Un espacio abierto



Un lugar por el que pasar y, tal vez, quedarse.

viernes, 10 de enero de 2014

Catarsis




El olor de la tela quemada le resulta más desagradable de lo esperado, pero el contraste del fuego con el negro del tejido hace que se quede mirando absorto como arde una parte de su vida. El crepitar de las llamas decrece al mismo ritmo al que se consumen los hilos, enredados unos con otros, fundiéndose con algún componente de plástico -seguramente el que deja ese olor- en una maraña imposible de descifrar.

Recuerdo el rastro de su perfume anunciando… no sabía el qué. Su voz revelando su boca, entreabierta, augurando… tampoco lo sabía. ¿Tienes fuego? Qué manido suena, lo sé, pero lo cierto es que así comenzó todo. Son tantas las cosas que empiezan de una forma tonta. Y sí, tenía fuego, tuve fuego durante los diez meses en los que ella llenó mucho más de lo que ocupaba. Pero de eso no fui consciente hasta mucho después.

Él ya no se acuerda del color de sus ojos. Son tantas las cosas que ha olvidado. Otras no. El poco tiempo que compartían no leía, apenas comía, sólo dormía cuando ella lo hacía… todo su tiempo era para ella, como si intuyera que llegaría un momento como éste, en el que quemaría todo lo que la traía a su memoria. Rayuela, un cuaderno negro por estrenar, un foulard rojo, sus pendientes, los vaqueros, unas medias olvidadas… está quemando todo lo que ella dejó allí, incluso, las sábanas que sólo usaba cuando dormía con ella. A su memoria vienen aquellos días en los que casi no tenía a tiempo para lavarlas. En los últimos tiempos, apenas si salían del armario.

Aquel primer invierno fue vertiginoso: siempre tuvimos la sensación de que nos robaban el tiempo. Aunque salía a diario con la moto, sólo o con amigos, los fines de semana los exprimíamos juntos. Pero al llegar la primavera, como todos los años, empecé a organizar los viajes a las reuniones moteras: Carapinheira, Taluyers, Hendaya… además de las clásicas en España. Nuestros tiempos se distanciaron, nosotros no. Igual fue difícil para ella; para mí, lo era. Pero no pensábamos, sólo vivíamos el momento, nos perdíamos en el presente, el futuro parecía lejano. Nunca se me ocurrió pensar que un día, simplemente, no habría mañana.

Hace ya un mes desde que ella se fue y él aún cree oír sus pasos leves arrancando quejidos a la madera vieja, ver su silueta recortada por la luz de la noche entrando por el ventanal, notar su hueco en la cama. A veces, algunos amaneceres, en ese punto en el que se funden la vigilia y el sueño, está seguro de sentir su aliento en la nuca. Pero se despierta, y aunque hubiera jurado que las sábanas seguían oliendo a ella, la cama vacía le recuerda que ya no está. Por eso hoy lo quema todo, cree que así podrá deshacerse de su recuerdo. Pero ahora que todo ha ardido, ahora que sabe que no queda nada suyo, sigue sintiéndola sabiendo que no ha servido de nada ese juego catártico destinado a relegarla al olvido.

Estábamos en Müllheim, otro septiembre más. Me había costado irme, ni siquiera me apetecía, pero no podía dejar de hacerlo, siempre lo había hecho. Aunque me moría de ganas de estar con ella, simplemente pensé… la semana siguiente. Habían pasado más de tres desde la última vez que pudimos estar juntos y varios días desde que recibiera el último mensaje. No me extrañó: los problemas de cobertura eran habituales en ruta. Cuando al final llegaron todos los mensajes acumulados, no eran de ella. Ya ni recuerdo quién los envío ni lo que decían. Sólo recuerdo que no llegué a tiempo. Y sé que es absurdo, pero desde entonces la moto se cubre de polvo en el garaje y yo no puedo dejar de pensar que, si hubiera dormido conmigo, quizá sí habría despertado. O quizá, no, pero al menos habría dormido conmigo.

La ventana abierta cambia el olor del pasado quemado por el del frío de la noche. Desnudo, tirita frente a la ventana que cierra lentamente, mientras su mirada se pierde en la nieve de la montaña que una luna llena de invierno, revela con luz clara y fría. Era esa noche perfecta, la que habían soñado tantas veces: madera, luna, nieve, fuego… Sólo faltaba ella, iluminando el negro que nunca más volvería a tener su cama.





jueves, 9 de enero de 2014

Expectativas.

Y para terminar la noche... una historia sobre expectativas fallidas. 



Se incorporó lentamente. Sentada al borde del sofá, prendió un cigarrillo con la lumbre de una vela casi consumida que titilaba entre platos con restos de cena y copas a medio vaciar. Apuró la suya de un trago. Ya en pie, se dirigió hacia la ventana sin hacer ruido. La luna, rota por nubes desgarradas, inundaba el salón. Una luz en el edificio de enfrente le recordó que estaba desnuda; se cubrió con la cortina mientras seguía mirando la blancura con la que la luna, impúdica, invadía la noche.

Las tres de la madrugada. O de la noche. Daba igual. Las tres y no podía dormir. La pantalla aún seguía encendida, surcada de temblorosas rayas grises que hablaban de un final que, ocupados en otras cosas, no habían llegado siquiera a intuir. Intentó recordar qué película habían visto. No pudo. Tampoco importaba. Sí recordaba sus ojos, expresivos, inteligentes, alegres. Y su voz, profunda sin ser grave, y la conversación: el valor de las cosas, del tiempo, de la vida. Mejor dicho, los distintos valores según de dónde vinieras.

