Contando cuentos antiguos con palabras propias.
Edward Burn-Jones. La seducción de Merlín
Merlín, dormido, respiraba sereno, satisfecho. Nimué le miró sin prisa recorriendo sus tobillos subiendo con sus ojos hasta las corvas de sus rodillas para detenerse en el lienzo que tapaba el resto de las piernas, la parte baja de su espalda y un vientre abultado por la edad que, con escaso éxito, intentaba disimular; siguió por el resto de la espalda, sus hombros y la cabeza que hundía en el revoltillo que formaban sus ropas.
Cubierta tan solo con una ligera tela rebuscó en la bolsa que había traído. Mandrágora, belladona, beleño. Se ajustó unos finos y ajados guantes de lana hechos por ella misma con parches de cuero en las yemas, y puso todo en un cuenco que había en la mesa. Le añadió agua y otros bálsamos que también sacó de la bolsa y, lentamente, empezó a mezclarlo todo con un pequeño mazo hasta que tomó la consistencia deseada.
Era el momento de la verdad, de saber si todo lo que Merlín le había enseñado valía las noches de placer que le había dado a cambio, y mientras recitaba encantamientos y conjuros recién aprendidos empezó a ungirle -cuidando que la mezcla no excediera el marco de los parches de sus guantes- con el bálsamo que acababa de preparar. Los huecos de los tobillos, las piernas, el sexo, el vientre, el pecho, los ojos. Y vio que sí, que había valido la pena. Merlín, retorciéndose preso de lo que podría haber sido tanto dolor como placer, flotaba bajo su hechizo. Se sintió poderosa. Él, el gran mago, el que todo lo sabía, el que todo lo veía. Con la fuerza de sus ensalmos le dirigió, a través de los árboles inmortales de Broceliande hacia la entrada de la gruta, oculta en la maleza, dónde pensaba dejarle hasta el fin de los tiempos. Él, el que la había hecho sentir pequeña, simple, ignorante. Le depositó sobre un lecho de hierbas mullidas, acercándose a recoger su aliento. Él, que se preciaba de conocer los arcanos del mundo, el origen de los tiempos, el destino del futuro. No moriría, no; viviría, sólo e inmóvil, pero eterno. A él, que había vendido su conocimiento por un poco de piel. Sí, le regalaría la inmortalidad, atado a aquel lecho, a aquella cueva, a aquel tiempo.
Merlín, abiertos ya los ojos, la miró. A ella, que creía que le había vencido; a ella, que le miraba desde el atalaya de quien se cree poderosa; a ella... que seguía sin entender. La miró y sin hablar le contó que lo sabía, que siempre lo había sabido, que ése era su sino: vivir la eternidad atrapado en un tiempo y un espacio irreales. Le dijo que podía haberlo evitado y no lo hizo; que siempre supo lo que hacía y, aun así, siguió adelante; que podía no haber llegado allí, pero quiso llegar. Y que esa última noche que habían compartido sería eterna aunque ella no lo supiera entonces: él podría repetirla siempre que quisiera, obligándola a amarle en sus sueños, porque no le había enseñado todo, porque estaban unidos por lazos que nada ni nadie sería capaz de romper, ni siquiera ella. Había valido la pena aceptar ese destino. Mientras sellaba para siempre la puerta de la cueva, Nimué sintió que su piel se estremecía ante la certeza de aquel vínculo eterno.
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