Cándida traspasó por cuarta vez la puerta del cementerio para llevar flores a la tumba de su marido. La primera fue para el entierro, y ésta sería la última. Al menos para visitar su tumba. Llevaba, como los tres años anteriores, el ramo más feo que pudo encontrar: flores de plástico cutres compradas en un chino del barrio. Sin duda alguna, era muchísimo más espantoso que el del año anterior. Mientras caminaba entre las tumbas pensaba en que al año siguiente echaría de menos andar por las tiendas buscando algo aún más horroroso que lo del año anterior.
Estaba cayendo la tarde del último día de octubre, anticipando una noche de brujas y aparecidos, sombras y espectros, almas en pena y espíritus malvados, pero a ella le daba igual. Desde que murió Nemesio ella todos los días treinta y uno de octubre, al atardecer, acudía a su tumba. Por nada del mundo le habría dado el gusto de ir un día santo como el día uno, pero ya era casualidad que el día de San Nemesio cayera justo antes del de Todos los Santos. No se merecía que nadie rezara por él ni visitara su tumba en un día santo. Pero en esta ocasión era especial: su última visita al cementerio.
Nemesio había muerto a finales del verano de hacía tres años, así que Cándida había ido ya tres veces a visitar su tumba y dejarle las flores más horrorosas que podía encontrar. Estuvieron casados más de treinta años y aunque estuvo tentada de poner aquel famoso epitafio de tanta gloria encuentres como paz dejas, no lo hizo. No le deseaba ninguna gloria, aunque su marcha sí que había dejado paz. Tanta paz como nunca había sentido. A veces pensaba que si iba cada año al cementerio era para cerciorarse de que su sepulcro seguía intacto y él tan muerto como aquel día de principios de septiembre.
La tumba estaba al fondo del cementerio, junto a la tapia, rodeada de otras tumbas tan tristes como la suya. Solía decirle que cuando él muriera, su cuerpo sería el único que cabría en aquella fosa, ya que estaban allí sus padres y dos hermanos y sólo quedaba espacio para un cuerpo más. Como si Cándida hubiera querido enterrarse junto a él. Pero ella sólo escuchaba y callaba. Se acercó y, al contrario de lo que solían hacer el resto de viudas de aquel pueblo, no hizo ni un ademán para limpiar la suciedad que invadía la parte superior de la lápida. Se limitó a dejar su espantosa ofrenda encima y luego se sentó en la lápida vecina, mucho más cuidada y limpia.
Rodeada de ese silencio que sólo la soledad de los cementerios ofrece, agradeció a ese dios del que hacía tiempo había renegado que se hubiera llevado a Nemesio, y le maldijo por haber tardado tanto en llevárselo. Fue un mal marido. Había llegado a odiarle con tanta fuerza que durante años su primer pensamiento al abrir los ojos era desear su muerte. Pero tardó en llegar. Demasiado. Ahora Cándida tenía cincuenta y tres años y sentía que le habían robado los últimos treinta y cuatro. Que Nemesio se los había robado. Sí, fue un mal marido. Y mira que ella le había querido. Pero no sirvió de nada. Apenas llevaban casados medio año cuando ya le vieron borracho magreándose con otras mujeres por los bares del pueblo. Después, los magreos se convirtieron en visitas asiduas a todos los puticlubs de la comarca, y las borracheras, en un alcoholismo que no se molestaba en ocultar. Fue la comidilla de todos los vecinos durante años y, lo que era peor, todos la miraban con lástima. Cómo odiaba esas miradas cargadas de lástima. Cómo las odiaba.
Por suerte, no habían tenido hijos. Y eso que a ella le encantaban los niños. Pero agradecía no haberlos tenido. Esas criaturas se habían ahorrado una vida de privaciones y humillaciones, de violencia y dolor. Se habían ahorrado una vida indigna. La que ella había llevado hasta hacía tres años.
