Desenvolvió con cuidado el paquete que contenía el
bogavante. Era de tamaño mediano y traía las tenazas delanteras sujetas con
unas gomas verdes. Aún estaba vivo, aunque por poco tiempo: iba a ser el
ingrediente principal de la ensalada que sería el primer plato para la cena de
aquella noche. Lo miró con algo de pena mientras lo ponía en la pila. Cogió una
cazuela enorme en la que vertió tres litros de agua y tres pellizcos generosos
de sal. La tapó, la puso en el fuego grande a toda potencia y se preguntó
porque se seguía llamando fuego a las placas de calor de la vitrocerámica.
Sacó el rape de la bolsa. Pocos bichos hay tan feos como el
rape pensó mientras separaba la cabeza y la espina de los lomos. Ni tan
deliciosos. Éste sería el segundo plato. Iba a ser una cena de menú marinero. A
Lucía no le importaba que Marcos prefiriera carne. Y beberían vino blanco en
lugar de cerveza. Siempre que venían a cenar Luisa y Germán preparaba carne, a
la brasa, con patatas fritas y ensalada de tomate y lechuga. Siempre. Pero hoy
quería hacer algo distinto, original, algo que les gustara a ellas aunque Marcos
y Germán protestaran.
El agua ya hervía y sintió un placer extraño al ver como el
animalito se revolvió al contacto con el agua hirviendo en el que iba a morir. Dieciséis
minutos para setecientos gramos de bogavante. Aunque era mucho menos lo que le
quedaba de vida. Apenas un minuto. Se quedó mirando como moría. Recordó la
historia de la rana, en la que el agua iba calentándose poco a poco hasta
hervir, y pensó que el pobre bogavante ni siquiera tenía la oportunidad de
saltar.
Oyó ruidos en el salón. Se asomó. Marcos acababa de apartar
los restos de la cena de la noche anterior para poder poner los pies en la mesa
mientras encendía la tele buscando los canales de deportes.
-
¿Vas a ver la tele?
-
¿Te parece mal?
-
Pues hombre, no ves que está todo hecho un asco
y esta noche vienen Luisa y Germán. Alguien debería limpiar todo esto mientras
yo cocino.
-
Tienes razón, cariño. Ya lo hago yo.
Marcos apagó el televisor y se levantó dispuesto a recoger y
limpiar el salón. Lucía volvió a la cocina. Ya sólo faltaban diez minutos. Lavó
y secó los lomos de rape y los puso en un plato. Sacó un cuchillo enorme y
troceó la cabeza y la espina sintiendo cada golpe como si fuera el último.
Cuando tuvo todo troceado fue al congelador y sacó una bolsa con otras espinas
que guardaba para estas ocasiones y las metió en el microondas un par de
minutos a baja potencia.
¿Por qué Marcos no había traído aún la bandeja del salón? Se
asomó y vio que se había sentado a la mesa del comedor y hojeaba el Marca de
ayer. Rebufó para que la oyera. Marcos se levantó tropezando con la silla y se
disculpó, ya voy, cielo, perdona, me distraje. Lucía volvió a la cocina. Cinco
minutos. Echó un chorro de aceite en otra cacerola y cuando cogió temperatura
echó las espinas, rehogándolas lentamente. Aguzó el oído: seguía sin escuchar
ruidos en el salón, pero ahora no podía ir. Siguió removiendo, ahora con
fuerza, mientras añadía la cebolla, el puerro y las zanahorias troceadas. No
había más ruido que el repiqueteo de la mezcla en el fuego. Con todo medio
pochado, añadió el agua. Tapó la cacerola y volvió al salón.
Marcos no estaba allí y todo seguía igual. Se fue al
dormitorio y le vio tumbado en la cama, con el Marca.
-
¿Qué haces? ¿No ibas a recoger?
-
Perdona, perdona, corazón. Es que vine a hacer
la cama pero me senté un momento… Ya voy, ya voy.
Lucía volvió a la cocina con la imagen de Marcos en la cama.
