Un espacio abierto



Un lugar por el que pasar y, tal vez, quedarse.

lunes, 29 de septiembre de 2014

Ni olvido, ni perdón






Me llamo Lucía Garrido Areces, tengo 62 años y hoy voy a asesinar a un hombre. Se llama Daniel Antúnez Retuerta, nació en Mahón y si no fuera a morir hoy, este año cumpliría los 46 en noviembre, el día 16. Lleva once años, once meses y treinta días en la cárcel de Mallorca, por lo que hoy le soltarán al haber cumplido su pena: los doce años que le impusieron por matar a mi hija. 

Lorena siempre fue una criatura maravillosa, desde bebé. Sus rizos rubios, sus ojillos verdes, su sonrisa perenne. Todo el mundo la adoraba. Le gustaban los cumpleaños, los suyos y los de los demás. No había fiesta en la que no cantara a pleno pulmón ni regalo que no le cortara la respiración. Y al crecer, siguieron encantándole esas fiestas, prepararlas, comprar regalos, pensar en la tarta. Nunca he visto a nadie disfrutar tanto. Ahora tendría cuarenta y uno, pero no llegó a cumplir los treinta. 

Llevo doce años, ocho meses y once días planeando el asesinato que voy a cometer hoy. El juicio fue relativamente rápido: las pruebas fueron concluyentes y admitió haberla matado en un ataque de ira. No hay día que no recuerde el informe en el que se contaba cómo la encontraron. Los detalles de los daños de la violación, los golpes que recibió antes de morir, cada herida, cada hematoma, cada parte de de su cuerpo roto o desgarrado. No me dejaron verla, pero todo estaba en el informe. Después de tanta tortura, la mató de un golpe en la nuca cuando estaba ya inconsciente con la barra de hierro de anclar el volante del coche. Roja. Como la sangre seca de mi hija de la que estaba cubierta cuando la mostraron en el juicio como prueba: el arma del crimen. Nunca me he creído que no fuera premeditado, nadie sube a su casa la barra de anclaje del coche, nadie se ensaña tanto. Yo sé que lo había planificado. Ella era demasiado para él. Lo sabía y no podía soportar la idea. 

A los dieciocho años Lorena se matriculó en Periodismo. Sabía que sería una maravillosa periodista, aunque nunca hubiera sido una estudiante destacada. Pero le gustaba. Le gustaba casi más que los cumpleaños. Fue en aquellos tiempos de facultad cuando conoció a Daniel. Tengo que reconocer que era guapo, muy guapo, y ejercía de ello. De hecho, cuando me lo presentó, pensé que qué vería en ese chico aparte de la guapura. Estudiaba Periodismo tras haber fracasado en Derecho y, aún así, rápidamente quedó atrás. Pero algo debía ver porque estaba loca por él. Nunca lo entendí.

Seguramente Daniel no sabe que hoy va a morir. Seguramente esté tan contento, pensando que deja atrás su pasado. Seguramente cree que tiene toda la vida por delante. Pero yo no lo voy a permitir. Llevo doce años, ocho meses y once días esperando este momento, al acecho todo este tiempo. Lo sé todo de él. Y me ha costado, vaya sí me ha costado. Sé que ha terminado Derecho, en la UNED; que ha asistido a terapia de rehabilitación; que ha trabajado estos años y colaborado en muchas actividades de la cárcel en relación con la concienciación sobre la violencia de género. Pero a mí no me engaña, yo sé que no está rehabilitado, sé que sigue siendo un hijo de puta. El hijo de puta que asesinó a golpes a mi niña.

