Un espacio abierto



Un lugar por el que pasar y, tal vez, quedarse.

lunes, 20 de enero de 2014

Mirada



Se distrajo en la cocina preparando café el tiempo justo para no percatarse de que ella había encendido la luz. No importaban esos pocos segundos: tenía todo el tiempo del mundo.

La vio dejar algunos libros y documentos desparramados en el sofá, y el bolso sobre la mesa del comedor junto al jarrón de las flores secas, abierto, mostrando parte de lo que había dentro: la cartera, el tabaco, la bolsita de maquillaje, un cuadernito rojo con un bolígrafo plateado enganchado en la solapa… Todo un mundo el bolso de las mujeres, pensó. Ella dejó el salón y entró en el dormitorio quitándose la chaqueta como si tuviera prisa. La puso en la cama mientras desaparecía por la puerta del baño. Aunque no podía oírlo, imaginó el ruido del agua de la ducha cayendo sin obstáculos aún, esperando alcanzar la temperatura adecuada. 

Todavía humeaba el café mientras pensaba que esa premura se debía, sin duda, a que iba a salir. ¿Dónde iría? ¿Tendría alguna reunión de última hora? ¿Una cena de trabajo? ¿Una cita? Un pequeño atisbo de celos asomó a sus ojos, pero rápidamente lo reprimió: no tenía derecho a mostrarse celoso; ni él lo había sido nunca, ni ella le dio jamás motivo.

Salió del cuarto de baño, ya desnuda, y recorrió el camino en sentido inverso, hacia la cocina, con ropa entre los brazos para llevarla a la lavadora. Su desnudez daba un aire sensual, casi erótico, a ese acto tan cotidiano. Volvió de la cocina ya con las manos vacías, con ese contoneo que la caracterizaba: incluso cuando creía estar sola sus movimientos eran suaves, dulces, sinuosos. Se volvió a perder en el baño mientras él daba un sorbo al café que hacía rato se había quedado frío. No le importó: el café le gustaba de cualquier manera. Como ella. 

Nunca llegó a entender del todo porque se había enamorado de él, porque había cerrado los ojos a las diferencias, entregándose sin exigencias. Nunca llegó a entender qué había visto en él, y eso le hacía sentirse inseguro, buscando siempre ir un poco más lejos para merecer que una mujer así, como ella, le amara. Nunca llegó a entenderla del todo. 

Envuelta en una toalla enorme salió del baño, secándose el pelo, ladeando la cabeza para que toda la melena cayera de un lado y poder secarla con mayor facilidad. Al enrollar la toalla pequeña en la cabeza, se le cayó la grande que la envolvía y habría jurado que la sintió tiritar por el cambio de temperatura. Hubiera querido ir a abrazarla, darle calor, jurarle que todo estaba bien… pero no, no podía invadir esa intimidad que tanto le fascinaba. Ella recuperó la toalla poniéndosela mientras volvía a desaparecer tras la puerta del baño.

Le gustaba mirarla así, con distancia, sin que ella se supiera observada. La veía plena, serena, esencial: como era ella de verdad. Y le volvía esa sensación de pequeñez que siempre le invadía cuando la pensaba, ese sentirse insignificante a su lado, esa impresión de futilidad que ella, sin saberlo, le imponía. 

Al cabo de un rato, ya con el pelo seco y ligeramente maquillada, salió de nuevo del baño y abrió la puerta izquierda del armario: la de los vestidos. Definitivamente tenía una cena. Seguro que eran asuntos de trabajo. Era una profesional de éxito, como él, pero ella lo afrontaba paciente, sin sucumbir al estrés. Se puso un vestido azul noche, de largo medio, por debajo de la rodilla, con escote cuadrado y manga corta. Sí, definitivamente, era trabajo. Sin saber por qué, respiró tranquilo. Se puso una chaqueta sastre encima del vestido, beige, ceñida de corte clásico, elegante. Eligió el mismo tono para los zapatos, de tacón medio, y para el bolso, armado, firme, como correspondía a la imagen de seriedad que pretendía ofrecer. Estaba maravillosa: la seguridad con la que elegía la ropa se correspondía con la firmeza con la que afrontaba cualquier aspecto de su vida. Era una persona con la que se podía contar, en la que se podía confiar. Como él cuando olvidaba sus recelos y permitía que los demás le vieran como era… pero eso no ocurría siempre.

