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lunes, 15 de junio de 2015

Lirio


Con el permiso de mi querido amigo José M. Bartolomé publico hoy un cuento suyo, lo que considero todo un honor. 

¿Por qué lo publico? Sencillamente porque es precioso y me parece una de las mejores cosas que ha escrito José junto con El Hombre más fuerte del mundo, aunque con formas absolutamente diferentes. El autor no es hombre de sensiblerías ni moñadas, pero eso no significa que su forma de escribir acerca de sentimientos no conmueva y, aún siendo una historia conscientemente primitiva, resulta muy emocionante. Posiblemente resulte tan emocionante por eso, por lo básica, por lo esencial; porque no se pierde en lo superfluo, en lo anecdótico; porque va a lo que realmente importa. Al leer esta historia, es posible que alguna lágrima se escape porque nos habla del amor, del de verdad, en estado puro, sin disfraces ni subterfugios que distraigan de su fuerza, sin romanticismos ñoños tan de moda y que encubren y velan el sentir profundo e intenso que sí se respira en toda esta obra. Y habla de muchos tipos de amor: a los amigos, a los hijos y, sobre todo, a la pareja elegida para compartir la vida. Habla de dignidad, de fuerza, de valor. Es una historia completa, redonda. Una historia, como ya decía, preciosa. Sencillamente, preciosa. Espero que la disfrutéis tanto como yo.

Gracias, José, por haberla escrito y por ser tan generoso y dejarme que la comparta en mi espacio.


Todo nace con esta fotografía de dos esqueletos abrazados de una antigüedad de entre 5.000 y 6.000 años que aparecieron cerca de Mantua...




-Debemos quedarnos aquí durante el invierno -dijo Gam.

Garum se cruzó de brazos, observando al grupo de cazadores. Había ocho, ocho jóvenes de entre catorce y dieciocho inviernos. Gam tenía diecisiete, aunque eso no era algo que contase mucho en el clan. Garum echaba de menos los viejos tiempos. Apenas cinco años atrás, la palabra del jefe era ley. Nadie discutía sus opiniones. Se cazaba donde el jefe decía que se cazaba, se viajaba al sur en invierno, en busca del Gran Azul y los climas templados; y se regresaba al norte en verano, siguiendo a las manadas.

Pero desde que Gam y Noek habían alcanzado la edad adulta, las cosas habían cambiado. Gam era el más inteligente del clan, y Noek el más fuerte. Ambos, de similar edad, competían en todos los aspectos. Trataban de ser los mejores en la caza, en la pesca, en la pelea. Y parecían odiarse.

En aquella ocasión, por primera vez, si Garum recordaba bien, ambos jóvenes estaban de acuerdo en una cosa. Querían quedarse en las cuevas de la colina para pasar el invierno, y el resto de los cazadores les escuchaban.

-No tendremos carne para soportar las nieves -razonó Garum-, ni pieles para todos.

-Cazaremos el mamut.

Garum sonrió. Era lo que esperaba que dijese Gam. Después de todo, era la única manera de conseguir bastante alimento como para pasar el suave aunque largo invierno de la zona. El mamut, el gran rey de las praderas, no necesitaba emigrar al sur. Soportaba bien el frío, gracias a su grueso pelaje y su recia capa de grasa. Pero ellos no eran los suficientes como para cazarlo. Ni tampoco era la primera vez que el clan lo intentaba.

-Hace varios inviernos -dijo Garum en alta voz, sabedor de que todos los del clan escuchaban atentos- tratamos de cazar el mamut. Afilamos nuestras lanzas, afilamos la piedra, y perseguimos al mamut. Éramos dos veces las manos -siguió, alzando los diez dedos en alto-, y la mitad no regresó. Muertos por la trompa del mamut, muertos por la pisada del mamut, muertos por el colmillo del mamut. Ahora sois menos, y más jóvenes, ¿cómo quieres cazarlo? Es más seguro para todos ir al Gran Azul, y alimentarnos de las gacelas.

-Muchos clanes viajan ahora al Gran Azul -intervino Noek-, y tendremos que luchar contra ellos.

Un murmullo de aprobación surgió de las gargantas del clan.

-Pero lucharemos contra hombres, no contra mamuts.

El clan volvió a murmurar, discutiendo. Todos ellos, mujeres, viejos y niños, daban ahora la razón al jefe. Pelear contra hombres era mejor que pelear contra mamuts.

-Pelear contra hombres no nos dará comida. Sólo más muertos y más peleas –dijo Noek.

Garum observó al guerrero. Si conseguía que uno de los dos decidiera quedarse, el clan dejaría de discutir su voluntad. Decidió apelar al orgullo de Noek.

-¿Teme Noek luchar contra hombres?

El joven apretó los puños, tensando el cuerpo, casi dando un paso adelante. Aún no tenía la suficiente confianza en sí mismo como para enfrentarse a Garum, pero le faltaba poco. Muy poco, pensó el jefe. Y tal vez fuese bueno para el clan que así ocurriera. Pero no aún.

-Yo te traeré al mamut -dijo entonces Gam.

El silencio cayó sobre todo el grupo.

-Dame la ayuda de tres cazadores. La próxima luna, o antes, te traeré el corazón del mamut-dijo el joven, poniendo su mano derecha sobre el corazón. Aunque aún no había ninguna palabra que definiese el honor o los juramentos, todos entendían lo que significaba el gesto.

Un murmullo de aprobación confirmó a Garum que esa era una batalla perdida. Tenía más de cuarenta inviernos, y no quedaban en sus viejos huesos fuerzas para enfrentarse a aquél joven insolente.

-Trae el corazón del mamut, y yo lo comeré contigo y con los cazadores -dijo-, y me quedaré a pasar el invierno en las cuevas con el clan.

Todos aullaron y golpearon el suelo con los pies, mostrando su aprobación. Lirio, la hija del jefe, la única que sabía que era suya, sonreía y saltaba con los demás.

-¿Quién viene conmigo? -preguntó Gam.

Para su sorpresa, Noek fue el primero en adelantarse. Garum también se sorprendió, dado el odio manifiesto que había entre ambos jóvenes. Pero inmediatamente supuso que lo único que quería Noek era ver fracasar a su oponente, incluso presenciar su muerte. O provocarla, fingiendo que se producía en un accidente de caza, no sería la primera vez que algo así ocurría. Bien, se dijo, sea. Así, quedará claro quién va a sucederme como jefe. El clan necesita unidad para sobrevivir.

Dos cazadores más se pusieron junto a Noek, y Gam asintió con un gesto. Se llevó a sus tres ayudantes al interior de la cueva, sonriendo a Lirio cuando pasó junto a ella.

A Garum no le gustaba. Lirio era ya adulta, fértil, pero aún no tenía hijos. Ninguno de los cazadores o artesanos se había apareado con ella, por miedo o respeto a Gam.

En el clan, todas las mujeres eran de todos los hombres, y todos los hombres, de todas las mujeres. Así había sido siempre, y así nacían los hijos del clan; fuertes y sanos, en su mayoría, gracias a que los más fuertes se apareaban más a menudo.

El propio Garum sólo sabía que Lirio era su hija porque la madre, con quien se apareó cuando ella era muy joven, quedó preñada en aquella primera ocasión. El resto de niños que correteaban por la llanura frente a las cuevas podían ser hijos de cualquiera, y eran cuidados con el mismo indolente y desapegado amor por el clan en su conjunto.

Gam entró en la cueva grande, donde el clan se reunía para dormir, y llegó hasta el fuego, una pequeña hoguera que permanecía siempre encendida, pese a que el clan ya conocía maneras de avivar la magia.