Seguía pareciéndole tan atractivo como cuando le conoció, aunque ahora tuviera
menos pelo y alguna curva que otra. La cama era el espacio en el que mejor le
pensaba. Y en el sofá del salón con las cortinas entreabiertas, y en la mesa de
la cocina apenas iluminados por las luces de la calle, y en el sillón de la
terraza, envueltos la noche… Sonó el timbre que avisaba de que habían pasado el
tiempo. Sacó el bogavante y del agua en el que había cocido, echó un par de
cucharadas del agua de cocción al fumet, que cocía a fuego lento, para salarlo un
poco. Metió el bogavante cocido en el congelador: diez minutos más. Los mismos
que le quedaban al caldo. Seguía sin oír ruidos en el salón. Volvió. Todo
seguía igual.
Fue de nuevo hacia el dormitorio y oyó el ruido de la ducha.
La imagen de Marcos desnudo bajo el agua en otro tiempo la hubiera excitado,
pero todo estaba hecho un asco y esa noche tenían invitados. Y Marcos,
duchándose.
-
Lucía, reina, ¿estás ahí?
-
Sí.
-
¿Me acercas una toalla, que se me ha olvidado?
Lucía sacó una toalla limpia del armario y se la llevó a su
marido.
-
No has hecho nada.
-
Lo sé, cielo, pero es que me acabo de acordar de
que he quedado en media hora para tomar el vermú con estos. No te
importa, ¿verdad? Luego, cuando vuelva lo hago todo.
Desde la puerta le miró como salía de la ducha, chorreando,
poniéndolo todo perdido de agua. No, lo de la curva de la felicidad no se le
notaba tanto. Seguro que no pensaba limpiarlo. Marcos puso la pierna flexionada
sobre la tapa del váter para secarse bien y Lucía sonrió. Pero no iba a limpiar
el baño, ni a hacer la cama, ni a recoger el salón. Marcos, medio seco, se
acercó a la puerta y la besó con una sonrisa. Qué guapo era. Y lo sabía. Pero no
servía para nada. Bueno, sí, para algo, sí, pero… Sonó de nuevo el reloj. Ya
estaba el fumet. Y el bogavante.
Lucía sacó el bogavante del congelador, el juego de
coladores del armario, y quitó la cazuela del fuego. Con una espumadera retiró todos
los restos grandes de raspas y espinas. Y lo bien que olía, Marcos. Luego, coló
por primera vez, en el colador de trama más gruesa. Y lo bien que besaba. El
líquido, ya colado, volvió a pasarlo por un colador de trama media. Y qué manos
tan suaves, las de Marcos. Y la tercera y última colada, ya por un colador de
trama finísima. Y además era tan simpático y agradable. Pero era un desastre.
Se estaba dando cuenta de que hacía tiempo que podía mirarle sin excitarse. ¿Cuánto
tiempo? No lo sabía. Y ahí estaba él, tan feliz. Sin enterarse de nada. Limpio
y reluciente en la puerta, buscando las llaves en el buró de la entrada.
Sonriendo.
-
Vuelvo en un par de horas y hago todo, cielo.
La besó mientras salía volado hacia la calle. Llegaba tarde.
Lucía tiró todos los restos a la basura y empezó a picar
ajo, cebolla y puerro. No tenía que pensar en la comida de aquel día: Marcos no
aparecería, como mínimo, hasta las cinco, y ella se apañaba con cualquier cosa
que hubiera por la nevera. No quería salir de la cocina. La casa estaba hecha
un espanto: el salón sin recoger, la cama sin hacer, el baño revuelto. Picaba
con rabia las verduras, haciendo ruido. Marcos nunca hacía nada aunque siempre
se disculpaba por no hacerlo. Pero seguía igual: sin hacer nada. Y así llevaban
siete años. Rehogó todas las verduras en aceite no muy caliente y, cuando
estuvieron pochadas, añadió un poco de harina, sin dejar de remover. Ni de
pensar. Qué aburrimiento, qué cansancio. Añadió el rape, salpimentado y,
subiendo la temperatura, dejó que se sellara por ambos lados. El chisporroteo
la distrajo un instante, pero sabía que no duraría. Bajó la temperatura del
fuego y añadió una copa de fino, distribuyéndola por todo el guiso. El alcohol
daba alegría, pero desaparecía en seguida, aunque quedaba un regusto agradable…
si el vino era bueno.
