Un espacio abierto



Un lugar por el que pasar y, tal vez, quedarse.

lunes, 4 de agosto de 2014

Proposición (y III)






Salió del baño y se sentó en la butaca que había en la esquina de la habitación. Desde allí la miró. Empezó a liar un cigarrillo, despacio, concentrado. Volvió a mirarla. Amanecía y finísimos rayos de luz se colaban a través los ojos de las persianas ciñendo unas caderas que enmarcaban el hueco de su cintura. A pesar de no haber dormido apenas, le seguía encendiendo esa mujer: nunca lo hubiera imaginado. Prendió el cigarro y pensó en sí mismo, desnudo en la butaca de aquella habitación de hotel: se sentía extraño, como fuera de lugar. Y la miró a ella que, en la cama de esa misma habitación, ya completamente desnuda, estaba, sin embargo, perfecta. Su pelo inundaba la almohada y perfilaba el inicio de la curva de su espalda al tiempo que sus piernas asomaban bajo una sábana que apenas velaba sus nalgas. Había sido mucho mejor de lo que imaginaba. Dio otra calada al cigarrillo. Le encantaba fumar, sentir cómo el humo pasaba cálido y fuerte por su garganta hasta llenarle los pulmones; le gustaba el sabor que le dejaba al expulsarlo, y el olor que inundaba la habitación. 


No podía dejar de mirarla. Parecía hecha para esa escena... la luz dorando su piel, dibujando cada curva, marcando cada sombra. Adivinaba lo que no veía: el hueco de su nuca, la redondez de su ombligo, el calor de sus pechos... Siguió fumando. Todo había sido como ella le había dicho. Y ahora, ¿cómo decirle que no podía ir más allá, que no quería nada más que noches como esa, sin días, sin compromisos? Aunque, ¿querría ella algún compromiso? ¿Cómo decirle que nunca podría quererla por más que supiera que lo merecía? Pero, ¿y si ella tampoco quería que la quisieran? Todos estos pensamientos le estaban envenenando tanto como el humo que ensombrecía sus pulmones calada a calada. Porque si algo le descolocaba era que no sabía qué esperaba ella. Ella, que lo tenía todo. Y él... ¿Qué tenía él? Los cuarenta dándole alcance por más que se resistiera; la compañía de un perro y amigos tan perdidos como él; y, sobre todo, desconfianza: en los hombres, en las mujeres, en sí mismo. No, no podía querer a nadie, ni siquiera a ella, por más que valiera la pena. ¿Esperaría ella que la quisiera? No lo sabía. Tampoco quería averiguarlo.

Pero, al mirarla de nuevo, durmiendo serena, no podía evitar pensar en cómo le gustaba esa mujer. Sólo un gilipollas la dejaría escapar. Con lo fácil que le resultaría mentir. O quizá no, ella notaría la mentira, seguro que la notaría. Después de una semana tan intensa, pese a ser esa su primera, y quizá última, cita, se conocían. No, ella lo sabría y no merecía una mentira. Tampoco la aceptaría. Apagó el cigarro y se vistió en silencio. Se acercó a la mesa y buscó papel para escribir una nota que dejó junto a la almohada. No se le ocurrió mejor despedida.

Sorprendente e inesperado. ¿Un final perfecto? 

Al salir, cerró la puerta cuidando de no despertarla. En silencio.

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