La situación podría haber resultado evocadora si el banco en el que se sentó aquella noche de agosto no hubiera tenido una lama medio rota, o si la farola bajo la que estaba situado no hubiera titilado constante y molestamente, o si la luna no hubiera brillado sin halo, sin marcas, sin siquiera una triste nubecilla que la rompiera en dos. Aun así, se sentía melancólico. Y algo triste. Sí, algo triste, pero sólo un poco.
Desde ese banco ajado podía ver en la distancia, la entrada de la casa a través del enorme portón del edificio que se abría a un patio en torno al cual, en varios pisos, se distribuían las puertas y ventanas de las casas, al modo de las antiguas corralas de Madrid. Su puerta, en el piso central, estaba cerrada. Hubo un tiempo en el que ella casi vivía allí y la casa siempre estaba abierta; después, cuando ya únicamente iba de vez en cuando, sólo hacía falta llamar si se veía luz a través de la ventana para que abriera. Últimamente pasaba demasiado tiempo cerrada, aunque sabía que hoy acabaría iluminándose: había luna llena. Y ella siempre volvía por luna llena. Siempre. Hasta ahora.
Prendió un cigarrillo. Otro más. Cualquier otro se habría cansado. Él no. La esperaba. Sabía que llegaría. La noche avanzaba y una brisa fresca y dulce se coló bajo la camisa tensándole la piel. Fue esa ligera tirantez la que le recordó su piel, la de ella, dorada, suave, cálida. Encendió otro cigarro, acabaría perdiendo la cuenta. No quería que su memoria le llevara a esas otras noches, noches grabadas a fuego en el recuerdo, noches de luna llena, noches plenas de ella.
Pero no había cigarro que lograra evitar que en estas noches como ésta, en las que, pletórica, regresa la luna, él volviera a sentirla suya, en la distancia, en el pensamiento, en el deseo… pero suya. Y aunque ella no lo sabía, él siempre volvía, todas las noches de luna llena. O quizá sí, quizá sí lo sabía.
Se acomodó en el banco mientras miraba de nuevo hacia el portón. De repente hubo un vaivén de luces que se encendían y apagaban. Debía de ser por la hora: no todo el mundo hace las cosas al mismo tiempo pero hay momentos en los que parece que los astros se conjuran para que los ritmos coincidan. Pero la suya no se encendía. No importaba. Seguiría allí esperando: había luna llena… seguro que su luz acabaría encendiéndose.
Y es que ella sabía que la luna era suya, él se la regaló hace tiempo, la atrapó para ella. Cierto que el mundo había girado mil veces, que nada estaba dónde estuvo; la hierba del jardín en el que se amaron ya no era tan suave, ni la tierra olía tan bien; las noches no eran tan cálidas y ella ya no estaba con él. Sin saber cómo ni por qué, la había dejado ir, se le había escapado entre los dedos. A veces, pensaba en acercarse de nuevo, pero no se atrevía a llamarla, ni a escribirla. No quería arriesgarse. Y se limitó a observarla de lejos y a lamentar su irresolución. Pero de alguna forma extraña, la luna les unía, porque seguía siendo suya, de ella, siempre lo sería, él se la dio mientras, desnudos y abrazados, miraban a través de esa ventana que aún seguía sin luz. Y por eso él volvía, para intuirla a través de las sombras en las noches de luna llena, sin osar pensar en llamar, sin siquiera atreverse a soñar con entrar.
Bajó la vista un segundo para apagar el enésimo cigarrillo y, al volver a levantarla, la vio. Su silueta envuelta en sombras, asomada a la ventana, quizá buscando la luna, esa luna que le pertenecía. Cerró los ojos atrapando su imagen y se levantó. Mientras se iba pensaba que ya no quedaba nada para la siguiente luna.
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