Sierra Morena, por la llamada Vía de la Plata y por el Atlántico siguiendo la Ruta del Estaño hacia Galicia y las Islas Británicas. Este auge del comercio, tanto interior, como exterior, sería el que permitió que las estructuras urbanas (según Estrabón, había más de 200 ciudades) progresaran y la civilización se enriqueciera.

Pero sería su contacto con los fenicios, que se establecieron en la costa, lo que daría ese aire tan extrañamente oriental a los objetos de este pueblo tan occidental. Y eso se puede ver en las piezas encontradas, entre las que destacan las del Tesoro de Aliseda o las del Tesoro del Carambolo (si bien éste en los últimos tiempos tiende a considerarse más fenicio que tartésico).



También están sumidos en el misterio los motivos y la rapidez con que desapareció una cultura tan importante, especulándose sobre el declive fenicio y el consiguiente auge cartaginés, mucho más invasivos que los fenicios, la presión de los pueblos guerreros del interior, o las luchas internas por el poder. Sin duda, un pueblo de lo más interesante y del que aún queda mucho, muchísimo por saber.

viernes, 22 de noviembre de 2013

Eloísa y Abelardo.




Pedro Abelardo (1079-1142) fue un renombrado filósofo medieval de la Escuela de París, pero pese a su gran categoría intelectual en esta ocasión lo traigo a colación por haber vivido una preciosa, trágica y, en cierto modo, moderna historia de amor -si tenemos en cuenta los tiempos que corrían entonces- con Eloísa.

Inés de Castro: reina después de muerta




Hay cerca de Coimbra un palacio (convertido ahora en hotel) al que llaman la "Quinta das lágrimas". El porqué de tan triste nombre se debe a que allí fue asesinada Inés de Castro, protagonista junto con Pedro I el Cruel de Portugal (en los mismos años reinaba en España otro Pedro I el Cruel: causalidades de la Historia), de una de las más truculentas historias de amor de todos los tiempos. Seguramente la leyenda se alejó de la realidad, pero tantos siglos después… quedémonos con la leyenda que con seguridad es mucho más bella de lo que fue la realidad.


jueves, 21 de noviembre de 2013

Más de mil años (final)


Medidas radicales 


El sol del mediodía atravesaba las copas de los árboles del claro en el que Alda y Pelayo, recostados en un roble gigantesco, charlaban despreocupadamente. Un ruido cada vez más cercano les impuso el silencio de la alerta. Ambos se pusieron en pie al ver aparecer un grupo de soldados que, amenazándoles con sus espadas, arrestaron a Alda acusada de practicar brujería. Pelayo, estúpida y valientemente, se interpuso entre ellos, pero un golpe certero le dejó tumbado en el suelo sin conocimiento. 

Cuando despertó no había nadie. Estaba aturdido y poco a poco fue recordando que había ocurrido. Mi padre, maldito sea, pensó. Se levantó de un salto comido por la ira, pero volvió a caer, mareado. Maldito sea, maldito sea, maldito sea. No paraba de repetir maldiciones contra su padre, convencido de que había partido de él la orden de prender a Alda. Con mayor cuidado, se incorporó, hasta estar seguro de tener las fuerzas suficientes para caminar hacia el lugar en el que había dejado atado a su caballo. Vio que sus ropas estaban teñidas de sangre y fue entonces cuando se dio cuenta de que tenía una herida en la frente. Se limpió como pudo y siguió andando, buscando salir cuanto antes de aquel bosque. 

El Conde estaba cenando solo cuando ruidos provenientes del corredor le interrumpieron. La puerta se abrió de golpe y Pelayo, con un aspecto indigno de su cargo, forcejeando con los soldados de la guardia, se plantó frente a él gritándole.

- Suéltala inmediatamente.

- Tranquilízate, hijo. ¿Quieres comer algo? Da pena verte.

- Te he dicho que la sueltes – le ordenó.

Rodrigo hizo un gesto para que salieran sirvientes y soldados. Miró a su hijo. Le dolía hacerle aquello, pero no le quedaba más remedio si quería seguir manteniendo su posición en los juegos de poder de un reinado convulso, expuesto a riesgos exteriores peligrosos en extremo, y a riesgos internos aún más temibles. Sí, odiaba ver a su hijo sufrir, pero no podía poner en riesgo lo que le había costado años conseguir. 

- Imposible, hijo. Ya está bajo custodia en el torreón, acusada de brujería. No se puede hacer nada por ella. Además, ha confesado.

- ¿Que ha confesado? Pero ¿qué va a confesar? ¿Que hace ungüentos y bebedizos con hierbas? ¿Que ayuda a curar?

- Ha confesado que practica brujería con pociones que anulan la voluntad de los hombres y que a través de ellos fornica con el diablo que los posee. Lo que ha hecho contigo. 

