Las sombras desdibujaban tu cara y recortaban tu cuerpo en
una silueta difusa provocada por un extraño contraluz como el que sólo la luz de
velas dispersas en una mesa baja, produce. Te quedaste quieto, con los brazos
abiertos, algo doblados, ligeramente levantados, apoyados en las jambas de la
puerta, con las manos a la altura de la cabeza que casi rozaba el dintel. Era
imposible dejar de mirarte. Tu piel morena tenía los tonos sepia de los mapas
antiguos.
Te quedaste un buen rato allí, disfrutando de ver cómo me
recreaba en el espectáculo que la luz componía con tus huesos y tus músculos,
cómo intentaba descifrar lo que escondían aquellos ojos profundos que la
penumbra ocultaba, cómo te estudiaba para guardar la belleza del instante que,
al momento siguiente, se diluiría en el olvido.
-
¿Te gustaría quedarte con esta imagen, verdad?
Te dejo hacerme una foto - dijiste orgulloso.
-
No, no quiero. No reflejaría lo que estoy viendo.
-
¿Y se te ocurre algo que lo haga?
-
No, no sé… tal vez escribir algo.
-
Hazlo.
-
Quizá lo haga, sí.
Lo intenté, corazón, bien sabes que lo intenté. Noche tras
noche, me ponía ante la pantalla buscando una historia con la que acompañar tu
imagen; escribiendo casi en automático todo lo que me venía a la cabeza;
borrando rabiosa todo lo escrito al rayar el alba. Nada de lo que escribía
podía equipararse al recuerdo de tu silueta, cada vez más imponente, llenándome
de desazón por mi incapacidad de escribir nada que reflejara el recuerdo de
aquel instante.
Necesitaba volver a verte así. Te lo dije. Ven, por favor,
vuelve. Necesito esa imagen de nuevo. Quería detener el tiempo y ver que
sensaciones me inundaban. Y viniste. Todo fue similar, la noche de luna negra,
las copas de vino blanco, las velas de luz tostada. Todo fue parecido, tu
cuerpo y el mío, la pasión, la música. Pero cuando te pedí que me regalaras de
nuevo aquella imagen que me obsesionaba desde nuestra primera vez y te pusiste
bajo el marco de la puerta, no fue como entonces. La luz resaltaba una mueca en
tu cara, tus brazos parecían anquilosados y tu pecho se mostraba huero. No, no
eras tú, cariño, quien se recortaba bajo mi puerta. O sí, quizá sí lo eras,
pero no el tú que yo recordaba, no el tú que yo esperaba. Por eso tuve que
hacerlo. Esa imagen nueva no me iba a dar lo que yo necesitaba para el cuento
que te prometí.
En cambio, ahora, mientras oigo los golpes en la puerta y
veo el rastro deshilachado de sangre recorrer la madera del suelo, filtrándose
por todos los huecos de las tablas; mientras veo tus ojos desorbitados y
quietos, reflejando la sorpresa de lo inesperado; ahora, por fin, creo que ya he
conseguido la historia que necesitaba para escribir para
ti.
Bueno, pues vamos a ver cómo funciona esto. Menudo rollo, las mudanzas...
ResponderEliminarTe diré que este relato tuyo, me provocó, cuando lo leí en tu libro, un escalofrío que me recorrió todo el esqueleto. Besotes.
ResponderEliminarWow, Mayte...me ha gustado tanto que no quería que se acabara. Entre pena y miedo, entre melancolía y sueños,....así he ido mientras te leía. Besos! Tengo que meterme de lleno en tu blog. Más besos.
ResponderEliminarGracias chic@s por dejar vuestros comentarios. Da gusto contar con lectores como vosotros. Besos a tutiplén! ;-)
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