Ella le escuchaba, atenta, bebiendo de sus experiencias, plasmadas en un libro de fotos que hojeaban con cuidado. Él sentía su admiración y le agradecía con cada golpe de voz, el interés que ella, con la mirada y el gesto, le regalaba. Dejaron de lado el libro y pusieron la película con la intención de verla mientras cenaban. My blueberry nights, sí, ahora se acordaba. Ella, como la protagonista, también intentaba saber quién era tras la ruptura, no hacía tanto. Tiempos tristes que intentaba dejar atrás. Una historia como tantas. Hundida en la rutina no supo ver que el amor había muerto. Sin discusiones ni tensiones, era fácil dejarse llevar por la inercia de la costumbre. La pasión, poco a poco, se diluyó en el aburrimiento de una convivencia gastada, hasta que una chispa insignificante hizo saltar todo por los aires. Una chispa que prendió el fuego del despecho y la venganza; una chispa que iluminó lo peor de alguien a quién creía íntegro; una chispa que la dejó con quemaduras que, aunque curaron, dejaron marcas. Al principio dudó si había acertado al dejarle; después, se sorprendió de no haberlo hecho antes; ahora, intenta olvidar en los brazos de otros hombres.

Y allí estaba, con un hombre nuevo, diferente, encantador. No hicieron caso de la película, que quedó como murmullo de fondo. Él siguió contando y ella no dejó de escucharle mientras la cena avanzaba lentamente. Ante sus ojos recreaba las escenas que, a lo largo de los años, había visto a través del objetivo. La alegría, la miseria, ambas de la mano. Rellenaba su copa aun cuando no estuviera vacía. Bebía de la suya, mientras las palabras empezaban a perderse enredadas en efluvios alcohólicos dentro de su cabeza. Y siguió contando de la mirada de los niños con un Kalashnikov en las manos, de la ilusión de quienes por primera vez ven una muñeca, de los ojos hueros de las mujeres violadas, de la esperanza de la música que surge de la nada, del vacío de las madres que entierran sus hijos, de la fuerza del consuelo de misioneros o cooperantes.

Las tres y cuarto. Miró hacia el sofá en el que el hombre, ajeno a sus movimientos, dormía profundamente. Volvió a él, apagó el cigarro y sin que el más leve rumor delatara su cercanía, recorrió su espalda con la yema de los dedos en una caricia lenta, sutil y dulce, deslizando suavemente sus pechos sobre él hasta llegar a su oído y susurrarle palabras de las que sólo era perceptible el roce del golpe de aliento en la piel que terminó en un beso, casi invisible, en su cuello laxo. Un movimiento inconsciente, como de cansancio, fue la única reacción.

Habían seguido con el vino y parecía que había pasado una eternidad desde la primera caricia, tímida, en la mano, y él, cómodo, seguía contando, cada vez más lento, mientras se dejaba acariciar. No era lo que había imaginado, pero al menos se dejaba querer y recibía lo que ella le daba apreciándolo como el regalo que era. Respondió a sus labios con el silencio de su lengua y a sus manos con la presión de sus brazos. Pero no eran esos los besos que esperaba ni su piel respondía como ella deseaba. Quizá fue el alcohol, quizá la impaciencia, pero todo fue tan rápido. Tierno, dulce, pero pasó sin sentir. La abrazó, intentando acogerla, y acunado en el olor de su pelo, se durmió. Ella quiso que fuera suficiente, quiso dormirse a su lado, quiso creer que eso era lo que había soñado.

Las tres y media. Un solitario motor rompió el silencio de la noche. Ella se apartó. Su piel se consumía añorando las horas de pasión que le faltaron; echó de menos caricias, besos, palabras de amor, aun sabiendo que hubieran tenido fecha de caducidad para aquella misma noche. 

Deambuló sigilosa por el salón, perdida en un espacio tan frío y vacío como su ánimo. Buscó en el revoltijo de ropas enredadas que yacían en el suelo y se vistió con la misma calma con la que se había movido hasta ese instante, envuelta en el mismo silencio que lo invadía todo y del que ella parecía un elemento más. Se ajustó el cinturón del abrigo y buscó un papel para dejar una nota. No lo encontró. Sacó el teléfono del bolso y, con breves y concisos movimientos, puso en un escueto mensaje un adiós escondido entre agradecimientos.

Cerró la puerta tras de sí mientras, en un extremo de la mesa, junto a las copas vacías, una pequeña luz intermitente hablaba de un mensaje no leído.

Los orígenes (IV y final)




Y por fin, llegamos a la Historia nosotros, los Homo sapiens, seres soberbios convencidos de ser el centro del universo y los reyes de una supuesta creación cuando, en realidad, tan sólo somos una etapa más en la evolución de las especies. Quizá la consciencia de finitud no gustó a nuestros ancestros y para ello, yendo un poco más allá de lo que fueron los neandertales (que recordemos que enterraban a sus muertos al tiempo que les rendían un cierto culto), inventaron una serie de espíritus y dioses que explicaran lo que a ellos les resultaba inexplicable (después, la ciencia lo ha ido explicando casi todo) y para que dieran un sentido trascendente a la vida humana; trascendencia que quizá no sea tal. Pero no nos adelantemos, que nuestros pobres sapiens primitivos bastante tenían con sobrevivir. 

