Hundido en la hamaca, sus ojos se perdían en la línea en la que el horizonte dibujaba la ruptura del mar con el cielo. Pero su mirada se había quedado colgada en el recuerdo de aquel último encuentro. Lo recordaba como si hubiera sido ayer. Podría haber pasado una eternidad o, quizá, tan sólo unos meses.
Intentó no escuchar los latidos que retumbaban en su pecho. Tumbado de costado, Alejandro sentía como el olor de Julia se colaba por sus poros; cómo la curva sus hombros se dibujaba contra su pecho, y el roce de sus nalgas le excitaba de nuevo mientras sus piernas le enredaban como la hiedra. No sabía si dormía o si jugaba a excitarle simulando que lo hacía, pero su piel se moría de ganas de ella. Le estaba volviendo loco, como había hecho toda la noche desde que ella decidió que no irían a cenar. No habían dormido ni hablado más allá de las palabras a las que invita el deseo, y el sol ya asomaba, tímido, entre pequeñas nubes deshechas que se mostraban a través de los edificios. Poco menos de seis horas faltaban para que partiera el vuelo que le llevaría de regreso a casa, y el corazón le estallaba en el pecho mientras se aferraba a su tacto, a su sabor, a su aroma... El alma se le disolvía mientras se aferraba a ella. Como aquella otra vez, sabía que tenía que volver, aunque ahora ya no quisiera hacerlo.
Y al diluirse en sus besos, Alejandro pensaba que no, que no quería irse, que quería quedarse allí, en sus labios, en su pelo, en su piel; por más que tuviera motivos por los que volver. Y mientras la acariciaba, soñaba con amarla cada noche, cada madrugada. Pero, ¿cómo sobrevivir en esa ciudad sin mar? No importaba, cualquier cosa sería poco por estar con ella. Al ritmo de sus alientos entrecortados soñaba con compartirlo todo hasta que, confundidos en un orgasmo extenuante, supo que ya no había marcha atrás: no subiría a ese avión.
Acurrucada en sus brazos, Julia se encogió, estremecida, cubriéndose con él, dejándose envolver, abandonándose a su abrazo sólido. En silencio, ella lo siguió acariciando, tierna, como ausente. Alejandro le susurró al oído con la voz entrecortada:
- No me voy, mi niña. Ni hoy, ni mañana, ni nunca. Mi sitio está aquí, contigo.
De repente, Julia dejó de temblar y se enervó. Levantándose, se libró con un movimiento seco de su abrazo y, sin decir nada, empezó a vestirse. Alejandro, desconcertado, se incorporó.
- ¿Qué ocurre? ¿He dicho algo que te haya molestado?
- No, no, tranquilo. No pasa nada. Es que me tengo que ir. Tendrás que tomar un taxi para ir a Barajas.
- ¿No me has oído? No voy a ninguna parte. Me quedo. Aquí. Contigo.
Julia ya había terminado de vestirse y estaba guardando en el bolso todo lo que había sacado la noche anterior. Se volvió, y le miró limpia y fijamente a los ojos:
- Lo siento Alejandro, puede que te quedes aquí, pero no conmigo. Lo nuestro empieza y termina aquí, en esta habitación de hotel o en cualquier habitación de cualquier hotel en cualquier ciudad. Lo más que podemos compartir, además de deseo, es alguna cena, o desayuno, o comida... pero de ninguna manera vas a quedarte conmigo.
Alejandro no daba crédito a lo que estaba ocurriendo. Llevaban semanas planeando aquel rencuentro, había volado más de 2000 kilómetros para estar con ella, y hacía apenas unos minutos esa mujer que ahora le decía que no tenía lugar en su vida, se dejaba ir deliciosamente en sus brazos. No, definitivamente, no entendía nada. Su cara se descomponía por segundos y ella lo notó.
- Mi querido Alejandro -Julia suavizó el tono; le tomó la cara con las dos manos, besándole los ojos y acariciándole la mejilla- ¿No ves que lo nuestro fuera de aquí no tiene sentido, que se moriría? ¿Acaso no sabes que tu fuerza se consumiría en el día a día? ¿No te das cuenta de que si tuviera siempre cerca tus ojos oscuros, delirantes y esquivos, los acabaría aplacando y convirtiendo en dóciles y resignados? Alejandro, ¿de verdad no te das cuenta que la rutina y la costumbre acabarían con nuestra historia? No lo quiero y por eso no te vas a quedar conmigo.
- ¿Y no hay nada para yo pueda hacer para que cambies de opinión?
- No.
- Bien. ¿Puedo pedirte un último favor?
- Por supuesto, dime.
- ¿Me llevarías a Barajas?
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