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jueves, 27 de febrero de 2014

Apariencias






Creo que el sexo está sobrevalorado. No entiendo qué le ven. Es viscoso, húmedo y pringoso. Un asco. Lo odio, pero no me queda otra que estar en ello. Es lo malo de ser un pearcing en el pene de una estrella del rock. Y no un pearcing cualquiera. Hace muchos años Suso, que es el batería y alma mater de una banda de cierto éxito, invitó a Roman, que entonces era un chavalín, a uno de sus conciertos y luego a los camerinos. El chico, que empezaba en eso de los piercings y perforaciones, me fabricó para él como agradecimiento. No soy corriente. Soy más grueso de lo habitual, todo mi cuerpo está labrado y las dos bolitas de mis extremos tienen minúsculas inscripciones rúnicas. Como el tiempo no sólo desgasta a los humanos -y además yo llevo un trajín que ni os cuento-, de tanto en tanto, Suso me lleva a la tienda de Román, que ahora -casi treinta años después- ya tiene negocio propio, para que me dé un repasito.

Hacía ya mucho que no íbamos a ver Román, así que andaba yo un poco flojo y desgastadillo: en los últimos meses tenemos más jaleo de lo habitual. Mira que pensaba que con la edad iba a ir ganando en tranquilidad. Y así fue desde que Suso se sumergió en los cuarenta hasta hace unos meses. Él lo negará, sigue teniendo que alimentar su imagen de icono sexual, pero la verdad es que los años se le notan bastante más de lo que está dispuesto a admitir. Ya no toca con tanta energía como antes, aunque ahora tiene más técnica, y aunque intenta disimular la barriguita, ahí está. El pelo, hace tiempo que empezó a ralear, así que decidió afeitarse, convencido de que así potenciaría su imagen de rockero duro y peligroso. Algo que siempre atraía a las mujeres. No es que lo entienda, como lo del sexo, pero es un hecho. Pocas cosas atraen más a las mujeres que un tipo con pinta de duro. Y si ya es una estrella del rock, aunque no sea de los superfamosos, lo tiene todo hecho. Y eso que Suso no es especialmente atractivo y, por supuesto, nada duro, pero tiene que dar esa imagen. Es una estrella del rock y eso es lo que vende. La imagen que él vende. Y lo hace de miedo. Se mete en su personaje como nadie, hasta el punto de que yo apostaría que le cuesta dejar de lado ese rol. Y sé lo que digo: yo estoy con él cuando se queda a solas y hay veces que sigue actuando. Otras no. Entonces es el mejor.

Es un buen tío, Suso. Me cayó bien desde el principio. Y cae bien a todo el mundo. Bueno, a la parte del mundo que no pierde el tiempo en juzgar a los demás. Porque tiene detractores, muchos, sobre todo entre la “gente bien” que piensa que su forma de vida es la única válida. Algo lógico, si se piensa. Suso lleva -bueno, llevaba- una vida plagada de excesos, de alcohol, drogas, sexo… y diversión. Hay que ver lo que le jode a alguna gente que los demás se diviertan. Sobre todo a la “gente bien” que se aburre soberanamente. 

Aún recuerdo las juergas de aquellos primeros tiempos. Sin límites. Eran los años finales de los ochenta, había de todo y era peligroso. No podría enumerar la cantidad de peleas en las que se metió este tarado que me porta, borracho como una cuba o puesto hasta las cejas. Peleas a las que arrastraba a sus colegas, que siempre respondían. Jamás le dejaron solo aunque luego tuvieran broncas monumentales. Cada uno tenía sus motivos. Todos tenían alguno. Ya os digo que Suso es un buen tío.

También es verdad que con los años (al año que viene Suso cumplirá los cincuenta, por más que mienta sobre su edad cuando le preguntan) las drogas se han convertido en algo anecdótico, y aunque sigue bebiendo casi sin control cuando sale de fiesta, cuando no está de juerga, lo más que se toma son unas cervezas. En cuanto al sexo… más del que a mí me gustaría y mucho menos del que él dice. No lleva bien eso de hacerse mayor. A veces creo que ni siquiera es consciente de ello. Otras, sí. Pero la mayor parte del tiempo se comporta como cuando empezaba en el lío este de la música, cuando su primer éxito le lanzó a la fama con su banda, cuando todas las mujeres le deseaban y él deseaba a todas. Recuerdo como una pesadilla aquellos tiempos de follar con una chica distinta cada noche. Durante un tiempo, le gustó. Yo apostaría a que llegó un punto en el que se cansó, pero tenía una imagen que vender. Y era tan fácil y le gustaba tanto. Pero tenía sus límites. No le importó tirarse a la novia de un fan -qué buena estaba- mientras el resto de la banda entretenía al futuro cornudo, encantado el muy idiota con ser el centro de atención. Sin embargo, en otro concierto se dio de hostias con Tino, uno de sus guitarristas, cuando le pilló, borracho hasta el delirio, en el baño de la sala intentando follarse a una cría que no tendría más de dieciséis años. Desde entonces, Tino era el primero que se ponía al lado de Suso siempre. Nunca volvieron a pegarse.

Lo del sexo siguió siendo una ruleta rusa -aún hoy me sorprendo de que nunca pillara ninguna enfermedad de esas que hubieran dejado a mi soporte para el arrastre- hasta que a los treinta y pocos conoció a Lena. Una chica preciosa y encantadora que le adoraba. No sé si a él o a su imagen. Pero le adoraba. Y él a ella; mucho más de lo que se imaginaba. Pero al cabo de un año todo se fue todo al garete cuando le pilló en el camerino follando con una fan que se lo había puesto a huevo. No lo hizo de mala fe, es que salieron así las cosas y Suso nunca supo decir no. Casi le cuesta una enfermedad la ruptura. Los siguientes meses los pasó bebido y drogado, preguntándose cómo le había podido pasar aquello e intentando disimular ante los demás lo tocado que estaba. A partir de ahí empezó su rosario de fracasos amorosos, con las consiguientes depresiones diluidas en drogas y alcohol. Pasados sus cuarenta yo ya había perdido la cuenta de las decepciones acumuladas, todas cortadas por patrones parecidos. Mujeres que se enamoraban de la estrella; otras que esperaban cambiarle; algunas que pretendían domarle. Pocas se enamoraban del hombre, pero cuando lo hacían, él no sabía responder. Le costaba mantenerse fiel, asumir compromisos, plantearse el futuro. Así que la acababa cagando. Y vuelta a las depresiones, a los vicios, al sexo fácil. Lo que digo: un asco. 

Hace unos siete meses, en un festival de esos de finales del verano, conoció a Norah. Sí, a mí también me pareció un nombre raro. No era el suyo. En realidad se llamaba Rosario, pero eso no vendía en el mundo del rock, así que se lo cambió. Era la vocalista de un grupo latinoamericano que estaba intentando abrirse un hueco en el mercado español (sólo habían sacado un disco) y Suso los había invitado a tocar como teloneros casi sin haberles escuchado. Era fácil verle fanfarronear borracho de éxito, pero igual de fácil era que ayudara a todas las bandas que empezaban, apoyándoles, dándoles la oportunidad que él estaba seguro que todos merecían.

Ella tenía una voz especial, rasgada y potente, aunque como banda aún les quedaba mucho por crecer. Pero ella era maravillosa. Ese mismo día, mientras el grupo de Norah desmontaba el equipo, ellos dos follaron por primera vez -y como si fuera a ser la última- en un camerino con la puerta atrancada por una silla. Tenía veintisiete años recién cumplidos, unas tetas perfectas (operadas, por supuesto) y un culo de impresión que yo apostaría a que también estaba operado. Aunque no fuera una belleza al uso, tenía un atractivo muy poderoso. Era una mujer por la que perder la cabeza. Y Suso la perdió. Se enamoró como solía hacerlo él, como un adolescente. Y como un adolescente se comportó todo el tiempo que estuvieron juntos. 

No pensaba más que en ella y así andaba yo, con mis grabados desgastados y las bolitas flojas. Pero nada, ni caso me hacía. Y eso que a Norah le encantaba mi roce en su piel: siempre encontraba ese punto de placer que la llevaba al éxtasis. Las semanas pasaban y ellos dos seguían su historia, empalagosa hasta el aburrimiento. Y follando a todas horas. Yo olía más a ella que él. A veces pienso que pasaba más tiempo dentro de su cuerpo que fuera. Suso estaba loco por ella y ella por él. No podían imaginarse el uno sin el otro y apenas recordaban cómo había sido la vida antes de estar juntos. Y es que no sólo era sexo. Ella admiraba a Suso por lo que era. Lo que era como músico y lo que era como hombre. Es cierto que le abrió muchas puertas, pero no se aprovechó de él. Ambos lo ponían todo en aquella historia. Si Norah no estaba, Suso se iba pronto a casa. Escribió temas nuevos, hizo entrevistas, intentó trabajar con el manager para organizar la gira del verano. Y en todo ese tiempo no folló con ninguna otra. Por suerte para mí, llegó la primavera y con ella, tiempo de bolos para ambos. Norah sabía que muchos de aquellos conciertos tenían la firma oculta de Suso aunque él jamás se lo dijo. Igualmente ella se lo agradecía. Y, para evitar suspicacias, en ninguno coincidieron sus dos bandas. Es un tío listo, Suso. No es que tuvieran muchos bolos programados (es lo que tienen los tiempos de crisis), pero aún así era un descanso. Lo que me pude alegrar. Pensé que por fin Suso se acordaría de mí y me llevaría a Román, a que repasara los grabados e inscripciones, y me ajustara las bolitas. Pero no. 

Sería a principios de mayo cuando suspendieron el concierto que la banda de Suso iba a dar en Orense. Norah tocaba ese fin de semana en Córdoba, así que yo me había hecho a la idea de un tiempo de descanso. Error mío. Suso, tan pronto supo lo de la cancelación, sin decir nada a nadie, reservó una suite en el mejor hotel de Córdoba y sacó un billete de AVE. Incluso compró la entrada para el concierto. 

Por razones obvias, no pude ver el encuentro en la puerta del camerino cuando acabó el concierto, pero sí que sentí los efectos de la cercanía dentro del pantalón durante un rato. Luego vinieron los bares, las copas, las risas. Serían más de las tres cuando llegamos al hotel. Yo estaba incómodo, tanto tira y afloja por efecto del toqueteo, deseando salir de mi prisión. Aunque hubiera sido mejor no hacerlo. Estaban los dos eufóricos, sospecho que no sólo corría alcohol por sus venas. Se desnudaron con ansia, como si hubieran pasado meses desde la última vez que se vieron, y se lanzaron el uno contra el otro como si el fin de mundo estuviera a la vuelta de la esquina. Lo estaba.

Follaron con desespero, quedándose sin aliento a cada paso, comiéndose en cada beso. Suso se movía dentro de ella con tanta furia que una de mis bolitas finalmente se soltó. Ellos no se dieron ni cuenta, pero el extremo que quedó huérfano se enganchó en su piel, desgarrándola un poco más con cada sacudida. La sangre se vino a unir a los fluidos habituales. Y no paraban, no notaban nada. Hasta que se corrieron en un delirio que les dejó sumidos en un letargo financiado por el alcohol. 

Cuando Suso se despertó a la mañana siguiente, lo hizo en el charco de sangre en el que se había convertido la cama. Norah estaba inmóvil, no respiraba. Se había desangrado. Yo no entendía nada. Cómo podía ser, la herida no era tan grande. Si de algo sé un poco es de heridas, y esos rasguños, cierto que al final hubo más de uno, siempre se terminan cerrando al cabo de un rato. No me explico qué pudo pasar.

El lío fue monumental. La policía, el juez, los forenses. Parecía sacado de una película. Y el pobre Suso en un estado de shock terrible. No era capaz de reaccionar en ningún sentido. Acabaron llevándole al hospital para tenerle en observación y bajo vigilancia policial mientras se aclarara el motivo de la muerte. Cuando al día siguiente llegó Tino a buscarle había asimilado algo lo que había pasado y la policía ya debía de saber que Suso no tenía nada que ver con el charco de sangre en el que Norah se dejó la vida. No le dejaron ver la tele ni leer la prensa, pero no lograron impedir que fuera al entierro de Norah. Fue al cabo de tres días, en Barcelona, dónde vivía la familia de ella. Vestidos de riguroso negro, Tino y Suso llegaron al cementerio y se mantuvieron alejados, en un discreto segundo plano observando cómo una grúa levantaba un espantoso ataúd marrón que contenía lo que quedaba de la mujer que tan feliz le había hecho en los últimos tiempos. De la mujer que aún amaba.

Cuando todo terminó, incluso los pésames, abrazos y apretones de mano, Suso seguía inmóvil, casi sin respirar. Y Tino, a su lado, sin moverse tampoco. Se les acercó un chico, como de unos veinte años y se paró a su lado. 

- ¿Tú eras el novio de Rosario, no? - dijo con marcado acento latino. - Yo soy su hermano Héctor.

Suso asintió sin decir nada. Estaba esperando que se le deshiciera el nudo que le oprimía la garganta. 

- Ya ves - siguió diciendo el muchacho - al final se nos murió por la maldita hemofilia.

- ¿Cómo? - Suso salió de golpe de su estado semicatatónico-. ¿Cómo que hemofilia? 

- ¿No lo sabías? 

Saber, ¿qué? Era imposible que hubiera muerto de eso. La hemofilia sólo la padecen los hombres. No podía ser.

- Es imposible que Norah muriera de hemofilia, las mujeres no padecen la enfermedad, sólo son portadoras - dijo finalmente.

El chico lanzó a Suso una mirada entre la estupefacción y la lástima. Luego miró a Tino, buscando ver si él sabía algo. No, ninguno de los dos sabía.

- Claro que murió de hemofilia, lo determinó la autopsia. Al principio, pensaron que la habías asesinado tú. Pero no, murió desangrada por unas pequeñas heridas que tenía en la vagina. Lo que aún no saben es cómo se las pudo hacer. 

Suso seguía sin dar crédito. Cómo entender que su novia había muerto de una enfermedad que no podía tener. Pero cómo no creer a este chaval que tenía sus mismos ojos. No entendía nada. Y se le notaba. Tanto que el muchacho, compadeciéndose de él, le dijo:

- Me parece que mi hermana no te lo contó todo. Sólo era Norah desde hace ocho años cuando, tras morir mi padre, nos vinimos el resto de la familia a Barcelona para que ella pudiera ser quien era en realidad. En nuestro país aún hay quién llama Rosario a los varones. Como mi padre.

lunes, 24 de febrero de 2014

La elección



Cuando conocí a Jorge no podía siquiera imaginar lo qué iba a suceder con el tiempo. Era encantador y parecía el hombre perfecto. Fue gracias a él que me di cuenta de que, a veces, el amor es cuestión de acertar en la elección.

Recién inaugurada la treintena, me encontraba en una comida de empresa cuando él se paró para despedirse de una de las personas que compartían mesa conmigo. Era un hombre atractivo, con un encanto especial, una mezcla de fuerza y dulzura que parecía natural. Le invitaron a sentarse a tomar un café y, tras éste, una copa, y luego otra, y otra... El tiempo justo para un despliegue de seducción envolvente absolutamente magistral. Dejamos la mesa a media tarde no sin que antes le hubiera dado mi teléfono, mi dirección y hubiéramos quedado en cenar aquella misma noche.

No puedo decir que me engañara ya que nunca negó estar casado, ni que alentara ninguna de las fantasías con las que yo soñaba... lo más que alcanzo a recordar son insinuaciones de amor. No, nunca prometió nada, tan sólo me enredó -o me dejé enredar- de forma que, aún sin decir nunca la verdad, tampoco podía asegurar que mintiera. Caí como una cría en la red del tópico del marido víctima del desamor que aguanta por los niños... una trampa tejida por mí misma con los escasos hilos de lo que él quería que yo escuchara y yo ansiaba oír. Resulta patético, lo sé, pero el caso es que me dejé arrastrar a una pesadilla de ausencias continuas matizadas por efímeras presencias; de leves insinuaciones calibradas a la perfección para que me hiciera ilusiones inexistentes, sin más base que mi propia imaginación; de encuentros furtivos, febriles y delirantes, condenados a un adiós atropellado y presuroso. Una relación absurda y enfermiza que se adivinaba condenada a un final fracasado desde su propio inicio, aunque yo no fuera capaz de verlo.

Así, como una auténtica cretina, insistí en no sentir la humillación que yo misma permitía, en no escuchar a quienes me avisaban. Hasta que, pasados unos meses, una falta hizo saltar todo por los aires. Por si no había sido lo suficiente enamorarme de un hombre como Jorge, ahora estaba embarazada. Dudé. Ser madre no entraba en mis planes y menos así. Pude habérselo ocultado, pero me pareció miserable, así que armándome de valor le conté lo que ocurría.

No puedo decir que me sorprendiera su reacción, aunque sí me sumió en una inmensa tristeza. Dinero. Fue todo lo que se le ocurrió. Ofrecerme dinero para que abortara, eso sí, con garantías y seguridad, dijo; obviamente, era lo mejor para mí, para mi carrera, para mi futuro. Eso dijo, el muy hijo de puta: que era lo mejor para mí. No mencionó que él ya tenía tres hijos, que no quería más y que, en realidad, nunca había pensado en empezar una nueva vida conmigo. Entonces fue cuando le vi con claridad. Entonces fue cuando dejé de ver lo que quería ver.

No acepté su generosa oferta, aún me quedaba algo de orgullo (maltrecho, pero orgullo al fin y al cabo) y una estupenda situación económica, pero le di la razón: lo mejor era abortar.