El joven había preparado, en un cuenco de madera, una pintura a base de arcilla y jugo de raíz, y ahora la usó para dibujar en la pared de la cueva. Garum no entró en la cueva mientras Gam explicaba su plan a los cazadores, mostrando así su rechazo al plan. Al caer el sol, la partida se armó de lanzas con punta de silex, y afilados palos endurecidos al fuego. Cogieron carne para un par de días y se marcharon sin mirar atrás.

Lirio y su padre se encontraron junto al tosco dibujo, examinándolo con atención. Podía distinguirse la figura del mamut, grande y redondeado. Frente a él, mucho más pequeño, el cazador, con tres lanzas en las manos. Al lado, en otro dibujo, el cazador corría de espaldas al mamut, mientras otros cazadores -reconocibles como tales porque empuñaban igualmente lanzas- se escondían detrás de varias líneas que partían del mismo punto y se separaban hacia arriba. Arbustos. El cazador que corría estaba ante un círculo negro, de cuyo interior parecían salir más líneas, finas y puntiagudas.

-¿Un sol negro? -preguntó el jefe.

-Un agujero -dijo su hija-. Un agujero y estacas.

Gam gritó para llamar la atención del mamut. Había elegido a un viejo macho, porque tenían la costumbre de separarse de la manada, y eran los más grandes, gordos y lentos. Cuando el mamut miró al joven, éste arrojó la primera de sus lanzas contra el flanco del animal. Gam era fuerte, pero apenas consiguió atravesar la capa de piel y grasa. El mamut barritó, exasperado más que dolorido, y Gam se acercó un poco más, contestando a la bestia con un grito rabioso. Arrojó una segunda lanza, que golpeó al animal en el cuello.

Ninguna de aquellas heridas lo mataría.

Gam se quedó paralizado de terror mientras el mamut, alzándose sobre las patas traseras, lanzaba un bramido y sacudía la trompa con fuerza, destrozando las ramas de los árboles cercanos. El mamut se posó sobre las cuatro patas y se lanzó hacia delante, arrojando al aire un maremagno de ramas rotas, hojas, piedras y tierra suelta. Aunque aquello era parte del plan, una cosa es imaginarlo junto al fuego, a salvo en una cueva, y otra muy distinta enfrentarse a la certeza de la propia muerte.

Gam echó a correr, perseguido por la furiosa bestia, mientras arrojaba a un lado la tercera lanza, sabiendo ya que era inútil. El único arma que le quedaba era el valor.

El hombre y el animal corrieron, sacudiendo el mundo a su paso, siempre el hombre dirigiendo la carrera. Salieron del bosquecillo de abedules, hábitat natural de la bestia, a la llanura. Gam notaba cada vez más cerca al animal, mucho más rápido de lo que él había supuesto, y sentía que el aliento le ardía en el pecho, pero la excitación y el miedo se mezclaban en una euforia desconocida, plena, total, que daba fuerzas a sus piernas para seguir adelante.

Los arbustos estaban a sólo unos pasos. Había un joven abedul tumbado en el suelo, formando un puente sobre la hojarasca y los matorrales que cubrían el agujero. El mamut no podía verlo, y menos con toda su ciega furia centrada en el hombre. Gam pisó el tronco y corrió sobre él, seguido de cerca por el mamut. Demasiado de cerca.

Cuando el mamut entró a la carrera en el leve entramado de follaje que cubría el agujero, la ligera alfombra vegetal cedió de inmediato. La bestia cayó hacia delante, hundiéndose, pero arrastró consigo el árbol sobre el que corría Gam. 

El cazador sintió cómo perdía apoyo, y saltó hacia delante con los brazos estirados, tratando de llegar al borde el agujero, pero sabiendo que no era posible. Sus manos quedarían a más de un palmo del borde. En aquél momento supo que moriría, si no al caer sobre las afiladas estacas del fondo, presa de los movimientos agónicos y furiosos del mamut.