Recién terminada la carrera, con veinticuatro años, Lorena se casó con Daniel, que había abandonado hacía un par de años los estudios y trabajaba en el negocio familiar, una sastrería masculina. Su padre es un sastre reconocido, pero los hijos -Daniel y su hermano Xisco- no tenían ese talento. Así que ambos estaban de dependientes, aunque Daniel pasaba más tiempo en el bar que en la tienda, lo que traía problemas entre los hermanos. Aún así el negocio daba para que los tres mantuvieran un buen nivel de vida. Lorena, tras un año llamando a todas las puertas, encontró trabajo en un diario local, no muy bien pagado, pero su idea era hacerse un lugar en la profesión y sabía que tenía que ir poco a poco. Y así, al cabo de un par de años, consiguió que la llamaran para la sección de local de El Mundo. Siempre aspiró a más, ir a Madrid, pero no pudo pasar de ahí. Tenía casi veintisiete años cuando empezó en su nuevo puesto. 

Soy funcionaria. Desde que aprobé la oposición, trabajé en Tráfico, pero a los tres años de terminar el juicio, pedí el traslado a Instituciones Penitenciarias: desde allí tendría acceso a toda la información que necesitaba. Esperé para que no hubiera sospechas. Acababa de separarme y aunque no tuviera que dar explicaciones oficiales, fue la excusa perfecta para no coincidir con mi ex marido que también era funcionario en Tráfico. Él no fue capaz de entender mi dolor y todo se enfrío entre nosotros. Sin Lorena, nada nos unía y no iba a dejar que un papel nos atara. Nuestras vidas ya no tenían puntos en común. Él quería pasar página; yo no podía olvidar. No le hablé de mis planes, por supuesto. En mi nuevo destino, poco a poco, me fui enterando de la situación de Daniel, de sus “progresos”. 

Los dos primeros años de matrimonio de Lorena fueron tranquilos. Nos veíamos con frecuencia y los dos solían apuntarse a todas las fiestas familiares. Salían con los amigos, iban al cine, viajaban en vacaciones… todo parecía normal. Pero cuando Lorena cambió de trabajo, cambió todo. Al principio, seguían con su ritmo normal, pero discutían constantemente y delante de todo el mundo. Daniel no soportaba que su mujer empezase a tener éxito, el éxito que él jamás conseguiría. La envidiaba, lo sé. Envidiaba su valía, sus ganas, su esfuerzo. Más de una vez, el padre de Lorena tuvo que intervenir, hasta que un día que la insultó delante de nosotros, mi ex marido le echó de casa y le prohibió volver. Y dejaron de venir. Los dos. Yo apenas veía a mi hija, que empezó a recluirse en el trabajo y su casa. Las pocas veces que la veía, la sentía agotada, triste, apagada. La última vez que hablamos la pregunté si era feliz. No lo era, no hacía falta ser un lince para darse cuenta, pero me dijo que quién era feliz en realidad. Intenté convencerla de que le dejara, que era muy joven, que empezara de nuevo. Pero no parecía escucharme o no tenía ya coraje para hacer nada. Un mes y doce días después, la mató.

Desde las ocho de la mañana estoy frente a la salida del centro penitenciario. Su excarcelación estaba prevista para la mañana, sin hora concreta, así que espero. Han pasado casi tres horas y parece que hay movimiento en la garita de la entrada. Veo que a lo lejos viene caminando un hombre. Es él. En el suelo de los asientos traseros tengo preparada la escopeta con la que voy a matarle. Es de mi hermano y no creo que tenga ningún problema porque cuando me detengan diré la verdad: que se la robé. Sé que no tiene mucho alcance, no más allá de unos ochenta metros, pero estaré cerca. Quiero ver la cara de ese hijo de puta cuando muera. 

En el entierro de Lorena pude hablar con algunas de sus amigas y compañeros de trabajo. Hacía algún tiempo que habían perdido el contacto. Aún así la habían visto más que yo. Por ellos pude enterarme de cómo mi hija se esforzaba por disculpar a Daniel cuando la vejaba e insultaba delante de los amigos; de cómo el espeso maquillaje, en demasiadas ocasiones, no conseguía ocultar los moratones; de cómo en los últimos meses había tenido hasta cuatro bajas por accidentes domésticos. Me enteré así de que a mi hija la maltrataba y violaba un cabrón miserable que no podía soportar que ella valiera. 