Pelayo no daba crédito a lo que estaba oyendo de boca de su padre. ¿Se había vuelto loco? Él sabía que eso era falso. A él nadie le había dado ningún bebedizo ni le había poseído ningún diablo. De hecho, estaba casi seguro que ni siquiera existía nada similar a un diablo. Así se lo dijo, aun a riesgo de ser también acusado de herejía, exhortando a su padre a que liberase a Alda con tonos que pasaban de la exigencia al ruego. Nada consiguió ablandar a Rodrigo. No podía permitirse ninguna vacilación que diese alas a sus enemigos. Tenía que seguir manteniendo la cuota de poder que tantas batallas le había costado conseguir.

- Lo siento, hijo. Mañana morirá en la hoguera y tú, tras un tiempo de penitencia pública, volverás a tus obligaciones como obispo, sin dar más que hablar, guardando las apariencias. 

- No puedes hacer eso, no puedes asesinar a una mujer inocente sólo por mantener tu autoridad sobre esta parte del reino. No es digno, ni honorable. 

- Lo siento, pero esto es lo que ha de hacerse. Ahora estás ofuscado, crees estar enamorado, pero con el tiempo me agradecerás esto que hago por ti. 

Pelayo comprendió que no había posibilidad alguna y que jamás le haría entender que lo que había surgido entre Alda y él trascendía el hecho físico del placer. Nunca entendería que ella le había mostrado otra forma de entender el mundo, otro modo de vivir. No, nunca entendería. 

Tras asearse, empleó el resto del día en intentar mover todas las influencias a su alcance para liberar a Alda, pero encontraba todas las puertas cerradas. El Conde había dejado todo bien atado. La ejecución estaba programada para el anochecer de aquel mismo día. En la plaza ya estaba preparado el madero al que la atarían y la leña que acabaría con su vida. Pelayo, consciente de que no tenía ninguna posibilidad de salvarla, intentó que le dejaran despedirse de ella. Ni siquiera eso consintió su padre. 

Poco a poco, la plaza empezaba a llenarse de gente, atraídos por el macabro espectáculo de la ejecución de la bruja. Gente que había acudido a ella cuando necesitaba ayuda, gente asustadiza que no movería un dedo en contra del poder ni siquiera por ayudar a quien les ayudó a ellos, gente que iba para ser vista más que para ver y que no pudieran acusarles de complicidad. 

El sol estaba a punto de ocultarse cuando, al fondo de la plaza, la vio. Estaba aún más pálida de lo habitual y con el pelo desgreñado. Llevaba las manos atadas junto al regazo con una soga demasiado gruesa para alguien en un estado tan lamentable. Tenía marcas sanguinolentas en la cara y los ojos hundidos. No había duda de que la habían torturado. Caminaba mirando al suelo mientras se oían voces crispadas insultándola al amparo de la masa que, de cuando en cuando, le tiraban algún objeto o una piedra. 

Pelayo se había ocultado entre la multitud bajo un hábito de monje. La enorme capucha que le cubría la cara por completo le permitía moverse entre la gente sin levantar sospechas. En el estrado su padre presidía la ceremonia. Al mismo tiempo que Alda avanzaba hacia su final, Pelayo también se aproximaba al lugar en el que había instalado la pira. 

Una vez hubieron llegado, el capitán de la guardia del conde y el diácono mayor de la catedral ataron a Alda al poste que estaba en medio de la pila de leña. Si se hubieran parado a mirar, habría notado cómo temblaba aquella mujer, cómo apenas le sostenían las piernas magulladas por los golpes. Si la hubieran mirado a los ojos, ahora con el gris apagado del mar, quizá sus almas se les habrían revuelto en el pecho. Pero el capitán era un hombre acostumbrado a obedecer sin pensar y el diácono carecía de cualquier capacidad que pudiera llevarle a compadecer la suerte de otro ser humano. Entre ambos la ataron con fuerza al palo y, una vez bien amarrada, se bajaron de la pira para tomar cada uno una antorcha con la que, cada uno por un lado, prendieron la leña. 

Pelayo avanzaba entre la multitud que se apartaba ante la magnitud del fuego cuyo humo empezaba a ahogar a Alda. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, se descubrió y la llamó con fuerza. Alda levantó a duras penas la cabeza, y entre toses y gemidos quedos, pareció que su mirada se volvía a iluminar. 

- Por favor, mi amor, no te desvanezcas en el tiempo. Te busqué una vez y seguiré buscándote a lo largo de todas las vidas que podamos vivir. Puede que pasen años, quizá siglos, pero no dejes de esperarme porque yo nunca dejaré de buscarte aunque tenga que emplear en ello cien vidas.

