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jueves, 16 de enero de 2014

Rutinas



Desenvolvió con cuidado el paquete que contenía el bogavante. Era de tamaño mediano y traía las tenazas delanteras sujetas con unas gomas verdes. Aún estaba vivo, aunque por poco tiempo: iba a ser el ingrediente principal de la ensalada que sería el primer plato para la cena de aquella noche. Lo miró con algo de pena mientras lo ponía en la pila. Cogió una cazuela enorme en la que vertió tres litros de agua y tres pellizcos generosos de sal. La tapó, la puso en el fuego grande a toda potencia y se preguntó porque se seguía llamando fuego a las placas de calor de la vitrocerámica.

Sacó el rape de la bolsa. Pocos bichos hay tan feos como el rape pensó mientras separaba la cabeza y la espina de los lomos. Ni tan deliciosos. Éste sería el segundo plato. Iba a ser una cena de menú marinero. A Lucía no le importaba que Marcos prefiriera carne. Y beberían vino blanco en lugar de cerveza. Siempre que venían a cenar Luisa y Germán preparaba carne, a la brasa, con patatas fritas y ensalada de tomate y lechuga. Siempre. Pero hoy quería hacer algo distinto, original, algo que les gustara a ellas aunque Marcos y Germán protestaran.

El agua ya hervía y sintió un placer extraño al ver como el animalito se revolvió al contacto con el agua hirviendo en el que iba a morir. Dieciséis minutos para setecientos gramos de bogavante. Aunque era mucho menos lo que le quedaba de vida. Apenas un minuto. Se quedó mirando como moría. Recordó la historia de la rana, en la que el agua iba calentándose poco a poco hasta hervir, y pensó que el pobre bogavante ni siquiera tenía la oportunidad de saltar.
Oyó ruidos en el salón. Se asomó. Marcos acababa de apartar los restos de la cena de la noche anterior para poder poner los pies en la mesa mientras encendía la tele buscando los canales de deportes.

-         ¿Vas a ver la tele?
-         ¿Te parece mal?
-         Pues hombre, no ves que está todo hecho un asco y esta noche vienen Luisa y Germán. Alguien debería limpiar todo esto mientras yo cocino.
-         Tienes razón, cariño. Ya lo hago yo.

Marcos apagó el televisor y se levantó dispuesto a recoger y limpiar el salón. Lucía volvió a la cocina. Ya sólo faltaban diez minutos. Lavó y secó los lomos de rape y los puso en un plato. Sacó un cuchillo enorme y troceó la cabeza y la espina sintiendo cada golpe como si fuera el último. Cuando tuvo todo troceado fue al congelador y sacó una bolsa con otras espinas que guardaba para estas ocasiones y las metió en el microondas un par de minutos a baja potencia.

¿Por qué Marcos no había traído aún la bandeja del salón? Se asomó y vio que se había sentado a la mesa del comedor y hojeaba el Marca de ayer. Rebufó para que la oyera. Marcos se levantó tropezando con la silla y se disculpó, ya voy, cielo, perdona, me distraje. Lucía volvió a la cocina. Cinco minutos. Echó un chorro de aceite en otra cacerola y cuando cogió temperatura echó las espinas, rehogándolas lentamente. Aguzó el oído: seguía sin escuchar ruidos en el salón, pero ahora no podía ir. Siguió removiendo, ahora con fuerza, mientras añadía la cebolla, el puerro y las zanahorias troceadas. No había más ruido que el repiqueteo de la mezcla en el fuego. Con todo medio pochado, añadió el agua. Tapó la cacerola y volvió al salón.

Marcos no estaba allí y todo seguía igual. Se fue al dormitorio y le vio tumbado en la cama, con el Marca.

-         ¿Qué haces? ¿No ibas a recoger?
-         Perdona, perdona, corazón. Es que vine a hacer la cama pero me senté un momento… Ya voy, ya voy.

Lucía volvió a la cocina con la imagen de Marcos en la cama. Seguía pareciéndole tan atractivo como cuando le conoció, aunque ahora tuviera menos pelo y alguna curva que otra. La cama era el espacio en el que mejor le pensaba. Y en el sofá del salón con las cortinas entreabiertas, y en la mesa de la cocina apenas iluminados por las luces de la calle, y en el sillón de la terraza, envueltos la noche… Sonó el timbre que avisaba de que habían pasado el tiempo. Sacó el bogavante y del agua en el que había cocido, echó un par de cucharadas del agua de cocción al fumet, que cocía a fuego lento, para salarlo un poco. Metió el bogavante cocido en el congelador: diez minutos más. Los mismos que le quedaban al caldo. Seguía sin oír ruidos en el salón. Volvió. Todo seguía igual.

Fue de nuevo hacia el dormitorio y oyó el ruido de la ducha. La imagen de Marcos desnudo bajo el agua en otro tiempo la hubiera excitado, pero todo estaba hecho un asco y esa noche tenían invitados. Y Marcos, duchándose.

-         Lucía, reina, ¿estás ahí?
-         Sí.
-         ¿Me acercas una toalla, que se me ha olvidado?

Lucía sacó una toalla limpia del armario y se la llevó a su marido.

-         No has hecho nada.
-         Lo sé, cielo, pero es que me acabo de acordar de que he quedado en media hora para tomar el vermú con estos. No te importa, ¿verdad? Luego, cuando vuelva lo hago todo.

Desde la puerta le miró como salía de la ducha, chorreando, poniéndolo todo perdido de agua. No, lo de la curva de la felicidad no se le notaba tanto. Seguro que no pensaba limpiarlo. Marcos puso la pierna flexionada sobre la tapa del váter para secarse bien y Lucía sonrió. Pero no iba a limpiar el baño, ni a hacer la cama, ni a recoger el salón. Marcos, medio seco, se acercó a la puerta y la besó con una sonrisa. Qué guapo era. Y lo sabía. Pero no servía para nada. Bueno, sí, para algo, sí, pero… Sonó de nuevo el reloj. Ya estaba el fumet. Y el bogavante.

Lucía sacó el bogavante del congelador, el juego de coladores del armario, y quitó la cazuela del fuego. Con una espumadera retiró todos los restos grandes de raspas y espinas. Y lo bien que olía, Marcos. Luego, coló por primera vez, en el colador de trama más gruesa. Y lo bien que besaba. El líquido, ya colado, volvió a pasarlo por un colador de trama media. Y qué manos tan suaves, las de Marcos. Y la tercera y última colada, ya por un colador de trama finísima. Y además era tan simpático y agradable. Pero era un desastre. Se estaba dando cuenta de que hacía tiempo que podía mirarle sin excitarse. ¿Cuánto tiempo? No lo sabía. Y ahí estaba él, tan feliz. Sin enterarse de nada. Limpio y reluciente en la puerta, buscando las llaves en el buró de la entrada. Sonriendo.

-         Vuelvo en un par de horas y hago todo, cielo.

La besó mientras salía volado hacia la calle. Llegaba tarde.
Lucía tiró todos los restos a la basura y empezó a picar ajo, cebolla y puerro. No tenía que pensar en la comida de aquel día: Marcos no aparecería, como mínimo, hasta las cinco, y ella se apañaba con cualquier cosa que hubiera por la nevera. No quería salir de la cocina. La casa estaba hecha un espanto: el salón sin recoger, la cama sin hacer, el baño revuelto. Picaba con rabia las verduras, haciendo ruido. Marcos nunca hacía nada aunque siempre se disculpaba por no hacerlo. Pero seguía igual: sin hacer nada. Y así llevaban siete años. Rehogó todas las verduras en aceite no muy caliente y, cuando estuvieron pochadas, añadió un poco de harina, sin dejar de remover. Ni de pensar. Qué aburrimiento, qué cansancio. Añadió el rape, salpimentado y, subiendo la temperatura, dejó que se sellara por ambos lados. El chisporroteo la distrajo un instante, pero sabía que no duraría. Bajó la temperatura del fuego y añadió una copa de fino, distribuyéndola por todo el guiso. El alcohol daba alegría, pero desaparecía en seguida, aunque quedaba un regusto agradable… si el vino era bueno.