Le veo acercarse a la verja que le separa de la libertad. Tengo el arma montada y he estado practicando estos últimos meses con mi hermano con la excusa de necesitar distraerme para sacudirme la depresión perpetua en la que me he instalado. Le veo entregar los papeles al guardia de la puerta. Al tiempo que se abre la verja, yo salgo del coche. Le distingo perfectamente. Tiene menos pelo, algo de barriga, pero sigue siendo un hombre guapo. Abro la puerta trasera y cojo la escopeta. Es una Browning B525 ligera, menos de 3 kilos y la conozco bien. Además, tengo una puntería extraordinaria: la práctica, que hace mucho. Estamos cada uno en una acera, pero no me ha visto. Está distraído porque acaba de ver a su hermano que le hace señales desde su coche. En ese momento pasa un coche y se para dejándole pasar. Es un blanco perfecto. Apunto mientras me acerco. Veo con el rabillo del ojo que los policías ya me han visto. Tengo apenas un minuto. El corazón. No. Bajo un poco el arma. El vientre. No. Bajo un poco más. Ahora sí. No sé si morirá, es muy posible. Sufrir, sufrirá seguro.


viernes, 19 de septiembre de 2014

Ivana






El mundo, el que soberbiamente se llamaba primero, aquel de los bloques que se decía rico y se creía invencible; el de los viajes espaciales y de la sofisticación armamentística, de la investigación y los planes estratégicos; el mundo que vivía el final de la Guerra Fría y de las películas de espías, se crecía ante sí mismo y ante los demás. Era el tiempo de la ciencia y la tecnología, cuando ambas se paseaban por el mundo con orejeras que no dejaban ver lo que pasaba en ese momento ni predecir lo que ocurriría en el futuro. Hasta que estalló en el presente, en aquel presente.

Primavera del 86. El Cometa Halley acababa de pasar lo más cerca que estaría de la Tierra en los siguientes 76 años y el feminismo lloraba la muerte de Simone de Beauvoir. Todo todo quedó olvidado ante Chernobil, el desastre por antonomasia, la constatación de la vulnerabilidad y la indefensión de la gente corriente. El mundo se estremecía ante el desastre y el miedo. Chernobil estaba lejos, pero la nube tóxica avanzaba. Mucho más lenta que el miedo, pero ahí estaba, moviéndose. 

Mientras el miedo invadía Europa, en Pripyat, Ivana daba sus primeros pasos, tambaleantes y torpes, pero firmes. En medio de aquel desastre, agarrada al índice de su madre empezaba a recorrer por sí misma un mundo que no podía concebir más allá del cuadrado de parque en el que se movía. El parque de Ivana era un espacio de arena rodeado de una valla de colores en un pequeño parque rodeado de casas bajas con ventanas pintadas de azul y rodeadas de jardineras con enredaderas y flores de colores. A un lado del parque, un tobogán; al otro, un columpio; y en el centro, arena. Un pequeño mundo lleno de voces, empujones, risas, lloriqueos y achuchones. Un parque lleno de vida.

Al principio, aquella tarde del 26 de abril simplemente parecía una tarde algo nublada pero como no llovía ni hacía frío el parque siguió lleno de niños jugando y mamás charlando. E Ivana dejaba el dedo de mamá para dar su primer paseo en solitario. Sólo tres pasos, pero fueron los primeros. Cayó de bruces y con la boca llena de tierra se puso a llorar con desconsuelo. Pero tan pronto la limpió su madre, volvió a la carga: cinco pasos, siete, doce… 

A la caída de la noche Ivana, tras el baño y la cena, cayó agotada. La despertaron de madrugada los brazos de su padre que la envolvían en una manta. Se resistía a despertar mientras subían a un autobús junto con todos los vecinos del pueblo que, más o menos ordenadamente, lo abandonaban. Había un olor extraño y lo que parecían nubes inofensivas, venían cargadas de muerte. Nadie lo sabía aún.

Ivana despertó en un gimnasio de Maguilev, y los sesenta y siete días que estuvo allí le sirvieron para terminar de aprender a andar. Caminaba segura entre colchonetas y mesas de camping, vigilada por su madre y por las otras madres, jugando con otros chiquillos. No sólo andaba, también hacía sus pinitos corriendo e intentando subir a sillas, bancos o cualquier otra cosa que estuviera a su altura. Ivana no percibió las incomodidades, ni sintió el dolor de las pérdidas, ni vivió el miedo de la incertidumbre. Ella sólo jugaba y reía. 

Minsk fue su siguiente paso. Allí empezaron de nuevo sus padres, en casa de los abuelos, con un trabajo nuevo, una nueva vida. Tendría poco más de tres años cuando empezaron a salirle cardenales. Entraba dentro de lo normal, no paraba ni un segundo. Estaba muy pálida, pero supusieron que era porque se parecía a su madre. Pronto vieron que algo no iba bien. Ivana empezó a no querer salir a la calle. Ya no tenía fuerzas para jugar, había perdido el apetito y estaba triste. No tardaron en llegar la fiebre y las náuseas y, al tiempo que los moratones le aparecían por todo el cuerpo, le salieron pequeños bultos en las axilas y en el cuello que pronto se extendieron a la barriguita y a las ingles.

Empezó el peregrinar de un médico a otro, la sometieron a tratamientos que la dejaron calvita y agotada, pero las largas estancias en hospitales no conseguían mejora alguna. Ivana se consumía sin entender qué le pasaba. Sus padres, sus abuelos, los médicos sí lo sabían. Ya no podía ir al colegio, ni tenía ganas de jugar; no quería correr, ni saltar, ni siquiera andar. Ivana solo quería dormir y que se le quitara el dolor. Porque todo le dolía a todas horas. Sobre todo eso, quería que el dolor se fuera.

Y llegó el tiempo en que Ivana veía a su madre siempre triste y llorando a escondidas cuando creía que ella dormía; la abuela también lloriqueaba. Y aunque la niña no lo viera, a los hombres el llanto les corroía desde dentro. Pasaban los días e Ivana apenas podía moverse, cada vez le costaba más respirar. Hasta que, con la entrada de la nueva década, dejó de hacerlo.

martes, 16 de septiembre de 2014

Terminal





Raúl miró la pantalla en la que aparecían las salidas. Puerta de embarque J47. A tomar por saco y Paloma en los aseos. Siempre se preguntaba qué demonios haría tanto tiempo en el baño. Le pareció que había pasado mucho rato cuando salió, tan tranquila. Tuvo que hacer un esfuerzo para no gritarla que se apresurara, que llegaban tarde. Cuando llegó a su altura, señaló el panel y le dijo: 

- Tendremos que darnos prisa. Falta algo más de media hora y salimos por la puerta J47.

- ¿Algo más? Pero si nos quedan aún cuarenta minutos. -dijo ella sonriendo-. Anda, relájate, que nos vamos de vacaciones.

Echaron a andar por la terminal. Raúl, agobiado; Paloma, mirando escaparates; ambos, arrastrando sus pequeñas maletas. Raúl no quería esperar en la cola de facturación así que sólo llevaban lo que cupiera dentro de los equipajes que entraran en la cabina.

- ¿Quieres darte prisa? No, si al final perderemos el avión por tu culpa. 

- Qué vamos a perder. Tranquilízate, por favor. Si te fijas ya se ven las puertas con la H, así que las de la J no pueden estar tan lejos. Un segundo.

Raúl torció el gesto pero se quedó quieto en la puerta de la tienda mientras Paloma entró a mirar no sabía qué. No dijo nada, pero no paró de hacer muecas mientras le mostraba el reloj. Paloma intentaba ignorarle, pero era imposible. Sin siquiera preguntar el precio del bolso salió de la tienda. 

- Ya voy, ya voy. ¿Estás contento? Con las ganas que tenía de un bolso rojo. 

- Ya miraremos bolsos en Venecia, aunque seguro que es carísimo; buscaremos alguna tienda fuera de la zona turística. Pero para llegar, primero tenemos que coger ese avión, ¿sí?

- Pues claro que sí, cariño, pero aún tenemos media hora y la puerta de embarque está a cinco minutos. ¿La ves? Tanto drama para nada.

- Para ti todo está bien, pero ¿te acuerdas cuando fuimos a Praga? Llegamos cuando ya estaba todo lleno de gente y sólo quedaba un asiento libre en la sala de espera. Asiento que ocupaste tú. 

Paloma lo recuerda perfectamente. Quizá porque se lo dice cada vez que hablan de viajar, tanto si lo hacen, como si no. Su viaje de novios, el único que habían hecho aparte de las vacaciones en el pueblo de los padres de Raúl. A ella, Praga le pareció una ciudad maravillosa, como sacada de esos cuentos de hadas con los que soñaba de niña. Sí, quizá un poco artificiosa porque más que una ciudad que traslade a la Edad Media parecía una reconstrucción moderna en estilo medieval, pero aun así, por el día era alegre y de noche, misteriosa. Y a Paloma le encantó. Raúl no paró de quejarse y protestar por todo. Del hotel porque la cama era dura y las toallas, ásperas; de las calles, porque el gentío le resultaba molesto y escandaloso; los museos le parecieron caros y los restaurantes, prohibitivos. Pero hacían el amor y aún se reían juntos. Paloma lo recuerda lejano, pero bueno. 

- Sí, tienes razón, aquel asiento lo ocupé yo, pero de eso hace tanto. Mira, cielo, ya estamos llegando. Faltan aún veinticinco minutos para el embarque y hay un montón de sitios libres. 

Ahora, todo era distinto. Trabajaban demasiado, apenas se veían y no recordaban la última vez que hicieron el amor. Se ignoraban discretamente y ya no reían. El aburrimiento se había instalado en su sofá y aunque Raúl parecía sentirse cómodo en esa rutina entumecida, Paloma se resistía a marchitarse. Tras las discusiones, llegaron los silencios. Raúl se barruntó que algo no marchaba y a pesar de que no era lo que más le apetecía, no quiso que su tranquila vida sufriera más trastornos: le prometió que su aniversario lo celebrarían como ella quisiera. Y Paloma eligió Venecia. Tan romántica, con su luz dorada, las canciones de gondoleros y restaurantes junto al Gran Canal iluminados con faroles… Imaginaba ardientes besos en callejuelas encontradas al azar amparados por atardeceros misteriosos, preludio de apasionadas noches de amor bajo el dosel de la suite que habían reservado en el hotel Rialto, con vistas al puente del mismo nombre. Había salido caro, muy caro, pero podían permitírselo: la casa estaba pagada, no tenían hijos y llevaban todos estos años ahorrando para un por si acaso que nunca llegaba. Por primera vez Raúl se dejó convencer y, calibrando las ventajas que creía que obtendría, acabó aceptando que su décimo aniversario de boda merecía una celebración a todo lujo.

Cuando llegaron a la puerta de embarque aún faltaban veinte minutos para que la abrieran. Se sentaron en dos sillones contiguos.

- Al final hemos llegado con tiempo de sobra. Ya no queda nada para salir: estoy tan contenta. 

- Si no hay retraso -dijo Raúl. 

- ¿Por qué iba a haberlo? -le contestó Paloma, resignada. 

- Pasa con frecuencia, lo dice todo el mundo. 

En los últimos años Paloma se había acostumbrado a lidiar con esa forma de ver el mundo que tenía su marido, así que no le hizo demasiado caso y cambió de conversación.

- Leí ayer en Internet que ésta es una buena época para ir a Venecia porque ya no hace frío pero aún no ha llegado el calor fuerte. 

