Un espacio abierto



Un lugar por el que pasar y, tal vez, quedarse.

sábado, 2 de noviembre de 2013

Gala Placidia





Gala Placidia nació en algún año entre el 388 y el 390 de nuestra era. Fue hija de emperador, hermana de dos emperadores, mujer de un rey godo y de un emperador, y madre de emperador. ¿Se puede pedir más? Posiblemente fuera la mujer más influyente de su tiempo.

viernes, 1 de noviembre de 2013

Leonor de Aquitania






Leonor de Aquitania (1122-1204) fue una de esas mujeres que, contra todo pronóstico dado el trato que recibían las féminas en los tiempos medievales, sobresalió por méritos propios... algo a lo que ayudó -y mucho- ser hija de Guillermo X, duque de Aquitania, y convertirse en heredera de sus tierras y feudos, tras la muerte su único hermano varón. Guillermo X murió en el año 1137 y Leonor tomó posesión del ducado, de un tamaño enorme, mayor que los dominios directos del rey francés, lo que proporcionaba a Leonor, a sus 15 años, un poder inmenso. Ese mismo año, Leonor se casó con el hijo de Luis VI de Francia, quien a los pocos meses sería coronado rey: Luis VII Capeto.

Confidencias




En las últimas semanas, parecía que a Héctor le costara salir del despacho. Andrés llevaba unos días preparando una visita a Beirut junto con otros agregados del cuerpo diplomático destinados en Oriente Medio, y se había dado cuenta de que su compañero pasaba demasiado tiempo en la oficina sin que, al parecer, tuviera ninguna tarea importante que hacer. En el Ministerio era normal que la gente se quedara más tiempo del habitual -cuestión de no quedarse atrás en las promociones-, pero en el caso de Héctor, sorprendía: nunca había destacado por querer subir en el escalafón, ni tenía grandes posibilidades siendo administrativo.

En realidad, Andrés tampoco tenía un gran interés en el escalafón, pero aun así, durante años había sido secretario consular en distintas embajadas de Oriente Medio y Latinoamérica, con estancias intermitentes en el Ministerio, en Madrid. Ahora estaba en esta fase, y aunque había pasado de los cincuenta y solía decir que quería alejarse de la vorágine (y el aburrimiento) que conllevaban las responsabilidades en cargos en los consulados, en el fondo, cuando pasaba demasiado tiempo con su madre, estaba deseando que le destinaran a cualquier sitio lo suficientemente lejos. El tiempo en Madrid se le hacía insoportablemente largo: no siempre tenía trabajo para llenarlo, así que recurría a otras actividades que si en un tiempo le resultaron excitantes, ahora ya no le satisfacían.

Héctor no era diplomático, sólo era funcionario del Ministerio, lo que hacía que aún chocaran más esas jornadas interminables. Además, tenía familia. Y aficiones. Bueno, una afición: la literatura. Hacía años que escribía, participaba en distintos talleres de narrativa, poesía, relato…, y aún conservaba la ilusión de ver su novela, esa que todavía no había conseguido terminar, publicada. Héctor siempre tenía un motivo para salir volado de la oficina. Pero desde hacía un tiempo, esos motivos parecían haber desaparecido.

Andrés y Héctor entraron en el Ministerio más o menos a la vez, hacía ya más de veinticinco años, y desde entonces habían colaborado en distintas ocasiones. Y se habían tratado también fuera del Ministerio, aunque Andrés no era proclive a tomar copas con los compañeros al margen del trabajo. Y menos, con un administrativo. Pero Héctor era diferente, carecía de la mediocridad que Andrés daba como inevitable en todos los empleados de a pie, su visión del mundo era peculiar y su trabajo era tan sólo un medio que le proporcionaba recursos económicos y le regalaba tiempo para poder escribir.

Cuando, hace unos diez años Héctor se casó, Andrés, contra todo pronóstico, estuvo en su boda. La novia -mujer desde ese día-, mona y buena chica, era, como todas las buenas chicas, anodina e insulsa. Supuso que algo habría visto Héctor en ella, pero apostó consigo mismo a que al cabo de un par de años, estaría de ella hasta las narices. Por supuesto, ganó. También apostó a que antes de eso tendrían un hijo. Pero ahí, perdió. Claro que se compraron un perro, así que Andrés no dio por completamente perdida la apuesta.

Al salir, Andrés se detuvo en la puerta del despacho dónde Héctor hacía como que trabajaba y se asomó.

-      ¿Aún por aquí? - dijo Andrés.
-        Ya ves.
-      ¿Te hace una copa? Estoy agotado y me apetece más que comer. Y ya sabes tú que yo eso de comer… - Héctor sonrío mientras miraba la barriga cada vez más llamativa de su compañero.
-       Pues sí, que yo también estoy harto de tanta oficina.

Se levantó y ya en pie, apagó el ordenador, recogió de cualquier manera los papeles que tenía por la mesa, cogió la chaqueta de la percha que colgaba del perchero y salió. En poco más de un minuto enfilaban por la calle Atocha hacia el Café Central. A ambos les gustaba ese local aunque hacía mucho tiempo que ninguno de los dos pasaba por allí, cada uno por sus propios motivos. Caminaban despacio, sin hablar. Aunque ya era primavera, anochecía y hacía fresco, así que Héctor se ajustó la chaqueta, que le quedaba un poco grande: últimamente había perdido algo de peso. En cambio, Andrés parecía haberlo ganado, aunque era tan alto que, si uno no se fijaba, pasaba casi desapercibido su sobrepeso. Héctor sacó un cigarro y ofreció, pero Andrés seguía sin fumar: ya iban para dieciséis años que resistía la tentación.

Cuando llegaron al local, se sentaron en una mesa alejada de la zona de los músicos, aunque los martes no solía haber música en vivo, pero hacía tanto que no iban que tampoco estaban seguros de lo que se podían encontrar.

-     Buenas noches. Un gintonic para mí, Bombay, por favor, y un whisky para mi amigo -dijo Andrés, buscando aprobación con la mirada: suponía que seguía bebiendo whisky. Hay cosas que no cambian.
-       Jack Daniels para mí, con poco hielo, gracias -dijo Héctor.

El camarero se alejó entre las mesas sin tomar nota en el cuadernillo que llevaba en el bolsillo de la chaqueta. Héctor fue el primero en romper el hielo.

-       Bueno, y ¿cómo van las cosas por Oriente Medio? Jodidas, ¿no?
-      Pues sí, pero nada que no sea lo de siempre. A veces pienso que todas estas historias que nos montamos los occidentales con tanta reunión y tanta cumbre, son simples fórmulas para cubrir el expediente y poder mantener abiertos esos mercados. Pero bueno, hablemos de otra cosa, que estoy saturado de tanto trabajo. Y a ti, ¿cómo te va? ¿Sigues escribiendo?
-   Sí, claro. Aunque no tanto como me gustaría. Últimamente, paso mucho tiempo en el despacho.
-       ¿Y eso?
-        Ya ves, cosas.

El camarero llegó con las bebidas y un cuenco con aperitivos variados para acompañar. Discretamente, también dejó la nota debajo del plato de las servilletas. Como si hubieran estado esperando ese respiro, o quizá porque ansiaban el relajo que provoca el alcohol al principio, ambos dieron un trago largo a sus copas.

-      Siempre son cosas las que nos atan al trabajo -dijo Andrés-. Yo, últimamente tampoco tengo demasiado tiempo para nada: salgo para Beirut en un par de semanas y aún no lo tenemos todo atado.
-      Yo ando liado con los presupuestos…
-     ¿Presupuestos? ¡Pero si estamos en abril! No creo que tengas que presentar nada hasta, por lo menos, septiembre. Tú sí que vas con tiempo -río Andrés, mientras su amigo hacía un gesto extraño, como el de los críos cuando les pillan en una mentira.
-       Pues sí, adelantando trabajo.

Dieron otro trago largo a sus bebidas -cada vez eran más pequeñas las copas-, las cogieron, hicieron una seña al camarero, y salieron a la calle: Héctor quería fumar. El tiempo estaba agradable aunque fresco y se acodaron en una de las mesas altas que, provistas de cenicero, había en la puerta del bar. Héctor sacó otro cigarro y lo encendió, aspirando profundamente, como si fuera el último cigarro que fuera a fumar en su vida. Dieron otro trago y, como ya casi habían terminado, Andrés entró y pidió otro par de copas que él mismo sacó a la calle.

-      Y ahora en serio -dijo Andrés-, ¿qué es lo que te tiene atado al despacho hasta estas horas? ¿Ya no vas a todos esos cursos a los que ibas hace unos meses? Por cierto, no me llegaste a enviar esa novela que me dijiste, ¿recuerdas?
-      Joder, es cierto, pero la verdad es que sigue a medias.
-      Pero, ¿sigues escribiendo, no?
-    Sí, claro, aunque menos que antes y algo más a mi aire. He tenido algunos incidentes en el taller literario al que asistía y me he pasado al campus virtual.
-      ¿Incidentes? ¿Qué pasó?

Héctor parecía resistirse a contar lo que le había, pero en el fondo necesitaba una vía de escape. Nadie mejor que Andrés, pensó. Era alguien ajeno a su círculo habitual de amigos: no trataba con su mujer, ni con nadie de los grupos literarios, ni con su familia… Sin duda era la persona perfecta con la que confesarse. Y es que Héctor hacía meses que necesitaba contar lo que le pasaba. Su matrimonio hacía aguas desde hacía tiempo, pero a eso ya se había acostumbrado. La hipoteca, el perro, la familia… Todo dentro de lo políticamente correcto, sin discusiones, sin malas palabras, sin nada que se saliera de la rutina. Entonces, conoció a Clara. Habían pasado poco más de tres meses desde la última vez que se vieron… y aún le dolía. ¡Cómo la echaba de menos!

-       Es largo de contar -dijo Héctor.
-       Tengo tiempo.

Era verdad, Andrés tenía todo el tiempo del mundo. Nadie le esperaba, salvo su madre que, a esas horas, seguramente ya estaría en la cama. A sus cincuenta y tres años seguía viviendo con ella, más por comodidad que por otra cosa: su enorme dúplex frente al Retiro se le hacía demasiado grande para él solo, aunque lo cierto es que nunca había pensado en llenarlo de una forma más o menos convencional. Era un lugar frío e poco acogedor, algo desangelado incluso para él, aunque para el uso que le daba, bastaba con que estuviera limpio. Y de eso se ocupaba la chica que limpiaba en casa de su madre. Cuando iba a utilizarlo, la llamaba y ella lo dejaba perfecto. Hacía un par de meses que no paraba por allí y no porque no quisiera.

-     La casa se me cae encima. Es pensar en tener que ir allí y se me revuelven las tripas -dijo Héctor.
-      ¿Tan mal estás con tu mujer?
-    No, en realidad, no estamos mal. Ni bien. Más bien, no estamos. No sabría cómo explicarlo.
-    Joder, si estás tan mal, divórciate. Tu mujer trabaja, ¿no? Y no tenéis hijos. No puede ser tan complicado.

No era tan complicado, o quizá sí. Después de todo lo que había pasado, su matrimonio era lo único que le aportaba algo de estabilidad. Sabía que era egoísta, pero no quería también romperse por ese flanco. A veces pensaba que tal vez su problema era que no sabía estar solo. Y no quería estar solo. Estaba seguro de que su mujer sospechaba que él ya no la quería, incluso hubiera apostado a que ella sufría por eso, pero no le importaba. Lo único que le importaba era que Clara no quería estar con él. Se lo había dicho bien claro la última vez que se vieron. Y eso que Héctor fue sincero con ella.

-      ¿Te apetece otro Jack’s? -dijo Andrés viendo que su amigo se quedaba callado y que ambos habían terminado su segunda copa.
-       Pues sí, pero vamos dentro, aunque no se pueda fumar: aquí ya hace frío.

Entraron en el local y se sentaron a la mesa pidiendo otra de lo mismo. Andrés pensó en qué sería lo que impedía a Héctor tomar la decisión de terminar con su matrimonio si no se sentía bien. Él nunca había estado casado, ni había conocido a nadie con quien hubiera querido casarse. Hacía unos años había vivido con una mujer, pero no le gustó: era incómodo y aburrido. Se sentía mejor solo. Bueno, a ratos solo, a ratos con su madre. También era cierto que su forma de ver a las mujeres era un tanto particular. Adoraba a las mujeres, pero no las podía soportar durante mucho tiempo seguido. Tampoco ellas solían aceptar su forma de entender las relaciones… bueno, alguna, sí. De forma que no se aventuró mucho en sus valoraciones: seguro que tendría motivos que a él se le escapaban.

-    Si te digo la verdad, alguna vez me he planteado echar estos diez años por la borda, empezar de nuevo. Pero creo que soy demasiado cobarde para hacerlo. -Héctor se bebió media copa de un trago-. En realidad lo que soy es un hijo de puta.
-      Ya será menos, ¿no?
-       No. Un perfecto hijo de la gran puta. Eso es lo que soy.

Al decirlo, Héctor no pensaba en su mujer. Pensaba en Clara. La había conocido durante un curso de iniciación a la poesía, un arte para el que él no estaba dotado. Pero Clara sí. Sus poemas eran sencillos e intensos, con fuerza; poesías que movían y conmovían a quién las escuchaba o leía. Destilaban pasión, alegría, energía. Sus poemas eran como ella. Héctor tenía claro lo que había visto en ella, pero no entendía qué había visto ella en él para enamorarse como lo hicieron. Con ella a su lado sí que pensó en dejar a su mujer. Incluso se lo dijo a Clara. Porque nunca le ocultó su estado. Clara sabía que estaba casado y, aun así, se lanzó de cabeza a aquella historia que tanto les daría. Hasta que él lo estropeó todo.

-      Pero bueno, ¿se puede saber por qué eres tan hijo de puta?
-      Verás, cuando se hace daño gratuitamente se es un hijo de puta; cuando tienes el mundo en tus manos y lo dejas caer, es que eres un gilipollas. Yo soy ambas cosas.
-       Pero hombre, ¿qué es lo que has hecho?
-      Mira Andrés -se sinceró Héctor-, hace tiempo que no quiero a mi mujer, pero no la dejo por comodidad aunque sé que sería lo mejor que podría hacer por ella, y porque la mujer a la que sí quiero, me ha mandado a tomar por culo.

Entre ellos se instaló ese silencio que sigue a una confesión. Querer a una mujer. No era algo que tuviera un gran significado para Andrés. Él no se solía enamorar. En realidad dudaba que se hubiera enamorado nunca. Le gustaba las mujeres como a todo el mundo… aunque bien pensado, no como a todo el mundo. Él sabía que su relación con las mujeres era un tanto fuera de lo común. Adoraba a las mujeres, sus voces, sus aromas, sus cuerpos, su capacidad casi ilimitada de goce si se sabían tocar las teclas adecuadas, pero odiaba esa proyección de futuro que ellas llamaban relación y que todas, tarde o temprano, acababan desarrollando. No, ahora que lo pensaba, no todas. No pudo evitar que Adriana se colase en sus pensamientos. Y eso que solía evitarla. Adriana trabajaba en la delegación de una multinacional en Bilbao que tenía negocios en Oriente Medio y se conocieron de una forma un tanto peculiar: jamás habían coincidido en persona, sólo habían tenido contacto por correo electrónico y, al principio, por cuestiones de trabajo. Aunque era consciente del proceso, nunca llegó a entender bien cómo terminaron desnudos en aquella habitación de hotel sin haberse visto ni oído nunca.

-     Igual te parece que me meto dónde no me llaman, pero ¿por qué te ha mandado a tomar por culo esa mujer a la que sí quieres?
-      Pues por gilipollas.
-    Joder, hombre, concreta algo más. -Las copas empezaban a hacer efecto, pensó Andrés, porque era lo único que explicaba que hubiese entrado de forma tan directa.
-     Verás -dijo Héctor, también suelto- hace cosa de un año me inscribí en un curso de poesía. Yo lo hacía fatal, pero allí conocí a Clara, y a fuerza de leer lo que escribía y de charlar con ella, me enamoré como un crío. Y ella también se enamoró de mí. Empezamos una historia que nos llenaba a los dos y me planteé, incluso, el divorciarme.

Andrés apuró su copa, al mismo tiempo que Héctor y, con una seña, le pidió otra al camarero. Clara, Clara, Clara… no se la podía quitar de la cabeza. Le había escrito un millón de cartas, enviado un millón de mensajes, llamado en un millón de ocasiones. Pero nada, le había borrado de su vida. No entendía cómo ella había aceptado iniciar una relación con él sabiendo que estaba casado, pero no podía perdonarle que se hubiera acostado con otra mujer una sola vez y sin que fuera nada más que sexo. Ya no sabía si lo que no podía superar era el hecho de haberla perdido o que ella no comprendiera su gesto de sinceridad.

-     ¿Y…? ¿Qué falló? Porque algo fue mal, ¿no?
-    Todo hubiera sido perfecto si hace tres meses, yo no hubiese sido tan imbécil de follarme a otra compañera del grupo, una preciosidad de veintiocho años, y tan gilipollas de confesárselo a Clara pensando que comprendería mi arrebato de sinceridad. Obviamente, no lo comprendió y me mandó a tomar por culo.
-       Joder.

El camarero llegó justo a tiempo con las copas mientras un silencio reconfortante se instaló entre ellos. Andrés, sin pretenderlo, volvió a pensar en Adriana. También le había dejado, pero de otra manera. Ellos no tenían una relación… o quizá, sí. El caso es que encajaban. Ella era lo que él quería. Una mujer capaz de aceptar citas intermitentes, sin provocarlas ni buscarlas nunca; capaz de salir del aseo de un restaurante de lujo con la ropa interior en el bolso y, discretamente, deslizarla en el bolsillo de su chaqueta; una mujer capaz de aceptar juegos sexuales cada vez más fuertes, cada vez menos convencionales; capaz de tener un orgasmo tras otro aceptando el placer viniera de dónde viniera, sin dar importancia al hecho de que Andrés fuera incapaz de tener una erección: él sólo alcanzaba el orgasmo cuando las veía a ellas muertas de placer, del placer que él les provocaba. Una mujer que nunca le exigía nada. Hasta que un día le dijo que no. Sin explicaciones. Tenía sentido: ella no las pedía, pero tampoco las daba. A pesar del no, Andrés esperó a la vuelta de uno de sus viajes y volvió a llamarla. Otro no, seguido de un la próxima vez ya no te cogeré el teléfono. Así de drástico. Le molestó, aunque si quería ser sincero consigo mismo, lo cierto era que le dolió. Por supuesto, no volvió a llamarla, aunque de vez en cuando se sorprende esperando que ella le llame.

-     ¿Sabes, Héctor? Creo que sí, que eres un perfecto gilipollas pero, por si te consuela, yo también lo soy. -Las copas hacía rato que habían soltado lenguas y conciencias- Soy incapaz de mantener una relación normal con ninguna mujer y cuando encuentro una que entra en mi juego, va y desaparece… después de mandarme también a tomar por culo. Eso sí, elegantemente. Y por si fuera poco, hace tanto tiempo que ni siquiera soy capaz de empalmarme que ya ni recuerdo cómo era.
-      Te diría que me consuela, pero mentiría.


Apuraron las copas, pagaron y salieron a la calle, donde se despidieron con un abrazo de esos que sólo dos borrachos que se han hecho confidencias son capaces de dar.  


Alma Mahler: una mujer fascinante.





Alma Mahler... Sus contemporáneos la llamaban, despectivamente, “la viuda de las cuatro artes”. Y es que, cuatro grandes artistas del siglo XX perdieron la cabeza por ella, cada uno representante de una rama del arte: Mahler, músico; Kokoschka, pintor; Gropius, arquitecto, y Werfel, poeta. Excepto Kokoschka todos fueron maridos suyos, y el último, Werfel diría de ella: “es una de las poquísimas mujeres mágicas que existen”. Una mujer realmente interesante: esta es su historia.

viernes, 17 de agosto de 2012

Contigo



Siempre me gustó este cuadro de Kokoschka. Muestra dolor y muerte, serenidad y  pérdida. Fue tan intensa la pasión que sintieron Alma Mahler y Kokoschka que ella le abandonó dejándole sumido en una tristeza infintia.  Me gusta mucho este cuadro. Y no sé por qué, al leer por casualidad el poema de Cernuda, me vino esta imagen. Sí, me gusta mucho este cuadro.

Te dejé marchar






La pasión que vivimos en esos pocos días fue un regalo inesperado, sorprendente e imprevisible. 

Recuerdo como nos conocimos, hace apenas unos meses, por pura casualidad, en esta misma playa desde la que hoy te escribo. Estaba entonces, como hoy, vacía: era la época en la que, a principios del otoño, los turistas ya habían desaparecido y el sol había cambiado su fuerza y su brillo estival por el tono apagado que anuncia el invierno. 

Tú paseabas descalzo por la arena húmeda y fría sin que la sensación te desagradase -al contrario, parecías sentirte reconfortado-, mientras recogías del suelo pequeños guijarros, lisos, redondeados e imperfectos, que lanzabas distraído al mar. Guijarros a los que el agua y la arena, con el correr del tiempo, habían dado forma. Lo mismo que te ocurría a ti, me dijiste después, que eras lo que el tiempo y la vida habían hecho contigo. 

Te vi a lo lejos, desde el porche de mi casa frente al mar. Una casa vieja y ajada que, en su día, estuvo llena de vida, pero que ahora tiene las paredes repletas de desconchones amarillentos, una vigas de aspecto añejo y esta pequeña galería llena de macetas y flores desde la cual, en los primeros días de otoño, cuando aún no hace frío, me gusta ver el amanecer, sentir cómo avanza el día, como la vida sigue, imperturbable, al margen de lo que nos ocurra a nosotros. 

Te estuve mirando largo rato, observándote atenta. Llevabas unos pantalones claros arremangados por debajo de las rodillas, una chaqueta en tonos oscuros, el pelo, plateado, alborotado por el viento, el andar y los movimientos, lentos, cansados, como tristes. Según te acercabas, pude ver -en realidad, intuir- una mirada perdida. No, más bien un gesto ausente. Y pensé qué harías allí, un sábado, paseando tan temprano en una playa desierta, qué te haría tener ese aspecto tan abatido, por qué estarías solo. Pensé en mil cosas hasta que, al alcanzar la altura de mi porche, pasaste tan cerca de mi puerta que te sentiste obligado a tener un gesto de cortesía y me saludaste con un ligero movimiento de cabeza. Y yo, por educación también, te agradecí el gesto y, sin mayor intención, te pregunté: "Qué, ¿de paseo?". Quien nos iba a decir que una frase hecha nos traería la que, seguramente, sería la última gran pasión de nuestra vida. 

Pese a tan tonto principio, la conversación fluyó, con avances y retrocesos, como la marea, sin descanso. Al cabo de un rato, te invité a sentarte y te ofrecí un café, que aceptaste, mientras seguíamos hablando de nada y de todo. Una cosa llevaba a la otra, y de la meteorología pasamos a la playa, de ésta a los turistas, ausentes durante el otoño y el invierno -afortunadamente- y de la riqueza que trae su llegada, aunque no tanta como la tranquilidad que dejan con su marcha; de lo que había cambiado todo con el turismo, que había hecho desaparecer un pueblo que ya apenas conseguías identificar con aquel que conociste en tus años de juventud, cuando aún eras viajante. ¿Te acuerdas? Sin apenas darnos cuenta, se hizo la hora de comer y tú, galante, te disculpaste por entretenerme tanto tiempo, y te ofreciste a compensarlo invitándome esa noche a cenar en un restaurante del puerto. No había nada que compensar: disfruté tanto de aquella primera conversación que acepté sin pensar. Sin pensar, como tantas otras cosas que hicimos después. 