Mientras se evaporaba el alcohol, se asomó al salón. Luego, al dormitorio. Y al baño. Todo igual. Se sentó en la cama deshecha y se llenó del olor que Marcos había dejado. Miró el armario entreabierto y vio su propia ropa, sus zapatos, sus bolsos y cinturones, su caja de collares. No tenía demasiadas cosas. Al menos en el armario. Al lado, en una esquina, medio tapada con los abrigos, la maleta.

Estaba cerrando la puerta cuando el olor a quemado la retuvo. Volvió a entrar en la cocina y retiró del fuego los restos de lo que hubiera sido un delicioso rape en salsa verde. Cerró con llave y dejando la maleta junto al ascensor, sacó el móvil del bolso.


-         ¿Luisa? Oye, que lo de esta noche va a ser imposible.



9 comentarios:

  1. Entrar en tus historias es encontrar la esencia femenina por antonomasia. La identificación con la escena es inmediata."El agua ya hervía y sintió un placer extraño al ver como el animalito se revolvió..."uff perfecta imagen. Si los hombres fuesen capaces de intuir la peligrosa complejidad de las mujeres, huirían aterrorizados. Felicitaciones, Mayte! Un abrazo

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    1. Gracias, Lorena. No sé si realmente es esencia femenina, pero lo cierto es que las mujeres tenemos una forma diferente de entender el mundo. Lo curioso es que la mayoría acabamos identificándonos con las demás., ya sea por lo que nos contamos, escuchamos o leemos. Un abrazo.

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  2. Me alegro de que te parezca bien la receta. En honor a la verdad no es mía sino de un ex (todos lo ex, incluso aquellos con los que acaban mal las cosas, dejan algo que vale la pena), aunque un poco tuneada. Pero me alegro aun más de que te guste la historia, sobre todo viniendo de alguien que escribe y lee tan bien como tú. Abrazos. :)

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  3. Buena la receta, bien los escritos y mejor el blog bien diseñado felicitaciones

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    1. Gracias, Arnaldo, por tu comentario. Me alegro de que te haya gustado :) Saludos.

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  4. Mayte, has recreado a la perfección lo más parecido a lo que debe ser el día a día de miles de millones de mujeres en el mundo, salvo por el final, la inmensa mayoría, por no decir todas, por desgracia para ellas, no llegarán nunca a escapar.

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    1. Pues sí, Frank, por desgracia muchas mujeres no tienen el valor o la posibilidad de escapar. Es demasiado el peso del que hay que liberarse.

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  5. Estoy de acuerdo con el comentario anterior. La mayoría de las mujeres no llegarán nunca a escapar y no, precisamente, por falta de valentía, sino por falta de medios económicos.
    De todas formas, me esperaba otro final y me ha sorprendido este.

    Un abrazo.

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    1. Lo cierto es que muchas mujeres viven instaladas en rutinas como esas. Es como el cuento de la rana y el caldero de agua... el agua se va calentando grado a grado, apenas se nota, pero poco a poco va cogiendo temperatura. La rana nota que está cada vez más caliente, pero no se mueve, quizá por comodidad. Hasta que, sin que se dé cuenta, empieza a picar. Lo aguanta, lleva tanto tiempo allí. El picor deja paso a una sensación de quemazón. Ya es muy doloroso, se acerca al punto de ebullición. La cuestión es si la rana se atreverá a saltar y escapar o morirá abrasada por miedo al salto. Libertad o muerte. Aunque no siempre la muerte supongo abandonar la vida, pero... ¿vale la pena una vida muerta?

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