Mientras se evaporaba el alcohol, se asomó al salón. Luego,
al dormitorio. Y al baño. Todo igual. Se sentó en la cama deshecha y se llenó
del olor que Marcos había dejado. Miró el armario entreabierto y vio su propia
ropa, sus zapatos, sus bolsos y cinturones, su caja de collares. No tenía
demasiadas cosas. Al menos en el armario. Al lado, en una esquina, medio tapada
con los abrigos, la maleta.
Estaba cerrando la puerta cuando el olor a quemado la
retuvo. Volvió a entrar en la cocina y retiró del fuego los restos de lo que
hubiera sido un delicioso rape en salsa verde. Cerró con llave y dejando la
maleta junto al ascensor, sacó el móvil del bolso.
-
¿Luisa? Oye, que lo de esta noche va a ser
imposible.
Entrar en tus historias es encontrar la esencia femenina por antonomasia. La identificación con la escena es inmediata."El agua ya hervía y sintió un placer extraño al ver como el animalito se revolvió..."uff perfecta imagen. Si los hombres fuesen capaces de intuir la peligrosa complejidad de las mujeres, huirían aterrorizados. Felicitaciones, Mayte! Un abrazo
ResponderEliminarGracias, Lorena. No sé si realmente es esencia femenina, pero lo cierto es que las mujeres tenemos una forma diferente de entender el mundo. Lo curioso es que la mayoría acabamos identificándonos con las demás., ya sea por lo que nos contamos, escuchamos o leemos. Un abrazo.
EliminarMe alegro de que te parezca bien la receta. En honor a la verdad no es mía sino de un ex (todos lo ex, incluso aquellos con los que acaban mal las cosas, dejan algo que vale la pena), aunque un poco tuneada. Pero me alegro aun más de que te guste la historia, sobre todo viniendo de alguien que escribe y lee tan bien como tú. Abrazos. :)
ResponderEliminarBuena la receta, bien los escritos y mejor el blog bien diseñado felicitaciones
ResponderEliminarGracias, Arnaldo, por tu comentario. Me alegro de que te haya gustado :) Saludos.
EliminarMayte, has recreado a la perfección lo más parecido a lo que debe ser el día a día de miles de millones de mujeres en el mundo, salvo por el final, la inmensa mayoría, por no decir todas, por desgracia para ellas, no llegarán nunca a escapar.
ResponderEliminarPues sí, Frank, por desgracia muchas mujeres no tienen el valor o la posibilidad de escapar. Es demasiado el peso del que hay que liberarse.
EliminarEstoy de acuerdo con el comentario anterior. La mayoría de las mujeres no llegarán nunca a escapar y no, precisamente, por falta de valentía, sino por falta de medios económicos.
ResponderEliminarDe todas formas, me esperaba otro final y me ha sorprendido este.
Un abrazo.
Lo cierto es que muchas mujeres viven instaladas en rutinas como esas. Es como el cuento de la rana y el caldero de agua... el agua se va calentando grado a grado, apenas se nota, pero poco a poco va cogiendo temperatura. La rana nota que está cada vez más caliente, pero no se mueve, quizá por comodidad. Hasta que, sin que se dé cuenta, empieza a picar. Lo aguanta, lleva tanto tiempo allí. El picor deja paso a una sensación de quemazón. Ya es muy doloroso, se acerca al punto de ebullición. La cuestión es si la rana se atreverá a saltar y escapar o morirá abrasada por miedo al salto. Libertad o muerte. Aunque no siempre la muerte supongo abandonar la vida, pero... ¿vale la pena una vida muerta?
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