Un espacio abierto



Un lugar por el que pasar y, tal vez, quedarse.

jueves, 7 de agosto de 2014

Piscina



Tras una primera cita, correcta, agradable, relajada, nada podía llevarme a pensar que la segunda pudiera ser como fue. Cenamos en un restaurante del pueblo, coqueto y acogedor, en la terraza, como corresponde a una tórrida noche de julio. Aún más cómodos y relajados, charlando de ese todo y ese nada que puede hacer que te sientas a gusto con la persona con la que estás. Con la excusa de terminar el vino, la sobremesa se alargó hasta bien pasada la medianoche. 

No era una mujer llamativa, pero tenía ese algo indefinible que hacía que resultara seductora. Llevaba un vestido largo, claro, con escote poco marcado y aberturas discretas a los lados. Lo único que permitía intuir lo que escondía aquel vestido era la fina tira anudada a la espalda que ceñía la cintura marcando sus caderas. Todo aquello lo descubrí después. En aquel momento sólo me parecía una mujer atractiva, discreta, en la que su sugerente aspecto no velaba el placer de la conversación. 

Al salir del restaurante, la invité a tomar una copa en casa, me resistía a poner fin a una noche tan deliciosa. Mentiría si dijera que no albergaba la esperanza de acostarme con ella, pero no me pareció una posibilidad factible. Aceptó, estaba a gusto conmigo. Lo sé porque me lo dijo así, sin rodeos. Me sentí halagado, para qué negarlo. 

Mi casa está en una urbanización a las afueras del pueblo. Es una chalecito pequeño, pero para una persona sola, como es mi caso, más que suficiente. Lo que más me gusta es el jardín, con césped y una terraza cubierta, además de una piscina que fue mi gran capricho. Es un poco más grande lo habitual en este tipo de casas, de forma que la parte del césped es algo más pequeña. Está diseñada con formas curvas y en una parte es profunda mientras que por el lado contrario se entra a través de unas escaleras de obra por las que sumergirse poco a poco. A mis sobrinos les encanta esta parte de la piscina. Por la noche está iluminada desde dentro, con unos focos que dan al agua un aire casi fantasmal y cuando hay luna llena, los reflejos irisados parecen salir de todas partes. Pero esa noche no había luna llena. En realidad, no recuerdo cómo estaba la luna. 

Tras enseñarle la parte de la casa que se suele enseñar, lo que no me llevó mucho, me fui a la cocina a preparar unos gin tonics diciéndole que se pusiera cómoda, como si estuviese en su casa. La oí caminar por la terraza, recorriéndola. Dejé de escuchar sus pasos y supuse que se habría sentado cuando me preguntó si por la noche se podía utilizar la piscina. La dije que sí pensando que era una pregunta como otra cualquiera, pura curiosidad. Fui al salón a por la ginebra y las copas, y al asomarme, la vi junto a la piscina, descalza, sujetándose el vestido y metiendo un pie en el agua. Me gustó mirarla sin que supiese que la observaba. La piel de sus piernas tenía un tono extraño por las luces que salían de la piscina, casi plateadas. Dejé la ventana y me fui a terminar las copas. Seguía sin hacer ningún ruido. 

Salí a la terraza con las dos copas en la mano y me quedé petrificado bajo la puerta. A punto estuvieron de caer. El plateado de sus piernas se extendía a todo su cuerpo. Desnuda, la vi recorrer las escaleras y entrar, poco a poco, en el agua. Dejé las copas en la mesa que había junto a la puerta de la cocina y me senté. No podía dejar de mirar. Era lo último que me hubiera esperado. A pesar del calor de la noche, entraba lentamente, como si tuviera que acostumbrarse a cada estremecimiento que el agua le producía. Se había recogido el pelo dejando el cuello al aire. Me quedé colgado a la recta de su espalda, las curvas de sus caderas, el contraste de la cintura. 

Absorto y en silencio, sin reaccionar, no podía apartar los ojos de ella. Había imaginado su cuerpo -cómo no hacerlo-, pero no sospeché que pudiera resultar tan sensual. Y verla ahí, de espaldas, ofreciéndome ese espectáculo tan natural como cuando estábamos hablando mientras cenábamos, me dejó de piedra. Bueno, no exactamente. El ruido al dejar las copas en la mesa hizo que se volviera, y me invitara a bañarme con ella. Lo hubiera hecho, dios sabe que lo hubiera hecho, pero me dio apuro. Me sentía bastante ridículo, viéndola tranquila y confiada, como si estar desnuda no significara nada, mientras que mi erección no hacía más que crecer a cada movimiento suyo. Rezaba para que no lo notara, pero se dio cuenta, me lo dijo después. Para evitarme el trago, no insistió y se sumergió por completo, convirtiéndose en un rastro que podía seguir por el cambio de luces, lo que no sirvió de mucho para aligerar mi situación. Apareció en el otro lado de la piscina y se quedó allí un rato largo, con los brazos apoyados en el borde. No podría decir cuánto tiempo pasó, el justo para que mi cuerpo volviera poco a poco a una cierta normalidad. 

