Un espacio abierto



Un lugar por el que pasar y, tal vez, quedarse.

viernes, 17 de agosto de 2012

Te dejé marchar






La pasión que vivimos en esos pocos días fue un regalo inesperado, sorprendente e imprevisible. 

Recuerdo como nos conocimos, hace apenas unos meses, por pura casualidad, en esta misma playa desde la que hoy te escribo. Estaba entonces, como hoy, vacía: era la época en la que, a principios del otoño, los turistas ya habían desaparecido y el sol había cambiado su fuerza y su brillo estival por el tono apagado que anuncia el invierno. 

Tú paseabas descalzo por la arena húmeda y fría sin que la sensación te desagradase -al contrario, parecías sentirte reconfortado-, mientras recogías del suelo pequeños guijarros, lisos, redondeados e imperfectos, que lanzabas distraído al mar. Guijarros a los que el agua y la arena, con el correr del tiempo, habían dado forma. Lo mismo que te ocurría a ti, me dijiste después, que eras lo que el tiempo y la vida habían hecho contigo. 

Te vi a lo lejos, desde el porche de mi casa frente al mar. Una casa vieja y ajada que, en su día, estuvo llena de vida, pero que ahora tiene las paredes repletas de desconchones amarillentos, una vigas de aspecto añejo y esta pequeña galería llena de macetas y flores desde la cual, en los primeros días de otoño, cuando aún no hace frío, me gusta ver el amanecer, sentir cómo avanza el día, como la vida sigue, imperturbable, al margen de lo que nos ocurra a nosotros. 

Te estuve mirando largo rato, observándote atenta. Llevabas unos pantalones claros arremangados por debajo de las rodillas, una chaqueta en tonos oscuros, el pelo, plateado, alborotado por el viento, el andar y los movimientos, lentos, cansados, como tristes. Según te acercabas, pude ver -en realidad, intuir- una mirada perdida. No, más bien un gesto ausente. Y pensé qué harías allí, un sábado, paseando tan temprano en una playa desierta, qué te haría tener ese aspecto tan abatido, por qué estarías solo. Pensé en mil cosas hasta que, al alcanzar la altura de mi porche, pasaste tan cerca de mi puerta que te sentiste obligado a tener un gesto de cortesía y me saludaste con un ligero movimiento de cabeza. Y yo, por educación también, te agradecí el gesto y, sin mayor intención, te pregunté: "Qué, ¿de paseo?". Quien nos iba a decir que una frase hecha nos traería la que, seguramente, sería la última gran pasión de nuestra vida. 

Pese a tan tonto principio, la conversación fluyó, con avances y retrocesos, como la marea, sin descanso. Al cabo de un rato, te invité a sentarte y te ofrecí un café, que aceptaste, mientras seguíamos hablando de nada y de todo. Una cosa llevaba a la otra, y de la meteorología pasamos a la playa, de ésta a los turistas, ausentes durante el otoño y el invierno -afortunadamente- y de la riqueza que trae su llegada, aunque no tanta como la tranquilidad que dejan con su marcha; de lo que había cambiado todo con el turismo, que había hecho desaparecer un pueblo que ya apenas conseguías identificar con aquel que conociste en tus años de juventud, cuando aún eras viajante. ¿Te acuerdas? Sin apenas darnos cuenta, se hizo la hora de comer y tú, galante, te disculpaste por entretenerme tanto tiempo, y te ofreciste a compensarlo invitándome esa noche a cenar en un restaurante del puerto. No había nada que compensar: disfruté tanto de aquella primera conversación que acepté sin pensar. Sin pensar, como tantas otras cosas que hicimos después. 

Fue la primera de catorce cenas, de catorce noches, de catorce madrugadas. Catorce días en los que nos contamos todo, bueno, prácticamente todo. Éramos dos desconocidos abriendo sus almas y dejando salir lo que el tiempo había ido acumulando en ellas y lo que la soledad, el miedo, la prevención, no habían dejado escapar. Hablamos de nuestras vivencias, de nuestros sentimientos más íntimos, de nuestros deseos más ocultos, conscientes de que aquello no tendría mayores consecuencias. Hablamos como se habla con quien no volverás a coincidir, con ese extraño al que sabes que nunca volverás a ver. 