Pero ahora era libre. Por fin. Y rica. Era lo último que se esperaba, que el miserable de Nemesio hubiera heredado de un familiar unas tierras por las que ahora se interesaba una empresa para construir no sabía qué… ni le importaba. Como tampoco esperaba que Nemesio la hubiera dejado aquellas tierras en su testamento. Pero si hasta tenía testamento, y desde hacía más de veinticinco años. En aquellos tiempos, aún tenía momentos de lucidez. Y aún tenía esperanzas de tener hijos. Por eso debió de hacer testamento: dejaba sus bienes a sus hijos y, en su defecto, a su esposa. Cuántas cosas descubrió Cándida tras la muerte de su marido. Como lo supersticioso que era. Sólo a alguien así se le puede ocurrir dejar por escrito que quería que le hicieran una misa cada año tras su muerte y que durante tres años llevaran flores a su tumba. Absurdo. Pero Cándida era una mujer de palabra y aunque le odiara, cada año encargaba una misa y durante los tres años siguientes a su muerte fue al cementerio a llevarle flores. No hubiera estado tranquila aceptando la herencia sin cumplir con los deseos del muerto. Su única forma de rebelarse y mostrar lo que sentía era llevarle las flores más feas que encontraba. Y ya había dejado pagadas las misas para los próximos treinta años. No esperaba vivir más de eso.
Sentada en la tumba vecina pensaba en la nueva vida que se abría ante sus ojos. Ya había firmado la venta de los terrenos y comprado una casa pequeña en el centro de Logroño, cerca de la de su prima Lolita, que se había casado con un riojano hacía tiempo. No se veían desde hacía muchos años, pero nunca llegaron a perder el contacto del todo. Desde que, apenas hacía tres meses, se le abrió la posibilidad de dejar aquel pueblo en el que tanto había sufrido y aguantado, no dudó que Logroño sería su destino. El punto de partida de una nueva vida. Una vida de la que no esperaba más que paz. Y quizá encontrara a alguien que la quisiera de verdad. Sólo era un sueño, pero no lo podía evitar. Tampoco quería hacerlo, aunque le parecía imposible. Desconfiaba de los hombres en general. Sabía que no tenía sentido, que no todos son iguales, hasta en la tele había visto a hombres que trataban a sus mujeres con respeto y cariño, pero a ella le costaba creer que podría tener una oportunidad de esas. Y aún así, soñaba con ella. Según pasaba el tiempo se veía menos vieja, con más ganas de vivir. Había perdido peso, quizá demasiado, y se había teñido las canas de un oscuro profundo. Y acababa de renovar todo su vestuario. ¿Por qué no iba a tener una oportunidad?
Un ruido la sacó de su ensimismamiento. Miró el reloj y vio que eran las diez. Acababan de cerrar la puerta principal. Corrió hacia la entrada mientras gritaba, intentando llamar la atención del guarda. Pero nada, no la oyó. No podía creerlo: se había quedado encerrada en el cementerio la noche de difuntos. No es que creyera en espíritus ni aparecidos, pero el miedo la caló hasta los huesos. No podía pasar la noche allí. Recordó que la tumba en la que se había sentado tenía una cruz que llegaba hasta la mitad de la altura de la valla del cementerio. Si conseguía subirse a ella, podría asomarse por la valla y pedir ayuda. Cualquier cosa era mejor que pasar la noche allí encerrada.
Volvió dónde estaba y con más tesón que habilidad, empujada por el miedo, aprovechó los huecos de ladrillos desgastados del muro para subirse a los travesaños de la cruz. Asomada al muro del cementerio esperó. Alguien acabaría pasando por la calle de enfrente. El cementerio ya no estaba en las afueras del pueblo, había sido absorbido por bloques de pisos de mala construcción. Entonces, cuando viera a alguien, gritaría para que la vieran y fueran a rescatarla.
Cándida no sabría decir cuánto tiempo había pasado, pero tenía los músculos entumecidos, le dolían los huesos y el frío estaba a punto de ser mucho más paralizante que el miedo. Ya había gritado al vacío y llorado de impotencia, cuando a lo lejos vio a una pareja que se acercaba. Según se acercaban vio que no eran una pareja, sino dos muchachos jóvenes, no muy altos, desgreñados y bastante más gordos de lo que sería normal a sus edades. Vamos, dos de esos melenudos que habían aparecido como setas por el pueblo. Vestidos de negro, haciendo sonar las cadenas que llevaban colgando de los pantalones y ruido con los tacones de las botas, enormes y puntiagudas. No los veía bien, pero uno parecía el hijo de su vecina Luisa. Se sintió aliviada. Por fin la iban a rescatar. Esperó a que se acercaran, más que nada porque se había quedado ronca de tanto gritar. Cuando estuvieron a su altura, Cándida, sacando las últimas fuerzas, chilló todo lo fuerte que pudo. Le salió una especie de graznido extraño, entre grave y agudo, cambiando de tono según su garganta se destrozaba del todo.