Las manos de Noek aparecieron como por arte de magia, aferrando las muñecas de Gam. El joven se balanceó y se golpeó contra la pared del pozo, perdiendo el poco aliento que le quedaba. Pero no cayó. La titánica fuerza de Noek le sujetó, le mantuvo en vilo, lejos de la trompa y los colmillos del mamut que, empalado en las estacas, sacudía con sus últimas energías la testa, aún con fuerza suficiente para partir el espinazo de un hombre si llegase a golpearle. Gam y Noek se miraron a los ojos durante un segundo, sabiendo ambos que la supremacía del clan, el futuro poder sobre los suyos, estaba en juego en ese momento. Noek sólo tenía que abrir sus manos, fuertes como las mandíbulas de un tigre, y dejar caer a su competidor. Y los dos eran conscientes de ello.

Noek sonrió, mostrando sus desgastados y amarillentos dientes, y tiró hacia arriba con fuerza, arrastrando los sesenta kilos de Gam como si éste fuese un simple niño.

Los cazadores corrieron junto a ellos. Desde el borde del agujero, sobrecogidos y admirados, todos ellos vieron morir al mamut, sabiendo que la supervivencia del clan estaba asegurada desde aquel instante. Noek sacó una punta de silex de su cinturón y se la alargó a Gam.

-Sácale el corazón -dijo.

El clan sobrevivió aquél invierno. Comieron y prosperaron. La carne del mamut, ahumada al fuego, les permitió no tener que cazar más. El tiempo libre lo dedicaron a recolectar raíces comestibles, acumular leña y curtir las pieles. Los hombres cortaron árboles, y las mujeres construyeron una empalizada en la entrada de la gran cueva, que sellaron con barro y excrementos. Dejaron libre la parte de arriba, por sugerencia de Gam, que se había ganado el respeto de todos, para que el humo de las hogueras saliese libremente, y mantuvieron el frío fuera.

Nueve meses después nacieron más niños que en ningún otro verano. Y la mayoría de los niños y las madres sobrevivieron. En otras ocasiones, los viajes, los enfrentamientos con otros clanes y las noches a la intemperie habían sido mortales para los recién nacidos. Pero ahora tenían pieles para taparse, y los pechos de sus madres estaban repletos de leche para amamantarles.

Aquél verano nació también el primer hijo de Lirio y Gam. Nadie tuvo dudas de que era hijo del cazador, pues nadie se había atrevido a tocar a Lirio, aunque muchos lo deseaban. Fue hembra, y la llamaron Trampa, en recuerdo de la trampa que su padre había usado para ayudar al clan.

A Lirio le gustaba ser la mujer de un solo hombre, y saber que el hombre era sólo suyo. Su hija era fuerte y sana, y le parecía hermosa. Tenía la misma sonrisa que Gam. A Lirio le gustaba que Gam sonriese, le gustaba aprender cosas de su hombre, inventar palabras con él para definir lo que descubrían día a día, investigar su entorno para poder enseñar cosas a aquél cazador tan distinto a todos, capaz de imaginar lo que nadie había hecho antes, y crear lo que nadie había tenido antes.

Por eso, porque quería sorprenderle y despertar su admiración y su sonrisa, se fijó en el nido.

Estaba sentada en la rama de un árbol, mientras Trampa, más abajo, escarbaba la tierra con otros niños del clan, devorando los insectos que encontraban entre las raíces. Vio el nido, una bolsa de fibras vegetales que colgaba de la rama y que albergaba tres rechonchos polluelos.

El año anterior, ella se habría limitado a coger la bolsa y devorar los polluelos, porque habría tenido hambre. Pero ahora, gracias a la carne de mamut, antílope y liebre que Gam y sus cazadores conseguían por medio de trampas, estaba siempre satisfecha. Se tumbó sobre la rama, observando a los polluelos. “Ahora yo también tengo mi polluelo”, se dijo. Y empezó a observar el trenzado de las fibras. Una especie de abstracción, desconocida hasta entonces, liberó su mente. Al cabo de un rato no existía nada que no fuese el nido, su entramado, y la estructura fundamental de aquella pequeña maravilla.