Me hablaste de tu juventud, de tus ilusiones, de tus esperanzas y yo te conté de la mía, de mis anhelos, de mis expectativas. Me hablaste del mundo que habías conocido en tus viajes, de cómo cambiaba todo con el tiempo, de cómo los sitios parecían nuevos cuando volvías al cabo de los años, mientras yo te conté cómo me quedé aislada, cómo la codicia y la ambición habían acabado con mi espacio, cómo se habían ido marchando los que me rodeaban, cambiando la brisa dulce y el aroma salado que el mar nos regalaba, distinto cada día, por casas modernas, impersonales, todas iguales en algún barrio del interior de una ciudad donde no llegaban ni el aire ni la vida. 

Supe de tu trabajo, de cómo te esforzaste por llegar cada vez más lejos, por sobresalir, por destacar, por ser el mejor; me hablaste de la gente importante que habías conocido, de las decisiones que habías tenido que tomar, de los riesgos que habías tenido que asumir, de las personas con las que habías negociado, de aquellas a las que habías dirigido. Me dijiste que, a pesar de todo el éxito, a pesar del dinero, a pesar de las oportunidades que te había supuesto esa posición de poder, echabas de menos el reconocimiento, no te sentías recompensado, ni satisfecho, que si hoy tuvieras que volver a vivir esos tiempos, habrías preferido menos éxito, menos dinero y más satisfacción personal, sentirte cómodo y orgulloso de lo que hacías. Pero ya no podías volver atrás y, al menos, reconocías la suerte que suponía el haber conocido unos ambientes que la mayoría sólo podíamos imaginar y que te habían aportado una visión del mundo más amplia, más profunda, más abierta; que te habían mostrado las miserias de la riqueza, la mezquindad de los poderosos, la sordidez que se esconde detrás del lujo y la ostentación. 

Yo sólo pude contarte de mi vieja y pequeña escuela, cercana y sencilla, llena de pequeñas criaturas indefensas, alegres, felices, con todo por vivir; niños abiertos al mundo, sorprendidos por cada juego, por cada piedra que encontraban, por cada bicho…; sólo pude contarte de esos críos que veía crecer y marchar, para luego reencontrarlos en alguna calle del pueblo, primero de la mano de sus madres, luego con los amigos y, al final, abrazados a sus novias. Y me sentía feliz de verles, de seguir su evolución, de que me reconocieran; me sentía feliz al saber de su vida y que no se habían marchado del todo de la mía. 

Me hablaste de las mujeres que habían pasado por tu vida: amores, amigas, amantes; yo te hablé de los hombres que ocuparon la mía: un marido, algún amante, y mi amor. Me confesaste el vacío que sentías a pesar de haber tenido en tus brazos y en tu cama a mujeres que parecían inalcanzables, pero que a ti no te dejaron nada, salvo un lejano recuerdo que, en ocasiones, ni siquiera era bueno. Me hablaste de los éxitos y de fracasos y de tus dos grandes amores, del dolor de su pérdida, del vacío que dejaron en tu cuerpo y en tu alma y que nunca pudiste llenar a pesar de las muchas amantes -expertas y complacientes, algunas; insustanciales y anodinas, la mayoría- que pasaron por tu vida. Mi historia quedaba en nada al lado de la tuya aun cuando se parecieran algo: un matrimonio fracasado y amantes que dejaban tristeza a su paso. Sólo que yo salí de esa rueda y viví un amor tardío, pleno e intenso, de los que dejan una indeleble huella en el corazón y que la muerte me había arrebatado hacía apenas un par de años, dejándome sumida en una tristeza y un desconsuelo imposibles de explicar; un sufrimiento que el trabajo y los niños con los que ocupaba mis días, mitigaban, pero que al llegar la noche volvía, porque no había manera de conseguir alejar los recuerdos para descansar tranquila y dormir. 