Allá por el 160.000 BP (que significa before present, una nueva forma de datación arqueológica que establece 1950 como presente sustituyendo la datación tradicional de a.C., antes de Cristo), mientras Europa era tierra de neandertales y Asia de erectus modernos, los Homo ergaster que habían quedado en África habían evolucionado tanto que se habían transformado ya en otra especie: el Homo sapiens, eso sí, en un estadio aún muy primitivo y, por tanto, algo diferente de los sapiens actuales, que somos nosotros. Estos nuevos individuos africanos, ante un importante crecimiento demográfico y una disminución de los recursos en la zona en la que vivían debido -otra vez- a los cambios climáticos (poco a poco se empezaban a retirar los hielos del norte lo que suponía una disminución importante de las lluvias en África, disminuyendo la selva y los recursos alimenticios), se pusieron de nuevo en marcha y abandonaron África para, esta vez sí, extenderse por todo el planeta.





Por supuesto hay quienes se niegan a admitir el origen africano de la especie (esto supone que la especie humana actual deriva de individuos negros que, por adaptación evolutiva, al estar lejos de las zonas donde los rayos solares inciden con mayor fuerza, fueron perdiendo la melanina y se convirtieron en individuos de pieles más claras) y han llegado a desarrollar teorías que rechazan la de la Eva Negra (¡qué nombre tan poético para una teoría científica!) que es como se conoce a esta hipótesis de un único origen para toda la especie. La teoría alternativa (multirregional) supone que las distintas razas surgieron de distintas especies: así los negros descendería de los ergaster evolucionados, los orientales de los erectus y los caucásicos, de los neandertales. Sin embargo, la ciencia se ha empeñado en negar esta posibilidad no sólo por el estudio formal de los huesos, la distribución y frecuencia de los fósiles en el espacio geográfico, sino por el análisis del ADN. Pero no el del ADN ‘normal’, ese que tenemos en los núcleos de todas y cada una de nuestras células, sino el análisis del ADN mitocondrial, que únicamente se transmite por vía femenina, y más concretamente, por el estudio de las variaciones que se producen en él. Si he de ser sincera, no he llegado a entender por completo los mecanismos científicos de esta cuestión (que son complejísimos para alguien sin formación científica sólida, como yo) pero en síntesis lo que se infiere de las conclusiones de los estudios realizados en muestras amplias de población de todos los continentes, es que toda la especie humana tiene un origen común en una mujer africana, desechando la teoría multirregional, que tiene cada vez menos adeptos en el mundo científico y más entre los que se siguen negando a admitir un origen africano para la especie y siguen creyendo en las diferencias raciales.

Así pues, tenemos ya a nuestros antecesores dispuestos a moverse por el mundo, con una tecnología mucho más evolucionada, al igual que sus estrategias sociales y de aprovisionamiento de alimentos y de materias primas, lo que les permitirá explotar con éxito los distintos medios en los que se instalan. Y se mueven siguiendo una ruta que, desde la zona del valle del Rift les lleva hasta la franja palestina y Oriente Próximo, desde donde a su vez se reparten hacia el este (Asia) y hacia el oeste (Europa). A lo largo de los siguientes milenios los Homo sapiens irán aumentando de número y colonizando distintos territorios por Asia y Europa. Hace unos 25.000 años llegarían hasta el estrecho de Bering (el punto de encuentro entre Siberia y América), congelado en esos tiempos, pasando desde ahí a América. Cualquiera que observe a los americanos autóctonos (los pocos indígenas que aún sobreviven, tanto del norte como del sur) verá que tienen mucho mayor parecido con los asiáticos que con los caucásicos europeos o los negros africanos y esto se debe a su tardía colonización por individuos que ya habían adquirido rasgos orientales a lo largo de su evolución dentro de la especie.

Las sociedades de Homo sapiens también estaban mucho más evolucionadas y cohesionadas socialmente que las de sus predecesores, con una clara división de las tareas de forma que cada uno hiciera lo que mejor pudiera, una jefatura más organizativa que otra cosa, una distribución eficiente de los espacios (por ejemplo, donde se dormía no se descarnaba ni se cortaba la caza), la protección y cuidado de los indefensos y de los débiles, etc. Esto permitiría la formación de grupo tribales de mayor tamaño (los neandertales se movían en grupos de unos 20 individuos, mientras que los grupos de sapiens podían llegar a superar los 50) con las innegables ventajas que ello tenía en las partidas de caza o en la protección del campamento. Por no hablar de que evitaban aparearse entre ellos, con lo que los nuevos miembros de las tribus se veían libres de los efectos nocivos de la endogamia, lo que permitía un crecimiento poblacional importante, que se expandía (muy poco a poco: se tardaron miles de años) por todo el planeta.



También el mundo ritual de los Homo sapiens era más complejo, al igual que su cerebro. El lenguaje articulado era cada vez más eficiente, mucho más que el de otras especies, por lo que pueden poner en común estrategias de colonización, de caza y aprovisionamiento de materias primas, enseñanza de técnicas y trabajos y, en general, todo tipo de experiencias e historias, no sólo prácticas sino también espirituales. Porque es con nuestra especie con quien nace la espiritualidad surgida de la necesidad de explicación de los fenómenos naturales incomprensibles además de la necesidad de trascendencia que he mencionado antes. Al principio, posiblemente se recurriría a alguna especie de ‘espíritus’ para poder explicar fenómenos como la lluvia, los rayos, la luz, la noche…, pero llegó un momento en que hubo necesidad de entender la vida y la muerte, por lo que hubo que dar mayor poder a estos ‘espíritus’, que se convertirían en seres superiores o dioses. Todos estos fenómenos se percibían como externos por lo que debían haber sido causados por ‘algo’ y a ese ‘algo’ era al que iban dirigidas las pinturas propiciatorias buscando favorecer la caza o aumentar la fertilidad. Es el momento en el que nace el Arte, si bien los hombres prehistóricos no lo entendían como nosotros, sino como algo con una finalidad práctica bien clara: favorecer a los espíritus, dioses o lo que fuera, para que tuvieran suerte en las partidas de caza o las mujeres se quedaran embarazadas.



No podemos pensar en que el lenguaje o el arte primitivo eran meras anécdotas en la vida de las tribus primitivas, ni ignorar el peso que tuvo su evolución en el mundo que vivimos nosotros hoy. Gracias al lenguaje y al arte, los hombres más avispados, que probablemente fueran los más inteligentes del grupo, supieron convencer a los demás de que eran capaces de hablar con los espíritus: sí, con esos espíritus que controlaban el éxito en la caza y la fertilidad de bosques, animales y mujeres; esos primitivos chamanes supieron hacer creer a sus congéneres que ellos tenían el poder de hablar con la divinidad y los espíritus (para lo que no escatimarían ningún tipo de conocimiento, bien de hierbas, bien del comportamiento humano) y, por supuesto, eso les requería tales esfuerzos que les impedía trabajar como los demás en la recolección, la talla o la caza. De estos chamanes primitivos a los sacerdotes, imanes, pastores y gurús diversos de la actualidad, hay sólo una pequeña diferencia de vestimenta, porque en el fondo no dejan de ser lo mismo: una serie de personas que viven sin trabajar a costa de la ignorancia de los demás. 


Lo que ocurre es que hoy ya han pasado varios miles de años y esas creencias se han consolidado y han pasado al acervo colectivo sin que, de forma generalizada, se cuestionen de un modo lógico y racional, y así nos encontramos con personas inteligentes y formadas que creen de verdad en la existencia de un ser superior (y los hay que, con la mejor de las intenciones, dedican su vida a poner en práctica unas doctrinas complejísimas que han surgido de mezclas eclécticas de distintas historias), con personas excelentes y muy válidas que están seguros de que hubo un dios todopoderoso que nos creó a su imagen y semejanza; aunque también hay gente malvada que se aprovecha de los demás en su propia búsqueda del poder que da el dominio de la conciencia. Pero, en mi opinión, pocas veces se podrá ver un ejercicio de soberbia de semejante calibre: creerse el centro del mundo y creados ex profeso para dominar el planeta. Y esa soberbia de creerse el ‘rey de la creación’ lleva en muchos casos a despreciar al resto de los seres vivos, cuando en realidad nunca deberíamos olvidar que los humanos somos un bicho más de la Naturaleza: los más evolucionados de los primates, pero del mismo modo que, quizá, el águila lo sea de las aves, el tigre de los felinos y la sardina de los peces. Dudo mucho, muchísimo, que nadie nos creara de la nada, ni que surgiéramos de la mente de un ser superior, ni que nuestra vida esté determinada por los caprichos de alguien que establece lo que es bueno o malo. Desde luego es mucho más creíble que la vida surgiera del sometimiento de distintos materiales inorgánicos, presentes en el universo en general y en la Tierra en particular, a condiciones atmosféricas especiales que de la mente de un dios que, sin motivo aparente (ni mucho acierto, para qué mentir), decidiera crear un mundo. De verdad que si se para uno a pensar esto de forma fría, es de lo más absurdo que puede haber.

jueves, 12 de diciembre de 2013

Los orígenes (III)





Lamentablemente, las especies de las que hablé en mi anterior post estaban destinadas a sucumbir también. Los erectus en Asia y los ergaster africanos, habitantes de nichos ecológicos que no sufrieron los grandes cataclismos derivados de las glaciaciones sino tan sólo ajustes del nivel de pluviosidad, sobrevivieron prácticamente hasta su sustitución por Homo sapiens, pero en Europa, las cosas fueron diferentes. Una gran parte de Eurasia (y también de América del Norte, lo que no es relevante para nuestro asunto ya que en el continente americano no había ninguna especie de humanos en esa época) quedó cubierta por el hielo, por lo que la población se concentró en el sur del continente y aún ahí tuvieron que adaptarse a unos fríos inimaginables. El Homo antecessor dejó paso al Homo heidelbergensis y éste al Homo neanderthalensis, siendo estos últimos los únicos europeos autóctonos de verdad, ya que el Homo antecessor era de origen africano; es más, estas dos especies únicamente se desarrollaron en Europa. 



Los heidelbergensis y sobre todo sus sucesores, los neandertales, eran individuos muy robustos y perfectamente adaptados al durísimo clima de la Europa de las glaciaciones. Eran inteligentes y además de desarrollar una tecnología (musteriense) muchísimo más avanzada que la de sus predecesores que requería importantes estrategias de planificación, se cree -tras estudiar sus órganos fonadores y la forma de algunas partes del cráneo, en concreto las que están en contacto con la parte en la que se ubica el control del lenguaje- que tenían capacidad para haber desarrollado un lenguaje articulado, que no necesariamente sería como el nuestro, pero sí que les serviría para transmitir sus pensamientos y emociones. Y es que los neandertales ya tenían un conocimiento o intuición de la muerte y de la trascendencia, lo que se muestra no sólo porque enterraran a sus muertos, sino porque esos enterramientos iban acompañados de rituales funerarios, como ofrendas de flores, de ajuares de objetos o huesos de animales, ceremonias con cráneos manipulados y pigmentos, etc. No sólo eran plenamente conscientes de la diferencia entre la vida y la muerte y del carácter definitivo de esta última, sino que al igual que nosotros, se negaban a creer que todo acabase con el hecho de morir, motivo por el que desarrollaron las ceremonias funerarias y el culto a los muertos. Los Homo sapiens, no contentos con el culto a los muertos, fuimos un poco más allá e inventamos a los dioses.