Decidió imitar aquella estructura, pensando que si resultaba útil para que los pájaros sujetasen a sus crías, también podría servir al clan para idénticos objetivos. Durante aquel verano, Lirio recogió todo tipo de fibras, hojas y ramas, estudió los nidos y las telas de araña, y practicó sin contarle a nadie su secreto. Al empezar el otoño, se presentó ante Gam con un rollo de cuerda, de tres veces la longitud de su brazo, firmemente trenzado con fibras de juncos. Gam, al principio, la miró sonriendo, sin entender.

Ella pasó la cuerda en torno al brazo de su hombre, atando un nudo, y sonrió. Lanzó el extremo libre por encima de un tronco horizontal, una especie de percha de madera en la que colgaban a secar las pieles, sujetas con agujas de hueso, y llamó a Noek y a los otros cazadores. Gam la observaba, divertido e intrigado. Lirio, con una sonrisa juguetona, pidió a los hombres que tirasen del extremo libre de la cuerda. Ellos obedecieron, riendo al comprender. Gam, arrastrado por sus compañeros, acabó colgando con los pies a un palmo del suelo, mientras toda la tribu reía. Incluso él mismo rompió a reír, encantado por el ingenio de su esposa.

Y después, cuando consiguió que le soltasen, Gam recorrió la llanura en busca de las hermosas flores blancas que tanto gustaban a lirio, y le entregó un ramo. Aquella noche, como tantas otras, se abrazaron, se amaron y durmieron entrelazados en un solo cuerpo, con su hija entre ellos.

Durante el otoño, el clan trabajó en una nueva empalizada. Más alta, con las cuerdas que Lirio y las demás mujeres fabricaban uniendo firmemente los postes, y los extremos afilados por los hombres. Las cuerdas sirvieron también para formar una rudimentaria polea en el dintel de madera, y con esa polea alzaban y bajaban la puerta de su hogar, asegurándolo por las noches ante la amenaza de hombres y bestias.

Pero no todo fue alegría en aquel otoño. Poco antes del invierno, el viejo jefe Garum cayó enfermo, presa de unas fiebres que ninguno de ellos sabía cómo curar. Había gobernado al clan durante muchos ciclos, y había sido justo con ellos. Todos habían visto mejorar su vida en los tiempos de Garum, y todos sintieron su muerte

Fue enterrado fuera de la cerca, en la pradera. Gam puso una piedra al pie de la tumba, y dibujó en ella una tosca figura de cazador con sus dedos, mientras todos le miraban en silencio.

-Así no olvidaremos quién fue y dónde está -dijo al acabar.

Los demás quedaron desconcertados durante un momento, pues esa no era la costumbre. Como tribu nómada, habían enterrado a los suyos a lo largo y ancho de muchos senderos, y seguido su camino, olvidando después la ubicación de las tumbas.

Pero lo que decía Gam parecía lo correcto, y ellos asintieron. Aquella era ahora su llanura, y albergaría a sus muertos.

Después de eso, quedaba pendiente saber quién sería el nuevo jefe. Sólo había dos candidatos claros, Noek y Gam. Noek era el mejor cazador, el guerrero más fuerte. Y Gam el hombre más inteligente, el que había mejorado sus vidas. Las miradas del clan iban de uno a otro esperando, como en otras ocasiones anteriores, que se enfrentasen para decidir por la fuerza quién gobernaría el clan.

Gam se acercó a su contrario, con la cabeza alta y la mano apoyada en el hacha de silex que siempre colgaba de su cinto. Noek alzó el rostro, acariciando su propia arma, y separó las piernas, esperando el ataque, mientras todos los demás se separaban de ellos y formaban un tenso círculo a su alrededor.

-¿Qué hacemos ahora, jefe? -dijo de pronto Gam.

Y así quedó decidido el asunto.

Lirio estaba trenzando cuerda cuando vio a Noek sentarse junto a Gam. Su hombre abrazaba a Trampa -y cuánto le gustaban los abrazos-, pellizcándole los mofletes y despertando su risa, y acariciando la sonrosada carita con una de las flores blancas que siempre buscaba para ellas.

Noek se sentó en silencio, y pasó unos minutos observando al hombre y la niña. Gam hizo como que no le había visto. Finalmente, Noek tomó aire, como si le costase hablar.

-Una mujer, un hombre -dijo-. ¿Es bueno?

Gam alzó la cabeza, sonriendo. Miró a su mujer, y después a su hija.

-Es bueno. Es bueno y más que bueno -asintió.

Noek asintió también. Se puso en pie y se dirigió al fondo de la cueva, donde las demás mujeres trabajaban con las pieles y las cuerdas. Se acuclilló junto a Sera, una de las mujeres con la que solía aparearse.

-Una mujer, un hombre -dijo con voz trémula-. Si tú dices sí.

-Digo sí -respondió Sera, sonriendo también.

Y, desde entonces, Sera fue sólo de Noek, y Noek sólo de Sera.

Lirio siguió trenzando la cuerda. Sintió de nuevo la sensación de antaño, la abstracción que la había embargado mientras miraba el nido de los pájaros. Tomó una nueva fibra. Su cabeza, su lenguaje, no estaba dotado de los conceptos complejos necesarios para describir lo que sentía, pero su corazón estaba preparado para sentirlo, y eso era todo.

Para ella, aquella primera fibra era el amor que sentía por su hija. Cogió una segunda fibra, que representó, a un nivel imposible de determinar en sus parcas palabras, la responsabilidad, la dura y hermosa responsabilidad de crear, mantener y encauzar una vida. Era como si las hebras brillasen entre sus dedos. La tercera fibra, la que trenzaba y sujetaba a las otras dos, la que daba forma a la cuerda, era igual que el sentimiento completo de maternidad; amor y responsabilidad, unidos, confundidos e independientes, conformando el conjunto entero sin renunciar a las partes. Aquella nueva cuerda, que sus dedos trenzaban casi por sí mismos, era su hija, creada por ella como estaba creando la cuerda. Terminó pronto de trenzar esas fibras, y empezó con otras tres. Las unió en una nueva representación simbólica, esta vez de Gam, su hombre. Valor, inteligencia, y ese algo inaprensible que le hacía ser él mismo, que unía ambas cosas para que el valor no fuese suicida temeridad, ni la inteligencia pedantería o superioridad vacuas. Ella no conocía aquellas palabras, ni habría podido inventarlas o comprenderlas. Sólo era una mujer, casi un mono, trenzando cuerda en lo profundo de una caverna. Pero sentía, percibía y deseaba.

Trenzó un tercer conjunto de hebras, conformando en su mente y en su espíritu nuevas sensaciones. La vulnerabilidad de su niña, y sus ganas de vivir, ambas cosas percibidas en cada movimiento, en cada jadeo, cada risa o cada curioso ademán. Lo que conformaba su alma, aunque ella no sabía siquiera lo que era un alma.

Pero era aquella tercera fibra que unía las otras dos. Y la cuerda, fina y delicada aún en su firmeza, era la abstracción de su niña. Después, aún sumida en aquella suerte de trance, Lirio unió las tres cuerdas en una sola, trenzándolas con fuerza.

Cuando estaba terminando, Gam se puso frente a ella y asió delicadamente el extremo de la cuerda. Ella sujetó el otro, y Gam tiró con fuerza, haciendo que ella se levantase. La cuerda resistió.

-Algunas cosas no pueden romperse -dijo él, entregándole una flor blanca con la mano libre.