La cabeza de Alda se desplomó sobre su pecho inerte sujeta firmemente por las cuerdas, mientras las llamas empezaban a prender su vestido. Pelayo se dio la vuelta, abriéndose paso entre la multitud silenciosa, sin verter una lágrima. Sabía que volverían a encontrarse, que el destino les uniría de nuevo. 

Epílogo 

El pueblo estaba hasta arriba de gente, como todos los años en fiestas. Venían de todas partes: de los pueblos de alrededor, de la capital e, incluso, algún turista despistado. La plaza estaba rodeada de puestos en los que servían bebidas y algo de tapeo para acompañar. Al final de la plaza había un escenario para la verbena, que solía empezar algo más tarde.

Mario y sus amigos no solían ir a las fiestas de ese pueblo, pero ese año uno de los del grupo había quedado con unos compañeros de trabajo que le habían jurado que iban a presentarles a unas amigas que estaban buenísimas. Tampoco tenían mejor plan para ese sábado. 

Llegaron pasadas las diez y enfilaron hacia el primer chiringuito que vieron. Ya con los botellines en la mano, intentaban decidirse acerca del asunto del condumio. No es que hubiera mucho que elegir, pero aún así le dieron unas cuantas vueltas hasta que terminaron con lo clásico: montaditos de beicon y queso para todos. Luego ya verían que más pillaban.

Mientras bebían, charlaban y comían, Mario no dejaba de mirar de reojo a una rubia chiquitilla que también le miraba desde el final de la barra con su grupo de amigos. Tenía algo. No hubiera sabido decir qué era, pero tenía algo. Le gustaban sus movimientos suaves, su aspecto frágil. La observaba en la distancia, atrapado por su gesto. Se acodó en la barra y aislándose de los amigos con los que había ido a las fiestas de aquel pueblo, se concentró en ella que, ajena a ese interés, seguía charlando con la gente del grupo con el que estaba. Llevaba una minifalda azul y una camiseta negra ceñida; el pelo suelto, parecía flotar con cada movimiento de cabeza. La veía girarse para hablar con unas y con otros, riendo, moviendo las manos suavemente, como siguiendo el ritmo de sus palabras. 

Aunque de vez en cuando les contestaba, sus amigos hacía un rato que habían desistido de integrarle en su conversación visto que no hacía más que mirar a aquella chica. Está gilipollas este tío, colgado con la rubia. Pasaron de él.

Se le había terminado la cerveza y estaba pidiendo otra, cuando al girarse se encontró con ella, justo a su lado, que había ido a por bebida. Fue entonces cuando vio sus ojos. Azules, tan claros que casi herían. Se quedó parado, y perdiéndose en aquella mirada, sin entender nada, supo quién era. Habían pasado más de mil años y más de cien vidas. Mario nunca sabría por qué estaba tan seguro de que era ella, la que buscaba. O quizá, sí.



Más de mil años (IV)


El padre 


Sentado a la mesa de su padre, Pelayo aún se preguntaba el porqué de aquella invitación. El Conde no solía prodigarse y menos aún con su hijo, salvo en ocasiones importantes que requirieran la presencia de ambos. De hecho, hacía meses que no coincidían más que en las misas solemnes que oficiaba Pelayo en la catedral.

En contra de lo habitual, don Rodrigo no hizo esperar mucho a su hijo. Se saludaron fríamente y se sentaron a la mesa. La comida fue más bien frugal por lo que Pelayo supuso que era un asunto muy serio aquél del que quería hablarle. Tras unas primeras frases intrascendentes, cuando se retiraron los criados, Rodrigo sacó el tema de forma directa.

- Pelayo, ha llegado a mis oídos que andas de amoríos con una bruja del bosque.

Pelayo se quedó paralizado: era lo último que esperaba oír. No sabía qué decir. ¿Cómo se habría enterado su padre? Lo primero que pensó fue negarlo, pero aquello supondría que tendría que dejar de ver a Alda y a eso no estaba dispuesto. Pero tampoco se atrevía a decirle a su padre la verdad, que le ataban unos lazos poderosos a aquella mujer que, desde luego, no era ninguna bruja.

- No es una bruja – contestó.

- Sí lo es, una meiga como las llaman por aquí. Todo el mundo la conoce, saben de sus pociones y remedios, de sus dotes sanadoras, aunque nadie lo admitirá abiertamente porque podría costarle la hoguera. 

- No es ninguna bruja, ni meiga, si prefieres ese nombre. Es una buena mujer que simplemente vive en armonía con la naturaleza.

Don Rodrigo no daba crédito a las estupideces que estaba oyendo de boca de su hijo. ¿Acaso se había vuelto loco? ¿No estaría hechizado por esa bruja? Lo que sí sabía era que no podía permitir de ninguna manera que todo aquello continuara adelante. Tenía demasiados enemigos como para perder la sede compostelana y que el rey pusiera allí a cualquier otro que, con toda seguridad, no sería un aliado tan dócil como su hijo. Había que acabar con aquello, pero prefirió no estallar, sino intentarlo por las buenas, llevar a su hijo por su camino como había hecho siempre. 