Pero volviendo a los neandertales, una de las cuestiones más interesantes fue la de su desaparición. No faltan quienes hablan de una extinción masiva a manos de una nueva especie, si no más fuerte (ninguna especie humana, salvo quizá algunos heidelbergensis, ha tenido mayor fortaleza física que los neandertales) sí más efectiva, los Homo sapiens, recién llegados de África y con quienes convivieron varios miles de años, pero no parece que hubiera grandes matanzas de neandertales. Más bien parece que los neandertales se extinguieron porque se vieron relegados a las zonas menos ricas en recursos, ya que las mejores fueron ocupadas por los nuevos pobladores, que traían una tecnología mucho más efectiva y una organización social más cohesionada. Y lo que se ha vuelto a descartar por completo en los últimos estudios arqueológicos y biológicos, es que hubiera ningún tipo de intercambio genético duradero (es decir, que entre los humanos actuales nadie tiene genes de neandertal) entre las dos especies, lo que no significa que no se hubieran apareado entre sí, aunque, por supuesto, sin poder conseguir descendencia fértil.

La llegada de nuestra especie y su expansión por el mundo tendrá que esperar a la siguiente entrega.

miércoles, 11 de diciembre de 2013

Los orígenes (II)

Koobi Fora (Kenia). Hogar de los primeros Homo.

Retomando el anterior post, sería hace unos dos millones de años cuando surge el primer representante del género Homo: el Homo habilis. Los habilis eran unos tipos chiquititos, de apenas metro y medio, con rasgos bastante simiescos y con unos cráneos un poco más grandes (entre los 600 y los 850 cc.) que los de los australopithecus (que apenas llegaban a los 500 cc.) y más redondeados. Sin embargo, el tamaño del cerebro no era tan importante como el cambio en la forma en la que trabajaba ese cerebro, que fue lo que les permitió hacer lo que diferenciará a los Homo del resto de los primates hominoideos: pensar. Y ¿cómo se sabe que estos individuos pensaban si sólo se han encontrado restos óseos fosilizados? Pues porque eran capaces de hacer algo que los demás hominoideos no podía: fabricar cosas.

Instrumentos fabricados por Homo habilis.

Actualmente, se ha observado que algunos primates superiores como los chimpancés y los gorilas son capaces de utilizar instrumentos para conseguir alimentos (por ejemplo, los chimpancés usan palitos para capturar termitas y hormigas dentro de los troncos de los árboles) pero siguen siendo incapaces de fabricar nada. Y es que fabricar cualquier cosa, por muy sencilla que sea, como un chopper o un bifaz, implica, además de la intencionalidad consciente, una serie de procesos mentales de los que los otros primates carecen: conciencia clara de una necesidad, conocimiento del medio (el bien fabricado) para poder satisfacerla, proyección mental de instrumento que se ha va realizar, habilidad para seleccionar la materia prima, destreza en las manos para tratar esa materia prima, etc. 

Así pues, lo que distingue a la especie humana (los Homo, en general) de los demás primates es el pensamiento, la razón, sea en la medida que sea, porque es obvio que no tenían la misma capacidad racional los Homo habilis que los distintos Homo que les sucedieron en el tiempo. Del mismo modo que se producían cambios físicos, también se producían cambios en el tamaño y estructura del cerebro, lo que permitía no sólo adaptarse mejor al medio, sino llegar incluso a controlarlo. Así, los Homo ergaster, ocuparon el nicho ecológico que dejaron los habilis al extinguirse ya que éstos fueron incapaces de adaptarse a las novedades, mientras que aquellos, con mayor capacidad cerebral, lograron adaptarse mejor al medio y desarrollar estrategias alimenticias, técnicas y vitales nuevas para sobrevivir. 

Cráneo de Homo habilis

De esta forma, los ergaster asumieron los cambios en sus pautas alimenticias (la desecación progresiva del clima había cambiado la vegetación de la que se alimentaban), perfeccionaron los cuchillos y hachas de mano, haciéndolos más racionales (mayor filo útil por unidad de materia prima, selección de mejores materias primas), empezaron a practicar el carroñeo y, a veces, la caza, con estrategias de grupo (muy pobres, evidentemente) y cuando las cosas se pusieron muy difíciles para que tantos individuos sobrevivieran en una cada vez más seca sabana africana, empezaron a emigrar hacia otras zonas hace aproximadamente un millón de años. En cambio, los habilis no fueron capaces de adaptarse y desaparecieron. 

Se podría pensar que los ergaster que emigraron fueron los mejores de la especie, los más listos, pero al parecer no fue así: fueron precisamente los más débiles y menos inteligentes (es decir, los que aún no poseían la ‘tecnología’ más avanzada) los que se marcharon, ya que los mejores se quedaron con las tierras buenas de África y los ‘expulsaron’ hacia la periferia. Este fenómeno migratorio no ha cambiado prácticamente nada: los emigrantes son los más débiles (primando hoy el aspecto económico por encima de los demás, pero no deja de ser una debilidad) mientras que los dominantes son los que se quedan en su tierra y en su casa: lo básico, lo esencial, ha cambiado muy, muy poquito. Además, el hecho de que fueran los menos evolucionados los que emigraran explica porque, para idénticos periodos temporales, mientras en la zona oriental de África se encuentran herramientas evolucionadas, en Europa o Asia, las herramientas que acompañan a los fósiles son aún muy primitivas.

Así, a lo largo de los siguientes miles de años, esta especie humana ocupó las distintas zonas del planeta, evolucionando en nichos ecológicos muy diferentes y dando lugar a la aparición de otras especies, en función del lugar del planeta en que se encontraran.

Homo erectus

En Asia, los ergaster se evolucionaron hacia los Homo erectus, y en Europa derivaron en los Homo antecessor, mientras que en África pervivirían los Homo ergaster aunque cada vez más evolucionados. Físicamente estas especies eran más parecidas a los humanos de hoy que las que les precedieron: cráneos -y cerebros- cada vez mayores dentición y mandíbulas más modernas, huesos más finos y largos, individuos de mayor tamaño, menor dimorfismo sexual , es decir, la diferencia entre el tamaño de los machos y las hembras; en las sociedades poligínicas donde un macho dominante tiene un harén de hembras a su disposición -como el caso de los gorilas o los australopithecus- la diferencia de tamaño entre hembras y machos era importante; sin embargo, según se va tendiendo a formar parejas más o menos monogámicas, con vistas a asegurar que la descendencia es efectivamente de ese macho, la diferencia de tamaño se va haciendo cada vez menor ya que su importancia social también es menor.

Cráneo de Homo antecessor

Serían los individuos de estas especies quienes mejorarán los instrumentos técnicos (los útiles de piedra, hueso y madera, aunque de estos últimos no se hayan encontrado restos parece lógico que se fabricaran y utilizaran) haciéndolos cada vez más eficaces y, además, fueron quienes domesticaron el fuego. Este hecho supuso uno de los mayores avances en la Historia de la Humanidad ya que, por un lado, permitió una mejora sustancial en la alimentación pues el hecho de asar los alimentos no sólo los hacía más fácilmente digeribles (de forma que, una vez más, la digestión disminuyó su necesidad de energía que volvió a emplearse en aumentar el rendimiento cerebral) sino que eliminaba muchísimas bacterias aumentando así la esperanza y calidad de vida. Pero es que, entre otras muchas ventajas, el control del fuego permitía alargar las horas de vigilia y con ello, los tiempos sociales y la consiguiente transmisión de conocimientos, experiencias, historias, etc. Los hombres se hicieron más humanos gracias al fuego y a la conversación que propiciaba entonces como sigue haciéndolo hoy.

(Continuara...)

martes, 10 de diciembre de 2013

Los orígenes (I)



Si algo me parece fascinante en la Historia de la Humanidad, son nuestros orígenes, cuándo nos hicimos, como especie, humanos. De entrada voy a dejar clara mi postura absolutamente contraria al creacionismo tanto por convencimiento académico (aunque no me dedico a ello, soy historiadora), como moral (soy agnóstica rozando el ateísmo y, por tanto, tengo más que serias dudas de la existencia de ningún ser superior: ni un dios, ni un extraterrestre de inteligencia superior; aunque me parece más probable que exista un extraterrestre superdotado que un dios omnipotente al modo cristiano o musulmán, que es algo que, pensado de forma racional, resulta bastante absurdo; pero eso no toca hoy). 

La teoría de la evolución tiene bases científicas, multidisciplinares, mientras que la creación por parte de un ser superior tiene sólo una base de fe: dos puntos de vista prácticamente incompatibles. Ya importantes teólogos, como Santo Tomás de Aquino, intentaron conciliar razón y fe y no lo consiguieron. Las teorías evolutivas, en cambio, surgen a partir de las teorías de selección natural de Lamark, Wallace y Darwin, de las teorías genéticas de Mendel, de las teorías poblacionales de Malthus, etc. y, con el tiempo, éstas se vieron corroboradas por hechos como los descubrimientos arqueológicos y paleontológicos, la uniformidad constitutiva -a nivel celular- de todos los seres vivos, el que los embriones pasen por todas las etapas de relación filogenética, la similitud en los ciclos reproductores y las semejanzas anatómicas y genéticas entre las distintas especies.

Sin embargo, hay que precisar una serie de dificultades al hablar de este asunto:

- Se trabaja con un material muy precario -los fósiles- y muy, muy antiguo: hay muestras de varios millones de años de antigüedad que, lógicamente, no están lo que se dice impecables.

- Los fósiles más antiguos, además de ser un material precario, son muy escasos y están concentrados, los de mayor importancia, en África oriental, en concreto en la zona del valle de Rift. Esto no obsta para que haya otras zonas, siempre dentro de África (como Sudáfrica), con abundante material arqueológico de primera fila.

- Las teorías evolutivas son muy volátiles y cambian cada vez que se producen nuevos descubrimientos, lo que en los últimos cincuenta años ha ocurrido con mucha frecuencia.

Es pues éste un tema muy complejo y difícil de resumir, pero como me apasiona, lo intentaré hacer lo mejor posible, aún a sabiendas de que muchas cosas quedarán por decir y otras simplemente quedarán esbozadas. 

Se cree que todas las formas de vida tienen un origen común hace unos tres mil m.a. (millones de años), a partir de materias no vivientes sometidas a condiciones atmosféricas especiales, siendo unos restos de microvegetales hallados en el escudo precámbrico de Australia los restos de seres vivos más antiguos que se han encontrado, con una antigüedad de 2.500 m.a. A partir de estos primeros organismos se habría ido produciendo, de forma lenta e inexorable, su ramificación en los distintos seres vivos hasta dar lugar al inmenso número de especies existentes, tanto presentes como extinguidas. 


Cráneo de Orrorin tugenensis

En el marco de este proceso habría llegado un momento, hace unos seis millones de años, en que se separó dentro del orden de los primates una especie primitiva de homínidos: en Tanzania se descubrieron restos de Orrorin tugenensis que eran más parecidos a los chimpancés que a los humanos, pero que ya eran considerados homínidos. Estos individuos, que posiblemente no fueran aún bípedos, evolucionarían hacia especies más adaptadas hasta llegar a los australopitécidos (que todavía no eran humanos), ya completamente bípedos y que serían los más directos antecesores de los primeros homínidos. 


Australopithecus afarensis: Lucy.

El bipedismo era una condición sine qua non para marcar la evolución en la hominización ya que permitió tanto la liberación de las manos como la posibilidad de tener una visión con mayor horizonte y el aumento del tamaño y capacidad del cerebro. Hay muchas hipótesis sobre por qué los homínidos empezaron a caminar sobre dos patas y que hacen referencia a una mejor posibilidad de alimentación, a mejoras en la vigilancia, a la adaptación a cambios ambientales (comenzaba por aquellos tiempos el desecamiento del medio africano), a cambios en las estrategias de aprovisionamiento de alimentos (aparece el carroñeo), a cambios en la organización social de los grupos, etc. Supongo que sería un poco de todo, como ocurre siempre, y estas hipótesis no dejan de ser más que eso: hipótesis sin que se puedan demostrar, hoy por hoy, de forma fehaciente.

Por otro lado, el bipedismo además de liberar las manos produjo cambios físicos de adaptación a la verticalidad (uno de los peores es que las mujeres parimos con dolor por la inclinación del canal del parto, mientras que el resto de los animales, no) y, sobre todo, un progresivo aumento del cerebro en relación directa con los cambios alimenticios y del sistema digestivo. Al tener las manos libres los homínidos adquirieron más destreza en su uso y cambiaron su tipo de alimentación ya que tenían acceso a hojas más altas de los árboles, tenían más facilidad para descarnar animales muertos aumentando su aporte proteínico, podían agarrar palos para espantar a otros depredadores y quedarse con la mejor parte, etc. Así, sus digestiones fueron necesitando cada vez menos recursos energéticos que se podían emplear en potenciar el crecimiento del cerebro. Y como una pescadilla que se muerde la cola, el aumento del cerebro permitió llevar a cabo nuevas estrategias de alimentación y cobijo (aún sin fabricar todavía nada, por supuesto: seguían sin ser humanos) que les hacía poder disponer de una dieta más efectiva que favorecía, a su vez, el desarrollo cerebral. 

A lo largo de los cuatro millones de años siguientes el género Orrorin dejó paso al Ardipithecus, éste al Australopithecus en sus distintas especies, para que, finalmente llegara el género Homo con todas sus especies. Hago aquí un inciso para diferenciar órdenes, familias, géneros y especies antes de que todos acabemos locos, mediante un ejemplo. Todos los que voy a mencionar, incluyendo a los humanos, pertenecemos al orden de los primates, al igual que los chimpancés y los gorilas, pero a la familia de los hominidae; será en el género, que se escribe en mayúsculas, donde se establezcan las primeras diferencias, dentro de ser todos homínidos. Nosotros (Homo sapiens) pertenecemos al género Homo y a la especie sapiens (en minúsculas), mientras que los australopitécidos todos son del género Australopithecus, aunque haya distintas especies (anamensis, afarensis, africanus, bahri), aunque todos somos homínidos. Por supuesto hubo distintas especies del género Homo (hábilis, ergaster, erectus, antecessor, heidelbergensis, neanderthalensis, sapiens, entre otras) pero la única que sobrevive es la nuestra: sapiens.



Los pasos de una especie a otra se constatan por la aparición de individuos diferentes y que no podían aparearse para producir descendencia fértil ya que sus cargas genéticas eran distintas. Así, cada nueva especie se adaptaba mejor al medio en el que vivía y era más viable, evolucionando en función de los cambios que se producían en su medio. Así, los homínidos que no consiguieron adaptarse, tras un fuerte descenso de la vegetación por un desecamiento del clima, a una alimentación a base de productos correosos, simplemente desaparecieron; del mismo modo que lo hicieron quienes, al tener una dentición apropiada para esos frutos, no se adaptaron lo suficientemente bien a la alimentación carnívora (de carroña, sobre todo). Y lo mismo en lo que se refiere a la facilidad de subir a los árboles, correr, esconderse tras matojos, etc. La adaptación de las especies a los cambios en el medio fue lo que permitió la evolución dentro de los distintos géneros hominoideos hasta llegar al género Homo.

(Continuará...)

miércoles, 4 de diciembre de 2013

Gnomos de jardín






Cuando Luisa cruzó por primera vez la verja de la casa de Ramón intuyó que aquello no iba a funcionar. Aun así, no hizo caso a esa impresión inicial. No quería juzgar por las apariencias, aunque esos tres gnomos de jardín de largas barbas y gorros rojos le provocaran el rechazo que habitualmente sentía ante la ñoñez. ¿Quién, salvo un ñoño, pondría enanos en su jardín? Alejó ese pensamiento recordando las escasas citas que habían tenido: Ramón no lo era. Seguramente los habría puesto allí su ex mujer. 

- Hola, preciosa. Qué alegría tenerte por aquí. Veo que ya has conocido a los guardianes de mi castillo -dijo Ramón mirando a los gnomos, mientras sonreía con un puntito de orgullo kitsch.

Pues no, parecía que no era cosa de la ex. Luisa olvidó sus ideas acerca de si los enanos eran cursis o no, y pensó en positivo: un hombre que tenía enanos de jardín era, sin duda, un tipo sin complejos que hacía lo que le venía en gana. Y vaya si lo hacía. Ramón era una especie de artista: no tenía horarios, trabajaba cuando quería y en lo que le apetecía, jamás en lo mismo. A ratos esculpía, otros ejercía de marchante de arte; también diseñaba extraños artilugios, cuando no escribía poesías delirantes que Luisa -para qué mentir- no comprendía del todo. Hacía mil cosas, todas con la misma pasión.

Estaba completamente deslumbrada por él, sobre todo cuando lo comparaba con su anterior pareja, el funcionario típico sin más interés que la filatelia, hobby que practicaba también de forma monótona. Los años que habían pasado juntos fueron tan aburridos y adormecedores que no se dio cuenta de lo que mal que estaba hasta que un accidente de coche la puso al borde de la muerte y decidió que no quería seguir desperdiciando su vida. 

Encontró a Ramón por casualidad, en la presentación de un diseño de bañaderos para pájaros que el Ayuntamiento iba a poner en los parques más importantes de la ciudad. Otra majadería de los políticos para acudir a presentaciones e inauguraciones, y que a la empresa de Luisa, encargada de las relaciones públicas municipales, le reportaría ingentes beneficios. Ramón era el diseñador de las piscinitas de aves: unos chirimbolos imposibles y feos en los que era difícil imaginar a ningún pájaro nadando. Tanto los bañaderos como los eventos a su costa, se pagaron a precio de oro y los concejales aparecieron en todos los medios. En cambio, los pájaros, jamás metieron una pata en semejantes cacharros.

Luisa pensó que Ramón se había avenido a semejante tontada por cuestiones económicas. Sin embargo, aunque le vino bien el trabajo porque pudo saldar parte de sus deudas, no lo hizo por dinero, sino con la convicción de estar haciendo algo útil y necesario. Diseñó aquellos esperpentos de modo concienzudo, pensando todos los detalles, estudiando las formas de los pájaros, los tipos de aves que había en la ciudad, sus hábitos, sus movimientos, incluso intentando ponerse en su lugar. La inutilidad del proyecto cayó sobre Ramón como una losa, como siempre que fracasaba en algo, fuera lo que fuera. No hacía más que dar vueltas, una y otra vez, a todos sus movimientos y pensamientos, buscando el punto donde estaba el error, analizando por qué los pájaros no se bañaban, pensando en qué se había equivocado, qué podría hacer para mejorar el invento. Lo único que no pensó era que quizá a los pájaros de aquella zona no les gustaba bañarse y eso no dependía de él. No era la primera vez. Tampoco funcionó el diseño del sofá para ancianos, que era perfecto, aunque los abuelos lo rechazaron porque aceptarlo era asumir que ya eran viejos; ni tampoco el de las farolas de jardín con placa solar: ecológica y económicamente impecables, pero imposibles de acoplar estéticamente en ningún jardín, salvo el suyo. 

Pero la crisis por el fracaso de los bañaderos la sufriría algún tiempo después de aquella primera visita de Luisa a casa de Ramón. Al principio, en aquellos tiempos en los que aún pensaba que no quería juzgar por las apariencias, él era una ventana abierta a todo lo fascinante de la vida. Desde que se había separado, Luisa sólo había tratado con hombres que no conseguían despertarla. Hombres que se miraban más en los escaparates que en el espejo, que sabían cómo humillar a un becario pero se quedaban paralizados ante un niño, tipos incapaces de decir te quiero sin esperar nada a cambio. En cambio, a Ramón el espejo le hablaba de quién era, se tiraba al suelo a jugar con los niños y no le costaba llorar viendo los Puentes de Madison; en todo ponía un doscientos por cien y sabía amar sin protegerse. 

Y todo estaba bien… al principio. Ramón ordenaba la vida para que ella se sintiera a gusto. Le hacía partícipe de su mundo, le mostraba lo que él veía, le invitaba a sumarse a sus descubrimientos. Empezó siendo divertido: escuchar, disfrutar y entrar en algunos juegos, pero la primera vez que Ramón propuso algo que a Luisa no le interesaba -el yoga, el maldito yoga-, éste no aceptó que se trataba sencillamente de eso: que no le interesaba. Relegándola de forma inconsciente, asumió un papel activo convencido de que había sido él quien no se lo había explicado lo suficientemente bien, ni con el suficiente detalle y que tenía que buscar otras formas de hacerle ver lo útil que sería para ella, para los dos. 

Cada vez iban menos al teatro, apenas paseaban y postergaron los planes de viajes. Los temas que antes llenaban sus citas empezaron a ser meras excusas para dar pie a extensos análisis acerca de la historia del yoga, las ventajas emocionales de las distintas posturas yoguis o la percepción trascendente derivada del estado de paz alcanzado con la meditación. Disertaciones con todos los matices imaginables que, inevitablemente, acababan en una discusión. Las citas se dilataron y Luisa empezó a cerrarse en sí misma. Por más que se esforzaba en evitar que el, ya odiado, yoga centrara la siguiente charla, Ramón siempre llevaba la conversación por derroteros que terminaban en el tema maldito que no hacía más que agrandar la distancia entre ellos.

Ahora, unos meses después de todo aquello, mientras espera ante la verja, Luisa recuerda aquella primera impresión de los enanos vigilando. Y cuando, finalmente, se abre la cancela y ve a los grotescos gnomos a la izquierda y, al fondo, el absurdo bañadero de pájaros bajo la luz de la espantosa farola de jardín, se siente como si entrara en un refugio antiaéreo adornado con patos de yeso. No piensa esperar a que otro accidente le haga tomar una decisión.