Ella la tomó, sonriendo. Su hombre parecía comprender, sin necesidad de palabras. Y por eso eran la misma cuerda, aunque a la vez fuesen cada uno algo independiente, conformado por realidades distintas. El todo, sin negar las partes. El todo, dependiendo de las partes, y las partes dependiendo del todo. Eso eran ellos tres. Y era bueno.

En la primavera siguiente, Lirio dio a luz a un niño, al que llamaron Garum. 

Los primeros meses fueron meses felices. El clan crecía, fuerte y poderoso. La empalizada era más alta, la carne abundante, y habían empezado a comerciar con otros clanes cercanos, o con los grupos nómadas, cambiando pieles por grano, pescado por hueso, silex por cuerdas.

Pero las fiebres llegaron con las primeras nieves.

Y ni el ingenio de Gam ni la inteligencia de Lirio ni la fuerza de Noek podían vencerlas.

Gam cayó presa de las fiebres, y murió, atendido y acompañado en todo momento por Lirio. Nada pudo hacer la mujer, excepto estar con su hombre. 

La última noche, mientras Lirio dormía, agotada, Gam pidió a Noek que saliese de la cueva y le trajese una flor blanca de las que tanto gustaban a su esposa. El jefe asintió y salió a la oscuridad, para satisfacer el último deseo de aquel hombre al que había odiado y admirado siempre. Encontró la flor, y la arrancó con tanta delicadeza que ni pétalos ni raíz sufrieron daño.

Cuando Lirio se despertó, Gam la miraba con la flor en la mano trémula, la piel cubierta de sudor y los ojos brillantes. Con un gesto, Gam ofreció la flor a su mujer, y ella la tomó, sonriendo a pesar de las lágrimas. Gam suspiró tranquilo, y murió.

Noek, desde el otro lado de la cueva, observaba en silencio. Lirio se puso en pie, tomando en brazos a sus hijos, y se acercó a Noek.

Se los ofreció en un gesto inequívoco. Noek, sentado en el suelo, no sabía qué hacer. Pero su hembra, que tal vez comprendía cosas que ningún guerrero valiente puede entender, los tomó en brazos y asintió con un gesto solemne. Lirio, satisfecha, regresó junto al cuerpo de Gam y se tumbó a su lado, abrazándose a él como tantas noches había hecho.

A la mañana siguiente, cuando se acercaron a ellos, vieron que Lirio se había clavado en el estómago una cuchilla de las que utilizaban para raspar las pieles, y había muerto en silencio junto a su hombre, abrazados ambos. Ella sujetaba en su mano derecha la flor blanca que él le había regalado. Los dos sonreían.

Les enterraron así, abrazados, con las piernas y los cuerpos entrelazados. Con el hacha de silex de él y la cuchilla de ella, y con la flor blanca entre ambos. Pusieron una piedra a los pies de la tumba, una piedra blanca y lisa. Y volvieron a la cueva, junto al fuego, para sobrevivir al invierno que llegaba.

Llegó la siguiente primavera. Noek y su hembra visitaron la tumba de Gam y Lirio, porque les echaban de menos. Porque parecía lo correcto hacerlo así.

Y se encontraron con que la tumba estaba completamente cubierta de flores blancas, tan hermosas como la que Gam había regalado a su mujer antes de morir, tan blancas como aquella, y nacidas tal vez de sus semillas.

-Son hermosas -dijo Noek.

-Las llamaremos “lirio” -dijo Sera -, para no olvidar.

Noek asintió. Abrazándose por la cintura, ambos se alejaron hacia la verde llanura.


2 comentarios:

  1. Vine a tu blog recomendado por otra colega, me gustó, principalmente que no recurras a la fórmula de post corto.
    Un abrazo.
    HD

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    1. Muchas gracias, Humberto. Espero que sigas encontrando cosas que te gusten por mi blog. :)

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