Caminaba por las Ramblas silbando como si estuviera solo. Lo que creyó un tropezón le devolvió a la realidad, junto con un apretón en los testículos. Miró a la mujer que le agarraba con firmeza sin poder creérselo.
¿Te apetece un polvo? Veinte pavos, un completo, le dijo. Se zafó como pudo y se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta para comprobar que la cartera seguía en su sitio. Todo bien. Volvió a mirar a la mujer. Lloraba. ¡Joder! Buscó un pañuelo de papel y se lo ofreció. Se quedó clavado, viéndola llorar casi en silencio y sin saber qué hacer. Acababa de salir de una reunión de trabajo en la que todo había salido lo mejor que podía salir. Todo era perfecto… hasta que una puta que acababa de estrujarle los testículos y ofrecerle sexo por veinte euros, se puso a llorar.
Venga mujer, cálmese, le dijo. ¿Le apetece una tila? No se le ocurrió otra cosa. Entraron en el café que había enfrente y el hombre pidió un café y una tila, para la señora. Poco a poco, la mujer fue calmando el llanto y deshaciéndose en disculpas. Nunca había hecho nada así, dijo, pero es que tenía un mal día. Bueno, un día peor.
El hombre no dijo nada, pensando que se tomaría la tila y podría volver a su paseo. Pero no, la mujer, secándose la nariz empezó a contarle que era un día peor de lo habitual porque acababa de enterarse de que su marido, había muerto. No es que sintiera pena, no, antes se tenía que haber muerto aquel cabrón, dijo, pero aún así, se sentía mal. Le contó que habían regresado de sopetón todos los recuerdos que quería olvidar y que la habían llevado a dónde estaba. Vamos, que se había metido a puta huyendo de aquel miserable que la prometió amor eterno y la humillaba a diario. Hasta un aborto le provocó con la última paliza. Y escapó pensando en buscar un trabajo y vivir en paz, pero al final no le quedó otra que meterse a puta. Aún así, era mejor que estar con él. Se dijo que sería sólo por un tiempo, pero al final, la vida se le enredó y, sin darse cuenta, habían pasado más de veinte años.
¿Qué decir? Al hombre sólo se le ocurrió cogerla la mano. Una mano reseca y ajada, como ella. ¿Cuántos años tendría? Seguramente menos de los que aparentaba.
Terminaron en silencio el café y la tila, y salieron a la calle. Creo que hoy va a ser el día en el que se acabe esto de ser puta, que ya va siendo hora, le dijo mirando al luminoso del bar. No lo sería.
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