Un espacio abierto



Un lugar por el que pasar y, tal vez, quedarse.

domingo, 9 de febrero de 2014

Día de limpieza


Sentada ante su café, Paula miraba como Alberto se perdía en su móvil, mientras el colacao se enfriaba en su taza de Metallica. Tenía la sensación de que se había convertido en un extraño. Tal vez fuera así, es posible que hasta fuera lo normal, pero no podía evitar que le provocara una tristeza seca. Lo peor de todo era el silencio que se había instalado en sus vidas. Un silencio que hacía que la distancia entre ellos fuera cada vez mayor. A veces era un silencio indolente, otras, fiero; siempre doloroso.

Volvió a mirarle, casi como lo hacía con sus pacientes, buscando detalles que revelaran lo que hacía que se sintieran mal. Pero Alberto no estaba enfermo, tan sólo ausente. Cogió la taza con la mano derecha para beber un poco mientras con la izquierda seguía tecleando en su móvil. Se había vuelto a poner la misma sudadera negra, los mismos vaqueros rotos, las mismas deportivas viejas. Paula habría apostado a que no se había peinado, aunque el pelo mojado delataba que, al menos, se había duchado. 

Miró el reloj de la cocina. Las ocho menos cuarto. Como no se espabilara iba a llegar tarde… otra vez. Pensó en decirle algo, pero no se atrevió a interrumpirle. En lugar de eso, se levantó, llevó la taza de café al fregadero, haciendo más ruido del necesario, buscando llamar su atención. Menos diez. Empezó a ponerse nerviosa mientras seguía haciendo ruidos exagerados por la cocina. Nada. Alberto no se movía, ni dejaba el maldito móvil. 

- Alberto, hijo, ¿no tienes clase? – dijo intentando parecer serena.

- ¿Eh? – contestó como despertando de un letargo de horas-. Ah sí, ya voy. 

El chico se levantó como si tuviera un resorte en el culo, guardó el teléfono en la mochila, y se fue casi corriendo sin decir siquiera adiós. Como los burros, pensó Paula. Se preguntó dónde habría ido a parar aquel niño encantador que la comía a besos apenas hace tres años cuando la veía triste o agotada. Aquel crío había desaparecido, devorado por este joven larguirucho y flaco, vestido de pobre, que la ignoraba de forma ostensible. Y cuando no lo hacía, casi era peor: significaba una bronca monumental que de forma inevitable terminaba en portazos y lágrimas; portazos de Alberto encerrándose en su zulo, lágrimas de Paula para dar salida a su sensación de impotencia y rabia. Y eso que Paula no era ninguna quejica, no se lo podía permitir. Nunca pudo.

Esa mañana no tenía prisa: su turno no empezaba hasta las tres. Así que se puso otro café, encendió un cigarrillo y se sentó frente a la ventana por la que entraba una luz clara, viva, anunciando un día soleado que se había hecho un hueco entre tanta lluvia y tanto gris. Tomó el café a pequeños sorbos, disfrutándolo mientras el sol se colaba por su ventana, y mientras intentaba convencerse de que lo de Alberto sólo era una fase. 

En el fondo, confiaba en eso que le decía todo el mundo, que era la adolescencia y que se pasaría, volviendo las aguas a su cauce. Pero qué largo se le estaba haciendo. Alberto empezó a cambiar, a aislarse en su mundo hacia los catorce años, casi quince. Ahora, con diecisiete vivía para sus amigos, su móvil, los juegos en internet y las chicas. O eso se imaginaba Paula, porque contar, lo que se dice contar, Alberto no contaba nada. Al menos a ella. En cambio, parecía que a su padre sí que le contaba cosas. O eso le decía él cuando hablaban.

Apagó el cigarro y se levantó a recoger la cocina. Las tazas al lavavajillas, las galletas a la alacena, las servilletas al cajón. Como todos los días de turno de tarde, la mañana no era para descansar, sino para la intendencia. Así que, tras poner una lavadora, abrió el escobero, se armó con trapos y productos de esos casi milagrosos que parece que van a solucionarte la vida. Pensó en poner música, pero con el ruido de la aspiradora no la iba a oír. Cómo le hubiera gustado poder permitirse tener a alguien que ayudara en casa, aunque sólo fuera unas horas. No le gustaba aquello de las cosas de la casa, pero al menos ya no las odiaba. Hacía mucho que no las odiaba, desde que sabía que eran su exclusiva responsabilidad. Años atrás, cuando aún estaba casada con el padre de Alberto, las tareas domésticas eran una fuente inagotable de discusiones. No es que antes fueran diferentes ni más pesadas, pero le hervía la sangre de tener que asumir sola ese trabajo cuando había otro adulto en casa. O eso quería creer, aunque la realidad le fue mostrando que estaba equivocada, que la única adulta de la casa era ella. 

