Un espacio abierto



Un lugar por el que pasar y, tal vez, quedarse.

lunes, 1 de junio de 2015

Deudas






-        Don José María no puede recibirte, Laura.
-     ¿Perdón? ¿Don José María? Por Dios, Susana, ¿cuando se ha convertido Chema en don José María? Te juro que me dejas muerta.

La pobre Susana no sabe ni dónde meterse. Es tan ridículo. Laura fue de las primeras clientas que abrieron cuenta a esa sucursal cuando enviaron a Chema como director hace seis años. Susana lleva catorce años trabajando allí y ya había visto pasar a tres directores. Pero tan tonto como éste no ha visto ninguno. Claro que no puede decirlo.


-        Lo siento Laura, no sé ni que decir.
-        Tranquila, mujer, no hace falta que digas nada. Tú no tienes la culpa.

Laura necesita hablar urgentemente con Chema, bueno, perdón, con don José María. Se pone mala sólo de pensar en semejante memez. Aún le recuerda cuando se conocieron hace seis años. Él era el director recién llegado y Laura acababa de separarse. Le recuerda bien, el coche viejo, tan desgalichado, con esos trajes tan mal hechos. Le quedaban grandes y daba lastimita verle, era como una animalito indefenso. Quizá por eso abrió allí la cuenta. En algún sitio tenía que hacerlo después de que Germán la dejara pelada. No tenía un céntimo ni un trabajo estable, pero Chema (entonces aún era Chema) le dio toda suerte de facilidades para que se convirtiera en empresaria. A Laura le gustaba la idea: dueña de su propio negocio. Le consiguió el primer crédito para la tienda, aunque en realidad lo que hizo fue hipotecar su casa, la que había heredado de su padre, y que ya estaba pagada. El interés era alto para aquellos tiempos y cada seis meses tenía un vencimiento extra por un importe del doble de los recibos mensuales, aunque esto no se lo dijo cuando contrató la hipoteca: se enteró cuando se lo oyó al notario, pero ya era tarde para echarse atrás. Daba igual: estaba segura de que la tienda funcionaría. Y vaya si funcionó. Pero eran otros tiempos.

-        Bueno, Susana, ¿podrías darme cita con don José María? Necesito hablar con él. Este mes vence uno de los recibitos de marras y ya sabes cómo tengo la cuenta. No se vende y ya no sé a quien recurrir. Necesito que me aplace los pagos, al menos hasta las rebajas, que seguro que me recupero.
-        Le preguntaré cuanto termine la reunión. Le digo que te llame, ¿te parece?
-    Claro que me parece, lo que pasa es que ya le he dejado mil mensajes y nunca me devuelve la llamada. ¿Te puedes creer que me ha devuelto el recibo de la luz porque faltaban 18 euros? Sí, por supuesto que te lo crees. Qué te voy a contar a ti.

Susana pone cara de circunstancias y no contesta. Claro que lo sabe. Eran las nuevas órdenes: ni un céntimo de descubierto. Para nadie. Don José María quería evitar a toda costa que los índices de morosidad de su oficina crecieran, así que no pasaba una. Los tiempos ahora eran malos para todos. Antes, no. A Chema le había ido bien en estos años y se le notaba. Los trajes ahora le sentaban como un guante, tenía un BMW y se había mudado a un adosado en las afueras. No es que el sueldo hubiera crecido sustancialmente, pero si uno tiene contactos en las épocas de impuestos es fácil que le retribuyan bien los servicios de mediación. Y Chema tenía un don para poner en contacto a gente que se necesitaba mutuamente para ahorrarse impuestos… llevándose una comisión por ello. Había empezado a proponer estos negocios al poco de incorporarse a la sucursal y con el tiempo se hizo un nombre. De ahí habían salido el BMW, sus nuevos trajes y los caprichos de Lina, su mujer, que eran muchos. Pero ahora todo había cambiado con la crisis de las narices. No sólo los encargos habían casi desaparecido, sino que ahora los de la central estaban más pendientes de lo que ocurría en las oficinas, así que se había impuesto la mano dura a todos los niveles. ¿Lo peor? Lo duro que se le estaba haciendo vivir sólo con su sueldo.

Laura vio que se movían las cortinas del despacho del fondo. Susana también lo vio. Las lamas hacían ruido al chocar entre sí, más audible en el silencio de una oficina semivacía. Mira que es tonto este hombre, pensó Susana.

-        ¿Salís a las tres, verdad?
-        Sí, como siempre.
-        Pues, ¿sabes lo que te digo? Que me voy a sentar aquí mismo a esperar que don José María salga para irse a casa.
-        Perfecto. Pero mejor ponte allí -dijo Susana señalando un silloncito en una esquina-. No se te ve bien, pero seguro que no te importa.

La sonrisa de complicidad inundó la oficina.


2 comentarios:

  1. Sobre el relato... muy bien. Tristemente actual.

    Sobre el tema... ya tengo avisadas a mis hijas que jamás las pienso avalar con nuestro hogar para comprarse nada. Es mejor perder un piso y seguir teniendo un sitio (ya vendrían a casa) que perder dos y quedarte en la calle. Por lo que pueda ser...
    Es una putada, pero hay que ser prácticos en esta vida. Y visto lo visto... procurar prevenirse frente a cualquier imprevisto o situación chunga que se pueda presentar.


    Un beso, Mayte.

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    1. Tienes toda la razón, Julia. Soy de la misma opinión que tú respecto a lo de los avales... y más en una situación como la actual. :)

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