- Bueno, hijo, sea o no una bruja, tienes que dejar de verla. No quiero decir que no tengas mujeres, pero al menos piadosas, de las que se mueven con discreción. Lo mejor sería la mujer de algún noble del lugar o alguna que pase a formar parte del servicio de tu casa. Pero tienes que dejar de ir al bosque y cortar con las habladurías.

- No. – La reacción de Pelayo fue inmediata, sin pensarlo. Era la primera vez que le llevaba la contraria a su padre y cuando fue consciente de lo que había hecho, se dio cuenta de que le temblaban las piernas bajo la mesa.

- ¿No? ¿Cómo qué no? 

Aquella negativa puso a don Rodrigo fuera de sí acabando con el propósito de control que se había hecho. Se levantó y dando un golpe a la mesa dijo:

- Vas a dejar a esa mujer inmediatamente. ¿Quién te has creído que eres para poner en riesgo todo lo que a mí me ha costado años construir? ¿Qué te crees que pensará el rey cuando se entere de que el obispo de Iria, mi hijo, anda fornicando por los bosques con una bruja? ¿Te has vuelto loco?

- No es una bruja – repitió Pelayo. 

- Me da igual lo que sea. No volverás a verla, no voy a consentir que un calentón acabe con nuestra familia. No hay más que hablar. A partir de ahora, te ocuparás de las cuestiones religiosas y políticas que yo te mande, y si se te calienta la entrepierna, pues buscas una mujer como hacemos los demás, con discreción.

Pelayo calló y su padre pensó que había vuelto a ganar la batalla con el pusilánime de su hijo. Pero algo había cambiado. 

- No. No voy a dejar de verla, padre. Arreglaré mis asuntos y renunciaré a todos los honores y prebendas de las que disfruto. Me iré al bosque con ella. No tendrás que preocuparte por habladurías ni por nada. Y, ciertamente, no hay más que hablar.

(Continuará...)



miércoles, 20 de noviembre de 2013

Marte y Velázquez


Este es un cuadro que me ha fascinado desde la primera vez que lo vi en el Museo del Prado. Se trata de una tela que representa a Marte, dios de la guerra, y que fue realizado en 1640, por un Velázquez estilísticamente maduro (lo que a veces lleva a datarlo en fechas posteriores) y que es una maravilla por distintos motivos. 

Uno de ellos es la magnífica técnica utilizada por Velázquez, que recuerda las obras de Rubens por el uso de colores suntuosos, vitales. La cara, ensombrecida por el casco, es la zona menos trabajada, apenas unas pinceladas superficiales que resaltan las luces y sombras, así como la sensación de atmósfera. En general, la técnica es libre, de pinceladas sueltas, vivas y enérgicas, que difuminan los detalles resaltando el conjunto, y muestran un total dominio de los efectos de claroscuro y del color. En estos momentos, Velázquez ya es capaz de pintar el aire, de dar vida al cuadro.

Otro motivo que hace excepcional este cuadro es que es uno de los pocos cuadros mitológicos del Barroco español, bajo el dominio de la Contrarreforma, tiempo en el que raramente se tocaban temas al margen de la religión. Velázquez escapó de esta norma por ser pintor de palacio y tener una cierta influencia sobre el rey, Felipe IV. Otro maestro que hizo pintura mitológica fue Zurbarán, que por encargo de Velázquez (para el Salón de Reinos) realizó, con mucha menor fortuna, los Trabajos de Hércules.

Además, este Marte admite interpretaciones variadas. Nos muestra un hombre que ya no es joven, semidesnudo, de enorme bigote (¿no os recuerda a Alatriste?) y cubierto con un casco, que está sentado al borde de una cama con las ropas desordenadas, y a cuyos pies yacen sus armas. La postura que adopta, pensativo, con una mano en la barbilla, recuerda a la de la escultura que Miguel Ángel hizo de Lorenzo el Magnífico (Il Pensieroso) para su capilla funeraria en Florencia. Ahora bien: ¿qué le hace adoptar esa actitud? Son diversas las interpretaciones.

La primera interpretación sería en clave mitológica: Marte reflexiona tras el episodio de sus amores con Venus, a juzgar por la cara de perplejidad, resignación y tristeza que tiene. El gesto ha sido perfectamente captado por el pintor, poniendo de manifiesto su facilidad para mostrar el alma de sus personajes. Vulcano, tras ser informado por Apolo de los amores entre su mujer, Afrodita, y Marte, elaboró una malla de plata invisible e irrompible para sorprender y atrapar a los amantes y que los demás dioses del Olimpo, avisados por él, contemplaran el enredo, con la consiguiente burla que esto traería para los adúlteros. En el cuadro, todo esto ya ha ocurrido, Venus ha huido, avergonzada por ser objeto de la burla, y Marte aparece desconcertado, aturdido y derrotado. Todo un dios de la guerra... derrotado por un herrero cojo. Esta interpretación es bastante plausible ya que Velázquez, además de un pintor excepcional, era un hombre culto que conocía muy bien las obras de los clásicos, en este caso la de Ovidio, quien narró esta historia en las Metamorfosis (libro más que recomendable, por cierto).

