Pelayo espoleó a su caballo.
No quería perder esa pieza: no podía permitirse regresar otra vez al palacio
con las manos vacías. Estaba seguro de haberle herido, pero aún así, el animal
había sacado fuerzas para huir buscando refugio en el bosque. Siguió el rastro
de sangre hasta que llegó a un punto en el que hubo de continuar a pie. Aunque sabía
que no faltaba mucho para que anocheciera y no conocía bien aquellos parajes,
desmontó, ató a Bizarro a un árbol y se internó en el bosque.
Pendiente de no perder el
rastro, no se dio cuenta de que a cada paso el follaje se volvía más tupido. Como
le ocurría con tantas otras cosas, no pensó en cómo volver. Siguió avanzando
sin perder de vista el reguero de sangre que le marcaba el camino, cada vez con
más dificultad, hasta que, al fin, dio con su pieza. Un pequeño corzo yacía
junto a un arroyuelo en brazos de una mujer de la que no veía más que los
destellos que la luz del atardecer arrancaba a su pelo trigueño. Dudó si
acercarse o no. Intentó no hacer ruido, pero sus pesadas botas hacían crujir
las ramas secas que alfombran el suelo. Sin siquiera volver la cabeza ella le
dijo:
-
Puedes
acercarte, pero deja tu arco en el suelo, no quiero que asustes más a esta pobre
criatura.
Pelayo se paró en seco.
¿Cómo se atrevía a decirle lo que tenía que hacer? ¿Quién se creía que era esa
mujer? Siguió avanzando y entonces, con una autoridad que sólo había oído en
boca de su padre, Pelayo escuchó:
-
¿Acaso no has
oído lo que te acabo de decir? ¡Deja ahora mismo tu arco en el suelo si quieres
acercarte a nosotras!
No supo reaccionar ante el
tono autoritario de aquella mujer. Ahora la veía mejor. Delgada y pálida, no era
tan joven como creyó en un primer momento, pero su pelo era claro como la luz
del sol y sus ojos tan azules que parecían transparentes. Y su voz sonaba
poderosa, segura. Intimidado, dejó el arco en el suelo y avanzó hacia ellas. Según
se acercaba vio que la mujer estaba aplicando un ungüento en el lomo herido de
la corza que le contenía la hemorragia provocada por su flecha.
-
¿Eres tú el
que has provocado este desastre? Casi la matas, pobrecita – le soltó sin más.
-
Estoy de caza
y esa corza es mi pieza.
-
¿Tu pieza? ¿Y
quién te dio propiedad sobre su vida?
Pelayo nunca había
pensado en las vidas de los animales que cazaba… y menos aún sobre la propiedad
de esas vidas. A lo largo de su existencia, todo le había venido dado. Su padre
siempre se ocupaba y él raramente se planteaba los porqués de las cosas.
-
Soy el obispo
de Iria Flavia y mi padre, el conde de Galicia, señor de estas tierras. Mi
familia puede disponer de todo lo que hay en ellas, así que puedo cazar todo lo
que se me antoje – contestó con un punto de altivez que no conseguía esconder
una cierta inseguridad.
-
Así que todo
un obispo… no lo pareces con esa ropa. E hijo del señor de estas tierras… ¿Y
puede saberse quién nombró señor a tu padre?
-
Mi padre es Rodrigo
Velásquez, nuevo conde de Galicia por decreto de nuestro nuevo señor, el rey
Bermudo de León tras la muerte de nuestro señor don Rodrigo, que en paz
descanse.
-
Nuestro
señor, nuestro señor… Tu señor, querrás decir. Yo no tengo señor – respondió la
mujer sin interrumpir la aplicación del bálsamo en el lomo de la pobre corza
herida.
-
Claro que lo
tienes, todos los que habitamos estas tierras tenemos como señor al conde
nombrado por el rey, también nuestro señor. Además de nuestro señor verdadero,
nuestro padre que está en el cielo.
La mujer al oír aquello
no pudo evitar una carcajada tan limpia que ofendió a Pelayo, aunque no tenía
muy claro por qué. La pequeña corza se puso en pie con dificultad y lentamente
se perdió entre el ramaje del bosque.
-
Vaya, pues sí
que hay señores en éste y otros mundos... Y yo, sin saberlo.
El tono sarcástico de la
mujer molestó a Pelayo. Después de todo, él era un representante de Dios en la
tierra, ungido y con poder. Y su padre, el representante legítimo del Rey,
elegido también por Dios. Así habían sido siempre las cosas, Dios y feligreses,
señores y siervos, capitanes y soldados. Pero ¿quién se creía esta mujer que
cuestionaba el orden natural del mundo?
-
¿Acaso no
respetas a Dios, al Rey y a sus representantes? – dijo, visiblemente enfadado.
-
No. ¿Me
respetan ellos a mí y a mi gente? No, no lo hacen. Les he visto perseguir y
condenar a mis hermanas en nombre de un dios que juzga sin dejar el menor
resquicio a la compasión, a la bondad; he visto a los caballeros de tu rey
matar a los míos a ciegas, sin pensar, sin sentir, sin más motivo que acumular
tierras y oro robándoselos a sus dueños; he visto como los curas,
representantes de su dios en la tierra abusaban de las mujeres, de los débiles,
de los indefensos, para luego condenarles y esconder así sus infamias. ¿Acaso
merecen respeto?
-
¿Sabes que
podría mandarte prender por esto que estás diciendo? Traición y herejía – dijo
Pelayo, atónito ante lo que estaba escuchando.
-
Claro que lo
sé. Soy pobre, soy mujer, pero no soy estúpida. También sé que no harás nada.
-
¿Segura?
-
Completamente.
En contra de lo que pensé en un primer momento, tienes una mirada limpia. Tan
solo estás perdido. Pero eso tiene solución; lo que no tiene arreglo es la
maldad. Quizá algún día te encuentres. Por ahora, te ayudaré yo a encontrar el
camino de salida.
Pelayo cayó en la cuenta
de que había oscurecido y aunque hubiera luna llena, aún no estaba tan alta
como iluminarlo todo. La mujer sacó una pequeña antorcha de su talega, un poco
de yesca y un par de piedras con las que logró chispas que prendieron la tea,
iluminando la noche con un tono mortecino, pero suficiente salir de allí.
Pelayo sabía que estaba en manos de aquella mujer que se movía en la oscuridad
con la seguridad de un lobo y la agilidad de un lince; aquella mujer, a la que
había amenazado veladamente, era ahora la que le conducía al exterior del
bosque. No supo cómo, pero le llevó justo hasta el punto donde había dejado a
Bizarro, que le esperaba paciente. Cuando llegó al límite de la espesura, la
mujer se paró.
-
¿No vienes? –
dijo Pelayo.
-
No. Yo vivo
en el bosque. Además, si siguiera contigo, podría terminar acusada de traición
y herejía – dijo ella, sonriendo.
-
¿Me dirás al
menos cómo te llamas?
-
Alda.
-
Yo soy
Pelayo.
-
Ya sé, el
señor obispo – dijo riéndose.
-
¿Volveré a
verte?
-
Seguro. Me
buscarás. Hasta entonces.
Sin más, Alda se dio la
vuelta y desapareció entre los árboles. Pelayo montó en su caballo entre
desconcertado e irritado ante aquella seguridad de Alda que en ese momento se
le antojó prepotente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario