Tras una primera cita, correcta, agradable, relajada, nada podía llevarme a pensar que la segunda pudiera ser como fue. Cenamos en un restaurante del pueblo, coqueto y acogedor, en la terraza, como corresponde a una tórrida noche de julio. Aún más cómodos y relajados, charlando de ese todo y ese nada que puede hacer que te sientas a gusto con la persona con la que estás. Con la excusa de terminar el vino, la sobremesa se alargó hasta bien pasada la medianoche.
No era una mujer llamativa, pero tenía ese algo indefinible que hacía que resultara seductora. Llevaba un vestido largo, claro, con escote poco marcado y aberturas discretas a los lados. Lo único que permitía intuir lo que escondía aquel vestido era la fina tira anudada a la espalda que ceñía la cintura marcando sus caderas. Todo aquello lo descubrí después. En aquel momento sólo me parecía una mujer atractiva, discreta, en la que su sugerente aspecto no velaba el placer de la conversación.
Al salir del restaurante, la invité a tomar una copa en casa, me resistía a poner fin a una noche tan deliciosa. Mentiría si dijera que no albergaba la esperanza de acostarme con ella, pero no me pareció una posibilidad factible. Aceptó, estaba a gusto conmigo. Lo sé porque me lo dijo así, sin rodeos. Me sentí halagado, para qué negarlo.
Mi casa está en una urbanización a las afueras del pueblo. Es una chalecito pequeño, pero para una persona sola, como es mi caso, más que suficiente. Lo que más me gusta es el jardín, con césped y una terraza cubierta, además de una piscina que fue mi gran capricho. Es un poco más grande lo habitual en este tipo de casas, de forma que la parte del césped es algo más pequeña. Está diseñada con formas curvas y en una parte es profunda mientras que por el lado contrario se entra a través de unas escaleras de obra por las que sumergirse poco a poco. A mis sobrinos les encanta esta parte de la piscina. Por la noche está iluminada desde dentro, con unos focos que dan al agua un aire casi fantasmal y cuando hay luna llena, los reflejos irisados parecen salir de todas partes. Pero esa noche no había luna llena. En realidad, no recuerdo cómo estaba la luna.
Tras enseñarle la parte de la casa que se suele enseñar, lo que no me llevó mucho, me fui a la cocina a preparar unos gin tonics diciéndole que se pusiera cómoda, como si estuviese en su casa. La oí caminar por la terraza, recorriéndola. Dejé de escuchar sus pasos y supuse que se habría sentado cuando me preguntó si por la noche se podía utilizar la piscina. La dije que sí pensando que era una pregunta como otra cualquiera, pura curiosidad. Fui al salón a por la ginebra y las copas, y al asomarme, la vi junto a la piscina, descalza, sujetándose el vestido y metiendo un pie en el agua. Me gustó mirarla sin que supiese que la observaba. La piel de sus piernas tenía un tono extraño por las luces que salían de la piscina, casi plateadas. Dejé la ventana y me fui a terminar las copas. Seguía sin hacer ningún ruido.
Salí a la terraza con las dos copas en la mano y me quedé petrificado bajo la puerta. A punto estuvieron de caer. El plateado de sus piernas se extendía a todo su cuerpo. Desnuda, la vi recorrer las escaleras y entrar, poco a poco, en el agua. Dejé las copas en la mesa que había junto a la puerta de la cocina y me senté. No podía dejar de mirar. Era lo último que me hubiera esperado. A pesar del calor de la noche, entraba lentamente, como si tuviera que acostumbrarse a cada estremecimiento que el agua le producía. Se había recogido el pelo dejando el cuello al aire. Me quedé colgado a la recta de su espalda, las curvas de sus caderas, el contraste de la cintura.
Absorto y en silencio, sin reaccionar, no podía apartar los ojos de ella. Había imaginado su cuerpo -cómo no hacerlo-, pero no sospeché que pudiera resultar tan sensual. Y verla ahí, de espaldas, ofreciéndome ese espectáculo tan natural como cuando estábamos hablando mientras cenábamos, me dejó de piedra. Bueno, no exactamente. El ruido al dejar las copas en la mesa hizo que se volviera, y me invitara a bañarme con ella. Lo hubiera hecho, dios sabe que lo hubiera hecho, pero me dio apuro. Me sentía bastante ridículo, viéndola tranquila y confiada, como si estar desnuda no significara nada, mientras que mi erección no hacía más que crecer a cada movimiento suyo. Rezaba para que no lo notara, pero se dio cuenta, me lo dijo después. Para evitarme el trago, no insistió y se sumergió por completo, convirtiéndose en un rastro que podía seguir por el cambio de luces, lo que no sirvió de mucho para aligerar mi situación. Apareció en el otro lado de la piscina y se quedó allí un rato largo, con los brazos apoyados en el borde. No podría decir cuánto tiempo pasó, el justo para que mi cuerpo volviera poco a poco a una cierta normalidad.
No sé si fue calculado, pero cuando me sentí más presentable, vi que volvía. Me levanté y fui al cuartito que había junto a la cocina y cogí una de las toallas que tenía allí. No tanto para que se secara y no pasara frío, como para cubrirla y así evitarme el bochorno de una nueva erección. Me agradeció la toalla tiritando, pero no fui capaz de evitar que mi cuerpo fuera por libre. Enrollada en la toalla y con el cuerpo más templado, se acercó y me besó. Cualquier sensación ajena al placer físico, desapareció. Dejé de preocuparme por si se notaba o no mi excitación y la abracé como si lo hubiera estado haciendo desde siempre.
Los hielos de los gin tonics se deshicieron mientras a nuestro alrededor caían su toalla y mi ropa, el césped nos acogía húmedo y fresco, y la oscuridad nos envolvía. Nunca me había pasado nada parecido. El tiempo parecía haberse parado, la noche éramos nosotros, nuestros cuerpos enlazados, nuestras voces quedas, nuestros gemidos. No sé si por inesperado, por deseado, por extraño, pero no me di cuenta del paso de las horas hasta que se levantó y, tras besarme, empezó a vestirse.
Intenté convencerla de que se quedara a pasar la noche. Eran casi las cinco de la mañana. No quiso. Nunca quiso quedarse a dormir. Igual que no quiso decirme en qué pensaba cuando le preguntaba. Como tampoco quiso, cuando ya el otoño empezó a asomar, que lo nuestro, fuera lo que fuera, dejara de ser una historia de encuentros esporádicos y avanzara en otra dirección. La quería sólo para mí, la quería más tiempo, la quería al completo. Me arrepentí de habérselo propuesto.