Otra visión del cuadro habla de una burla que Velázquez realizaría de los temas paganos, y que tienen como telón de fondo las tesis artísticas de la Contrarreforma, de carácter moralizante. Sin embargo, a la vista de otras obras mitológicas de Velázquez, y de la dignidad que emana de esta y otras figuras mitológicas, esta propuesta no parece muy plausible.

Por último, también hay quienes (como Camón Aznar o Angulo, eminencias ambos en el conocimiento de la pintura de Velázquez) interpretan este cuadro como una referencia a las derrotas de los ejércitos españoles en las guerras que se producían en los Países Bajos, y de soslayo, al carácter español. Durante el reinado de Felipe IV, los tercios españoles estaban siendo vapuleados en Flandes (como cuenta Pérez-Reverte... maravillosamente), pero aún se mantenían en pie valores y defectos que definirán al hombre español y que, en cierto modo, perduran en el tiempo. Así, Marte derrotado reflejaría a un militar español del momento que mantiene su dignidad en la adversidad, su sentido del honor, la aceptación del destino que le toca vivir. 

Sin embargo, ese sentido del honor tiene un doble filo, pues provocaría que en España se diera importancia capital a conceptos como la limpieza de sangre, la hidalguía o la nobleza, llevando a los nobles a considerarse por encima de los demás y a creerse merecer más de lo que tienen, no por lo qué hacen ni por lo que saben, sino por lo que son por nacimiento. Y a los que no eran nobles, les inclinaría a intentar adquirir la nobleza por el medio que fuera.

¡Cuánto daño no habrán hecho a lo largo de los siglos estas pretensiones de nobleza! El futuro desarrollo español se vio seriamente limitado por esta pretensión de ennoblecimiento de todos, frente al mundo protestante que buscaba su valía en el trabajo, en la industriosidad, en construir algo, y no en esperar que todo les llegara caído del cielo. La Historia está repleta de personajes que tras trabajar duramente y conseguir un capital, lo dilapidaban en buscar tan sólo el ennoblecimiento social. Aún hoy todos conocemos personas que se creen más que los demás debido a su origen, gentes que consideran denigrantes ciertos trabajos, que piensan que ser de un sitio concreto es un valor añadido, o que se creen por encima del bien y del mal, blindados ante la vida. 

Incluso el propio Velázquez sucumbió ante tales aspiraciones: sus deseos de ennoblecimiento (propio y, de paso, de la pintura) le llevaron a supeditar toda su vida a la consecución de esa posición social. De hecho, cuando finalmente consiguió ser nombrado Caballero de la Orden de Santiago, modificó Las Meninas para pintarse en el pecho la cruz del apóstol: toda una actitud. Así pues, si alguien del nivel moral e intelectual de Velázquez estaba dominado por este sentimiento, qué no ocurriría entre los militares, funcionarios reales, grandes terratenientes…

Y aunque podría parecer improbable que Velázquez, teniendo en cuenta su posición en la corte, su relación con Felipe IV y sus deseos de ennoblecimiento, hiciera un cuadro que cuestionara el honor de los afamados tercios de Flandes, su inteligencia y su inigualable calidad artística consiguieron que esta intención, si es que realmente existió en ese cuadro, no levantase ninguna ampolla. 

Pero a pesar de todo, la interpretación que más me seduce a mí, es la mitológica: el gran Marte, dios de la guerra, incapaz de controlarse ante la belleza de una mujer, acaba siendo ridiculizado por el feo y cojo dios herrero que le hace objeto de escarnio por sus colegas. Todo un símbolo... incluso hoy.

El banquete de Tereo


Hoy, revisando artículos de mi antiguo blog me he encontrado con una historia mitológica terrible y no de las más conocidas. Se trata de la del Banquete de Tereo, que me trae bontios recuerdos, a pesar de la truculencia de la historia. Los recuerdos vienen de hace mucho tiempo, cuando llevé a mi hija, mi sobrina y una de mis ahijadas al Museo del Prado; tenían 5, 6 y 7 años, más o menos. Un museo es un sitio estupendo para ir con críos de esa edad siempre y cuando se cumplan dos condiciones: 

1. Nunca estar más tiempo del que ellos pueden aguantar sin aburrirse.
2. Contar lo que están viendo de forma que les resulte interesante: esto es algo más complicado.

