Un espacio abierto



Un lugar por el que pasar y, tal vez, quedarse.

lunes, 29 de septiembre de 2014

Ni olvido, ni perdón






Me llamo Lucía Garrido Areces, tengo 62 años y hoy voy a asesinar a un hombre. Se llama Daniel Antúnez Retuerta, nació en Mahón y si no fuera a morir hoy, este año cumpliría los 46 en noviembre, el día 16. Lleva once años, once meses y treinta días en la cárcel de Mallorca, por lo que hoy le soltarán al haber cumplido su pena: los doce años que le impusieron por matar a mi hija. 

Lorena siempre fue una criatura maravillosa, desde bebé. Sus rizos rubios, sus ojillos verdes, su sonrisa perenne. Todo el mundo la adoraba. Le gustaban los cumpleaños, los suyos y los de los demás. No había fiesta en la que no cantara a pleno pulmón ni regalo que no le cortara la respiración. Y al crecer, siguieron encantándole esas fiestas, prepararlas, comprar regalos, pensar en la tarta. Nunca he visto a nadie disfrutar tanto. Ahora tendría cuarenta y uno, pero no llegó a cumplir los treinta. 

Llevo doce años, ocho meses y once días planeando el asesinato que voy a cometer hoy. El juicio fue relativamente rápido: las pruebas fueron concluyentes y admitió haberla matado en un ataque de ira. No hay día que no recuerde el informe en el que se contaba cómo la encontraron. Los detalles de los daños de la violación, los golpes que recibió antes de morir, cada herida, cada hematoma, cada parte de de su cuerpo roto o desgarrado. No me dejaron verla, pero todo estaba en el informe. Después de tanta tortura, la mató de un golpe en la nuca cuando estaba ya inconsciente con la barra de hierro de anclar el volante del coche. Roja. Como la sangre seca de mi hija de la que estaba cubierta cuando la mostraron en el juicio como prueba: el arma del crimen. Nunca me he creído que no fuera premeditado, nadie sube a su casa la barra de anclaje del coche, nadie se ensaña tanto. Yo sé que lo había planificado. Ella era demasiado para él. Lo sabía y no podía soportar la idea. 

A los dieciocho años Lorena se matriculó en Periodismo. Sabía que sería una maravillosa periodista, aunque nunca hubiera sido una estudiante destacada. Pero le gustaba. Le gustaba casi más que los cumpleaños. Fue en aquellos tiempos de facultad cuando conoció a Daniel. Tengo que reconocer que era guapo, muy guapo, y ejercía de ello. De hecho, cuando me lo presentó, pensé que qué vería en ese chico aparte de la guapura. Estudiaba Periodismo tras haber fracasado en Derecho y, aún así, rápidamente quedó atrás. Pero algo debía ver porque estaba loca por él. Nunca lo entendí.

Seguramente Daniel no sabe que hoy va a morir. Seguramente esté tan contento, pensando que deja atrás su pasado. Seguramente cree que tiene toda la vida por delante. Pero yo no lo voy a permitir. Llevo doce años, ocho meses y once días esperando este momento, al acecho todo este tiempo. Lo sé todo de él. Y me ha costado, vaya sí me ha costado. Sé que ha terminado Derecho, en la UNED; que ha asistido a terapia de rehabilitación; que ha trabajado estos años y colaborado en muchas actividades de la cárcel en relación con la concienciación sobre la violencia de género. Pero a mí no me engaña, yo sé que no está rehabilitado, sé que sigue siendo un hijo de puta. El hijo de puta que asesinó a golpes a mi niña.

Recién terminada la carrera, con veinticuatro años, Lorena se casó con Daniel, que había abandonado hacía un par de años los estudios y trabajaba en el negocio familiar, una sastrería masculina. Su padre es un sastre reconocido, pero los hijos -Daniel y su hermano Xisco- no tenían ese talento. Así que ambos estaban de dependientes, aunque Daniel pasaba más tiempo en el bar que en la tienda, lo que traía problemas entre los hermanos. Aún así el negocio daba para que los tres mantuvieran un buen nivel de vida. Lorena, tras un año llamando a todas las puertas, encontró trabajo en un diario local, no muy bien pagado, pero su idea era hacerse un lugar en la profesión y sabía que tenía que ir poco a poco. Y así, al cabo de un par de años, consiguió que la llamaran para la sección de local de El Mundo. Siempre aspiró a más, ir a Madrid, pero no pudo pasar de ahí. Tenía casi veintisiete años cuando empezó en su nuevo puesto. 

Soy funcionaria. Desde que aprobé la oposición, trabajé en Tráfico, pero a los tres años de terminar el juicio, pedí el traslado a Instituciones Penitenciarias: desde allí tendría acceso a toda la información que necesitaba. Esperé para que no hubiera sospechas. Acababa de separarme y aunque no tuviera que dar explicaciones oficiales, fue la excusa perfecta para no coincidir con mi ex marido que también era funcionario en Tráfico. Él no fue capaz de entender mi dolor y todo se enfrío entre nosotros. Sin Lorena, nada nos unía y no iba a dejar que un papel nos atara. Nuestras vidas ya no tenían puntos en común. Él quería pasar página; yo no podía olvidar. No le hablé de mis planes, por supuesto. En mi nuevo destino, poco a poco, me fui enterando de la situación de Daniel, de sus “progresos”. 

