Un espacio abierto



Un lugar por el que pasar y, tal vez, quedarse.

miércoles, 19 de marzo de 2014

Libre




Con un solo movimiento endereza el cuadro. Perfecto. Las esquinas en línea con los bordes de las paredes. Se siente bien en su nueva casa: céntrica y luminosa, aunque pequeña. Y sólo suya. Bueno, y de Diego a fines de semana alternos. Aún hay cajas con sus cosas por el salón pero esta noche estarán todas, bien plegadas, junto al contenedor. Sus cosas, qué pocas. En el fondo no le sorprende. Abre otra caja: el ordenador, papeles, cuadernos, bolígrafos, algunos libros de uso frecuente… La lleva hasta la mesa que hay en la esquina del salón, bajo la ventana, que será la que haga de despacho. Pone en el centro de la mesa el portátil; lo enchufa. Los libros, a la izquierda, pegados a la pared; los cuadernos y papeles, a la derecha, apilados. En el centro, los botes con lápices y bolígrafos. Cuando va a deshacer la caja para ponerla junto a las otras se da cuenta de que algo ha quedado en el fondo. Un pisapapeles. Lo saca. Nueva York nevado. Lo voltea y la nieve se alborota. Sonia. La muy cabrona. Quién iba a decir que al final casi tendría que darle las gracias. 

Había llegado tarde a la reunión aquel martes y al entrar apenas si se fijó en la rubia que con un puntero láser explicaba los detalles de la diapositiva que el cañón disparaba contra la pantalla blanca. Algo sobre diseño de fachadas. Joder, se me ha pasado el turno, fue lo único que pensó. Tenía que presentar la parte de materiales para la estructura del edificio y eso siempre se hacía antes de fachadas. La mirada reprobadora de su jefe se lo corroboró. Aun así, se sentó y se puso a escuchar. Más relajado, se fijó en ella. Era nueva. Una mujer guapa de las que se saben guapas. Iba vestida para la ocasión, seria: pantalón oscuro, blusa clara, pero con un collar llamativo; el tono oscuro que se transparentaba bajo la blusa también decía que no era la clásica ejecutiva que vivía para el trabajo.

Al final todo se arregló, hizo su exposición y le presentaron a la nueva. Sonia. Arquitecta. Sobrina de alguien. Se había incorporado al equipo hacía unos días, pero Manuel no se había enterado. Nadie le había dicho nada. Tampoco había hecho falta hasta entonces, pero ahora tenían que trabajar juntos en la asignación de materiales para la fachada del edificio que Sonia había proyectado. 

Empezaron a reunirse cada dos o tres días, a primera hora, para ajustar el proyecto. Era guapa, Sonia; y joven, no llegaría a los 35; y cada día que pasaba su actitud hacia Manuel era más provocadora que el anterior. Todo el mundo lo notaba. Él, también y se dejaba querer. Le halagaba ese interés -quién podría resistirse a ser el centro de atención de la mujer más guapa del estudio-, pero lo que más le gustaba eran las miradas de envidia de sus colegas. No es que lo necesitara, ni que lo buscara, pero en el fondo, aun cuando no quisiera reconocerlo, le hacía sentir bien que, recién cumplidos los cincuenta, una mujer como Sonia dejara ver tan claramente su interés por él.

Sin embargo, no sería Manuel quien moviera ficha. Llevaba casado algo más de veinte años y estaba cómodo en esa relación sin sobresaltos. Y estaba Diego: doce años y el centro de su vida. Pero Sonia la movió y él entró al trapo. Por más que lo piense, Manuel no encuentra una explicación, pero el caso es que se dejó enredar y cayó como un adolescente. Era la primera vez que engañaba a Noelia en todo el tiempo que llevaban casados. Y eso que sabía que una mentira así sería el final. Hasta entonces, había mantenido la cabeza fría para evitar que se acabara un matrimonio en el que, si bien no quedaba ya ningún rescoldo de amor o pasión (si es que en algún momento los hubo), al menos estaba cómodo y tranquilo. Pero los cincuenta le pesaban más de lo que estaba dispuesto a admitir. Y la insistencia de Sonia, le halagaba tanto. Las leves insinuaciones dejaron paso a notas explícitas en post-it’s pegados a los planos.

Pensar en ella le excitaba, pero era mucho más potente el refuerzo que suponía para su ego el interés de una mujer como Sonia hacia él: le hacía sentirse poderoso. No habría sabido decir si le excitaba más ella o la situación. Si le extrañó encontrarse a sí mismo proponiéndole tomar una copa después del trabajo, todavía fue mayor la conmoción que le produjo volver a su casa de madrugada después de haber compartido la cama con ella. Era una mujer impresionante, pero algo en él falló: cansancio, falta de deseo, culpa. 