Yo ese día di con lo que les resultó interesante en la mitología y los intensos cuadros de Rubens (nadie ha retratado con tantísima fuerza la esencia de los mitos), suntuosos, desgarradores, llenos de matices y fuerza. En esos momentos estaba leyendo las Metamorfosis de Ovidio y tenía toda la mitología más o menos fresca (lo que se me olvidaba, lo inventaba sin sonrojo alguno) de forma que con palabras sencillas les contaba las historias que narraban cada uno de los cuadros. Al cabo de un ratito, una de las niñas me dijo muy bajito: "hay gente que nos sigue" y yo, muerta de risa, me di cuenta de que había algunas personas que se ponían junto a nosotras para escuchar los cuentos que yo les contaba a las crías. Así que alcé un poquito más la voz para que todos pudieran oír bien y, de vez en cuando, miraba para ver si seguían atentos. Y sí, allí seguían. Por supuesto, mi ego recibió una inyección de esas buenas de verdad.

Ese día, el cuadro y la historia que más impresionó a mis tres niñas fueron los que ahora os reproduzco, quizá porque aparecía un niño, quizá por la truculencia de la Historia. 



Tereo, hijo de Ares, dios de la Guerra, era el rey de Tracia. Su actuación como árbitro en una disputa entre los hijos de Pandión, rey de Atenas, le valió el derecho a casarse con una de las hijas de éste, Procne. Sin embargo, Tereo no quería a su esposa, sino que se había enamorado locamente de Filomela, la hermana de Procne. Como Tereo ya había dado su palabra de matrimonio a Procne, mantuvo en secreto su pasión por Filomela, mientras pensaba en el modo de poseerla.

Pasó el tiempo y, aunque Procne había dado un hijo a Tereo, Itis, la pasión de aquél por Filomela no había hecho sino crecer y ocupar por completo su corazón, endureciéndolo de forma atroz. Pasado un tiempo prudencia, creyó llegado el momento de poner en marcha el plan que había ideado. Así, Tereo encerró a Procne en las estancias de las esclavas, tras confesarle que estaba loco de deseo por su hermana Filomela y cortarle la lengua para que no pudiera contar a nadie lo que ocurría. La locura se apoderó de ella, y ya no pensó en otra cosa que en vengarse de su marido. El transcurso del tiempo encerrada y el alma roída por el dolor y la traición, convirtieron a Procne en un monstruo sediento de venganza. Ella también empezó a maquinar.

Mientras tanto, Tereo había ido a la casa de Pandión a comunicar el fallecimiento de su mujer, y a pedir a Filomela para que la sustituyera. Pandión, con el alma destrozada por el dolor de la pérdida de su hija, no supo negarse, pese a las reiteradas peticiones de Filomela, que detestaba la idea de tener que casarse con Tereo.

Así pues, Tereo y su futura esposa emprendieron el camino hacia Tracia, pero incapaz de contenerse hasta celebrar el matrimonio, violó a Filomela durante el viaje. Filomela creyó morir. La humillación y el dolor, llenaron su alma, pero era tanta su vergüenza que no era capaz siquiera de pensar en vengarse. Se sentía miserable, como si hubiera traicionada a la hermana que ella creía muerta y a la que seguía llorando por las noches. Era incapaz de reaccionar, y así, durante todo el tiempo que duró el trayecto hasta la casa de los futuros esposos, fue violada cada noche por el monstruo que habría de ser su marido, sin que ella hallase el valor necesario para reaccionar.

Ya en Tracia, se pusieron en marcha los preparativos para la boda, entre ellos el traje de novia de Filomela, que sería confeccionado por las esclavas. Esclavas entre las que se encontraba Procne, que gracias a este trabajo pudo ponerse en contacto con su hermana. De niñas habían inventado un lenguaje de signos sencillos, sólo conocido por ellas dos: era su gran secreto. Ahora Procne lo utilizó para bordar en el vestido de novia de su hermana el siguiente mensaje: “Procne está entre las esclavas”.

Cuando Filomela se puso el vestido para la boda, reconoció de inmediato el lenguaje inventado tantos años atrás. Dejando toda la preparación para la boda, corrió a las estancias de las esclavas, donde liberó a Procne. A través de gestos y la nunca perdida complicidad entre las hermanas, Filomela supo todo lo que había ocurrido, así como el plan que Procne llevaba tanto madurando. Filomela, hasta entonces sumida en la apatía de la degradación constante, se sintió revivir y se prestó de inmediato a colaborar en el plan de su hermana.

Los esponsales se celebraron como estaba previsto, pero durante el banquete, Filomela insistió en servir personalmente a su flamante esposo el plato principal. Mientras Tereo comía, alabando la excelente calidad de la carne, Filomela sentada a su lado le miraba con una expresión indefinible, entre sarcástica y vengativa. Cuando terminó, Filomela le anunció el postre. Tereo, satisfecho tras tan magnífico banquete se recostó y se dispuso a esperar que lo trajeran.

