Creo que el sexo está sobrevalorado. No entiendo qué le ven. Es viscoso, húmedo y pringoso. Un asco. Lo odio, pero no me queda otra que estar en ello. Es lo malo de ser un pearcing en el pene de una estrella del rock. Y no un pearcing cualquiera. Hace muchos años Suso, que es el batería y alma mater de una banda de cierto éxito, invitó a Roman, que entonces era un chavalín, a uno de sus conciertos y luego a los camerinos. El chico, que empezaba en eso de los piercings y perforaciones, me fabricó para él como agradecimiento. No soy corriente. Soy más grueso de lo habitual, todo mi cuerpo está labrado y las dos bolitas de mis extremos tienen minúsculas inscripciones rúnicas. Como el tiempo no sólo desgasta a los humanos -y además yo llevo un trajín que ni os cuento-, de tanto en tanto, Suso me lleva a la tienda de Román, que ahora -casi treinta años después- ya tiene negocio propio, para que me dé un repasito.
Hacía ya mucho que no íbamos a ver Román, así que andaba yo un poco flojo y desgastadillo: en los últimos meses tenemos más jaleo de lo habitual. Mira que pensaba que con la edad iba a ir ganando en tranquilidad. Y así fue desde que Suso se sumergió en los cuarenta hasta hace unos meses. Él lo negará, sigue teniendo que alimentar su imagen de icono sexual, pero la verdad es que los años se le notan bastante más de lo que está dispuesto a admitir. Ya no toca con tanta energía como antes, aunque ahora tiene más técnica, y aunque intenta disimular la barriguita, ahí está. El pelo, hace tiempo que empezó a ralear, así que decidió afeitarse, convencido de que así potenciaría su imagen de rockero duro y peligroso. Algo que siempre atraía a las mujeres. No es que lo entienda, como lo del sexo, pero es un hecho. Pocas cosas atraen más a las mujeres que un tipo con pinta de duro. Y si ya es una estrella del rock, aunque no sea de los superfamosos, lo tiene todo hecho. Y eso que Suso no es especialmente atractivo y, por supuesto, nada duro, pero tiene que dar esa imagen. Es una estrella del rock y eso es lo que vende. La imagen que él vende. Y lo hace de miedo. Se mete en su personaje como nadie, hasta el punto de que yo apostaría que le cuesta dejar de lado ese rol. Y sé lo que digo: yo estoy con él cuando se queda a solas y hay veces que sigue actuando. Otras no. Entonces es el mejor.
Es un buen tío, Suso. Me cayó bien desde el principio. Y cae bien a todo el mundo. Bueno, a la parte del mundo que no pierde el tiempo en juzgar a los demás. Porque tiene detractores, muchos, sobre todo entre la “gente bien” que piensa que su forma de vida es la única válida. Algo lógico, si se piensa. Suso lleva -bueno, llevaba- una vida plagada de excesos, de alcohol, drogas, sexo… y diversión. Hay que ver lo que le jode a alguna gente que los demás se diviertan. Sobre todo a la “gente bien” que se aburre soberanamente.
Aún recuerdo las juergas de aquellos primeros tiempos. Sin límites. Eran los años finales de los ochenta, había de todo y era peligroso. No podría enumerar la cantidad de peleas en las que se metió este tarado que me porta, borracho como una cuba o puesto hasta las cejas. Peleas a las que arrastraba a sus colegas, que siempre respondían. Jamás le dejaron solo aunque luego tuvieran broncas monumentales. Cada uno tenía sus motivos. Todos tenían alguno. Ya os digo que Suso es un buen tío.
También es verdad que con los años (al año que viene Suso cumplirá los cincuenta, por más que mienta sobre su edad cuando le preguntan) las drogas se han convertido en algo anecdótico, y aunque sigue bebiendo casi sin control cuando sale de fiesta, cuando no está de juerga, lo más que se toma son unas cervezas. En cuanto al sexo… más del que a mí me gustaría y mucho menos del que él dice. No lleva bien eso de hacerse mayor. A veces creo que ni siquiera es consciente de ello. Otras, sí. Pero la mayor parte del tiempo se comporta como cuando empezaba en el lío este de la música, cuando su primer éxito le lanzó a la fama con su banda, cuando todas las mujeres le deseaban y él deseaba a todas. Recuerdo como una pesadilla aquellos tiempos de follar con una chica distinta cada noche. Durante un tiempo, le gustó. Yo apostaría a que llegó un punto en el que se cansó, pero tenía una imagen que vender. Y era tan fácil y le gustaba tanto. Pero tenía sus límites. No le importó tirarse a la novia de un fan -qué buena estaba- mientras el resto de la banda entretenía al futuro cornudo, encantado el muy idiota con ser el centro de atención. Sin embargo, en otro concierto se dio de hostias con Tino, uno de sus guitarristas, cuando le pilló, borracho hasta el delirio, en el baño de la sala intentando follarse a una cría que no tendría más de dieciséis años. Desde entonces, Tino era el primero que se ponía al lado de Suso siempre. Nunca volvieron a pegarse.
Lo del sexo siguió siendo una ruleta rusa -aún hoy me sorprendo de que nunca pillara ninguna enfermedad de esas que hubieran dejado a mi soporte para el arrastre- hasta que a los treinta y pocos conoció a Lena. Una chica preciosa y encantadora que le adoraba. No sé si a él o a su imagen. Pero le adoraba. Y él a ella; mucho más de lo que se imaginaba. Pero al cabo de un año todo se fue todo al garete cuando le pilló en el camerino follando con una fan que se lo había puesto a huevo. No lo hizo de mala fe, es que salieron así las cosas y Suso nunca supo decir no. Casi le cuesta una enfermedad la ruptura. Los siguientes meses los pasó bebido y drogado, preguntándose cómo le había podido pasar aquello e intentando disimular ante los demás lo tocado que estaba. A partir de ahí empezó su rosario de fracasos amorosos, con las consiguientes depresiones diluidas en drogas y alcohol. Pasados sus cuarenta yo ya había perdido la cuenta de las decepciones acumuladas, todas cortadas por patrones parecidos. Mujeres que se enamoraban de la estrella; otras que esperaban cambiarle; algunas que pretendían domarle. Pocas se enamoraban del hombre, pero cuando lo hacían, él no sabía responder. Le costaba mantenerse fiel, asumir compromisos, plantearse el futuro. Así que la acababa cagando. Y vuelta a las depresiones, a los vicios, al sexo fácil. Lo que digo: un asco.
Hace unos siete meses, en un festival de esos de finales del verano, conoció a Norah. Sí, a mí también me pareció un nombre raro. No era el suyo. En realidad se llamaba Rosario, pero eso no vendía en el mundo del rock, así que se lo cambió. Era la vocalista de un grupo latinoamericano que estaba intentando abrirse un hueco en el mercado español (sólo habían sacado un disco) y Suso los había invitado a tocar como teloneros casi sin haberles escuchado. Era fácil verle fanfarronear borracho de éxito, pero igual de fácil era que ayudara a todas las bandas que empezaban, apoyándoles, dándoles la oportunidad que él estaba seguro que todos merecían.
Ella tenía una voz especial, rasgada y potente, aunque como banda aún les quedaba mucho por crecer. Pero ella era maravillosa. Ese mismo día, mientras el grupo de Norah desmontaba el equipo, ellos dos follaron por primera vez -y como si fuera a ser la última- en un camerino con la puerta atrancada por una silla. Tenía veintisiete años recién cumplidos, unas tetas perfectas (operadas, por supuesto) y un culo de impresión que yo apostaría a que también estaba operado. Aunque no fuera una belleza al uso, tenía un atractivo muy poderoso. Era una mujer por la que perder la cabeza. Y Suso la perdió. Se enamoró como solía hacerlo él, como un adolescente. Y como un adolescente se comportó todo el tiempo que estuvieron juntos.
No pensaba más que en ella y así andaba yo, con mis grabados desgastados y las bolitas flojas. Pero nada, ni caso me hacía. Y eso que a Norah le encantaba mi roce en su piel: siempre encontraba ese punto de placer que la llevaba al éxtasis. Las semanas pasaban y ellos dos seguían su historia, empalagosa hasta el aburrimiento. Y follando a todas horas. Yo olía más a ella que él. A veces pienso que pasaba más tiempo dentro de su cuerpo que fuera. Suso estaba loco por ella y ella por él. No podían imaginarse el uno sin el otro y apenas recordaban cómo había sido la vida antes de estar juntos. Y es que no sólo era sexo. Ella admiraba a Suso por lo que era. Lo que era como músico y lo que era como hombre. Es cierto que le abrió muchas puertas, pero no se aprovechó de él. Ambos lo ponían todo en aquella historia. Si Norah no estaba, Suso se iba pronto a casa. Escribió temas nuevos, hizo entrevistas, intentó trabajar con el manager para organizar la gira del verano. Y en todo ese tiempo no folló con ninguna otra. Por suerte para mí, llegó la primavera y con ella, tiempo de bolos para ambos. Norah sabía que muchos de aquellos conciertos tenían la firma oculta de Suso aunque él jamás se lo dijo. Igualmente ella se lo agradecía. Y, para evitar suspicacias, en ninguno coincidieron sus dos bandas. Es un tío listo, Suso. No es que tuvieran muchos bolos programados (es lo que tienen los tiempos de crisis), pero aún así era un descanso. Lo que me pude alegrar. Pensé que por fin Suso se acordaría de mí y me llevaría a Román, a que repasara los grabados e inscripciones, y me ajustara las bolitas. Pero no.
Sería a principios de mayo cuando suspendieron el concierto que la banda de Suso iba a dar en Orense. Norah tocaba ese fin de semana en Córdoba, así que yo me había hecho a la idea de un tiempo de descanso. Error mío. Suso, tan pronto supo lo de la cancelación, sin decir nada a nadie, reservó una suite en el mejor hotel de Córdoba y sacó un billete de AVE. Incluso compró la entrada para el concierto.
Por razones obvias, no pude ver el encuentro en la puerta del camerino cuando acabó el concierto, pero sí que sentí los efectos de la cercanía dentro del pantalón durante un rato. Luego vinieron los bares, las copas, las risas. Serían más de las tres cuando llegamos al hotel. Yo estaba incómodo, tanto tira y afloja por efecto del toqueteo, deseando salir de mi prisión. Aunque hubiera sido mejor no hacerlo. Estaban los dos eufóricos, sospecho que no sólo corría alcohol por sus venas. Se desnudaron con ansia, como si hubieran pasado meses desde la última vez que se vieron, y se lanzaron el uno contra el otro como si el fin de mundo estuviera a la vuelta de la esquina. Lo estaba.
Follaron con desespero, quedándose sin aliento a cada paso, comiéndose en cada beso. Suso se movía dentro de ella con tanta furia que una de mis bolitas finalmente se soltó. Ellos no se dieron ni cuenta, pero el extremo que quedó huérfano se enganchó en su piel, desgarrándola un poco más con cada sacudida. La sangre se vino a unir a los fluidos habituales. Y no paraban, no notaban nada. Hasta que se corrieron en un delirio que les dejó sumidos en un letargo financiado por el alcohol.
Cuando Suso se despertó a la mañana siguiente, lo hizo en el charco de sangre en el que se había convertido la cama. Norah estaba inmóvil, no respiraba. Se había desangrado. Yo no entendía nada. Cómo podía ser, la herida no era tan grande. Si de algo sé un poco es de heridas, y esos rasguños, cierto que al final hubo más de uno, siempre se terminan cerrando al cabo de un rato. No me explico qué pudo pasar.
El lío fue monumental. La policía, el juez, los forenses. Parecía sacado de una película. Y el pobre Suso en un estado de shock terrible. No era capaz de reaccionar en ningún sentido. Acabaron llevándole al hospital para tenerle en observación y bajo vigilancia policial mientras se aclarara el motivo de la muerte. Cuando al día siguiente llegó Tino a buscarle había asimilado algo lo que había pasado y la policía ya debía de saber que Suso no tenía nada que ver con el charco de sangre en el que Norah se dejó la vida. No le dejaron ver la tele ni leer la prensa, pero no lograron impedir que fuera al entierro de Norah. Fue al cabo de tres días, en Barcelona, dónde vivía la familia de ella. Vestidos de riguroso negro, Tino y Suso llegaron al cementerio y se mantuvieron alejados, en un discreto segundo plano observando cómo una grúa levantaba un espantoso ataúd marrón que contenía lo que quedaba de la mujer que tan feliz le había hecho en los últimos tiempos. De la mujer que aún amaba.
Cuando todo terminó, incluso los pésames, abrazos y apretones de mano, Suso seguía inmóvil, casi sin respirar. Y Tino, a su lado, sin moverse tampoco. Se les acercó un chico, como de unos veinte años y se paró a su lado.
- ¿Tú eras el novio de Rosario, no? - dijo con marcado acento latino. - Yo soy su hermano Héctor.
Suso asintió sin decir nada. Estaba esperando que se le deshiciera el nudo que le oprimía la garganta.
- Ya ves - siguió diciendo el muchacho - al final se nos murió por la maldita hemofilia.
- ¿Cómo? - Suso salió de golpe de su estado semicatatónico-. ¿Cómo que hemofilia?
- ¿No lo sabías?
Saber, ¿qué? Era imposible que hubiera muerto de eso. La hemofilia sólo la padecen los hombres. No podía ser.
- Es imposible que Norah muriera de hemofilia, las mujeres no padecen la enfermedad, sólo son portadoras - dijo finalmente.
El chico lanzó a Suso una mirada entre la estupefacción y la lástima. Luego miró a Tino, buscando ver si él sabía algo. No, ninguno de los dos sabía.
- Claro que murió de hemofilia, lo determinó la autopsia. Al principio, pensaron que la habías asesinado tú. Pero no, murió desangrada por unas pequeñas heridas que tenía en la vagina. Lo que aún no saben es cómo se las pudo hacer.
Suso seguía sin dar crédito. Cómo entender que su novia había muerto de una enfermedad que no podía tener. Pero cómo no creer a este chaval que tenía sus mismos ojos. No entendía nada. Y se le notaba. Tanto que el muchacho, compadeciéndose de él, le dijo: