El choque fue brutal. Tras el shock del impacto, su primer pensamiento fue de alivio: no sentía nada. Ni dolor, ni angustia, ni miedo. Nada. Pensó que había tenido suerte: iba a morir sin tener que poner nada de su parte. Justo lo que necesitaba y cuando lo necesitaba. Giró trabajosamente la cabeza y vio, tendida en la carretera, a la conductora del otro coche: una mujer agonizante sostenida por la ocupante de otro coche. Pero lo que importaba era que él, por fin, iba a morir. Y gracias a una mujer. Una mujer desconocida, como todas las que habían pasado por su vida, aunque ahora las circunstancias no fueran las de otras ocasiones.
Apenas habían pasado cinco meses desde el diagnóstico. Cáncer terminal. Metástasis. Inoperable. Seis meses, a lo sumo, ocho. Se quedó en blanco, sin sentir nada, salvo la certeza de una muerte inevitable y que ahora sabía inminente por la ausencia de sensaciones.
Cuando salió de la consulta sólo tenía clara una cosa: no quería morir hecho un despojo humano, solo, en una cama de hospital, lleno de cables y sondas. Pero tampoco se atrevía a suicidarse. Necesitaba quien lo ayudara a morir. Algún familiar o amigo, alguien que le quisiera lo suficiente como para ayudarle en semejante trance.
Tenía poca familia, a cientos de kilómetros, y su relación con ellos era algo más que fría, así que pensó en los amigos. Tampoco tenía demasiados, pero decidió visitarlos, no sólo para pedirles su ayuda, también para despedirse de ellos. Así, volvería a viajar, a visitar ciudades y pueblos por los que había pasado tantas veces a lo largo de sus constantes viajes de trabajo. Pensó que podría aprovechar para volver a ver a antiguas amantes, mujeres que habían llenado las noches de aquellos tiempos de viajes que ahora parecían tan lejanos, buenos tiempos en los que, siempre que quiso, durmió con compañía, aunque jamás se permitió desayunar acompañado. Era una especie de promesa: no permitirse nada que pudiera parecer un compromiso con ellas, nada que les permitiera hacerse ilusiones, nada que indicara la existencia de algo más que meras noches de placer.
Aunque todas esas mujeres nunca significaron nada para él, su magnífica memoria le permitía recordarlas a todas: donde vivían, como eran, el aspecto que tenían cuando se conocieron, de forma que podía proyectar su imagen en el momento en que quisiera, e incluso hacer una abstracción sobre el tipo de mujeres en las que el tiempo las habría transformado. Estos ejercicios mentales, recordar el pasado, imaginar el presente, le permitía sobrellevar los dolores, cada vez más resistentes a la pesada medicación.
Con las metas fijadas en las cinco ciudades en las que vivían sus amigos, trazó itinerarios cuidadosos para pasar por aquellos lugares en los que habían vivido y en los que, quizá, aún vivieran las amantes que mejor recuerdo le dejaron.
Sus amigos, agradecidos por su visita, afligidos por su enfermedad, tristes por su definitivo adiós, se negaron a ayudarle a morir, se negaron a matarle. Porque lo cierto era que él pretendía evitar la responsabilidad y, como había hecho siempre, descargarla en los demás. Si echaba la vista atrás, podía darse cuenta de que siempre había evitado tomar decisiones o asumir actos que implicaran responsabilidades de tipo afectivo. No había tenido problemas en tomar decisiones de tipo práctico, pero implicarse en cualquier cuestión en la que hubiera la más mínima posibilidad de sufrir cualquier tipo de daño emocional, era algo superior a sus fuerzas. Había construido una coraza de tal grosor alrededor de sí mismo que ya ni él mismo encontraba resquicio por el que salir. Estaba blindado contra el dolor del corazón, nadie podía herirle, su espíritu estaba a salvo, no sufría ni se permitía sentimientos que le pudieran hacer vulnerable; pero tampoco se dejaba amar ni era capaz de apreciar ni compartir la entrega desinteresada, generosa, viva. Y así, aunque era apasionado en las formas, vehemente, casi fiero, resultaba frío y distante en esencia.
Frialdad que todas sus amantes habían percibido detrás de los abrazos ardientes, de las caricias expertas, de los besos apasionados, de las noches intensas. Chicas que sucumbían al morbo del forastero; jóvenes vulnerables tras relaciones fallidas; señoras que buscaban aventuras, hembras que buscaban la novedad; mujeres que rozaban la madurez y buscaban demostrarse a sí mismas que aún eran capaces de atraer y llevar a su cama a un hombre joven, y otras, ya maduras que bebían con él sus últimas ocasiones de amor prohibido. Todas ellas eran conscientes de que nada había detrás de esa noche de pasión, que nada iba a quedar en el recuerdo. Él, nada prometía y ellas, nada esperaban, y con la misma facilidad, le echaron al olvido.
Por eso, no resultaba difícil comprender que, a lo largo del viaje de despedida, distintas ex amantes, con las que había compartido noches de pasión y delirio, no guardaran ningún recuerdo de él. Ellas habían llenado sus vidas con maridos, parejas, hijos, amigos; recordaban sus amores, sus desengaños, sus alegrías, sus frustraciones, pero a él no. Él no había dejado ninguna huella, uno entre tantos. Alguna, haciendo un esfuerzo de memoria, conseguía ubicarle en el tiempo, esbozaba una sonrisa de compromiso y decía, justificándose: "Han pasado tantas cosas que ya sólo recordamos lo importante".
Y él no lo había sido para nadie. Nadie se acordaba de él, de su nombre, de su cara; nadie recordaba que él le hubiera inspirado ningún tipo de sentimiento, ni bueno, ni malo; nadie le había querido, nadie le había odiado. Ellas recordaban a quienes habían amado y a quienes las habían amado; recordaban el dolor de los engaños, de los abandonos, de las mentiras; recordaban a los padres de sus hijos, a las parejas que los acogieron como padres; recordaban la ilusión del enamoramiento, la plenitud de los amores, el calvario de las rupturas. Pero a él, no. Definitivamente, no. Le habían olvidado, en nadie había dejado huella, a nadie había impresionado. A lo largo del viaje, la soledad le había minado con más fuerza que el cáncer.
Y mientras estos pensamientos llenaban su cabeza y la desolación su alma, del coche semiaplastado que había al otro lado de la carretera le llegaba la voz de Sabina "…y una nube de arena dentro del corazón y esta racha de amor, sin apetito. Los besos que perdí, por no saber decir: te necesito." Se protegió tanto contra el dolor, contra el sentimiento, que ahora, aun consiguiendo lo que buscaba, morir, lo hacía con el alma en pena, sabiendo que nadie le lloraría, que nadie le había amado. Tampoco él amó jamás. Este pensamiento se mezcló con la estrofa final que describía su último pensamiento y que parecía mostrarle su último destino "…donde habita el olvido".