Los muchachos, al oír aquel alarido como salido de ultratumba, miraron hacia el muro del cementerio. Lo que no se esperaban era ver aquello. Una aparición. Un ser de edad indefinida, blanco como la nieve y con el pelo negro, al igual que su ropa, al menos la que estaba a la vista. No se pararon a pensar si los fantasmas clásicos llevaban sábana blanca o no, porque corrieron como si hubieran visto al diablo, mientras los aullidos de aquel espectro se hacían cada vez más débiles y lastimeros. Como la acera no era suficiente para acoger tanto terror, corrieron por el centro de la calzada, dando zancadas tan grandes y rápidas que habrían dejado pasmado al profesor de educación física. No llevaban ni cien metros recorridos cuando se dieron de bruces con el coche de los municipales que tuvo que frenar en seco para no atropellarles. No tenían cara de amigos cuando bajaron del coche.
Los chavales, al borde del colapso por el esfuerzo de la carrera, apenas eran capaces de articular palabra. Por no hablar de cómo sudaban. Tan aterrados los vieron los municipales que se les pasó de golpe la mala leche que se les había puesto por el frenazo. Los otros dos se sentaron en la acera sin dejar de mirar hacia el muro del cementerio y cuando recuperaron el resuello -y su tiempo les costó- contaron a los guardias lo del aparecido por encima del muro. Los municipales ni se molestaron en ocultar la risa, mientras los chicos, aún temblando, les instaban a que fueran hacia allí.
E intentando aguantar la risa, los dos policías se encaminaron hacia la valla. A voces preguntaron si había alguien allí y un gemido lastimero les borró las risitas. Volvieron al coche a pedir refuerzos. Un intruso en el cementerio, dijeron. No iban a decir que había un fantasma: hubieran sido la comidilla de la comisaría durante meses, tal vez años. Pero no se volvieron a acercar. Además, lo del intruso era lo más probable.
Los compañeros tardaron casi quince minutos en llegar, pero hasta que no lo hicieron, ninguno de los cuatro se movió del coche patrulla, en el que se metieron, cerrando los pestillos. Venían cuatro municipales más, acompañados de Damián, el guarda del cementerio, que estaba de muy mal humor porque le habían interrumpido: estaba viendo el fútbol en la tele. Dieron la vuelta y entraron en el cementerio por la puerta principal, los cuatro guardias, con más miedo que prevención, y el guarda, más cabreado que otra cosa, pensando que sería un gato. Los chavales se quedaron en el coche.
Damián caminaba deprisa, pensando en que aún quedaba media hora de partido y que con un poco de suerte, cuando a estos memos se les pasara el cague al ver el gato, podría volver a casa y ver el final. Llegaron en seguida al fondo del cementerio, dónde habían oído los ruidos, y se encontraron, sobre la tumba polvorienta del que había sido su marido, a la pobre Cándida medio desmayada. Milagrosamente no se había roto ningún hueso pero estaba llena de moratones y desorientada, sin saber qué ocurría. Los cinco hombres se acercaron a ayudarla, y cuando Cándida se dio cuenta de que, por fin, iba a salir de allí, no se le ocurrió más que decir que tranquilos, que la cruz no se había roto.
Preocupados por si la mujer se había roto algo, los hombres se acercaron. Mientras los policías pensaban si debían moverla o no, Damián se acercó y le tendió la mano, que ella tomó, incorporándose lentamente. Aunque era el clásico tipo encanijado, la sostuvo con fuerza y la ayudó a ponerse en pie, renqueando un poco, mientras los otros cuatro pasmarotes miraban sin saber qué hacer. Cándida empezó a soltar entre gimoteos provocados por el susto, explicaciones sobre lo que había ocurrido, pero de forma tan incongruente que nadie se enteró de nada. Tampoco importaba mucho: el misterio del espectro del cementerio se había resuelto.
Una vez estuvieron seguros de que la señora estaba bien, y confiados en que Damián la acompañaría a su casa, los municipales enfilaron hacia la salida, dejando atrás al guarda y a Cándida, que se apoyaba en él para caminar. Sin saber bien por qué, ambos se volvieron a la vez para mirar el lugar dónde había ocurrido el accidente. Damián pensando que menos mal que no se había roto nada, y Cándida, que era la última vez que pensaba pisar ese cementerio. A la luz mortecina de las farolas que había al otro lado de la valla, Cándida pudo ver como su cuerpo al caer sobre la tumba de su marido había dejado una impronta en el polvo. Sería casualidad, pero la marca se daba un aire a esas palomas de la paz que pintaba un tipo bajito de ojos penetrantes. O quizá eso era lo que ella quería ver.
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