Un espacio abierto



Un lugar por el que pasar y, tal vez, quedarse.

miércoles, 4 de diciembre de 2013

Gnomos de jardín






Cuando Luisa cruzó por primera vez la verja de la casa de Ramón intuyó que aquello no iba a funcionar. Aun así, no hizo caso a esa impresión inicial. No quería juzgar por las apariencias, aunque esos tres gnomos de jardín de largas barbas y gorros rojos le provocaran el rechazo que habitualmente sentía ante la ñoñez. ¿Quién, salvo un ñoño, pondría enanos en su jardín? Alejó ese pensamiento recordando las escasas citas que habían tenido: Ramón no lo era. Seguramente los habría puesto allí su ex mujer. 

- Hola, preciosa. Qué alegría tenerte por aquí. Veo que ya has conocido a los guardianes de mi castillo -dijo Ramón mirando a los gnomos, mientras sonreía con un puntito de orgullo kitsch.

Pues no, parecía que no era cosa de la ex. Luisa olvidó sus ideas acerca de si los enanos eran cursis o no, y pensó en positivo: un hombre que tenía enanos de jardín era, sin duda, un tipo sin complejos que hacía lo que le venía en gana. Y vaya si lo hacía. Ramón era una especie de artista: no tenía horarios, trabajaba cuando quería y en lo que le apetecía, jamás en lo mismo. A ratos esculpía, otros ejercía de marchante de arte; también diseñaba extraños artilugios, cuando no escribía poesías delirantes que Luisa -para qué mentir- no comprendía del todo. Hacía mil cosas, todas con la misma pasión.

Estaba completamente deslumbrada por él, sobre todo cuando lo comparaba con su anterior pareja, el funcionario típico sin más interés que la filatelia, hobby que practicaba también de forma monótona. Los años que habían pasado juntos fueron tan aburridos y adormecedores que no se dio cuenta de lo que mal que estaba hasta que un accidente de coche la puso al borde de la muerte y decidió que no quería seguir desperdiciando su vida. 

Encontró a Ramón por casualidad, en la presentación de un diseño de bañaderos para pájaros que el Ayuntamiento iba a poner en los parques más importantes de la ciudad. Otra majadería de los políticos para acudir a presentaciones e inauguraciones, y que a la empresa de Luisa, encargada de las relaciones públicas municipales, le reportaría ingentes beneficios. Ramón era el diseñador de las piscinitas de aves: unos chirimbolos imposibles y feos en los que era difícil imaginar a ningún pájaro nadando. Tanto los bañaderos como los eventos a su costa, se pagaron a precio de oro y los concejales aparecieron en todos los medios. En cambio, los pájaros, jamás metieron una pata en semejantes cacharros.

Luisa pensó que Ramón se había avenido a semejante tontada por cuestiones económicas. Sin embargo, aunque le vino bien el trabajo porque pudo saldar parte de sus deudas, no lo hizo por dinero, sino con la convicción de estar haciendo algo útil y necesario. Diseñó aquellos esperpentos de modo concienzudo, pensando todos los detalles, estudiando las formas de los pájaros, los tipos de aves que había en la ciudad, sus hábitos, sus movimientos, incluso intentando ponerse en su lugar. La inutilidad del proyecto cayó sobre Ramón como una losa, como siempre que fracasaba en algo, fuera lo que fuera. No hacía más que dar vueltas, una y otra vez, a todos sus movimientos y pensamientos, buscando el punto donde estaba el error, analizando por qué los pájaros no se bañaban, pensando en qué se había equivocado, qué podría hacer para mejorar el invento. Lo único que no pensó era que quizá a los pájaros de aquella zona no les gustaba bañarse y eso no dependía de él. No era la primera vez. Tampoco funcionó el diseño del sofá para ancianos, que era perfecto, aunque los abuelos lo rechazaron porque aceptarlo era asumir que ya eran viejos; ni tampoco el de las farolas de jardín con placa solar: ecológica y económicamente impecables, pero imposibles de acoplar estéticamente en ningún jardín, salvo el suyo. 

Pero la crisis por el fracaso de los bañaderos la sufriría algún tiempo después de aquella primera visita de Luisa a casa de Ramón. Al principio, en aquellos tiempos en los que aún pensaba que no quería juzgar por las apariencias, él era una ventana abierta a todo lo fascinante de la vida. Desde que se había separado, Luisa sólo había tratado con hombres que no conseguían despertarla. Hombres que se miraban más en los escaparates que en el espejo, que sabían cómo humillar a un becario pero se quedaban paralizados ante un niño, tipos incapaces de decir te quiero sin esperar nada a cambio. En cambio, a Ramón el espejo le hablaba de quién era, se tiraba al suelo a jugar con los niños y no le costaba llorar viendo los Puentes de Madison; en todo ponía un doscientos por cien y sabía amar sin protegerse. 

Y todo estaba bien… al principio. Ramón ordenaba la vida para que ella se sintiera a gusto. Le hacía partícipe de su mundo, le mostraba lo que él veía, le invitaba a sumarse a sus descubrimientos. Empezó siendo divertido: escuchar, disfrutar y entrar en algunos juegos, pero la primera vez que Ramón propuso algo que a Luisa no le interesaba -el yoga, el maldito yoga-, éste no aceptó que se trataba sencillamente de eso: que no le interesaba. Relegándola de forma inconsciente, asumió un papel activo convencido de que había sido él quien no se lo había explicado lo suficientemente bien, ni con el suficiente detalle y que tenía que buscar otras formas de hacerle ver lo útil que sería para ella, para los dos. 

Cada vez iban menos al teatro, apenas paseaban y postergaron los planes de viajes. Los temas que antes llenaban sus citas empezaron a ser meras excusas para dar pie a extensos análisis acerca de la historia del yoga, las ventajas emocionales de las distintas posturas yoguis o la percepción trascendente derivada del estado de paz alcanzado con la meditación. Disertaciones con todos los matices imaginables que, inevitablemente, acababan en una discusión. Las citas se dilataron y Luisa empezó a cerrarse en sí misma. Por más que se esforzaba en evitar que el, ya odiado, yoga centrara la siguiente charla, Ramón siempre llevaba la conversación por derroteros que terminaban en el tema maldito que no hacía más que agrandar la distancia entre ellos.

Ahora, unos meses después de todo aquello, mientras espera ante la verja, Luisa recuerda aquella primera impresión de los enanos vigilando. Y cuando, finalmente, se abre la cancela y ve a los grotescos gnomos a la izquierda y, al fondo, el absurdo bañadero de pájaros bajo la luz de la espantosa farola de jardín, se siente como si entrara en un refugio antiaéreo adornado con patos de yeso. No piensa esperar a que otro accidente le haga tomar una decisión.

No hay comentarios:

Publicar un comentario