Sin embargo, el gesto de satisfacción se heló en su rostro, cuando vio que tras Filomela venía Procne, con una bandeja cubierta. Al llegar a su altura, ambas hermanas se pararon frente a él, y destapando juntas la bandeja, Tereo pudo ver la cabeza de su amado hijo Itis. Con una saña sin igual, Filomela le contó con todo detalle la procedencia de la comida que acababa de degustar, y cuyos únicos restos reposaban en aquella bandeja. La sorpresa de Tereo se transformó en repulsión, y finalmente en odio.

Tomó un hacha enorme y se lanzó contra las dos hermanas, que huyeron despavoridas fuera del castillo. Pero en el momento en que Tereo les dio alcance y se disponía a asesinarlas, los dioses, horrorizados, decidieron no permitir más sangre, y los transformaron en pájaros a todos: Filomela, en ruiseñor y Procne, en golondrina, mientras que Tereo fue convertido en un halcón.

Más de mil años (III)



Descubrimiento 


El religioso esperaba pacientemente a ser recibido por el conde. Florián Gelmírez era el diácono principal de la catedral de Iria Flavia. Aunque siempre quiso ser presbítero, su condición de expósito le había impedido acceder al sacerdocio y con ello, había cercenado las posibilidades de un ascenso en el escalafón. A pesar de todo, a sus cincuenta y seis años, ya hacía veintidós que era el diácono principal en la sede de Iria Flavia, y Pelayo era el tercer obispo de esta sede al que servía. No es que le gustara servir a nadie, pero era lo que Dios quería e intentaba aceptarlo; tampoco tenía otra opción. Ninguno de los presbíteros u obispos a los que había servido anteriormente le habían gustado, pero al menos mantenían las formas. Pelayo, sin embargo, descuidaba su apostolado y sus obligaciones litúrgicas, y los rumores crecientes podían atraer la atención sobre otros asuntos que sí podían afectarle. 

Mientras esperaba, intentaba dar forma al discurso que expondría al conde. Al fin y al cabo, Rodrigo Velázquez era el padre de Pelayo. Pero no podía dejar que crecieran habladurías sobre la sede que podían acabar minando a todos y él tenía demasiado que perder. No podía permitir que la inconsciencia de un obispo cuyo nombramiento no era más que una recompensa a los servicios prestados por su padre, pudiera llamar la atención sobre el resto de los miembros de la sede compostelana. Especialmente sobre él. Florián era el que controlaba los donativos que, en demasiadas ocasiones, no llegaban íntegros a las arcas de la Iglesia. Desviados a su patrimonio particular, le habían enriquecido considerablemente, riqueza con la que adquiría tierras, oro, joyas… dejando una parte para satisfacer instintos de la carne cuya culpa intentaba mitigar con mortificaciones físicas. Sin embargo, el cilicio no había conseguido aún domeñar la fuerza del deseo, que satisfacía gracias al miedo y a generosas compensaciones a los padres de las criaturas con las que aplacaba el vicio que le corroía. No podía permitir que todo se derrumbara por culpa del capricho de Pelayo.

Y es que Florián, intrigado por las ausencias del obispo, le había seguido para ver en qué ocupaba el tiempo. Y sólo Dios sabe el trabajo que le costó no perderle cuando se adentró en el bosque. Afortunadamente el tiempo que llevaba en aquellas tierras gallegas le había permitido conocerlas bien. Se manutuvo a la distancia justa que le dejaba ver sin ser visto ni oído. Claro que tampoco él podía oír nada, aunque no era algo que le preocupara, tenía suficiente con ver. Y descubrió el secreto de Pelayo. Una mujer. No era como las que a él le gustaban. Rondaría los treinta, demasiado mayor. No tenía nada que le pareciera especial: rubia, baja, flaca. Sin embargo, mientras los observaba hacer el amor, él abandonado a la maestría antinatural de ella que le montaba como si fuera una amazona, se mostraba plena y bella, y le amaba con tanta fuerza, emoción y pasión, que Florián no pudo evitar una erección que le llevó a masturbarse mientras los observaba. Cuando terminaron, mientras el diácono cargaba con la losa de la culpa que seguía a cualquier momento sexual, ellos, aún desnudos, se acariciaban y besaban… y hablaban, lo intuía por sus movimientos. Reprimió la ira que le provocaba aquella intimidad, algo que él no había sentido nunca. No le gustaba la mujer, pero hubiera matado por que alguien le hubiese amado así alguna vez. Sus relaciones estaban marcadas por el dolor y el llanto, por la impericia de criaturas vírgenes que no sabían qué hacer, por la violencia de forzarlas a algo que les producía horror. Le excitaba su poder sobre ellas, el miedo que sentían y que nadie las hubiera tocado nunca, pero en ocasiones echaba de menos la ternura y complicidad que acababa de ver entre Pelayo y su amante. Tenía que terminar con eso. Necesitaba hacerlo. Y ya no sólo para evitar que se descubrieran sus miserias. 