Hasta que llegaste tú. Únicamente contigo, esos catorce días conseguí conciliar un sueño reparador. Sólo contigo conseguí, al fin, liberar lo que llevaba dentro, hablar de lo que me oprimía el corazón, y descansar. Sentí que contigo todo era más fácil y deseé que no acabara nunca, deseé poder sentirme así cada día. 

Porque, mientras compartíamos nuestras vivencias, nuestros recuerdos, nuestros más íntimos pensamientos y sentimientos, me acariciaste como casi empezaba a olvidar, me besaste dejando el alma en cada beso, y me amaste como ya no recordaba. Y sentí como mi cuerpo respondía a tu tacto, como vibraba y se estremecía al oír tu voz; noté que me enervaba al sentir tu piel y temblaba con tu aliento, y supe que mi alma, mi piel, mi corazón, aún seguían vivos, como si hubieran estado esperando que llegases tú a despertarlos del letargo en el que estaban sumidos tras la muerte de quien más amé. Y sentí que durante ese pequeño instante me pertenecías del mismo modo que yo a ti, y hubiera querido convertirlo en perpetuo. Pero nada es eterno. 

La magia, la ilusión, la quimera de amor, se rompieron esa última noche cuando me hablaste, al fin, de ella. Porque en esos catorce días nunca la mencionaste. Hasta esa noche, esa última noche, cuando después de amarnos sabiendo que no habría más, me contaste de su existencia, la mujer que te esperaba, la que te había esperado siempre. La que nunca supo de tus amores, la que desconocía la existencia de tus amantes, la que compartía tu casa, tu mesa, tu cama y tu vida, aquella a la que prometiste un amor eterno que, sin saber cómo, se desvaneció en pocos años. Y no necesité que me explicaras que tu vida a su lado era vacía, triste, anodina; no tuviste que contarme que no compartías ninguna ilusión con ella, ni confidencias, ni aficiones, ni secretos; no hizo falta que me dijeras que no significaba nada para ti, que hacía años que no la amabas. No fue necesario nada de eso porque, mientras me hablabas de ella, estabas conmigo, desnudo, en mi cama, abrazado a mi cuerpo y llorando en mis brazos. 

Y del mismo modo que no tuviste que hablarme de vuestro fracaso para que yo lo intuyera, el que estuvieras intentando despedirte, quizá con la esperanza de que yo hiciera algo por retenerte, me dijo que nunca la dejarías, que permanecerías a su lado, que ella estaría la primera entre tus prioridades porque te sentías culpable por los engaños y responsable de su infelicidad, sin reparar en que tu esfuerzo por mantener una ficción, sin hacerla feliz a ella, no hacía más que minarte a ti. 

Y pude haberte retenido, pude haber conseguido de ti unos días más, unas semanas más, tal vez, unos meses más. Quizá hubiera podido conseguir que te quedaras conmigo, pero, como dice la canción "… después de la última noche, yo te deje marchar". 

Fue tanto lo que recibí en el tiempo que compartí contigo -serenidad, libertad, paz-, que me pareció mezquino pedirte que te quedaras conmigo sin poder ofrecerte, al menos, tanto como me habías dado tú. Yo no podía devolverte la tranquilidad, ni sabía como conseguir que dejaras de lado los sentimientos de culpa, que te sintieras libre. No te podía devolver el hombre que fuiste, ni hacerte ver el que podrías ser. No quería pesar en tu conciencia como una mentira más, como otro disimulo, otra farsa que asumir. Y te dejé marchar, con el corazón encogido por la tristeza, pero entero, vivo y libre. 

Y por mucho tiempo que pase, te esperaré cada sábado de cada otoño sentada en mi porche junto al mar, por si un día consiguieras, al fin, ser libre y quisieras volver a mí. Aunque sé que, al igual que en la canción, no volverás jamás.

  

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