Desafiando al sentido común, Sonia siguió adelante: había tomado aquel fracaso inicial como un reto. Manuel encontró otra nota al cabo de unos días, sobre el montón de los anexos de la memoria de calidades y bajo un pisapapeles de forma redondeada, de esos que al girarlos cae la nieve sobre el sky-line de Nueva York, estatua de la Libertad incluida. Era sencillamente espantoso. 

A pesar del mensaje, Manuel no podía apartar la vista del cachivache. La mejor forma de hacerlo desaparecer era llevárselo a casa y guardarlo allí.

Y se repitió la copa después del trabajo y otra noche de sexo en la que Manuel esta vez hizo mejor papel. Fue el principio de una serie de noches vividas como si fueran dos historias diferentes. Sonia lo hacía con la emoción de la victoria y Manuel, aplacada su vanidad, con un cierto hartazgo, que crecía a la par que los rumores en el estudio ponían en peligro su estabilidad personal. Tenía que acabar con eso antes de que su matrimonio se viera afectado. No es que a esas alturas estuviera enamorado de Noelia, no era eso, pero le gustaba la serenidad de un ambiente organizado, aunque fuera a costa de moverse en un mundo previsible y monótono. Y, sobre todo, estaba Diego. 

Sonia no pensaba lo mismo. Se había tomado esa historia como un reto personal y la indolencia casi apática que Manuel gastaba últimamente actuaba como acicate para ella. Se había convertido en una especie de obsesión que había tocado su orgullo y que, a ratos, confundía con amor. No estaba acostumbrada a que el hombre que estuviera con ella no se volviera loco. Se tenía por una amante entregada y experta y, hasta entonces, había llevado a sus parejas por dónde ella quería. Con Manuel su autoestima empezaba a verse dañada y no estaba dispuesta a dejarse vencer. Aquella mañana volvió a dejarle otra nota, en el mismo tono de las anteriores, esta vez pegada en la agenda, en la cual anotó, a las ocho, su propio nombre.

A las ocho, sentados a la barra del bar, Manuel pidió un café. Sonia supo que algo no funcionaba. 

- Te has pasado, Sonia. ¿Cómo te atreves a abrir algo tan personal como mi agenda?

- Pensé que te haría ilusión -adoptó un tono meloso acompañado de un gesto aniñado. 

- Pues no, no me hace ninguna ilusión. Podía haberlo visto Toñi o cualquiera. Ya hay demasiados rumores sobre nosotros en el estudio.

- Lo siento -Sonia reculó y dejó las morisquetas intuyendo que no servirían de nada.- No volverá a ocurrir.

- No, no ocurrirá más porque esto tiene que acabar. Tú eres preciosa y muy joven. Encontrarás a cientos mejores que yo. 

- ¿Me estás dejando? ¿Tú? Pero, ¿quién te has creído que eres para dejarme a mí?

Manuel no se esperaba una reacción tan airada. Se había imaginado que no le haría gracia, pero esa agresividad le sorprendió.

- Piénsalo, es lo mejor.

- ¿Lo mejor? Lo mejor, ¿para quién? ¿Para mí? No, Manuel. No vamos a dejar nada. 

- ¿Qué? -Manuel estaba estupefacto.- ¿Cómo que no lo vamos a dejar? Pues claro que lo haremos. 

- Pues escúchame bien. Ten muy clarito que como salgas por esa puerta solo, cuando llegues a tu casa la bienvenida no será precisamente amistosa. Pon un pie fuera del bar sin mí y…

Manuel no la dejó terminar la frase mientras pensaba en qué ganaría Sonia contándoselo a su mujer, llegando a la conclusión de que nada. Absolutamente nada.

- Tú misma. 

Salió sin pensárselo dos veces, convencido de que no se atrevería. Tampoco había sido para tanto, ni tanto tiempo. Pero el análisis racional de Manuel había omitido variables como el despecho o el orgullo herido. Se equivocó en sus cálculos.

El silencio que encontró al entrar en el salón de casa le dijo que sí, que Sonia se había atrevido. Intentó hablar, explicar, pedir perdón. Nada sirvió.

Ahora, mientras ve la nieve cayendo sobre Nueva York en el espantoso trasto que le regaló Sonia, Manuel se fija en el pequeño recuadro blanco de la etiqueta que aún está pegada al otro lado del cristal y que distorsionaba la imagen real del cacharro. Dándole la vuelta, la quita con cuidado, y lo coloca encima de un bloque de papeles: ahora ya se ve como es. Seguía pareciéndole horrible, pero le recuerda cómo y cuando volvió a ser libre.

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