Si nunca habían sido frecuentes, en los días y semanas siguientes, los mensajes se redujeron, las llamadas se distanciaron, las citas desaparecieron. No se ofreció ni siquiera a acompañarme a la clínica en la que iba a abortar. Sucumbieron la ilusión y las ganas, murieron el fuego y la pasión: el amor que creí sentir, sencillamente, se diluyó en la apatía y la desidia del olvido. 

Al final, sólo quedó él, Pablo, diminuto, sonrosado... y deseado.

lunes, 17 de febrero de 2014

Águila y Halcón


Leer el cuento de la Maga me ha hecho recordar esta leyenda india que me contaron hace tiempo. Decidí contarla a mi manera, con mis palabras, como se cuentan los cuentos a los niños. Y disfruté haciéndolo. 

viernes, 14 de febrero de 2014

Cazador





Siempre me gustó cazar. El frío de la mañana cortándote la cara, el olor del monte llenándote el pecho, la luz del amanecer cegándote. Es emocionante estar al acecho de cualquier ruido que delate a mi presa. El silencio. Sí, el silencio. No hay que espantar a los conejos haciendo ruidos. Son animales estúpidos que merecen morir, pero aun así, si sienten movimientos, huyen.

Aunque acabo de comprarme una superpuesta de 70 centímetros de cañón, todavía conservo la vieja paralela de mi padre: una escopeta clásica con la culata y el antebrazo de madera labrada. Una joya que, de vez en cuando, en ocasiones especiales, aún uso. Hoy la llevo. Me apetecía recordar a mi padre.

Me gusta andar por el campo junto a Rusty, abrigado, con la escopeta al hombro, sin nadie a quien tener que soportar, sin aguantar órdenes, ni esquivar miradas… Cuando voy de caza me siento libre. Es el único momento en que me siento así. No tengo que escuchar a los pedantes ridículos del trabajo que se creen más que nadie porque van de traje y corbata; ni el constante murmullo de Susi quejándose por todo a todas horas; ni la murga de los niños que, aunque son mis hijos, son insoportables. Maldita la hora en que hice caso a mi mujer y los tuvimos. Así que, en cuanto puedo, me abrigo bien, cojo mi escopeta, silbo a Rusty… y al monte, a perseguir conejos. Rusty adora el campo. Es un lebrel enjuto y seco, que aunque tiene ocho años, aún necesita correr. Pocos animales he visto tan fieros ante una presa; incluso ha habido veces que ha dejado las piezas tan destrozadas por las dentelladas que he tenido que dejarlas allí. Pero me es fiel, el que más, el único.

Nunca he cazado venados ni guarros: con mi sueldo de mierda, que se pierde en hipoteca, niños y otras gilipolleces, no puedo pagar una montería. Pero algún día, no sé ni cómo ni cuándo, conseguiré los seis mil euros que cuesta un puesto. Y ya puede Susi ponerse como quiera, que ni vacaciones para todos, ni coche, ni casa, ni nada: me iré de montería, cazaré un ciervo o un jabalí y pondré el trofeo en el centro del salón. Y si a Susi no le gusta, que se joda, también es mi casa, ¿no? Aunque no lo parezca. Todo lleno de figuritas de cristal, cojines, plantas secas, alfombras de colores, telenovelas, mantitas de sofá, mesitas de esquina, cedés de Pablo Alborán y Rosario, posavasos… ¡Qué coño! Pues claro que no parece mi casa… aunque la pague todos los meses. Y yo tengo que dejar las escopetas en el trastero, en una esquina, metidas en su funda y tapadas por un trapo, porque a Susi le asusta que los niños las puedan coger. ¿Pero qué van a coger semejantes memos que ni limpiarse los mocos saben? Sí, son mis hijos, pero no los soporto. Su madre los ha convertido en unos seres insulsos, tanta contemplación, tanto cuidado, tanto beso y tanto mimo. A mí ni mi padre ni mi madre me besaban. Y aquí estoy, sin tantas chorradas. Claro que a estos dos, si no fuera porque no quiero pelear otra vez con Susi, les quitaba yo la tontería a hostia limpia.

Menos mal que cuando aparco el coche, pongo el pie sobre la tierra y enciendo un cigarro… toda esa mierda se esfuma. El frío de la madrugada mezclado con el humo me llena los pulmones. Abro la puerta de atrás y suelto a Rusty que corre a lo loco al principio, hasta que se desfoga y vuelve a mi lado. Empezamos a andar juntos con pasos firmes; yo, mirando dónde piso sin perder de vista el horizonte; él, olisqueando el aire, intuyendo la sangre.

Hoy no es mi día. La puntería me ha fallado, se ha puesto a diluviar y los limpias, rotos. Así que me vuelvo antes de lo habitual, con las manos vacías y de mala hostia. Pocas cosas me joden más que volver sin nada después de una mañana de acecho. Tres vueltas por el barrio para, al final, aparcar a tomar por saco. Qué mierda de domingo. Pensar en subir a casa me da acidez, así que me paro dónde Ángel a tomar un carajillo bien cargado, seguido de otro… y otro más mientras hablamos de la última derrota del Madrid. Hay que joderse, con la pasta que cobran, que les cueste tanto ganar. Sería cerca de la una cuando decidí subir a casa, a dejar la escopeta y a dar a Rusty algo de comer, que ya andaba gruñendo, antes de irme a tomar el aperitivo con los amigos.

Me costó meter la llave en la cerradura. Lógico, qué mierda de día. Silencio. ¿Silencio? Me preguntó dónde estarán los críos. Jugando en la calle, seguro que no: su madre no los deja bajar solos. No sé por qué no llamé a Susi al entrar como suelo hacer. Sería por el extraño silencio. Siempre que vuelvo hay ruidos: los videojuegos de los niños, la tele, los cacharros en la cocina. Pero hoy, nada. Sólo silencio. Hasta el perro notó algo raro porque, alerta y callado, no se movió de mi lado.

Sin soltar la escopeta recorrí el pasillo, camino del salón. Miré a la derecha y vi que no había nadie en la cocina y que todo estaba perfectamente recogido. A la una de la tarde, la hora en la que Susi debería estar empezando a preparar la comida. Paella. Como todos los domingos. Claro que sabía que hoy llegaría tarde. Llegué al salón. Perfecto, nada fuera de su lugar: los cojines, los adornitos, la manta. Entonces escuché un rumor que venía de la habitación. De mi habitación, la que comparto con mi mujer desde hace once años. Se me revolvieron las tripas. No sé por qué, pero se me revolvieron. Dudé si volver a irme o si seguir. Agucé el oído, como en el monte. El rumor se convirtió en leves roces de telas, en algo parecido a gemidos. Tenía que haberme ido, joder.

Rusty se puso en posición de alerta. Él también había escuchado lo mismo que yo. Seguí hasta la puerta del dormitorio y los ruidos se hicieron más evidentes. Dudé si entrar. Sabía lo que iba a encontrarme, lo estaba oyendo: mi mujer poniéndome los cuernos. Joder, joder, joder. La muy puta. Pero lo que, de verdad, me intrigaba era quién querría follarse a esa zorra. Aun así, dudé. Al final, abrí la puerta.

Allí estaban. El cabrón del vecino del cuarto. Un idiota del quince. Pero, ¿no podía haber elegido a otro menos imbécil para ponerme los cuernos? Si es que ni poner los cuernos sabía, la muy hija de puta. Un mamarracho melindroso, de los de buenos días, por saludarnos, que hay que ver qué tiempo tan malo; de los de déjeme, señora, que le ayude con las bolsas; de los de vaya, chaval, y qué tal te ha ido el examen de mates… Un perfecto gilipollas. Y ése se estaba tirando a mi mujer en mi cama. Ni se dieron cuenta de que abrí la puerta hasta que Rusty gruñó. Entonces me vieron. Con la escopeta en la mano. Nunca he visto a nadie tan acojonado. Intentaron taparse con las sábanas, como si eso les fuera a proteger. Los observé, palpé su miedo de presas atrapadas, el pánico con el que se les enredó la ropa dejándose desnudos la una al otro (joder, pero si el muy cabrón tenía una polla enorme), el pavor con el que me miraban. Me sentí poderoso. Estaban en mis manos: podía hacer lo que me diera la gana con ellos. Empezaron a suplicar. Susi, histérica; el cabrón, intentando conciliar. Rusty cada vez gruñía más: los quejidos le alteraban. Cargué la escopeta. Gritos histéricos llenaron la habitación. Apunté. Los chillidos lo inundaron todo. Miré a Rusty y le hice un gesto con la cabeza señalándole la cama. Sus gruñidos se convirtieron en ladridos. Bajé la escopeta y, cuando Rusty dejó de ladrar, cerré la puerta por fuera. De nuevo, silencio.

martes, 11 de febrero de 2014

Meisterstück






Siempre acompaño a Lola en todos sus viajes. Creo que soy una especie de fetiche para ella, se siente segura teniéndome cerca. Sea lo que sea, desde hace años somos compañeros inseparables. Como su diario, ése en el que cuenta todo lo que se le pasa por la cabeza desde que era adolescente. Ya lleva cuatro cuadernos, todos rojos, repletos de anécdotas, ideas, ocurrencias, dibujos, citas… todo escrito en tinta negra. Jamás ha usado ninguna de otro color. 