Y es que cualquiera que los hubiera visto juntos habría pensado en ellos como almas gemelas con cualidades y valores similares, aunque en el fondo… eran tan diferentes. Él era un hombre lúcido, pero no le parecía suficiente: quería ser -o, al menos, parecer- más inteligente que los demás; ella, aunque no lo era tanto, no necesitaba ser más que nadie: se aceptaba tal cual. Él aparentaba seguridad en sí mismo; ella la había conquistado. Él necesitaba destacar; ella, no, aunque no pasara desapercibida. Él se desesperaba por sus escasos errores, negándolos incluso; ella asumía y aprendía de los suyos, mucho más frecuentes. Él tenía que imponerse, demostrar constantemente ser el mejor; ella, sencillamente, hacía lo mejor que sabía. Él se agotaba en tanta postura e impostura mientras que ella, simplemente, estaba. 

Pero por encima de todo, él la amaba. Por sus virtudes, las de ella. Pero le hacía la vida imposible. Por sus defectos, los de él. Y es que, por más que había intentado evitarlo, se sentía apabullado, incapaz de aceptar la diferencia, de asumir que no era mejor que ella sino simplemente diferente, incapaz de reconocer que era una mujer que valía la pena. Admiraba su fuerza, su valentía, pero no aguantaba que los demás lo valoraran; adoraba su belleza, pero no soportaba saber que no era el único que la había disfrutado; amaba su esencia, la que aceptaba su imperfección como parte de sí misma sin por ello sentirse menos, y odiaba la suya, la de él, igual de perfecto e imperfecto a un tiempo, pero incapaz de asumirse como tal.

Y su propia incongruencia le llevó a comportamientos calculados y dañinos en los que la hacía sufrir de forma consciente, medida. Cualquier cosa que ella hacía la calificaba, solapadamente, de forma negativa; compensaba los halagos con la constatación de algún defecto intentado evitar que se sintiera lo hermosa que él la veía en la realidad; cualquier decisión, por buena que le pareciera, siempre se encontraba con un “pero”. Todo era criticable, siempre de forma encubierta, escondiendo los reproches entre elogios y alabanzas, como si no pudiera aceptar que algo fuera bueno o estuviera bien hecho sin ponerle la puntilla. Y la agotó. Sin más. 

Desde entonces se conforma con contemplarla desde la ventana de su salón, el de él, donde tiene un telescopio de alcance medio siempre enfocando a la fachada del edificio en el que se abren los ventanales de la cocina, el salón y el dormitorio. Los de ella.

2 comentarios:

  1. Bellísimo relato con altas dosis de empatía, Mayte, como siempre... Y volvemos a esas miserias que nos caracterizan como especie. Si el de la lado es mejor, en lugar de alegrarnos y disfrutar de sus virtudes, hagámosle menguar al máximo por sí deja en evidencia que no estamos a la altura. Hay personas que brillan con luz propia y son aquellas que no necesitan de artificios o esfuerzo alguno para que esa luz sea vista por todos, lástima que en lugar de nutrirse de esa luz, muchos de quienes les rodean opten por apagarla. Abrazucu apretadín y mi más sincera enhorabuena

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    1. Qué bien, Maga, que te haya gustado. La verdad es que el mundo está lleno de gente así, gente que necesita ser más que los demás, que necesitar quedar por encima para darse valor a si mismos. Ni siquiera son malos. Pero se hace difícil tenerlos cerca. Gracias por tu comentario, tan intenso como siempre. Es un lujo contar con lectoras como tú. Un abrazo. :)

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