Mírate, dijo mi madre mostrándome la foto recién traída de la tienda de revelado. En la foto estábamos mi hermana Claudia, mi primo Lucas y yo. La niña acababa de cumplir seis años y estaba preciosa, posando como si fuera una actriz. Nosotros habíamos cumplido ocho años en mayo, el día 14. Era casualidad, pero habíamos nacido el mismo día en la misma clínica: compartir nacimiento nos hacía sentir diferentes, unidos por una conexión especial. En la foto salíamos haciendo el tonto poniendo unas muecas espantosas que a nosotros nos parecieron muy divertidas. Estábamos metidos en una piscina de plástico pequeña que nos habían puesto en el patio de la casa de la abuela -la madre de mi padre- en el pueblo, y con un simple gesto nos pusimos de acuerdo en cuanto vimos a mi padre con la cámara diciéndonos que nos estuviéramos quietos y sonriéramos. Cuando mi padre se quiso dar cuenta, ya había disparado, y a nosotros nos dio una risa de esas que hacen que duela la barriga. Papá ya no nos quiso hacer más fotos, no fuéramos a estropearlas también, dijo.
Mi madre debía de pensar lo mismo porque se enfadó cuando me reí al ver la foto, sobre todo, pensando en lo que se reiría Lucas también cuando la viera. Te ves ridícula con esa cara, me dijo en un tono que la risa se me ahogó en la garganta, mientras recalcaba lo guapa que estaba mi hermana. Creo que fue la primera vez que me sentí ridícula.
Mamá nunca hacía el ridículo, quizá porque ella nunca se reía a carcajadas, al igual que tampoco cantaba a pleno pulmón ni bailaba como si nadie la mirara. Sería para no despeinarse, porque ella nunca jamás se despeinaba. Como Claudia, tenía una preciosa melena castaña, larga y lisa, siempre perfecta. Pero yo no. Yo no conseguí nunca tener un peinado perfecto aunque, con el tiempo, me empezó a dar vergüenza cantar y bailar y hasta reír si alguien me miraba. Por no hacer el ridículo. Pero aún así, siempre tenía la sensación de hacerlo. Salvo cuando estaba con Lucas.
Todos los veranos, cuando nos daban las vacaciones, nos íbamos todos al pueblo de la abuela que tenía una casa enorme en las afueras. Bueno, todos no: papá y el tío Andrés se quedaban trabajando hasta que llegaba el mes de agosto. El último fin de semana de junio, papá nos llevaba a mamá, a Claudia y a mí, a la casa de su madre, donde ya estaban la tía Luisa, Carina (que en realidad se llamaba Caridad, pero no quería que la llamaran así porque le parecía muy feo) que ya tenía catorce años y Lucas. A Carina le gustaba estar con Claudia porque era como una muñeca, y a mí, con Lucas. En cuanto nos levantábamos, corríamos al bosque que había junto a la casa y allí nos dedicábamos a saltar, correr, trepar a los árboles, coger bichos… y hacer el ridículo todo el tiempo sin saber que lo hacíamos. Yo me caía mucho intentando subirme a los árboles, así que Lucas buscaba los que eran más fáciles y me ayudaba. Cantábamos y bailábamos como dos enloquecidos hasta caer muertos de risa. Aquel año era Eva María, la que se fue buscando el sol a la playa. Nosotros nunca habíamos ido a la playa, pero habíamos oído la canción en la tele e imitábamos los bailes que hacían exagerando todos los gestos y movimientos hasta que no podíamos aguantar la risa de ver al otro. Ése fue el año de la foto.
Durante el resto del año, nos veíamos algunos fines de semana, pero no muchos porque nosotros vivíamos en el barrio del Pilar (en la zona residencial, decía mi madre) mientras que la familia de Lucas vivía en Carabanchel (un barrio pobre, decía también mi madre). Casi siempre venían los tíos a nuestra casa porque era más grande, pero apostaría a que mamá no quería ir a su casa. Eso sí, lo que nunca dejábamos de hacer era celebrar nuestros cumpleaños juntos el 15 de mayo, que aunque no fuera el día en el que habíamos nacido, era día de fiesta en Madrid. El colegio y los amigos hacían que el tiempo pasara menos lento hasta que volvían a llegar el verano y el pueblo.
En el verano del 74 la canción de moda era la del rayo de sol, pero algo había cambiado. Lucas se cansaba en cuanto corríamos un poco o empezábamos a trepar a nuestro pequeño árbol. Pero no importaba porque nos sentábamos a descansar hasta que se recuperaba. Y si se cansaba de bailar, yo seguía bailando sola y enseñándole los pasos y él se reía. Al final del verano casi no le apetecía salir, así que nos quedábamos jugando al parchís o a la oca, como si fuera un día de tormenta.
Al año siguiente todo cambió para siempre. Después del verano del rayo de sol no volvimos a ver a los tíos ni a los primos. Siempre que preguntaba a mi madre, me decía que no podía ser por razones que a no entendía, aunque no me atreví nunca a decirlo porque mamá cortaba en seco cualquier intento de seguir hablando de ello. Era una niña y a los niños no había que darles explicaciones, esa era la filosofía de mis padres. Así que me limité a esperar a que llegara el 15 de mayo, segura de que ese día nos veríamos para celebrar los cumpleaños del día 14. Pero no, cuando llegó por fin el día, lo celebramos los cuatro solos: papá, mamá, Claudia y yo. Cumplíamos diez años y aunque no era una niña pequeña, me pillé un berrinche de lloros y gritos cuando me enteré que Lucas y los tíos no venían. Me costó quedarme sin tarta y estar castigada una semana sin bajar a la calle. Esa semana empecé a esperar las vacaciones sin atreverme a preguntar más.
Cuando llegó la última semana de junio y vi que no hacíamos las maletas no pude aguantar más y le pregunté a mi madre que cuándo nos íbamos al pueblo.
- Este año nos vamos a la playa en agosto- me contestó.
- ¿Y por qué no vamos en julio al pueblo con los tíos?- No entendía nada.
- Porque no.
Con eso dio por zanjado el tema y ya no me atreví a preguntar más. Fueron unas vacaciones tristes y aburridas: todo el mes de julio en casa, yendo los fines de semana a la piscina municipal con papá y las dos primeras semanas de agosto, a Torrevieja. Odié ese sitio en cuanto llegué. Olía a pescado podrido, la arena quemaba, la sal del mar picaba, no había nada que hacer y sin Lucas, no había forma de divertirse haciendo el ridículo a escondidas. Creo que fue entonces cuando cogí manía a la playa. Estaba deseando volver al colegio.
El tiempo pasaba, al principio, lentamente, y después ya a un ritmo normal. El colegio y los amigos eran lo divertido mientras que en casa tanto Claudia como yo seguíamos siendo dos ceros a la izquierda. Nunca nos contaban nada de lo que pasaba ni contaban con nosotras para las decisiones. Y, por supuesto, mamá no nos dejaba hacer el ridículo. A Claudia parecía no importarle, al fin y al cabo era pequeña, pero yo odiaba que toda la ropa que me gustaba fuera poco adecuada, según mi madre. Tampoco le gustaba la música que oía, ni los libros o revistas que leía y decía que mis amigos eran ordinarios. Le molestaba que cantara en voz alta aunque estuviera sola en mi cuarto y tampoco le gustaba que me riera a carcajadas viendo la tele. Cuando terminé el colegio a los catorce años estaba convencida de no gustar a mi madre y que si me quería era porque era su obligación como madre.
Sería octubre o noviembre de mi segundo año de instituto cuando decidí que iba a llamar por teléfono a Lucas, para ver si él sabía lo que estaba pasando. Pero era muy difícil porque mis padres nunca nos dejaban solas en casa, así que no podía llamar sin que se enteraran. Tenía que esperar la oportunidad. Y esperé lo que a mí me pareció mucho, mucho tiempo, hasta que un día, a principios de junio, Claudia se puso enferma con mucha fiebre y tuvieron que llevarla al hospital. Supongo que les pillaría con las defensas bajas o que era época de exámenes, pero mis padres debieron pensar que no pasaría nada por dejarme sola. Tampoco tenían muchas más opciones y, al fin y al cabo, ya tenía dieciséis años. Esperé mirando como el coche desaparecía por la esquina y me fui corriendo al teléfono. Busqué en la agenda el teléfono de los tíos y, temblándome los dedos, marqué.
- ¿Diga?
- Hola tía, soy Emilia. ¿Está Lucas?
- Emilia…
Se quedó en silencio un rato que me pareció larguísimo hasta que me dijo que no, que Lucas no estaba. Tenía la voz rara. Le pregunté cuándo llegaría y me pareció que intentaba no llorar mientras me decía que no llegaría y que hablara con mis padres. Colgó sin decir adiós. Yo no entendía nada.
Sobre las ocho de la tarde, mi padre volvió a casa solo. Claudia tenía un principio de neumonía y tenía que quedarse un par de días ingresada. Mamá se quedaría con ella. No era nada grave, me dijo, pero tenía que quedarse allí para estar vigilada. Se sentó conmigo en el sofá y me contó los detalles, lo que le habían hecho, lo que estaba tomando, lo que les habían contado los médicos. Por primera vez sentí que mi padre me trataban como si no fuera una niña.
Ya estábamos cenando cuando le conté lo que había pasado. Se puso blanco. ¿Qué es lo que pasa, papá? ¿Por qué la tía me ha dicho que Lucas no va a volver? ¿Dónde está Lucas? ¿Por qué ya nunca vemos a los tíos y a los primos? Acribillé a mi padre con la batería de preguntas que había ido acumulando toda la tarde. Y, por primera vez, vi a mi padre flaquear. Le temblaban los labios cuando empezó a hablar.
Según me iba contando se iba serenando. En cambio yo, cuando asimilé lo que me dijo, no pude contener el llanto. Un llanto callado, triste, incluso sereno, todo dolor. Tardé en comprender y creer lo que me estaba diciendo. Lucas no iba a volver porque se había muerto. Así de sencillo. Se murió antes del veraneo en Torrevieja. Y nunca volvimos a ver a los tíos porque ellos no querían vernos.
- ¿Por qué?- pregunté entre lágrimas e hipidos, incapaz de entender qué les podíamos haber hecho nosotros.
A mi padre volvieron a temblarle los labios y la voz.
- Bueno, verás cariño… A ver cómo te lo digo… Cuando Lucas se puso tan enfermo, tu madre y yo pensamos que vosotras que eráis niñas pequeñas no teníais que ver esas cosas. Por eso aquel año no nos vimos. Sería a finales de abril cuando me llamó mi hermano para contarme que a Lucas le quedaba muy poco y que no hacía más que preguntar por ti, que quería verte, y me pidió que te lleváramos al hospital para que pudiera despedirse de ti.
Pero un hospital no es un lugar para niños, me dijo, así que les dijeron que no, y no me llevaron para que le dijera adiós a mi primo. Era tan absurdo lo que me estaba diciendo, eso sí que verdaderamente ridículo. No podía parar de llorar, pensando en que no volvería a ver a Lucas, que no había podido despedirme de él, que se había muerto con apenas diez años sin poder verme por última vez porque mis padres habían decidido que un hospital no era un sitio para niños. El dolor empezó a mezclarse con la rabia inútil ante la injusticia y exploté a gritos; creo que incluso insulté a mi padre, pero tengo esos momentos algo borrosos en la memoria. Recuerdo que intentó abrazarme, pero corrí a mi cuarto y me encerré. Y seguí llorando hasta que caí rendida por el cansancio y el dolor.
Al día siguiente no fui al instituto. Cuando mi madre volvió, la castigué con la misma indiferencia hostil que mostraba hacia mi padre. No pareció afectarle demasiado. Al menos no intentó explicarse, ni disculparse, ni nada. Hizo lo que hacía siempre: hacer como si no pasara nada. La odié en secreto, profunda e intensamente, y aunque durante mucho tiempo estuve llorando por las noches a solas y en silencio, no me atreví a montar ningún escándalo delante de ella.
Aquel junio suspendí cinco asignaturas. Como castigo me quedé sin vacaciones en la playa y me mandaron al pueblo, con la abuela, para que estudiara. Aquel verano fue triste, muy triste. Recorrí todos los lugares en los que de pequeña había jugado con Lucas, busqué las canciones de aquellos veranos y las grabé en una cinta seguidas una de la otra, en las dos caras, y las oía a todas horas. Pobre abuela, lo que tuvo que pasar escuchando una y otra vez las mismas canciones. Nunca dijo nada, creo que ella sí me entendía, ella comprendía y compartía mi tristeza. Y pese a las estrictas indicaciones que dejaron mis padres, me dejaba dormir hasta tarde, salir al campo, quedar con otros chicos y chicas que también pasaban el verano en el pueblo o que eran de allí.
Fue el verano del cambio. Poco a poco, empecé a ir menos al campo y salir más con los nuevos amigos. Empecé a fumar y probé mi primera cerveza, a escondidas, como se hacen esas cosas por primera vez. Era 1981 y decidí dos cosas importantes: que ya era mayor y que haría la vida imposible a mis padres. Lo primero no era cierto, pero lo segundo lo cumplí a rajatabla. ¿Cómo? Haciendo lo que más les molestaba. Supuse que la música de Scorpions, Iron Maiden y AC/DC les irritaría lo indecible (y acerté) y cambié mi forma de vestir gracias a mi abuela que, un día que fuimos a la ciudad, me compró camisetas negras, vaqueros negros y hasta una cazadora que imitaba el cuero, también negra. Aprendí a pintarme los ojos de negro y a cardarme el pelo, aunque hubiera sido suficiente con no pasarme el peine. Hablaba alto, bailaba enloquecida, bebía cerveza y fumaba Ducados que compraba sueltos en el kiosko de la plaza. Cuando mis padres volvieron a buscarme no quedaba nada de la chica que habían dejado allí a principios del verano.
Al poco de volver a Madrid, un sábado hice acopio de todo el valor posible y, tras decir que iba al cine, cogí el metro y me planté en la puerta de mis tíos. No había sido mi culpa, pero quería darles una explicación, que supieran lo mucho que yo quería a Lucas y que no le había olvidado. La cara que pusieron cuando al abrir la puerta me vieron allí fue comparable a la que puso mi padre cuando le pregunté qué había pasado. Me abrazaron llorando, invitándome a entrar. Tartamudeando les conté que yo no sabía nada, que nadie me dijo que Lucas estaba enfermo, que daría cualquier cosa por haber podido acompañarle y despedirme de él. Al decir esto último, ya lloraba.
- Pero mis padres me robaron ese adiós. A mí y a Lucas- lo dije dejando escapar toda la rabia que llevaba acumulando desde que supe la verdad.
- No les guardes rencor- dijo la tía Luisa, notando que mi voz se endurecía al hablar de mis padres- lo hicieron pensando que era lo mejor para ti. Se equivocaron, ya lo creo, pero ¿quién no lo hace?
Intenté ver a mis padres como personas que se equivocaban, pero no era capaz de perdonarles. Claro que tampoco habían pedido perdón. Se lo conté a mis tíos y les dije que les odiaría a muerte por siempre jamás. Ambos sonrieron ante mi taxativa sentencia. Tienes dieciséis años, dijo la tía, y siempre jamás es demasiado tiempo, sobre todo para odiar: acaba haciendo más daño al que odia que al odiado. Pensé por un segundo en lo que me dijo… y lo deseché. A mí no se me pasaría ni me haría daño. El tío rebajó la tensión apareciendo con una bandeja con colacao y magdalenas para merendar y me preguntaron cómo era mi vida entonces, me dijeron lo alta y guapa que me encontraban, alabaron el valor que había tenido en ir a verles a escondidas. Les aseguré que seguiría yendo a verles, pero no les dije que seguiría haciéndolo a escondidas.
A lo largo de los años que duró mi adolescencia, mi madre no se molestó en ocultar su disgusto y criticar abiertamente mi ridículo aspecto y mi ridícula música. Me limité a ignorarla pero sabía que, aunque lo disimulara, estaba rabiosa por haber perdido el control sobre mí. Fue una guerra sorda que duraría hasta que, cuando terminé el instituto, me fui a estudiar la carrera a Salamanca. Aunque de tarde en tarde nos veíamos, jamás volví a vivir con mis padres.
Finalmente, muchos años después, perdoné a mi padre. Lo hice durante su entierro y en aquel momento pensé que debería perdonar a mi madre antes de que muriera. Y quizá lo habría hecho si mi madre, sin descomponerse ni un segundo al enterrar al hombre con el que compartió 40 años de vida, se acercó a mí para decirme que si no me daba vergüenza el espectáculo que estaba dando dejando que todo el mundo me viera llorar. No me enorgullece, de hecho me siento miserable por ser tan poco comprensiva con una anciana que no tiene por delante más que un horizonte de soledad, pero creo que también esperaré a su entierro para perdonarla. Eso sí, esta vez, sin llorar.