Siguiendo su costumbre, al llegar a la habitación, Lola sacó el neceser de la maleta y entreabierta la puerta del baño, empezó a colocar sus cosas. En la repisa que había dentro de la bañera puso tres botecitos pequeños con gel, champú y suavizante, además de una esponja. Cómo odia esas medias mamparas que nunca impiden que el agua de la ducha se esparza por el suelo del baño: no recuerdo la de veces que lo ha escrito en el diario. En el lavabo, colocó a la izquierda, su cepillo de dientes junto con el dentífrico dentro de uno de los dos vasos de cristal después de quitar el plástico protector y tirarlo, bien enrollado, a la papelera. Junto al vaso, ordenados por tamaños, puso los botes de crema de noche, de día y antiojeras, además de las toallitas desmaquilladoras apoyadas en la pared. Y en un pequeño estante, el peine y el cepillo del pelo, sujetando una pequeña bolsita con cierre zip en la que había unas pinzas, un cortaúñas y una lima. Lo demás, lo dejó dentro del neceser, que colocó a la izquierda de la balda que había bajo el lavabo. Ya lo cogería cuando le hiciera falta.

Creo que acostarme contigo es mejor que no hacerlo. Eso le había dicho Felipe y eso había escrito ella en su diario. Hacía ya dos semanas y aún no sabía cómo interpretarlo, pero ahí estaban los dos, compartiendo habitación de hotel en una pequeña ciudad del interior. Le gustó Felipe desde la primera vez que se vieron, hacía ya un par de meses, cuando le estuvo contando los detalles de la expansión internacional de su empresa. Quizá porque mientras le hablaba de sus negocios, su tono, sus miradas, sus gestos… rezumaban sexualidad. O quizá porque eso era lo que ella quería ver. Lola era muy de ver cosas donde no había nada… y muy de apuntarlas todas. Y le siguió gustando aun después de rechazarle por no atreverse a entrar en el juego erótico que él le propuso, con un punto morboso que la asustó tanto como la atrajo. Pudo más el miedo. Lola también era muy de miedos. En esos días sólo escribía sobre este asunto: sus ganas, sus miedos, sus deseos, sus recelos. Felipe se convirtió en una especie de obsesión. Pero no llegaron a perder el contacto hasta que, al final, Felipe se lo dijo: creo que acostarme contigo es mejor que no hacerlo, sin condiciones, como tú quieras. Todo empezó de nuevo y ahora ahí estaban los dos, en la habitación 317 de un hotel discreto en una ciudad aún más discreta. Y nosotros también: el diario y yo, Meiesterstück. Los diarios van siendo sustituidos según se llenan con retazos de vida, pero yo llevo con Lola desde que falleció su padre, hace casi once años. Fui un regalo para su padre cuando se graduó como teniente de la Guardia Civil allá a finales de los cincuenta y, poco antes de morir, me entregó a Lola con el encargo (más bien el mandato) de que me cuidara. Ella lo tomó al pie de la letra. Por nada del mundo habría llevado la contraria a su padre. 

Lola salió del cuarto de baño y vio que Felipe se había desnudado y estaba tumbado, en el lado izquierdo de la cama, fumando y hojeando, con gesto impaciente, la revista que había encontrado en la mesa, junto al cenicero. Había movido la maleta de dónde ella la había dejado. Mal asunto, pensé, a Lola no le gusta que toquen sus cosas, lo dice siempre. Haciendo un mohín, sacó la ropa y empezó a colocarla en el armario. El cajón superior estaba ocupado: Felipe había puesto allí su ropa interior, un polo gris y un par de jerséis. Lo cerró con un movimiento algo brusco y puso la suya en el siguiente. Ropa interior, dos pares de medias, calcetines, pashminas de colores. Y una camiseta. Por si se despertaba con frío por la noche: estaban a principios del invierno. Luego, movió hacia la derecha las camisas y el pantalón que Felipe había colgado en las perchas, y puso el vestido negro, sus dos blusas, la chaqueta y unos pantalones blancos en el armario. Demasiada ropa para un fin de semana, lo sabía. Volvió a la maleta y sacó el cargador del móvil, que puso en la mesilla del lado izquierdo de la cama. El bolso en el que estábamos el diario y yo, asomando del bolsillo exterior, lo había dejado en la mesa sobre la que había propaganda, la carta del servicio de habitaciones y un televisor. Cerró la maleta y la puso junto a la pared. Todo en un orden perfecto, casi castrense, como siempre. Desde pequeña la habían acostumbrado a una vida ordenada, con un sitio para cada cosa y cada cosa en su sitio. Nunca se atrevió a ir contra esa norma, aunque ahora se permitía una cierta rebeldía al dar preferencia a la izquierda. Rebeldía inútil, hacía mucho que su padre no estaba. 

- ¿Vienes? -dijo Felipe.

No respondió, pero se tumbó junto a él. Vestida. No se sentía demasiado cómoda. El sol del mediodía hacía poco apropiado el momento para el sexo. Se levantó y entornó las cortinas dejando que entrara un pequeño surco de luz. Volvió a la cama y dejo que Felipe empezara a desnudarla mientras la besaba. Empezó por el cinturón y los vaqueros, dejándolos a medias para desabrochar los botones de la camisa. Cuando terminó, se la sacó y la tiró al suelo. Lola se revolvió. Definitivamente, la cosa no iba bien. Con los pantalones, hizo lo mismo. Se sintió incómoda, ya no estaba pendiente de lo que él hacía. Felipe no pareció notar su rigidez porque, excitado, terminó de desnudarla, lanzando al suelo también su ropa interior. Lola no pudo más. Con la excusa de un juego erótico conmigo como guía, se levantó y, antes de cogerme, recogió toda la ropa que había por el suelo dejándola en una silla que había en la esquina. El gesto de impaciencia de Felipe le impidió doblarla. Este pobre no sabe a qué está jugando, pensé. Presentí algo raro, pero no pude más que dejarme llevar por Lola.

Volvió a la cama y, mientras los labios de Lola medían la piel del cuello masculino, sus manos le invitaban a girarse, buscando hacerse con su espalda en la cual empezó a dibujar líneas inconexas dejando un rastro de tinta que resultaría indeleble por un tiempo. Y aunque ambos eran conscientes de que le costaría borrárselo, a él parecía excitarle el movimiento errático de mi plumín surcando su espalda de estelas punzantes de tinta oscura. Empezó por pequeños trazos curvos sin rumbo y sin sentido bordeando la columna. Yo notaba su piel erizada. Sin querer, Lola miró la maleta, la que ella misma había dejado a la izquierda de la cama cuando llegaron aquella mañana, y aumentó, de forma inconsciente y casi imperceptible, la presión. Yo sí lo noté. El culo prieto de Felipe la invitó a trazar pequeñas hojas y ramas retorcidas mientras le separaba las piernas buscando la parte posterior de su escroto, cuya tensión anunciaba una erección por el momento invisible. A través de la puerta entreabierta del armario, vio asomar la manga de una camisa. Felipe se enervó cuando, tras girarle con algo de rudeza, Lola empezó a delinear las venas de su pene erecto. 

- ¡Cuidado!-. Sonrió mientras le sujetaba suavemente la mano, pero su tono sonó duro.

- Lo siento -dijo Lola, aligerando la fuerza con la que me manejaba. Noté un ligero temblor en su mano. La dureza la desestabilizaba, sabía demasiado bien qué podía traer.

Miró hacia la esquina, hacia la silla donde estaba desordenada su ropa, la que él había tirado al suelo hacía un rato. Intentó concentrarse en el juego y serenar su pulso. Felipe se dejaba hacer: estaba disfrutando y se le notaba. Lola volvió a mirar la ropa de la silla. Se estaba arrugando. Siguió dibujando roleos y volutas, cada vez más intrincados, cada vez marcando con más fuerza. Él no parecía notar nada raro. ¿Por qué se había puesto en el lado izquierdo? Era el sitio de Lola, se lo había dicho, al menos eso escribió unos días antes del viaje. Noté cómo se concentraba en los trazos, cada vez más inextricables, quizá intentando olvidar que no la había hecho caso. Yo notaba cómo me asía con más ansiedad de la habitual. No me gustó. 

A horcajadas sobre él, de espaldas al resto de la habitación, recorrió lentamente su vientre y su pecho, regándolo de tallos, ramas y pétalos de tinta. Se agachó para besarle los labios, los ojos cerrados, y sintiendo su lascivo abandono siguió recorriéndole con mi plumín, cubriendo sus hombros de un follaje negro, cada vez más tupido. Se incorporó un segundo, cuando el dibujo llegaba al cuello de Felipe, y el espejo que hacía de cabecero le devolvió su imagen desnuda y, a la derecha, enmarcada por el hueco de su cintura, vio su ropa, arrugada, sobre la silla.

El grito de Felipe, sus ojos desorbitados y un rastro rojo mezclándose con los trazos negros que le cubrían, le devolvieron a la realidad. Creo que Lola no volverá a cuidar de mí. Por primera vez desobedecerá una orden de su padre. 



domingo, 9 de febrero de 2014

Día de limpieza


Sentada ante su café, Paula miraba como Alberto se perdía en su móvil, mientras el colacao se enfriaba en su taza de Metallica. Tenía la sensación de que se había convertido en un extraño. Tal vez fuera así, es posible que hasta fuera lo normal, pero no podía evitar que le provocara una tristeza seca. Lo peor de todo era el silencio que se había instalado en sus vidas. Un silencio que hacía que la distancia entre ellos fuera cada vez mayor. A veces era un silencio indolente, otras, fiero; siempre doloroso.

Volvió a mirarle, casi como lo hacía con sus pacientes, buscando detalles que revelaran lo que hacía que se sintieran mal. Pero Alberto no estaba enfermo, tan sólo ausente. Cogió la taza con la mano derecha para beber un poco mientras con la izquierda seguía tecleando en su móvil. Se había vuelto a poner la misma sudadera negra, los mismos vaqueros rotos, las mismas deportivas viejas. Paula habría apostado a que no se había peinado, aunque el pelo mojado delataba que, al menos, se había duchado. 

Miró el reloj de la cocina. Las ocho menos cuarto. Como no se espabilara iba a llegar tarde… otra vez. Pensó en decirle algo, pero no se atrevió a interrumpirle. En lugar de eso, se levantó, llevó la taza de café al fregadero, haciendo más ruido del necesario, buscando llamar su atención. Menos diez. Empezó a ponerse nerviosa mientras seguía haciendo ruidos exagerados por la cocina. Nada. Alberto no se movía, ni dejaba el maldito móvil. 

- Alberto, hijo, ¿no tienes clase? – dijo intentando parecer serena.

- ¿Eh? – contestó como despertando de un letargo de horas-. Ah sí, ya voy. 

El chico se levantó como si tuviera un resorte en el culo, guardó el teléfono en la mochila, y se fue casi corriendo sin decir siquiera adiós. Como los burros, pensó Paula. Se preguntó dónde habría ido a parar aquel niño encantador que la comía a besos apenas hace tres años cuando la veía triste o agotada. Aquel crío había desaparecido, devorado por este joven larguirucho y flaco, vestido de pobre, que la ignoraba de forma ostensible. Y cuando no lo hacía, casi era peor: significaba una bronca monumental que de forma inevitable terminaba en portazos y lágrimas; portazos de Alberto encerrándose en su zulo, lágrimas de Paula para dar salida a su sensación de impotencia y rabia. Y eso que Paula no era ninguna quejica, no se lo podía permitir. Nunca pudo.

Esa mañana no tenía prisa: su turno no empezaba hasta las tres. Así que se puso otro café, encendió un cigarrillo y se sentó frente a la ventana por la que entraba una luz clara, viva, anunciando un día soleado que se había hecho un hueco entre tanta lluvia y tanto gris. Tomó el café a pequeños sorbos, disfrutándolo mientras el sol se colaba por su ventana, y mientras intentaba convencerse de que lo de Alberto sólo era una fase. 

En el fondo, confiaba en eso que le decía todo el mundo, que era la adolescencia y que se pasaría, volviendo las aguas a su cauce. Pero qué largo se le estaba haciendo. Alberto empezó a cambiar, a aislarse en su mundo hacia los catorce años, casi quince. Ahora, con diecisiete vivía para sus amigos, su móvil, los juegos en internet y las chicas. O eso se imaginaba Paula, porque contar, lo que se dice contar, Alberto no contaba nada. Al menos a ella. En cambio, parecía que a su padre sí que le contaba cosas. O eso le decía él cuando hablaban.

Apagó el cigarro y se levantó a recoger la cocina. Las tazas al lavavajillas, las galletas a la alacena, las servilletas al cajón. Como todos los días de turno de tarde, la mañana no era para descansar, sino para la intendencia. Así que, tras poner una lavadora, abrió el escobero, se armó con trapos y productos de esos casi milagrosos que parece que van a solucionarte la vida. Pensó en poner música, pero con el ruido de la aspiradora no la iba a oír. Cómo le hubiera gustado poder permitirse tener a alguien que ayudara en casa, aunque sólo fuera unas horas. No le gustaba aquello de las cosas de la casa, pero al menos ya no las odiaba. Hacía mucho que no las odiaba, desde que sabía que eran su exclusiva responsabilidad. Años atrás, cuando aún estaba casada con el padre de Alberto, las tareas domésticas eran una fuente inagotable de discusiones. No es que antes fueran diferentes ni más pesadas, pero le hervía la sangre de tener que asumir sola ese trabajo cuando había otro adulto en casa. O eso quería creer, aunque la realidad le fue mostrando que estaba equivocada, que la única adulta de la casa era ella. 

Paula había dejado al padre de Alberto cuando éste apenas tenía un año. No estaba dispuesta a cuidar de dos niños, y menos cuando de uno de ellos esperaba apoyo y ayuda. Cuando vio que no lo iba a tener, le mandó a casa de su madre tras endeudarse más allá de lo razonable para pagarle su parte del piso. Después de todo, la que trabajaba era ella. Con apenas veinticinco años había sacado la plaza de médico de familia en su ciudad mientras estaba embarazada, y después de la baja maternal se incorporó a su puesto. Aguantó al padre de Alberto seis meses más después de darle infinidad de oportunidades. Le quería, claro que sí, era divertido, generoso cuando tenía algo, cariñoso y encantador; y le dolió tener que echarle, pero era una losa que cada vez pesaba más. Los trabajos le duraban menos que el canto de un gallo porque a la semana ya empezaba a llegar tarde tras haberse pasado la noche de fiesta con los amigos; bebía y se emporraba más de lo admisible para alguien con una responsabilidad como un hijo pequeño; no se daba cuenta de que la casa no se limpiaba sola, la nevera no se llenaba por arte de magia y los pañales, los baños, el sueño del bebé no eran algo que no tuviesen que ver con él. Se comportaba como si todo eso ocurriese en un mundo paralelo. Paula salía cansada del centro de salud y tenía que ir a casa de su madre a por el niño, bañarle y darle de cenar, y luego ponerse a recoger la casa y preparar cena para ellos dos, mientras su maridito había pasado la tarde tirado ante la televisión y se iba de copas, en cuanto terminaban de cenar. Cena que también tenía que recoger Paula. Esto los días que no había compra o lavadora. Al cabo de un par de meses, además de agotada, estaba rabiosa. Y empezaron los problemas y las broncas, los reproches, las malas caras, las noches de sofá. Le dio un ultimátum y un plazo. Tres meses. Después, le echó de casa. 

Con el salón ordenado, el baño limpio y su dormitorio recogido, Paula se enfrentó a la pila de plancha. Puso la radio. Aunque planchar no le disgustaba, prefería hacerlo en compañía. Tuvo suerte, qué buena compañía. La locutora entrevistaba a Lluis Homar y José María Pou, que habían estrenado en Madrid Tierra de nadie. No conocía ni al autor (un premio Nobel del que no se quedó con el nombre), ni la obra. Pero le interesó la conversación entre el periodista y los dos actores. Tanto que le hubiera gustado ir a ver aquella obra. Pero Madrid estaba demasiado lejos. Entre golpes de plancha a camisas, pantalones y camisetas, tenía la sensación de participar de primera mano en aquella charla. Tierra de nadie, qué magnífico título. Dos viejos medio borrachos hablando de sus vidas, una exitosa y otra fracasada. En realidad, ambas arruinadas, porque los dos parecían moverse en ese mundo de insatisfacción que lleva constantemente al pasado, a buscar dónde se torció todo, en esa tierra de nadie. En el fondo, lo que le pasa a mucha gente, pensó Paula, mientras escuchaba a los dos actores hablar sobre los hombres a los que representaban sobre el escenario. Ella misma se sentía en tierra de nadie, volviendo de tanto en tanto al pasado a buscar respuestas de lo que vivía en el presente, sin llegar a tener claro ni dónde estaba ahora ni cuándo se había perdido.

El divorcio fue sencillo, sin problemas. El tiempo que vino después no lo fue tanto. El padre de Alberto siempre tenía una excusa para no llevarse al niño. No era que no le quisiera, sino que le venía grande la paternidad. Le veía con frecuencia, iba a buscarle al colegio, le llevaba al fútbol, a las carreras, al cine… pero cuando llegaba el fin de semana que tenía que quedarse en su casa, al padre siempre le era imposible. Una cena, los amigos, un trabajo, un viaje. Únicamente cuando estaba con sus padres, se llevaba al niño. Paula sabía que era la abuela la que le cuidaba. Y lo agradecía. 

El tiempo -y no tener que hacerse cargo de las tonterías de un hombre con cabeza de crio- limó las asperezas entre ellos, llegando a una especie de “entente cordiale”, que se rompía de tanto en tanto, cuando chocaban por la educación del niño. Para Paula era un hijo al que había que educar, para el padre un juguete con el que pasarlo bien. Porque Alberto había sido un niño delicioso: risueño, revoltoso, inteligente. No había día que no tuviera alguna ocurrencia de esas de tener que aguantarse la risa. No fue un crío dócil, pero consiguió que se responsabilizara de lo que hacía, que respetara a los demás y, la mayor parte de las veces, que no mintiera. Paula, aunque le costara, se empeñaba mucho en ello. No quería que con el tiempo se convirtiera en un niñato consentido. Hasta que llegaba el padre y, si en aquel momento tenía dinero, le compraba la play que ella le había negado, o le levantaba el castigo, o le dejaba ver la tele en lugar de hacer los deberes. En unas horas, deshacía el trabajo que a ella le había costado semanas. Encima, era la mala. Pocas veces sintió el peso de la soledad como en aquellos años. Intentó hacérselo ver, mostrarle que no podía hacer aquello. Y él, agachaba la cabeza, le daba la razón y se disculpaba. Pero volvía a hacerlo. Una y otra vez. 

Recogió la tabla de planchar, guardó la ropa en el armario y se paró ante la puerta de la habitación de Alberto. Se imaginaba que estaría hecha un asco, con todo tirado por el suelo, oliendo como si hubiera un cadáver de tres días. Se dijo que no debía abrir la puerta, y no por respetar la intimidad de su hijo, sino porque sabía que el espectáculo que iba a ver no la gustaría. Aún así la abrió excusándose a sí misma en que lo hacía para recoger y limpiar allí también. Se encontró con lo que había imaginado. Sin pasar del dintel, observó las paredes llenas de posters de Metallica, la mesa de estudio con mil cosas desparramadas encima, el suelo abarrotado de ropa sin que se supiera cuál era sucia y cuál no. En esas condiciones, todo podría entrar ya en la categoría de ropa sucia. Del olor prefería no hablar. Volvió a cerrar y se preguntó cómo demonios podía su hijo sobrevivir ahí. Y si le valía la pena decirle algo sabiendo que acabaría en bronca y que no recogería su cuarto. No, no le valía la pena. Si enfermaba por la picadura de algún bicho oculto entre tanta porquería, ya le recetaría algo. 

Haría poco menos de dos años cuando Alberto, eufórico porque había ganado su equipo, le dijo, sin que viniera a cuenta, por cierto, papá se casa. Paula se quedó parada, sin saber qué decir. No se lo esperaba. Sabía que a lo largo de aquellos años había salido con otras mujeres, igual que ella había estado con otros hombres, pero aun así la noticia la sorprendió. Intentó recordar quién era la mujer con la que estaba últimamente. Le había conocido unas cuantas novias, la mayoría chicas agradables que le terminaban dejando; otras, unas auténticas brujas. Nada, que no conseguía acordarse. 

- ¿Con quién? – preguntó Paula. 

- Pues con quién va a ser, con Estrella, la de la tienda de los tatoos. 

Vaya, Estrella. Se extrañó al sentir alegría por él. No tanto por ella. Pero ya eran mayorcitos, todos habían dejado atrás los cuarenta, así que quiso creer que sabían lo que hacían. No lo consiguió del todo, pero no era asunto suyo salvo en lo que tocaba a Alberto. Aunque tampoco podía decirse que pasara mucho tiempo con su padre. Quizá ahora, con casa propia, cambiarían las cosas. Le gustó verse pensando que ojalá fuera así. 

Alberto ahora tenía su propio espacio en casa de su padre. ¿Le dejarían tenerlo tan asqueroso? No tenía ni idea: la casa era de Estrella y ella impondría sus reglas. Era una mujer abierta, de eso no había duda, así que sospechaba que no serían muy estrictas. Paula se sintió algo culpable por no haberle marcado a su hijo unas normas más estrictas dentro de su habitación, aunque mientras respetara los espacios comunes, se conformaba. En el fondo, creía que todo el mundo merecía un espacio propio en el que sentirse cómodo. Lo que no quitaba que le costara entender que Alberto se sintiera cómodo entre tanta porquería. Pero no iba a cambiar las reglas del juego a estas alturas. Tampoco le hubiera servido de nada. 

De todas formas, se imaginó que en casa de Estrella y del padre de Alberto las cosas habrían cambiado mucho. A los pocos meses de casarse nació la hermana de Alberto, Aura, que ya debía tener más de un año. Con frecuencia los veía pasear con la niña en el carrito. Vivían en el mismo barrio. La cría era una preciosidad. Y tan simpática, siempre riéndose. Se parecía a Alberto cuando tenía su edad. A Estrella se la veía feliz y lo llevaba pintado en la cara. No era lo que se podría decir una mujer guapa, aunque sí atractiva, pero la sonrisa que lucía siempre que la veía, la embellecía aún más. Paula se recordó a si misma cuando Alberto era un bebé y le venía a la cabeza una mujer demacrada, agotada, abatida. No se acuerda de haber llevado esa cara de alegría, rebosando plenitud y serenidad. Ahora, el padre solía ser quien empujaba el carro de la niña, pendiente de protegerla del sol, de desplegar la funda para la lluvia a la primera gota, de taparla con una mantita al primer airecillo. Tampoco recordaba que él hubiera hecho eso con Alberto. En realidad, nunca salió a pasear con ella cuando su hijo era un bebé. Cada vez que los veía, sentía una punzada en el estómago. Envidia, sin duda. Aún así, se alegraba. Por Estrella y por la niña. Y por Alberto, cómo no, ver tanto cariño sólo podía hacerle bien. Pero no podía evitar que le doliera que su hijo no hubiera disfrutado de esas atenciones de su padre cuando era un bebé. Le dolía no haber podido llevar la cara de felicidad que Estrella tenía siempre que la veía. Le dolía haberse equivocado. Quizá no con el hombre, sino con el momento en el que eligió para que ese hombre entrase en su vida. O quizá sí, con el hombre. Nunca se aclaraba por más que fuera un pensamiento recurrente. Pero no se arrepentía. Alberto, aunque ahora pareciera un ectoplasma flotando por la casa, valía la pena. Siempre había valido la pena.

Miró el reloj. Las dos y media. Se le había hecho tarde con tanto dejar volar los pensamientos. Precalentó el horno y sacó una pizza de la nevera. Alberto no pondría pegas y ella no tenía ganas de comer. Últimamente apenas tenía hambre, así que comía poquísimo. Como hoy. Cogería una manzana y se la comería de camino al centro de salud. Se fue a su habitación y se vistió sin poner mucho cuidado: vaqueros, camisa, chaqueta de entretiempo. Se miró al espejo para peinarse y apenas pudo reconocer a la mujer que le devolvió la mirada más allá del azogue. Qué vieja y qué fea se sentía. Sabía que no lo era, ni vieja, ni fea, pero no pudo evitar esa sensación. Se maquilló un poco, buscando el ánimo perdido en los polvos, el rímel y la colonia. Volvió a la cocina y metió la pizza en el horno. Alberto estaría a punto de llegar, salía a las dos y veinte de clase. Se sorprendió nerviosa por ello. ¿De qué humor vendría? No estaba hoy como para malos humos. 

Se lavó los dientes y mientras terminaba de peinarse, oyó la llave en la cerradura. Las tres menos diez. Llegaría cinco minutos tarde. Se calzó, cogió el bolso y en el pasillo se encontró con Alberto, que salía de su cuarto. Habría dejado allí la mochila. Tirada en cualquier lado. 

- Me voy al Centro, hoy trabajo de tarde. 

- Vale – le dijo, el chico.

- Te he dejado una pizza en el horno, le debe quedar cinco minutos. 

- Vale – repitió. 

Le miró y viendo que ahí terminaba la conversación, se dirigió hacia la puerta intentando afrontar el resto del día sin que se notara la desazón que cargaba. Al llegar a la puerta, se volvió y miró a su hijo que estaba en la puerta de la cocina. Alberto se acercó a ella y, sin decir nada, le dio un beso. Y una sonrisa. Paula, por primera vez en el día, también sonrió.

miércoles, 5 de febrero de 2014

Cucharilla





También es mala suerte que de todas las cucharas del mundo me haya tenido que tocar a mí acabar metida en esta bolsa de plástico. Prueba forense, me llaman. Puta mala suerte, diría yo. Porque a ver, ¿acaso no es fatalidad que de las cientos de cucharas que había en el restaurante aquella pobre me tuviera que coger a mí? ¿No podía haber ido a lo fácil y coger un cuchillo? Pues no, tuvo que innovar. Y ahora yo me veo aquí, en una bolsa de plástico, con una etiqueta blanca y metida en una caja con un montón de porquerías más embutidas en otras bolsas de plástico rigurosamente etiquetadas. Señor, qué desgracia. 

Ya no hacía el frío de los días previos a la inauguración, pero en aquel principio de febrero incluso dentro de la terminal era imposible quitarse el abrigo. La gente caminaba a ratos deprisa, otros, despistada, consultando pantallas, preguntando en los mostradores, haciendo colas… y quejándose. Había muchas quejas. Por todo. Por la falta de información, por las demoras, por lo lejos que estaban las puertas de embarque, por lo caros que eran los bares, por lo difícil que era manejarse en ese edificio sobrehumano cuya aura no hacía más que absorber y proyectar toda esa negatividad. 

Estaba yo tan tranquila, apoyada en el platillo junto a la taza vacía, con un regusto amargo de café frío, cuando vi a aquel tipo acercarse a la barra. No me dio buena espina. 

- ¿Aquí no atiende nadie?

Mal empezamos, me dije. La barra estaba llena y las pobres chicas no daban abasto, así que ignoraron a aquel hombre. En qué hora. 

- Pues si no atienden no será porque están limpiando. Hay que ver cómo tenéis la barra de asquerosa. Todo lo que os paguen será de más.

El tipo ya había alzado la voz y la gente se volvió a mirarle. Las chicas se miraron y Marga, la que estaba junto a la cafetera, se acercó. 

- ¿Qué le pongo? - le dijo en tono seco. 

- Eso, encima desagradable. Lo tenéis todo: guarras y antipáticas. 

- Oiga, caballero, haga el favor de no insultar o llamaré a seguridad. ¿Qué va a tomar?

- ¿A seguridad? Pero, ¿tú quién te has creído? Mírala -el tipo la señaló hablando al resto de clientes que ya miraban descaradamente- se cree alguien… a seguridad, dice.

Se rio mientras la pobre Marga se mordía la lengua. No estaba siendo un buen día. Esa misma mañana, al ir a colocar las tazas se le había caído al suelo una bandeja llena de vasos que se habían hecho añicos. El supervisor la había mirado mal y se puso tan nerviosa que al recoger todo se había hecho un corte muy feo en la mano. Y le dolía, pero no podía hacer nada más que ponerse una venda con esparadrapo y aguantar: necesitaba ese trabajo. Y ahora este imbécil. Me daba pena la chica. Aunque ya empezaba a estar incómoda con el café reseco, agradecí que se olvidaran de mí. Desde mi platillo ya veía que eso no iba a acabar bien. 

- ¿Va a tomar algo? - insistió Marga.

- Un café con leche, pero a ver si me lo pones en una taza limpia, que con la mugre que tenéis aquí me extrañaría.

Marga se giró hacia la cafetera, rebufando en silencio y haciendo un esfuerzo para ignorar a semejante idiota. Pensó que cuánto antes le despachara, antes se iría. Tomó una taza y la repasó con el trapo, para que no hubiera pegas. Llenó la cazoleta y prensó el café sin mucho entusiasmo: no saldría bueno, pero después de todo estaban en un aeropuerto. Lo encajó en la máquina y presionó el botón. Mientras, tomó la jarra de la leche y la calentó hasta hacer espuma. Cuando dejó de salir café, retiró la taza y añadió la leche. Todo cuidando de que nada estuviera fuera de lugar. Ya había tenido bastante por hoy. 

Tomó la taza y se la sirvió al hombre.

- Son dos cincuenta, por favor.

- ¿Por esta bazofia? - El hombre subió el tono y, de nuevo, todos los que estaban en la barra se volvieron. 

- Son las tarifas estipuladas. Las puede usted ven en el cartel que hay encima de las máquinas. Son dos cincuenta, por favor. 

- Suciedad, mal servicio, mal producto… y encima, caro. Esto es un abuso. 

El encargado se acercó a Marga y al hombre.

- ¿Algún problema, señor?

- ¿Alguno? ¿Ha visto cómo está esta barra? ¿Y la pinta de este café? Es asqueroso. 

- No se preocupe, le pondremos otro. Marga, haga otro café para el señor. 

- Por no hablar de su empleada: una incompetente maleducada. Me ha tenido esperando más de quince minutos hasta que se ha dignado venir a preguntarme qué quería. Para luego traerme esta porquería.

Marga volvió a morderse la lengua mientras volvía a poner otro café. Hubiera escupido en él. Quince minutos. ¿Por qué mentía? No la conocía de nada, ¿por qué mentía a su supervisor? ¿Acaso no podía imaginar que eso podía causarle problemas? 

- Disculpe, señor. Estamos empezando y aún no estamos al cien por cien. El personal está a prueba.

- Pues esta camarera deja mucho que desear. Por no hablar de su aspecto, tan sucio. ¿Ha visto cómo lleva la mano? Da grima. Deberían ustedes pensarse mejor a quién ponen de cara al público.

El supervisor se acercó a la cafetera y cogió él mismo el café para servírselo al cliente y evitar que Marga se acercara. Mientras, la chica me retiró de la barra junto con el platillo y la taza, y me dejó junto al fregadero. Me alegré de que no me metiera en el lavavajillas. El hombre, siguió protestando a la vez que, de cuando en cuando, sonreía torcidamente a Marga. 

Un estropicio hizo volverse a toda la barra. Cuarenta bocadillos recién preparados estaban desparramados por el suelo de la barra. Marga apenas podía aguantar las lágrimas: por el dolor de la mano y por la impotencia. El tipo de la barra se rio y el supervisor se acercó a ella. Oí cómo le decía que dejara el uniforme y se fuera a casa, que no había pasado el periodo de prueba.


El tipo, sonriendo de forma estúpida, se encaminó hacia los lavabos. Entonces fue cuando me di cuenta de que me cogían. Era Marga. Me metió en el bolsillo de su delantal y se fue tras aquel hombre entrando en los baños de caballeros, cuidando de colocar el letrero que avisaba de que los estaban limpiando.

-        ¿Qué haces aquí? ¿Eres tan idiota que no has visto que este es el lavabo de los hombres?

Noté el tacto de los guantes de fregar cuando me asió, con fuerza, por el mango. No me gustó. ¿Por qué? No lo sé, pero no me gustó. Me sacó del bolsillo y vi una sonrisa extraña en la cara de Marga y cuando me quise dar cuenta me encontré dentro del ojo de aquel energúmeno que gritaba como un poseso. No sé cómo, pero consiguió callarle y que dejara de moverse. Pensé que me sacaría de ahí y me devolvería a mi sitio, con mi taza y mi platillo. Pero no. Se fue y me dejó allí.

Poco más recuerdo, salvo una sensación viscosa y repugnante que se unía al café reseco que ya llevaba pegado a mí. Pasó mucho tiempo hasta que alguien me sacó de allí y me guardó en esta bolsa de plástico. Ojalá me hubieran metido en el lavavajillas.


lunes, 3 de febrero de 2014

Asgeir


Los tatuajes no son inscripciones vanas en la piel. Tienen sentido. Lo peligroso es desconocerlo. Y descubrirlo puede ser terrible.





Asgeir era fuerte y se creía valiente; era grande y se creía libre; era hermoso y se creía amado. Pero ni era valiente, ni libre, ni le amaba nadie. Asgeir sólo era fuerte, grande y hermoso. 

Siempre supo que sería marino y guerrero. Entre los normandos no había muchas más opciones. El campo era labor de mujeres y el comercio, de enclenques, como Ivar, su amigo de la infancia. Ivar no era fuerte, ni grande, ni siquiera hermoso, pero era su amigo. No había momento de su vida en la que no le recordara a su lado. Asgeir siempre había cuidado de Ivar y éste le había recompensado con su inquebrantable lealtad y devoción. 

Rondarían los trece años cuando un atardecer de principios de verano, los dos amigos fueron a nadar a uno de los lagos cercanos a su aldea. Aunque el sol calentaba, el agua aún estaba muy fría. Tiritando, salieron y se tumbaron al sol, desnudos, dejando que sus rayos les calentara la piel. Pero Asgeir no dejaba de tiritar, así que su amigo empezó a frotarle el pecho, las piernas, el vientre… El contacto con las manos cálidas de Ivar le reconfortó, se relajó y se dejó acariciar, abandonado al puro placer del tacto en su piel. Ivar, viendo que su amigo estaba cómodo, siguió masajeando el cuerpo de Asgeir quien, sin esperarlo, empezó a notar como su sexo se endurecía. No era la primera erección que tenía, pero sí la primera que tenía en compañía. Claro que Ivar no era la compañía que él suponía que le provocaría una erección. Aturdido no supo enfrentarse a su propio cuerpo, mientras Ivar, viendo la reacción que provocaban sus caricias, creyó que su amigo sentía lo mismo que él. 

Y es que hacía tiempo que Ivar estaba enamorado de Asgeir. En realidad, no recordaba un tiempo en el que no le hubiera amado. Adoraba la fuerza de sus músculos, el tono de su pelo, la aspereza de su piel; amaba el olor de sus axilas, de su aliento, de su sexo; no podía imaginar la vida sin su risa, sin sus ojos, sin su voz. No recordaba cuándo descubrió que le amaba. Quizá cuando le defendía de los otros grandullones que pretendían abusar de él; o tal vez, cuando le veía escuchar con atención las historias que le contaba; incluso, cuando le intentaba -con escaso éxito- enseñar a luchar. Todos sus recuerdos estaban unidos a Asgeir, la vida sólo tenía sentido a su lado. 

Excitado, Ivar acercaba sus manos al sexo de Asgeir, sintiendo como su propio miembro crecía sólo al imaginar el contacto con el de su amigo, que ya empezaba a sentirse tenso aunque Ivar, tan excitado estaba, no lo notó. Y siguió. Sin poder resistirse, tomó entre sus manos el falo de Asgeir y empezó a acariciarlo, suavemente, recorriéndolo casi con veneración, hasta que se inclinó para besarlo. Asgeir sintió un estremecimiento que le recorrió toda la espalda. Puro gozo que negaría incluso aunque el mismísimo Odín se lo preguntara a las puertas del Walhalla. Pero lo había sentido: intenso deseo sexual, profundo placer sensual… excitado por su amigo, que le acariciaba provocándole sensaciones que ninguna de las niñas que, dulces, suaves y risueñas, se acercaban a él intentando conseguir su atención, le habían producido. Él se dejaba querer, las tocaba y se dejaba tocar, pero ellas, inexpertas, no sabían aún cómo acariciar a un hombre, ni sentían por Asgeir un amor tan poderoso como el que movía a Ivar, y que suplía su falta de experiencia y su ingenuidad. Asgeir podría negarlo, pero dentro de él sabía que el roce de su amigo le había sacudido. Sabía que con nadie estaba tan a gusto como con aquel muchacho flaco y paliducho que le mostraba un fervor incondicional. Paralizado, notó como la boca de su amigo rodeaba su sexo por completo; como, mientras le lamía, le acariciaba provocándole espasmos cada vez más incontrolables hasta que, sin saber cómo, se dejó ir en la boca y las manos de Ivar, quien recogió su jugo con la devoción de quien ama sin reservas. 

Asgeir cerró los ojos, como si al hacerlo, desapareciera todo lo que había pasado, todo lo que había sentido. Pero no, sintió la mano de Ivar en su pecho y sus labios, húmedos de semen, en los suyos. Le invadió una terrible vergüenza. Él era fuerte, era grande, era un hombre. Y los hombres no gozan con otros hombres. Los hombres no se dejan acariciar por otros hombres. Bien lo había visto en su padre, tan fuerte como él, con su enorme barba rubia y trenzada, su gran casco de cuernos, sus carcajadas estentóreas, sus gestos excesivos… siempre rodeado de mujeres a las que tomaba y dejaba según le viniera en gana. Los hombres eran como su padre. 

Abrió los ojos y vio la mirada entregada de Ivar, contemplándole, cuando sin poder reprimir un arrebato de ira, le empujó con tal fuerza para alejarle de sí, que le lanzó contra una roca enorme. El golpe fue seco y contundente. En la cabeza. Asgeir se levantó y, asustado al ver a su amigo inmóvil, le gritó ordenándole que se pusiera en pie. Pero Ivar no se movió. Se acercó a él, lentamente, intentando conjurar al pánico, hasta que vio que bajo la cabeza de Ivar corría un reguero de sangre. Asgeir olvidó el miedo y se derrumbó ante el dolor. Lloró. No cómo los hombres -los hombres no lloran-, tampoco cómo los niños -que lo hacen de forma inconsciente-; lloró como quien acaba de perder lo que más quiere. Lloró sobre el cuerpo de amigo hasta que el sol se puso; siguió llorando, abrazado a su primer amor, su primer amante, hasta que amaneció. 

Ya había nacido el sol cuando decidió que nadie habría de saber qué había ocurrido. Tomó a su amigo y atándole una gran roca a la cintura, se adentró con él en el lago. Nadó arrastrándole hasta que estuvo alejado de la orilla y, besando la boca de su amigo muerto, le dejó hundirse en la eternidad de la muerte. 

Pasaron los años y Asgeir se convirtió en un hombre como su padre. Más despiadado, más cruel, más libidinoso. Pero nada le producía placer. Se creía valiente, pero sólo huía hacia adelante intentando olvidar; se creía libre, pero era prisionero de sus secretos; se creía amado, pero nunca supo aceptar el amor que le ofrecían. Por las noches, cuando a solas el sueño le rendía, regresaba el fantasma de Ivar, para recordarle la única vez que amó de verdad. Y despertaba envuelto en sudor, con el remordimiento asediándole por la muerte de su amado, y la culpa angustiándole por no reconocer que la única vez que se había enamorado, lo había hecho de otro hombre. Hubiera dado cualquier cosa por acabar con el dolor que tanto le atormentaba.

Le hablaron de una hechicera. Le abrió las puertas, le escuchó, le obligó a dejarse ver a través del fondo de sus ojos, le tocó sintiendo su pulso. La solución no era fácil: un caballo alado, para hallar el sosiego; un dragón, para rencontrar la pasión; un unicornio, para recuperar la pureza. Grandeza, valor, amor. Pero no podía simplemente atraparlos, tenía que hacerlos suyos, que ellos quisieran estar con él. Si lo conseguía, los sueños dejarían de asaltarle. A través del humo del fuego y de sus propios recuerdos, haciendo frente a sus más ocultos temores, le mostró el camino para llegar a ello. Le cerró los ojos, le tapó los oídos, le apretó la nariz, mostrándole los sentidos de los que no debía fiarse y le tocó el pecho, donde estaba el corazón que habría de ser su guía. Le besó en los labios, dejándole en ellos la presencia de las mieles del éxito. 

Asgeir, eufórico, resuelto, henchido de ánimo, se lanzó a seguir las indicaciones de la bruja. Pero apenas había dado unos pasos cuando sintió miedo y abrió los ojos, que se llenaron de humo sin que pudiera evitar que lloraran. Pero no era un llanto como el que recordaba, limpio, de dolor; no, era un llanto que escocía, que picaba. La nariz le goteaba y de repente escuchó quejidos lastimeros a través de la niebla. Se tapó los oídos, se restregó los ojos, volvió a cerrarlos. Pero ya no podía seguir. Tan pendiente estaba de la irritación que olvidó estar atento al camino que le marcaba el corazón. Vagó sin rumbo, cada vez más agitado, cada vez más rabioso. Dando tumbos, ciego, golpeando y golpeándose, con los oídos embotados de lamentos que le encogían el alma, sin ser capaz de encontrar el camino. Y se volvió, sin siquiera haber llegado a ver a los animales mágicos. 

Pero no se dio por vencido, quería recuperar la paz y, dando pábulo a su soberbia, creyó haber encontrado la solución con una trampa. Esos animales serían suyos gracias a un truco: tatuárselos en la piel. El dragón, en el muslo, marcando la fuerza en el sexo; el caballo alado, en la espalda, protegiéndole; el unicornio, en el hombro izquierdo, entre el corazón y la cabeza. Estaba seguro de que podría engañar al destino, haciéndole creer que la magia estaba de su lado. 

Cuando al fin su cuerpo acogió a los tres fantásticos seres, se acostó, convencido de que el conjuro funcionaría. Esa noche se desnudó por completo, dejando al aire a sus nuevos compañeros, y se tumbó confiado, con los ojos cerrados, esperando la llegada del tan deseado sueño reparador.

Intentaba entrar en el mundo de los sueños cuando en la puerta vio a Ivar, tan joven y tan dulce como cuando le dejó. El dragón de su muslo empezó a moverse buscando el sexo de Asgeir, erecto como una columna, que asió sin contemplaciones, rodeándolo, apretándolo hasta herir. El caballo batió sus alas y se encabritó, relinchando con fuerza e intentando que el dragón soltase su presa. Ambos animales, inmisericordes, batallaban sobre el cuerpo de Asgeir, que se revolvía en medio de un dolor extremo, mientras el unicornio no dejaba de mirar a Ivar, que le llamaba quedamente. Y en el fragor de la batalla entre el sexo y la razón, entre la pasión y la cabeza, el unicornio simplemente se fue hacia el muchacho que le llamaba con tanto amor, llevándose enredando entre sus patas la piel sobre la que estaba dibujado. 

A la mañana siguiente, el espectáculo era dantesco. Asgeir se había desgarrado la piel, desangrándose mientras en el otro extremo del dormitorio, envuelto en el tatuaje del dragón estaba su sexo, tan inútil y muerto como el corazón que nunca supo reconocerse.