Nunca preguntes a un hombre qué piensa. Este fue el primero de los consejos que me dio la tía Julia cuando fui a lloriquearle y no metafóricamente hablando. Acababa de cumplir 38 años y me sentía terriblemente mal después de mi último fracaso amoroso. Ya ni recordaba cuántos iban. Con mi madre nunca he podido hablar de esto -aún no me he atrevido a decirle que he roto con el que ya es mi último ex- pero la tía Julia es distinta. Siempre está dispuesta a escuchar y su vida es diferente a las de las otras mujeres mayores que yo conozco.
De entrada, sigue soltera. No viuda ni divorciada, sino soltera. La verdad es que no sé porque no se casó nunca. Es una mujer inteligente y divertida, y sin ser una belleza, había sido una mujer atractiva. Quizá por eso. Y vive sola, siempre lo ha hecho, sin gato ni perro, sin siquiera una pecera. No parece necesitar agarrarse a ninguna compañía. Tampoco tiene hijos. Nunca se manejó bien con los niños pequeños, aunque todo cambiaba al llegar a la adolescencia. Otra cosa que la diferencia de mi madre o cualquiera de sus amigas es que siempre trabajó. Hasta que se prejubiló hace unos meses. No era lo que hoy entenderíamos como una profesional de éxito, pero su trabajo le permitió ser independiente. Aún siendo serena, abierta y sensata, le gustaba decir que estaba condenada al infierno: por feminista y atea. De joven también fue activa en política; ahora ya no, le había decepcionado. Y, pese al paso del tiempo, nunca cayó en lo de teñirse de rubia. Es una mujer rara, la tía Julia.
Nunca presentó en la familia a ningún novio ni pretendiente. Siempre fue la tía soltera, divertida y jovial, dispuesta a escuchar a todo el mundo…. las pocas veces que iba a reuniones familiares. Aún así, recurríamos a ella cuando era imposible contar con nuestros padres, lo que ocurría con frecuencia. Fue ella quien me acompañó la primera vez que fui al ginecólogo, la que me invitó a una copa la primera vez que me dejó un chico, la que lloró conmigo cuando decidí que no podía permitirme tener un hijo.
Y ahora, aquí estoy, viendo los 40 a la vuelta de la esquina y llamando a la puerta de la tía Julia buscando desahogo. Era evidente que algo estoy haciendo mal. Y aquí está ella, consolándome. Y, por primera vez, contándome.
Nunca preguntes a un hombre qué piensa, me dijo. Le agobiarás. Si no te lo dice, será que no quiere. O eso, o que no está pensando en nada, que por raro que parezca, no es tan infrecuente entre los hombres. Según ella, tan malo era no respetar la intimidad de sus pensamientos como hacerle sentirse mal, intimidado, por tener que reconocer que no piensa en nada. Me pareció extraño, cómo iba a molestar a nadie preguntarle por sus pensamientos, cómo iba alguien a no pensar en nada… La contrapartida era no permitir que nadie me preguntara a mí en qué pensaba. Pero había que decirlo sin asperezas ni aspavientos, simple cuestión de reciprocidad. El mejor camino hacia una intimidad deseada, no impuesta, me dijo.
Después de pensarlo, me dio la sensación de que las mujeres tenemos una cierta querencia por colarnos en los pensamientos de los demás. Y si se mira bien, es absurdo porque la mayor parte de las veces preguntamos por pura inercia, no porque nos interese lo que el otro piensa. La tía Julia lo sabía bien. Lo que no sabía yo era el porqué. Obviamente, lo pregunté. Y lo quiso compartir conmigo.
¿Tienes un rato para un café largo? Cómo no iba a tenerlo si estaba de nuevo sola y con todo el tiempo del mundo. Lo sé, me contó, porque lo he hablado con algunos hombres. No preguntes con cuantos, no tiene importancia. Empecé a ver que la vida de la tía había sido mucho más rica de lo que yo me imaginaba e infinitamente más desconocida. Me contó que ella siempre había vivido sola, pero que no siempre había estado sola. De hecho, el que había sido su amante durante los últimos veinte años acababa de morir hacía unos meses. ¿Mi tía había estado veinte años con un hombre y nadie se había enterado? Nadie de la familia se había dado cuenta de su tristeza, de su tiempo de duelo. Haciendo memoria, hacía unos meses, no sé cuántos, que no nos veíamos, no había ido a las últimas celebraciones -no recuerdo cuáles-, pero a nadie le extrañó porque sólo venía cuando le apetecía. Hablábamos con ella por teléfono, pero siempre decía que estaba bien. ¿Cómo pudimos todos estar tan en nuestros mundos como para no darnos cuenta de lo que le pasaba a ella? No había ni ápice de reproche en su forma de contarlo, pero no pude evitar sentirme miserable.
Nunca finjas un orgasmo. Fue su siguiente consejo. Me quedé de piedra. Puede que no sea tan moderna como me creo cuando me sorprende oír hablar a una mujer de 63 años de orgasmos. Pero a ella no parecía importarle lo más mínimo mi sorpresa. A él le vas a engañar sin problemas, pero ¿y tú? Tú sabrás que es todo mentira y eso afectará a todo lo demás. Tenía razón. Sin ambages. Si de algo sabía era de fingir orgasmos para complacer a mis parejas. No siempre, claro, he tenido amantes extraordinarios, pero sí muchas más veces de las puedo recordar. Lo hacía porque creía que al fingir un orgasmo, ellos se sentirían recompensados, felices de saber que yo también estaba bien. Pero la tía Julia tenía razón, al final pesaba. Y como en una olla a presión, la desazón escapaba por cualquier resquicio. Era algo tan evidente que me sentí bastante ridícula por no haberlo visto yo misma. Enséñales qué te gusta, qué esperas, qué quieres, me dijo. No des por hecho que lo saben todo ni que son tan estúpidos que no quieren aprender. Y si lo son, no pierdas ni un minuto con ellos: no valen la pena.
Me contó que ella aprendió pensando en por qué fracasaban sus relaciones, por qué no conseguía sentirse bien. Aprendió hablando con sus amantes, con sus amigos, aprendió pensando en lo que quería de verdad de la vida. Cada uno debe buscar sus motivos, me dijo.
- ¿Cómo se llamaba?
- Ramón.
- ¿Y cómo murió? ¿Cómo te sentiste?
- Murió hace tres meses, de un infarto. No pude despedirme, pero no importa, sabía que yo estaba con él. Estoy triste, pero no desolada. Fueron buenos tiempos los que compartimos. Quizá los que vengan también lo sean.
Se le ensombreció la mirada, pero no asomó ninguna lágrima. Sólo se quedó pensativa. Imagino que estaría pensando si contarme su historia. Por suerte, lo hizo.
Ramón estaba separado y tenía dos hijos. Cuando se conocieron, él aún estaba casado, tenía ocho años más que Julia y, aunque le gustaría acordarse, no recuerda su primera cita. Sí recuerda cuando a los siete años de estar juntos, le dijo que iba a divorciarse y le propuso casarse con ella. Pero Julia no quería casarse ni quería vivir con Ramón por más que le quisiera. Fueron momentos tensos, porque le costó hacerle entender que ella no quería renunciar a su independencia, a su espacio, a su parcela de soledad. Julia pensó que podía ser el final, pero aún así, se mantuvo firme. Estaba enamorada de él, pero no quería compartir el baño todas las mañanas. Al final, lograron mantener a flote su historia, con cesiones por ambas partes. Una historia extraña sí, sobre todo en relación con las mayoría de la gente que conocían pero, al fin y al cabo, ellos tampoco se veían como personas comunes. No lo eran. Aún sin perspectivas de matrimonio, él se divorció de su mujer, y siguieron compartiendo la enorme casa. Según me contó la tía, entre Ramón y su mujer nunca hubo mentiras. Bueno, quizá al principio, pero duró poco. Siguieron viviendo juntos sin estorbarse, dividiendo la casa en dos y compartiendo la educación de sus hijos. Una relación respetuosa y extraña. Ramón y Julia también siguieron juntos, cada uno en su casa. Y funcionó. Durante veinte años y hasta que la muerte los separó.
No intentes cambiar a nadie ni esperes que nadie cambie por ti. Tampoco cambies tú por nada ni por nadie que no seas tú misma. Tercer consejo. Antes de tener claro lo que quería, Julia había intentando adaptar a sus novios, a sus amantes, a lo que ella consideraba su ideal. Igual que yo. Y, como yo, cosechó fracaso tras fracaso.
Cuando empezó su relación con Ramón, Julia ya tenía 43 años, mucho vivido y sabía lo que no quería. Compartían muchas cosas y otras muchas las vivían por separado. Él se reservaba los domingos para el fútbol y ella, para planchar; a ambos les gustaban las exposiciones y el teatro. Julia iba los miércoles al cine con sus amigas y Ramón, que se dormía en cuanto apagaban las luces, aprovechaba para salir con los suyos de copas. Intentaban sincronizar los eventos familiares y, dos o tres noches por semana, Ramón dormía en casa de Julia: ella nunca quiso dormir en casa de Ramón. Aunque jamás sintió celos, le incomodaba que pared con pared, estuviera su ex mujer. A lo largo de aquellos veinte años, Julia jamás le preguntó qué pensaba y cuando él se lo preguntó, le hizo ver que si ella respetaba su intimidad, merecía lo mismo. Tampoco intentó hacerle cambiar, ni siquiera sus costumbres, le gustaran o no, se limitó a aceptarle como era. Y, según me dijo, jamás fingió un orgasmo con él.
Tenía razón, estaba triste, pero no desolada. No se quedaba en la pérdida, sino el lo que se habían regalado a lo largo de aquellos veinte años. Hubiera debido abrazarla, decirle que la quería, que podía contar conmigo. Pero no me moví de mi butaca. Me quedé allí, como pegada al asiento, sin nada que decir, conmovida por su fuerza, por su generosidad. Había perdido al compañero, al amigo, al amante de sus últimos años y en lugar de lamentarse, estaba enseñándome lo que ella había aprendido.
No es fácil, me dijo, cuesta quitarse las costumbres. Pero no dejes de intentarlo. Quizá no consigas lo que esperas, pero te sentirás mejor. Mientras me despedía, le prometí pensar en lo todo que me había contado. Ya en la puerta, la abracé, ahora sí, y cuando me vio intentar decir algo, simplemente, me puso un dedo en los labios y dijo, lo sé.
Gracias, Lucía. La verdad es que, con algo de suerte y parándonos a escuchar, todo el mundo podría ser la tía Julia. :) Un abrazo enorme y me alegro muchísimo de volver a verte por estos lares: se te echaba de menos. :)
ResponderEliminarQué gran persona, quiero una tía Julia en mi vida. Y qué gran historia. amor sincero con espacios propios, de esta manera durarían más parejas. Opción factible. Me encantan tus historias Mayte, me hacen pensar! Un besito!
ResponderEliminarGracias por tu comentario, Hada! Me alegro que te gusten las historias: a mí me pasa lo mismo con las tuyas. Un abrazo ! :)
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