Pero, ¿cómo enfocar todo esto ante el conde? ¿Cómo haría para que el conde acabará con aquella historia? Necesitaba echar mano de todas sus habilidades para llevar a Don Rodrigo a su terreno, para que fuera él quien sintiera la necesidad de hacer volver al buen camino a su descarriado hijo.

Había pasado ya un rato largo cuando el soldado le indicó que el conde le recibiría. Entró andando despacio, con las manos cruzadas sobre el vientre, la cabeza inclinada ocultando su mirada. El conde no parecía de buen humor, seguramente sólo le había recibido por ser el diácono que servía a su hijo. 

- Bien hallado, señor Conde. Le estoy infinitamente agradecido de que haya tenido a bien recibirme con tanta premura. 

El conde le miró con desprecio. Él era un soldado y odiaba a los buitres y alimañas que poblaban los palacios, y tanto el episcopal y su propio castillo estaban repletos.

- Olvida la parafernalia y dime qué te ha traído aquí.

- Un asunto ciertamente lamentable, don Rodrigo, y que podría poner en cuestión el honor de vuestra familia, lo que no sería conveniente en estos tiempos que corren con los moros a las puertas del reino. Es por su hijo.

- ¿Pelayo? ¿Le ocurre algo? ¿Está enfermo, tiene algún problema?

Florián se desconcertó ante la sincera preocupación del conde: no era habitual que los caballeros mostrasen tan abiertamente lo que sentían.

- No, señor, don Pelayo está perfectamente. Al menos su cuerpo. Sin embargo, tengo razones para temer por la integridad de su espíritu y su vocación. 

El tono alambicado y zalamero del diácono incomodó aún más a don Rodrigo, no podían presagiar nada bueno. 

- ¿Qué demonios le ocurre a mi hijo?

- Desde hace un tiempo desatiende sus obligaciones litúrgicas y desaparece durante horas de la ciudad. Nadie sabía dónde iba ni qué hacía. 

- ¿Y ahora sí se sabe?

- Sí, ahora lo sé yo –dijo Florián.

Observó detenidamente la reacción del conde, esperando con su silencio provocar el interés de su señor. Aunque hubiera jurado que estaba alterado, ni un solo movimiento mostró emoción alguna. Don Rodrigo, seco pero tranquilo, le pidió que siguiera. Fue entonces cuando Florián le contó, sin entrar en los detalles de cómo lo había averiguado, que su hijo tenía una amante y que fornicaba con ella a plena luz del día entre los árboles, yaciendo después juntos sin cubrirse tras tan espantosos actos. 

El conde contuvo una sonrisa. Ya sabía él que su hijo no tenía vocación y que le gustaban las mujeres; aquella seguro que no era su primera amante. Pero era importante para que su familia mantuviera el poder que habían conseguido en los campos de batalla, que ejerciera de obispo en una sede tan relevante como la de Iria Flavia. Sin duda, que su hijo tuviera amantes carecía de importancia, al fin y al cabo, todos los prelados las tenían, pero debía mantener las formas.

- ¿Osas interrumpir mis ocupaciones simplemente para contarme que mi hijo tiene una amante?

- No, mi señor, no es una amante cualquiera. Es una hechicera que vive en el bosque, una mujer peligrosa que no sólo fornica pecaminosamente, sino que también fabrica pociones, bebedizos y ungüentos, quebrantando con ello las leyes divinas y humanas. Una meiga.

- ¿Me estás diciendo que Pelayo está liado con una bruja?

- Eso parece – dijo Florián sin titubear -. Y ya sabe el señor Conde lo que eso puede traer. No quiero ni pensar qué ocurriría si llegara a oídos de nuestro señor el rey Bermudo que el obispo de Iria Flavia fornica con una buja en pleno bosque. Y más en estos tiempos en los que los infieles acechan su reino por todos lados.

Rodrigo cambió de semblante. Ese miserable tenía razón. No podía permitir que el rey se enterara de esta situación. Pelayo sería expulsado, humillado públicamente, posiblemente encarcelado de por vida, lo que traería deshonor para su familia. Incluso él podría ser desposeído del condado de Galicia. No podía dejar que las cosas llegaran a más. Evitando ostensiblemente dar las gracias al diácono, le despidió sin siquiera dignarse a mirarle, lo que le ahorró ver la sonrisa de medio lado que hacía que su cara pareciera una máscara.

(Continuará...)