No sé si fue calculado, pero cuando me sentí más presentable, vi que volvía. Me levanté y fui al cuartito que había junto a la cocina y cogí una de las toallas que tenía allí. No tanto para que se secara y no pasara frío, como para cubrirla y así evitarme el bochorno de una nueva erección. Me agradeció la toalla tiritando, pero no fui capaz de evitar que mi cuerpo fuera por libre. Enrollada en la toalla y con el cuerpo más templado, se acercó y me besó. Cualquier sensación ajena al placer físico, desapareció. Dejé de preocuparme por si se notaba o no mi excitación y la abracé como si lo hubiera estado haciendo desde siempre. 

Los hielos de los gin tonics se deshicieron mientras a nuestro alrededor caían su toalla y mi ropa, el césped nos acogía húmedo y fresco, y la oscuridad nos envolvía. Nunca me había pasado nada parecido. El tiempo parecía haberse parado, la noche éramos nosotros, nuestros cuerpos enlazados, nuestras voces quedas, nuestros gemidos. No sé si por inesperado, por deseado, por extraño, pero no me di cuenta del paso de las horas hasta que se levantó y, tras besarme, empezó a vestirse.

Intenté convencerla de que se quedara a pasar la noche. Eran casi las cinco de la mañana. No quiso. Nunca quiso quedarse a dormir. Igual que no quiso decirme en qué pensaba cuando le preguntaba. Como tampoco quiso, cuando ya el otoño empezó a asomar, que lo nuestro, fuera lo que fuera, dejara de ser una historia de encuentros esporádicos y avanzara en otra dirección. La quería sólo para mí, la quería más tiempo, la quería al completo. Me arrepentí de habérselo propuesto. 



lunes, 4 de agosto de 2014

Proposición (y III)






Salió del baño y se sentó en la butaca que había en la esquina de la habitación. Desde allí la miró. Empezó a liar un cigarrillo, despacio, concentrado. Volvió a mirarla. Amanecía y finísimos rayos de luz se colaban a través los ojos de las persianas ciñendo unas caderas que enmarcaban el hueco de su cintura. A pesar de no haber dormido apenas, le seguía encendiendo esa mujer: nunca lo hubiera imaginado. Prendió el cigarro y pensó en sí mismo, desnudo en la butaca de aquella habitación de hotel: se sentía extraño, como fuera de lugar. Y la miró a ella que, en la cama de esa misma habitación, ya completamente desnuda, estaba, sin embargo, perfecta. Su pelo inundaba la almohada y perfilaba el inicio de la curva de su espalda al tiempo que sus piernas asomaban bajo una sábana que apenas velaba sus nalgas. Había sido mucho mejor de lo que imaginaba. Dio otra calada al cigarrillo. Le encantaba fumar, sentir cómo el humo pasaba cálido y fuerte por su garganta hasta llenarle los pulmones; le gustaba el sabor que le dejaba al expulsarlo, y el olor que inundaba la habitación. 

Proposición (II)





Habitación 915. Las nueve y cuarto. Aún tenía un cuarto de hora por delante. Encendió la luz y paseó la mirada por toda la estancia. Nunca había estado en ese hotel y se alegraba de su elección. Era moderno y elegante, con un ligero toque de distinción en el mobiliario, de color wengue, y otro de color en los cuadros, abstractos en tonos ocres claros, marrones serenos, y rojos furiosos. El contraste era perfecto para lo que ella quería. Un ventanal que ocupaba toda la pared ponía la ciudad a sus pies. Abrió las cortinas y dejó que la luz de la noche se instalara allí. 

Proposición (I)




No sabía que hacer. ¿Se atrevería a lo que le proponía? Sacó un papel de liar y lo estiró cuidadosamente. ¿Con una desconocida? Bueno, no tan desconocida aunque nunca se hubieran visto. Llevaban una semana carteándose, contándose cómo eran, qué les movía, aunque no lo que hacían, siete días hablando de ellos mismos, de sus deseos, de sus pasiones, de sus fracasos. Esparció el tabaco sobre el papel colocándolo cuidadosamente en el centro y estirándolo hasta ocupar toda su longitud y en la punta situó un filtro fino. Conocía su pasado, pero no sabía dónde vivía; sabía qué libros leía, qué música escuchaba, pero no la marca de su coche; hubiera podido elegir por ella la cena y el vino, pero no sabía donde comía a diario. Podía intuir su tristeza, su alegría, sus reacciones, pero no en qué trabajaba. Envolvió con esmero tabaco y filtro, lamiendo el borde del papel y doblándolo sobre sí mismo para que se pegase. Y aunque había visto alguna foto, sabía que su forma de andar, su mirada, su aroma, su voz, podrían pasarle desapercibidas en la Plaza Mayor. Pero, sobre todo… desde hacía una semana le seducía con cada letra, le atrapaba con cada palabra, le arrastraba con cada carta. Sus dedos, chatos, firmes, resistentes, estiraron el cigarrillo recién liado hasta dejarlo perfecto. Volvió a leer su último correo. Y a escuchar la canción.