Los dos primeros años de matrimonio de Lorena fueron tranquilos. Nos veíamos con frecuencia y los dos solían apuntarse a todas las fiestas familiares. Salían con los amigos, iban al cine, viajaban en vacaciones… todo parecía normal. Pero cuando Lorena cambió de trabajo, cambió todo. Al principio, seguían con su ritmo normal, pero discutían constantemente y delante de todo el mundo. Daniel no soportaba que su mujer empezase a tener éxito, el éxito que él jamás conseguiría. La envidiaba, lo sé. Envidiaba su valía, sus ganas, su esfuerzo. Más de una vez, el padre de Lorena tuvo que intervenir, hasta que un día que la insultó delante de nosotros, mi ex marido le echó de casa y le prohibió volver. Y dejaron de venir. Los dos. Yo apenas veía a mi hija, que empezó a recluirse en el trabajo y su casa. Las pocas veces que la veía, la sentía agotada, triste, apagada. La última vez que hablamos la pregunté si era feliz. No lo era, no hacía falta ser un lince para darse cuenta, pero me dijo que quién era feliz en realidad. Intenté convencerla de que le dejara, que era muy joven, que empezara de nuevo. Pero no parecía escucharme o no tenía ya coraje para hacer nada. Un mes y doce días después, la mató.

Desde las ocho de la mañana estoy frente a la salida del centro penitenciario. Su excarcelación estaba prevista para la mañana, sin hora concreta, así que espero. Han pasado casi tres horas y parece que hay movimiento en la garita de la entrada. Veo que a lo lejos viene caminando un hombre. Es él. En el suelo de los asientos traseros tengo preparada la escopeta con la que voy a matarle. Es de mi hermano y no creo que tenga ningún problema porque cuando me detengan diré la verdad: que se la robé. Sé que no tiene mucho alcance, no más allá de unos ochenta metros, pero estaré cerca. Quiero ver la cara de ese hijo de puta cuando muera. 

En el entierro de Lorena pude hablar con algunas de sus amigas y compañeros de trabajo. Hacía algún tiempo que habían perdido el contacto. Aún así la habían visto más que yo. Por ellos pude enterarme de cómo mi hija se esforzaba por disculpar a Daniel cuando la vejaba e insultaba delante de los amigos; de cómo el espeso maquillaje, en demasiadas ocasiones, no conseguía ocultar los moratones; de cómo en los últimos meses había tenido hasta cuatro bajas por accidentes domésticos. Me enteré así de que a mi hija la maltrataba y violaba un cabrón miserable que no podía soportar que ella valiera. 

Le veo acercarse a la verja que le separa de la libertad. Tengo el arma montada y he estado practicando estos últimos meses con mi hermano con la excusa de necesitar distraerme para sacudirme la depresión perpetua en la que me he instalado. Le veo entregar los papeles al guardia de la puerta. Al tiempo que se abre la verja, yo salgo del coche. Le distingo perfectamente. Tiene menos pelo, algo de barriga, pero sigue siendo un hombre guapo. Abro la puerta trasera y cojo la escopeta. Es una Browning B525 ligera, menos de 3 kilos y la conozco bien. Además, tengo una puntería extraordinaria: la práctica, que hace mucho. Estamos cada uno en una acera, pero no me ha visto. Está distraído porque acaba de ver a su hermano que le hace señales desde su coche. En ese momento pasa un coche y se para dejándole pasar. Es un blanco perfecto. Apunto mientras me acerco. Veo con el rabillo del ojo que los policías ya me han visto. Tengo apenas un minuto. El corazón. No. Bajo un poco el arma. El vientre. No. Bajo un poco más. Ahora sí. No sé si morirá, es muy posible. Sufrir, sufrirá seguro.


4 comentarios:

  1. Un relato magnifico, se te va encogiendo el estómago según y vas leyendo, perfectamente narrado cronológicamente hablando y con un final diabólico... Felicidades Mayte, escribes sensacional!

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    1. Gracias, Frank, siempre es agradable saber que lo que se escribe, interesa. Y más aún si es a escritores y lectores tan buenos como tú. Un abrazo!

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  2. Hola, Mayte
    No sé por dónde te movías tú, ni sé por dónde pululaba yo, pero estaba de la mano del destino que coincidiéramos.
    Buen relato. Muy buen inicico atrapante y directo todo el relato al corazón y al alma con ese lenguaje llano y sencillo que entiende todo el mundo. Sin excesivo nada, ni el dolor, ni la masacre, ni el amor. Todo en su justa medida para hacerlo bueno. Te felicito.
    Me alegro de haberte encontrado y ya te sigo. Coloqué tu blog entre los míos Importantes (para mí). Y te visitaré en cuanto tenga más tiempo.

    Un saludo.

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    1. Muchas gracias, es todo un honor viniendo de alguien con un blog tan estupendo como el tuyo. Me alegra mucho que te haya gustado. Un abrazo!

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