- Esperemos que sea así, porque yo he leído que cuando hace calor, aunque no sea mucho, el agua de los canales huele fatal. No quiero ni pensar en cenar con semejante peste. Por no hablar de lo desagradable que debe de resultar la humedad. 

- No creo. He mirado las previsiones del tiempo y dicen que no hará mucho calor. 

- Bueno, eso dicen, pero ya se sabe: los del tiempo no suelen acertar. Igual hasta llueve. No podríamos salir.

- Si lo piensas -Paloma sonrío- eso quizá no estaría tan mal. ¿Cuánto hace que no nos encerramos los dos solos una tarde entera?

- Pero ¿qué dices? Con el dineral que nos va a costar el viajecito… como para pasarlo encerrados en el hotel sin ver nada. Por lo menos intentaremos aprovechar y ver todos los sitios famosos y hacer fotos. 

Esta vez quien torció el gesto fue Paloma. Ella no estaba pensando en un viaje para aprovechar y hacer fotos. Se imaginaba una especie de segundo viaje de novios. Pero estaba claro que, pese a las promesas, Raúl no lo veía como ella. 

- ¿Qué quieres decir con eso de “el viajecito”? Es como si no te hiciera ilusión.

- A la que le hace ilusión es a ti. Y total, por no discutir…

- ¿Me estás diciendo que vienes sólo por no discutir?

Al ver que Paloma empezaba a enfadarse, Raúl reculó.

- Bueno, no sólo por eso. Como a ti te apetecía tanto venir no quise llevarte la contraria. 

- Vamos, que por ti te habrías quedado viendo la tele, como siempre, ¿es eso?

- Mujer, dicho así suena fatal. 

- Y, ¿cómo sonaría bien?

- No sé chica, tampoco tiene tanta importancia. 

- Sí, sí que la tiene. Dime, ¿cómo sonaría bien?

- A ver, no te enfades, que no es para ponerse así. No es que prefiera quedarme viendo la tele, es que me parece que es muchísimo dinero y que podríamos haber ido a otro sitio, qué sé yo, a Canarias o al Caribe, que había ofertas tipo “todo incluido”. Aquí, además de lo carísimo que nos sale el hotel y el vuelo, tenemos que sumar lo que va a costar comer y cenar, por no hablar de los regalos. Y por lo que me has estado contando estos últimos días, creo que no te va a valer cualquier sitio ni cualquier cosa. 

- No es lo mismo. ¿Cómo puedes comparar un chiringuito caribeño con una cena a la luz de las velas junto al Gran Canal? 

- Ya estás con tus cosas románticas. El mar también puede ser romántico.

- Pero ya sabes que no me gusta nada la playa -dijo Paloma.

- Ni a mí me gusta viajar y aquí me tienes, esperando un avión que me llevará a un sitio pestilente en el que me van a sacar los ojos por cualquier comistrajo. 

Por el altavoz llamaron a embarcar a los pasajeros del vuelo IB3746 a Venecia. Se levantaron y se pusieron en la fila para subir al avión. La cola avanzaba y cuando Raúl le dio a la azafata los billetes y se volvió hacia su mujer para pedirle que sacara el DNI, vio como Paloma desandaba el camino recorrido junto a él.


jueves, 11 de septiembre de 2014

Elcira





Estaba yo tan tranquilo, apoyado en un soporte que me mantiene casi vertical y enganchado a mi cargador, cuando una voz conocida casi me bloquea todas las apps de golpe. Elcira. Bien conocía yo esa voz. Tengo casi tres años -sí, soy un modelo casi obsoleto- y en ese tiempo no sé la de conversaciones suyas que habré podido oír. Por lo que sé, es de Colombia (no es que distinga el acento, es que lo repite con frecuencia) pero su tono dista mucho de esa agradable cadencia del tono de los latinos, suave, melodioso, armónico. No, esta mujer tiene una voz aguda, estridente, áspera. Resulta irritante. Como ella.

Elcira tiene una tienda de chuches y habitualmente llama buscando la forma de pagar menos impuestos. Como ya habréis supuesto, mi dueña es su contable. Todos y cada uno de los trimestres intenta convencerla de que es imposible que nadie se crea que una tienda como la suya puede comprar más de lo que vende. Y mira que es sencillo, hasta para mí que soy ya un aparato viejo. Pero eso supondría pagar impuestos, algo que no parece entrar en sus planes. No soy capaz de enumerar la de discusiones que habré escuchado sobre qué es deducible y qué no. Los caramelos, chicles y golosinas, sí; las comidas familiares de los domingos, no. Los bollos y helados, sí; las compras de ropa y zapatos, no. Las bebidas, sí; las operaciones de estética, no. Y así, las mismas conversaciones, trimestre tras trimestre, sin que mi pobre Angelita consiga hacerla entrar en razón. 

Pero hoy se ha presentado en la oficina, lo que es muy raro. Yo no la había visto nunca. El objetivo de mi cámara y la posición en la que estaba para no calentarme, me permitieron verla. Una mujer de unos cuarenta y muchos, gruesa, más bien baja, de rostro aindiado, muy morena y pelo negro y fosco. Y su voz, esa voz que tanto me desagrada. Me pregunté qué sería tan importante como para que dejara la tienda en manos de otra persona. No tardé en enterarme. Tras los saludos de rigor, entró al trapo.

- Angelita, cielo, es que verás, tengo un problemilla. 

- Tú me dirás, si puedo ayudarte… 

La pobre Angelita no podía pensar más que en la cantidad de trabajo que tenía y cómo el problemilla de Elcira la retrasaría. Porque tampoco era una mujer de las de ir al grano. 

Después de contarle que llevaba casi treinta años casada, y que tenía ya cuarenta y ocho y una hija de veinticinco, empezó a decir que se sentía mayor, como si la vida se le escapase. Angelita no daba crédito. Intentando -infructuosamente- cortar una charla que no le iba ni le venía, le dijo que no pasaba nada, que todo el mundo se hacía mayor y que había que disfrutar de esa etapa de la vida. Pero nada, Elcira no se dio por aludida y siguió con su perorata. De tanto en tanto, se oían risas apagadas a lo lejos, las compañeras que no podían por menos que escuchar dado el volumen al que hablaba la mujer. Pasados ya casi quince minutos, Angelita no podía más.

- Lo lamento, Elcira, pero no sé qué puedo hacer yo.

- Veras, cariño. Mi problema se solucionaría si tuviera otro hijo. Pero resulta que no me quedo embarazada. En estos últimos meses me he sometido a pruebas de todo tipo e incluso a una inseminación in vitro, que ha fallado. De verdad, niña, que estoy abatida.

No podía ver qué pasaba al fondo del despacho, pero los habituales meneo de sillas, movimiento de papeles y repiqueteo de los ordenadores se habían dejado de oír y aumentaron los carraspeos que ocultaban risas en medio de un silencio poco habitual. 

- Elcira, de verdad que lo siento, pero yo no puedo hacer nada.

- Ya lo sé, querida, ya lo sé. Pero el caso es que he encontrado una clínica en mi país que tiene la solución a mi problema. Si convenzo a mi hija de que se deje inseminar con el semen de su padre, de forma artificial, por supuesto, ella puede tener a mi bebé. Aún no he hablado con ella, pero no creo que tenga inconveniente en gestar a su hermano. 

El silencio se podía cortar y la cara de Angelita era todo un poema, jamás la vi tan apurada. Los cuchicheos quedos y las risas sofocadas en medio del silencio ponían el colofón a una situación absurda, rayana en lo surrealista. No sabía ni qué decir ni cómo salir de aquello. Ya no airosa, se conformaba con salir. 

- Insisto, Elcira, no sé qué quieres que haga yo. 

- Bueno, Angelita, guapa, lo único que quiero saber es si, además de la factura de la clínica española por lo de la inseminación in vitro, también puedo traerte la de la de Colombia si mi hija accede a quedarse embarazada por mí.