Fue la primera de catorce cenas, de catorce noches, de catorce madrugadas. Catorce días en los que nos contamos todo, bueno, prácticamente todo. Éramos dos desconocidos abriendo sus almas y dejando salir lo que el tiempo había ido acumulando en ellas y lo que la soledad, el miedo, la prevención, no habían dejado escapar. Hablamos de nuestras vivencias, de nuestros sentimientos más íntimos, de nuestros deseos más ocultos, conscientes de que aquello no tendría mayores consecuencias. Hablamos como se habla con quien no volverás a coincidir, con ese extraño al que sabes que nunca volverás a ver. 

Me hablaste de tu juventud, de tus ilusiones, de tus esperanzas y yo te conté de la mía, de mis anhelos, de mis expectativas. Me hablaste del mundo que habías conocido en tus viajes, de cómo cambiaba todo con el tiempo, de cómo los sitios parecían nuevos cuando volvías al cabo de los años, mientras yo te conté cómo me quedé aislada, cómo la codicia y la ambición habían acabado con mi espacio, cómo se habían ido marchando los que me rodeaban, cambiando la brisa dulce y el aroma salado que el mar nos regalaba, distinto cada día, por casas modernas, impersonales, todas iguales en algún barrio del interior de una ciudad donde no llegaban ni el aire ni la vida. 

Supe de tu trabajo, de cómo te esforzaste por llegar cada vez más lejos, por sobresalir, por destacar, por ser el mejor; me hablaste de la gente importante que habías conocido, de las decisiones que habías tenido que tomar, de los riesgos que habías tenido que asumir, de las personas con las que habías negociado, de aquellas a las que habías dirigido. Me dijiste que, a pesar de todo el éxito, a pesar del dinero, a pesar de las oportunidades que te había supuesto esa posición de poder, echabas de menos el reconocimiento, no te sentías recompensado, ni satisfecho, que si hoy tuvieras que volver a vivir esos tiempos, habrías preferido menos éxito, menos dinero y más satisfacción personal, sentirte cómodo y orgulloso de lo que hacías. Pero ya no podías volver atrás y, al menos, reconocías la suerte que suponía el haber conocido unos ambientes que la mayoría sólo podíamos imaginar y que te habían aportado una visión del mundo más amplia, más profunda, más abierta; que te habían mostrado las miserias de la riqueza, la mezquindad de los poderosos, la sordidez que se esconde detrás del lujo y la ostentación. 

Yo sólo pude contarte de mi vieja y pequeña escuela, cercana y sencilla, llena de pequeñas criaturas indefensas, alegres, felices, con todo por vivir; niños abiertos al mundo, sorprendidos por cada juego, por cada piedra que encontraban, por cada bicho…; sólo pude contarte de esos críos que veía crecer y marchar, para luego reencontrarlos en alguna calle del pueblo, primero de la mano de sus madres, luego con los amigos y, al final, abrazados a sus novias. Y me sentía feliz de verles, de seguir su evolución, de que me reconocieran; me sentía feliz al saber de su vida y que no se habían marchado del todo de la mía. 

Me hablaste de las mujeres que habían pasado por tu vida: amores, amigas, amantes; yo te hablé de los hombres que ocuparon la mía: un marido, algún amante, y mi amor. Me confesaste el vacío que sentías a pesar de haber tenido en tus brazos y en tu cama a mujeres que parecían inalcanzables, pero que a ti no te dejaron nada, salvo un lejano recuerdo que, en ocasiones, ni siquiera era bueno. Me hablaste de los éxitos y de fracasos y de tus dos grandes amores, del dolor de su pérdida, del vacío que dejaron en tu cuerpo y en tu alma y que nunca pudiste llenar a pesar de las muchas amantes -expertas y complacientes, algunas; insustanciales y anodinas, la mayoría- que pasaron por tu vida. Mi historia quedaba en nada al lado de la tuya aun cuando se parecieran algo: un matrimonio fracasado y amantes que dejaban tristeza a su paso. Sólo que yo salí de esa rueda y viví un amor tardío, pleno e intenso, de los que dejan una indeleble huella en el corazón y que la muerte me había arrebatado hacía apenas un par de años, dejándome sumida en una tristeza y un desconsuelo imposibles de explicar; un sufrimiento que el trabajo y los niños con los que ocupaba mis días, mitigaban, pero que al llegar la noche volvía, porque no había manera de conseguir alejar los recuerdos para descansar tranquila y dormir. 

Hasta que llegaste tú. Únicamente contigo, esos catorce días conseguí conciliar un sueño reparador. Sólo contigo conseguí, al fin, liberar lo que llevaba dentro, hablar de lo que me oprimía el corazón, y descansar. Sentí que contigo todo era más fácil y deseé que no acabara nunca, deseé poder sentirme así cada día. 

Porque, mientras compartíamos nuestras vivencias, nuestros recuerdos, nuestros más íntimos pensamientos y sentimientos, me acariciaste como casi empezaba a olvidar, me besaste dejando el alma en cada beso, y me amaste como ya no recordaba. Y sentí como mi cuerpo respondía a tu tacto, como vibraba y se estremecía al oír tu voz; noté que me enervaba al sentir tu piel y temblaba con tu aliento, y supe que mi alma, mi piel, mi corazón, aún seguían vivos, como si hubieran estado esperando que llegases tú a despertarlos del letargo en el que estaban sumidos tras la muerte de quien más amé. Y sentí que durante ese pequeño instante me pertenecías del mismo modo que yo a ti, y hubiera querido convertirlo en perpetuo. Pero nada es eterno. 

La magia, la ilusión, la quimera de amor, se rompieron esa última noche cuando me hablaste, al fin, de ella. Porque en esos catorce días nunca la mencionaste. Hasta esa noche, esa última noche, cuando después de amarnos sabiendo que no habría más, me contaste de su existencia, la mujer que te esperaba, la que te había esperado siempre. La que nunca supo de tus amores, la que desconocía la existencia de tus amantes, la que compartía tu casa, tu mesa, tu cama y tu vida, aquella a la que prometiste un amor eterno que, sin saber cómo, se desvaneció en pocos años. Y no necesité que me explicaras que tu vida a su lado era vacía, triste, anodina; no tuviste que contarme que no compartías ninguna ilusión con ella, ni confidencias, ni aficiones, ni secretos; no hizo falta que me dijeras que no significaba nada para ti, que hacía años que no la amabas. No fue necesario nada de eso porque, mientras me hablabas de ella, estabas conmigo, desnudo, en mi cama, abrazado a mi cuerpo y llorando en mis brazos. 

Y del mismo modo que no tuviste que hablarme de vuestro fracaso para que yo lo intuyera, el que estuvieras intentando despedirte, quizá con la esperanza de que yo hiciera algo por retenerte, me dijo que nunca la dejarías, que permanecerías a su lado, que ella estaría la primera entre tus prioridades porque te sentías culpable por los engaños y responsable de su infelicidad, sin reparar en que tu esfuerzo por mantener una ficción, sin hacerla feliz a ella, no hacía más que minarte a ti. 

Y pude haberte retenido, pude haber conseguido de ti unos días más, unas semanas más, tal vez, unos meses más. Quizá hubiera podido conseguir que te quedaras conmigo, pero, como dice la canción "… después de la última noche, yo te deje marchar". 

Fue tanto lo que recibí en el tiempo que compartí contigo -serenidad, libertad, paz-, que me pareció mezquino pedirte que te quedaras conmigo sin poder ofrecerte, al menos, tanto como me habías dado tú. Yo no podía devolverte la tranquilidad, ni sabía como conseguir que dejaras de lado los sentimientos de culpa, que te sintieras libre. No te podía devolver el hombre que fuiste, ni hacerte ver el que podrías ser. No quería pesar en tu conciencia como una mentira más, como otro disimulo, otra farsa que asumir. Y te dejé marchar, con el corazón encogido por la tristeza, pero entero, vivo y libre. 

Y por mucho tiempo que pase, te esperaré cada sábado de cada otoño sentada en mi porche junto al mar, por si un día consiguieras, al fin, ser libre y quisieras volver a mí. Aunque sé que, al igual que en la canción, no volverás jamás.

  

viernes, 10 de agosto de 2012

La invitación.




No me interesa saber cómo te ganas la vida,
lo que quiero saber yo es cuales son tus anhelos,
y si es que te atreves a soñar con realizarlos.