Paula había dejado al padre de Alberto cuando éste apenas tenía un año. No estaba dispuesta a cuidar de dos niños, y menos cuando de uno de ellos esperaba apoyo y ayuda. Cuando vio que no lo iba a tener, le mandó a casa de su madre tras endeudarse más allá de lo razonable para pagarle su parte del piso. Después de todo, la que trabajaba era ella. Con apenas veinticinco años había sacado la plaza de médico de familia en su ciudad mientras estaba embarazada, y después de la baja maternal se incorporó a su puesto. Aguantó al padre de Alberto seis meses más después de darle infinidad de oportunidades. Le quería, claro que sí, era divertido, generoso cuando tenía algo, cariñoso y encantador; y le dolió tener que echarle, pero era una losa que cada vez pesaba más. Los trabajos le duraban menos que el canto de un gallo porque a la semana ya empezaba a llegar tarde tras haberse pasado la noche de fiesta con los amigos; bebía y se emporraba más de lo admisible para alguien con una responsabilidad como un hijo pequeño; no se daba cuenta de que la casa no se limpiaba sola, la nevera no se llenaba por arte de magia y los pañales, los baños, el sueño del bebé no eran algo que no tuviesen que ver con él. Se comportaba como si todo eso ocurriese en un mundo paralelo. Paula salía cansada del centro de salud y tenía que ir a casa de su madre a por el niño, bañarle y darle de cenar, y luego ponerse a recoger la casa y preparar cena para ellos dos, mientras su maridito había pasado la tarde tirado ante la televisión y se iba de copas, en cuanto terminaban de cenar. Cena que también tenía que recoger Paula. Esto los días que no había compra o lavadora. Al cabo de un par de meses, además de agotada, estaba rabiosa. Y empezaron los problemas y las broncas, los reproches, las malas caras, las noches de sofá. Le dio un ultimátum y un plazo. Tres meses. Después, le echó de casa. 

Con el salón ordenado, el baño limpio y su dormitorio recogido, Paula se enfrentó a la pila de plancha. Puso la radio. Aunque planchar no le disgustaba, prefería hacerlo en compañía. Tuvo suerte, qué buena compañía. La locutora entrevistaba a Lluis Homar y José María Pou, que habían estrenado en Madrid Tierra de nadie. No conocía ni al autor (un premio Nobel del que no se quedó con el nombre), ni la obra. Pero le interesó la conversación entre el periodista y los dos actores. Tanto que le hubiera gustado ir a ver aquella obra. Pero Madrid estaba demasiado lejos. Entre golpes de plancha a camisas, pantalones y camisetas, tenía la sensación de participar de primera mano en aquella charla. Tierra de nadie, qué magnífico título. Dos viejos medio borrachos hablando de sus vidas, una exitosa y otra fracasada. En realidad, ambas arruinadas, porque los dos parecían moverse en ese mundo de insatisfacción que lleva constantemente al pasado, a buscar dónde se torció todo, en esa tierra de nadie. En el fondo, lo que le pasa a mucha gente, pensó Paula, mientras escuchaba a los dos actores hablar sobre los hombres a los que representaban sobre el escenario. Ella misma se sentía en tierra de nadie, volviendo de tanto en tanto al pasado a buscar respuestas de lo que vivía en el presente, sin llegar a tener claro ni dónde estaba ahora ni cuándo se había perdido.

El divorcio fue sencillo, sin problemas. El tiempo que vino después no lo fue tanto. El padre de Alberto siempre tenía una excusa para no llevarse al niño. No era que no le quisiera, sino que le venía grande la paternidad. Le veía con frecuencia, iba a buscarle al colegio, le llevaba al fútbol, a las carreras, al cine… pero cuando llegaba el fin de semana que tenía que quedarse en su casa, al padre siempre le era imposible. Una cena, los amigos, un trabajo, un viaje. Únicamente cuando estaba con sus padres, se llevaba al niño. Paula sabía que era la abuela la que le cuidaba. Y lo agradecía. 

