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Don
José María no puede recibirte, Laura.
- ¿Perdón? ¿Don
José María? Por Dios, Susana, ¿cuando se ha convertido Chema en don José María? Te juro que me dejas
muerta.
La pobre Susana no sabe ni dónde meterse. Es tan
ridículo. Laura fue de las primeras clientas que abrieron cuenta a esa sucursal
cuando enviaron a Chema como director hace seis años. Susana lleva catorce años
trabajando allí y ya había visto pasar a tres directores. Pero tan tonto como
éste no ha visto ninguno. Claro que no puede decirlo.
-
Lo siento Laura, no sé ni que decir.
-
Tranquila, mujer, no hace falta que digas
nada. Tú no tienes la culpa.
Laura necesita hablar urgentemente con Chema, bueno,
perdón, con don José María. Se pone
mala sólo de pensar en semejante memez. Aún le recuerda cuando se conocieron
hace seis años. Él era el director recién llegado y Laura acababa de separarse.
Le recuerda bien, el coche viejo, tan desgalichado, con esos trajes tan mal
hechos. Le quedaban grandes y daba lastimita verle, era como una animalito
indefenso. Quizá por eso abrió allí la cuenta. En algún sitio tenía que hacerlo
después de que Germán la dejara pelada. No tenía un céntimo ni un trabajo
estable, pero Chema (entonces aún era Chema) le dio toda suerte de facilidades
para que se convirtiera en empresaria. A Laura le gustaba la idea: dueña de su
propio negocio. Le consiguió el primer crédito para la tienda, aunque en
realidad lo que hizo fue hipotecar su casa, la que había heredado de su padre,
y que ya estaba pagada. El interés era alto para aquellos tiempos y cada seis
meses tenía un vencimiento extra por un importe del doble de los recibos
mensuales, aunque esto no se lo dijo cuando contrató la hipoteca: se enteró
cuando se lo oyó al notario, pero ya era tarde para echarse atrás. Daba igual: estaba
segura de que la tienda funcionaría. Y vaya si funcionó. Pero eran otros
tiempos.
-
Bueno, Susana, ¿podrías darme cita con don José María? Necesito hablar con él.
Este mes vence uno de los recibitos de marras y ya sabes cómo tengo la cuenta. No
se vende y ya no sé a quien recurrir. Necesito que me aplace los pagos, al
menos hasta las rebajas, que seguro que me recupero.
-
Le preguntaré cuanto termine la reunión. Le
digo que te llame, ¿te parece?
- Claro que me parece, lo que pasa es que ya le
he dejado mil mensajes y nunca me devuelve la llamada. ¿Te puedes creer que me
ha devuelto el recibo de la luz porque faltaban 18 euros? Sí, por supuesto que
te lo crees. Qué te voy a contar a ti.
Susana pone cara de circunstancias y no contesta. Claro
que lo sabe. Eran las nuevas órdenes: ni un céntimo de descubierto. Para nadie.
Don José María quería evitar a toda
costa que los índices de morosidad de su oficina crecieran, así que no pasaba
una. Los tiempos ahora eran malos para todos. Antes, no. A Chema le había ido
bien en estos años y se le notaba. Los trajes ahora le sentaban como un guante,
tenía un BMW y se había mudado a un adosado en las afueras. No es que el sueldo
hubiera crecido sustancialmente, pero si uno tiene contactos en las épocas de
impuestos es fácil que le retribuyan bien los servicios de mediación. Y Chema
tenía un don para poner en contacto a gente que se necesitaba mutuamente para ahorrarse impuestos… llevándose una
comisión por ello. Había empezado a proponer estos negocios al poco de incorporarse
a la sucursal y con el tiempo se hizo un nombre. De ahí habían salido el BMW,
sus nuevos trajes y los caprichos de Lina, su mujer, que eran muchos. Pero
ahora todo había cambiado con la crisis de las narices. No sólo los encargos
habían casi desaparecido, sino que ahora los de la central estaban más
pendientes de lo que ocurría en las oficinas, así que se había impuesto la mano
dura a todos los niveles. ¿Lo peor? Lo duro que se le estaba haciendo vivir
sólo con su sueldo.
Laura vio que se movían las cortinas del despacho del
fondo. Susana también lo vio. Las lamas hacían ruido al chocar entre sí, más
audible en el silencio de una oficina semivacía. Mira que es tonto este hombre,
pensó Susana.
-
¿Salís a las tres, verdad?
-
Sí, como siempre.
-
Pues, ¿sabes lo que te digo? Que me voy a
sentar aquí mismo a esperar que don José
María salga para irse a casa.
-
Perfecto. Pero mejor ponte allí -dijo Susana
señalando un silloncito en una esquina-. No se te ve bien, pero seguro que no
te importa.
La sonrisa de complicidad inundó la oficina.
Sobre el relato... muy bien. Tristemente actual.
ResponderEliminarSobre el tema... ya tengo avisadas a mis hijas que jamás las pienso avalar con nuestro hogar para comprarse nada. Es mejor perder un piso y seguir teniendo un sitio (ya vendrían a casa) que perder dos y quedarte en la calle. Por lo que pueda ser...
Es una putada, pero hay que ser prácticos en esta vida. Y visto lo visto... procurar prevenirse frente a cualquier imprevisto o situación chunga que se pueda presentar.
Un beso, Mayte.
Tienes toda la razón, Julia. Soy de la misma opinión que tú respecto a lo de los avales... y más en una situación como la actual. :)
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