El tiempo -y no tener que hacerse cargo de las tonterías de un hombre con cabeza de crio- limó las asperezas entre ellos, llegando a una especie de “entente cordiale”, que se rompía de tanto en tanto, cuando chocaban por la educación del niño. Para Paula era un hijo al que había que educar, para el padre un juguete con el que pasarlo bien. Porque Alberto había sido un niño delicioso: risueño, revoltoso, inteligente. No había día que no tuviera alguna ocurrencia de esas de tener que aguantarse la risa. No fue un crío dócil, pero consiguió que se responsabilizara de lo que hacía, que respetara a los demás y, la mayor parte de las veces, que no mintiera. Paula, aunque le costara, se empeñaba mucho en ello. No quería que con el tiempo se convirtiera en un niñato consentido. Hasta que llegaba el padre y, si en aquel momento tenía dinero, le compraba la play que ella le había negado, o le levantaba el castigo, o le dejaba ver la tele en lugar de hacer los deberes. En unas horas, deshacía el trabajo que a ella le había costado semanas. Encima, era la mala. Pocas veces sintió el peso de la soledad como en aquellos años. Intentó hacérselo ver, mostrarle que no podía hacer aquello. Y él, agachaba la cabeza, le daba la razón y se disculpaba. Pero volvía a hacerlo. Una y otra vez. 

Recogió la tabla de planchar, guardó la ropa en el armario y se paró ante la puerta de la habitación de Alberto. Se imaginaba que estaría hecha un asco, con todo tirado por el suelo, oliendo como si hubiera un cadáver de tres días. Se dijo que no debía abrir la puerta, y no por respetar la intimidad de su hijo, sino porque sabía que el espectáculo que iba a ver no la gustaría. Aún así la abrió excusándose a sí misma en que lo hacía para recoger y limpiar allí también. Se encontró con lo que había imaginado. Sin pasar del dintel, observó las paredes llenas de posters de Metallica, la mesa de estudio con mil cosas desparramadas encima, el suelo abarrotado de ropa sin que se supiera cuál era sucia y cuál no. En esas condiciones, todo podría entrar ya en la categoría de ropa sucia. Del olor prefería no hablar. Volvió a cerrar y se preguntó cómo demonios podía su hijo sobrevivir ahí. Y si le valía la pena decirle algo sabiendo que acabaría en bronca y que no recogería su cuarto. No, no le valía la pena. Si enfermaba por la picadura de algún bicho oculto entre tanta porquería, ya le recetaría algo. 

Haría poco menos de dos años cuando Alberto, eufórico porque había ganado su equipo, le dijo, sin que viniera a cuenta, por cierto, papá se casa. Paula se quedó parada, sin saber qué decir. No se lo esperaba. Sabía que a lo largo de aquellos años había salido con otras mujeres, igual que ella había estado con otros hombres, pero aun así la noticia la sorprendió. Intentó recordar quién era la mujer con la que estaba últimamente. Le había conocido unas cuantas novias, la mayoría chicas agradables que le terminaban dejando; otras, unas auténticas brujas. Nada, que no conseguía acordarse. 

- ¿Con quién? – preguntó Paula. 

- Pues con quién va a ser, con Estrella, la de la tienda de los tatoos. 

Vaya, Estrella. Se extrañó al sentir alegría por él. No tanto por ella. Pero ya eran mayorcitos, todos habían dejado atrás los cuarenta, así que quiso creer que sabían lo que hacían. No lo consiguió del todo, pero no era asunto suyo salvo en lo que tocaba a Alberto. Aunque tampoco podía decirse que pasara mucho tiempo con su padre. Quizá ahora, con casa propia, cambiarían las cosas. Le gustó verse pensando que ojalá fuera así. 

Alberto ahora tenía su propio espacio en casa de su padre. ¿Le dejarían tenerlo tan asqueroso? No tenía ni idea: la casa era de Estrella y ella impondría sus reglas. Era una mujer abierta, de eso no había duda, así que sospechaba que no serían muy estrictas. Paula se sintió algo culpable por no haberle marcado a su hijo unas normas más estrictas dentro de su habitación, aunque mientras respetara los espacios comunes, se conformaba. En el fondo, creía que todo el mundo merecía un espacio propio en el que sentirse cómodo. Lo que no quitaba que le costara entender que Alberto se sintiera cómodo entre tanta porquería. Pero no iba a cambiar las reglas del juego a estas alturas. Tampoco le hubiera servido de nada. 

De todas formas, se imaginó que en casa de Estrella y del padre de Alberto las cosas habrían cambiado mucho. A los pocos meses de casarse nació la hermana de Alberto, Aura, que ya debía tener más de un año. Con frecuencia los veía pasear con la niña en el carrito. Vivían en el mismo barrio. La cría era una preciosidad. Y tan simpática, siempre riéndose. Se parecía a Alberto cuando tenía su edad. A Estrella se la veía feliz y lo llevaba pintado en la cara. No era lo que se podría decir una mujer guapa, aunque sí atractiva, pero la sonrisa que lucía siempre que la veía, la embellecía aún más. Paula se recordó a si misma cuando Alberto era un bebé y le venía a la cabeza una mujer demacrada, agotada, abatida. No se acuerda de haber llevado esa cara de alegría, rebosando plenitud y serenidad. Ahora, el padre solía ser quien empujaba el carro de la niña, pendiente de protegerla del sol, de desplegar la funda para la lluvia a la primera gota, de taparla con una mantita al primer airecillo. Tampoco recordaba que él hubiera hecho eso con Alberto. En realidad, nunca salió a pasear con ella cuando su hijo era un bebé. Cada vez que los veía, sentía una punzada en el estómago. Envidia, sin duda. Aún así, se alegraba. Por Estrella y por la niña. Y por Alberto, cómo no, ver tanto cariño sólo podía hacerle bien. Pero no podía evitar que le doliera que su hijo no hubiera disfrutado de esas atenciones de su padre cuando era un bebé. Le dolía no haber podido llevar la cara de felicidad que Estrella tenía siempre que la veía. Le dolía haberse equivocado. Quizá no con el hombre, sino con el momento en el que eligió para que ese hombre entrase en su vida. O quizá sí, con el hombre. Nunca se aclaraba por más que fuera un pensamiento recurrente. Pero no se arrepentía. Alberto, aunque ahora pareciera un ectoplasma flotando por la casa, valía la pena. Siempre había valido la pena.

Miró el reloj. Las dos y media. Se le había hecho tarde con tanto dejar volar los pensamientos. Precalentó el horno y sacó una pizza de la nevera. Alberto no pondría pegas y ella no tenía ganas de comer. Últimamente apenas tenía hambre, así que comía poquísimo. Como hoy. Cogería una manzana y se la comería de camino al centro de salud. Se fue a su habitación y se vistió sin poner mucho cuidado: vaqueros, camisa, chaqueta de entretiempo. Se miró al espejo para peinarse y apenas pudo reconocer a la mujer que le devolvió la mirada más allá del azogue. Qué vieja y qué fea se sentía. Sabía que no lo era, ni vieja, ni fea, pero no pudo evitar esa sensación. Se maquilló un poco, buscando el ánimo perdido en los polvos, el rímel y la colonia. Volvió a la cocina y metió la pizza en el horno. Alberto estaría a punto de llegar, salía a las dos y veinte de clase. Se sorprendió nerviosa por ello. ¿De qué humor vendría? No estaba hoy como para malos humos. 

Se lavó los dientes y mientras terminaba de peinarse, oyó la llave en la cerradura. Las tres menos diez. Llegaría cinco minutos tarde. Se calzó, cogió el bolso y en el pasillo se encontró con Alberto, que salía de su cuarto. Habría dejado allí la mochila. Tirada en cualquier lado. 

- Me voy al Centro, hoy trabajo de tarde. 

- Vale – le dijo, el chico.

- Te he dejado una pizza en el horno, le debe quedar cinco minutos. 

- Vale – repitió. 

Le miró y viendo que ahí terminaba la conversación, se dirigió hacia la puerta intentando afrontar el resto del día sin que se notara la desazón que cargaba. Al llegar a la puerta, se volvió y miró a su hijo que estaba en la puerta de la cocina. Alberto se acercó a ella y, sin decir nada, le dio un beso. Y una sonrisa. Paula, por primera vez en el día, también sonrió.

4 comentarios:

  1. Me ha gustado muchísimo. sabes transmitir las emociones a la perfección. Sentimientos antagónicos que pueden convivir en el alma de una sola persona de forma simultánea, certezas mezcladas con deseos y aderezadas con recuerdos y al final... ese gesto tan natural, tan sencillo, y con un efecto que ningún antihistamínico habría conseguido para la picadura de ese "bicho" alojado en el armario de un adolescente. Enhorabuena Mayte, abrazucu apretadín desde Villa de Rayuela!

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    1. Es que, querida Lucía, la vida es pura contradicción. No sé cómo nos apañamos pero siempre estamos en un mar de dudas y con sentimientos y sensaciones que van en sentidos diferentes, a veces, hasta opuestos. Y aún así, seguimos adelante, con nuestras imperfecciones, sobreviviendo en ocasiones, disfrutando de la vida en otras. Son cosas que o vivimos o nos cuentan una y otra vez. En cualquier caso, todo es más fácil cuando se puede contar. Mil gracias por tu comentario. :)

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  2. Y yo que por el título entré pensando en el agobio de las tareas domésticas! Impecable, Mayte. Como si hubieses entrado en mi cabeza un día cualquiera y contaras la historia variando mínimos detalles. Felicitaciones!! Un abrazo de absoluta complicidad

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    1. Gracias Lorena. Siempre es un placer contar con tus comentarios. Un abrazo :)

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