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domingo, 19 de enero de 2014

Mar





Se incorporó lentamente, con la indolencia que da la ausencia de ganas de vivir. Miró a su alrededor y vio lo que ya iba convirtiéndose en habitual: una habitación impersonal de hotel; una mesa con propaganda, hojas y sobres con el anagrama del establecimiento; un espantoso cuadro de flores; una lámpara de sobremesa azul, a juego con las cortinas, oscuras y pesadas; dos mesitas bordeando una cama grande y fría.

En la cama, al igual que en ocasiones anteriores, dormía plácidamente un hombre del que ni siquiera recordaba el nombre. No recordaba tampoco como le había conocido, ni porque habían pasado la noche juntos. Lo que podría haberse interpretado como intimidad, no era más que una forma de olvidar. O tal vez de recordar. Quién sabe. Buscaba. Buscaba con desesperación aquello que había perdido hacía algún tiempo. Ningún hombre sería igual al que había desaparecido sin dejar más rastro que un corazón roto y una tristeza imposible de superar. Y noche tras noche, buscaba la ilusión del amor, recuperar sensaciones perdidas, aliviar el peso de la desesperación. 

No lo conseguía. Por más que intentaba encontrar amor en todos los hombres que se la acercaban, sabía que era pura ficción. No podía encontrarlo porque no era amor lo que buscaba, no. Quería recuperar al amante perdido, aquél al que el abandono había convertido en obsesión. Así, se vio enredada en una rueda que únicamente aumentaba el dolor.

Cada noche que despertaba en una habitación de hotel con un desconocido al que- como siempre- dejaría una nota de despedida, se moría otra parte de su alma. Había aprendido a convivir con el dolor sin ser consciente de que la destruía por dentro. 

No podía soportarlo más. Por más que intentaba pensar en algo que la atara a la vida, no lo encontraba. Hacía tiempo que no trataba con su familia y sus amigos eran tan pocos que soportarían fácilmente su ausencia. Su trabajo, rutinario y aburrido, no era ningún aliciente; no tenía aficiones que llenaran su tiempo, ni sueños que alimentaran su alma. Pero lo peor era la falta de esperanza. Ya no pensaba en el futuro, había dejado de hacer planes, la ilusión había desaparecido. Se sentía vacía.

Estaba a punto de amanecer. Terminó de escribir la nota para su amante ocasional, se vistió sin prisa y, cuando terminó, miró desde la puerta la habitación. Por un instante, deseó ser como aquel hombre al que dejaba durmiendo tranquilo y satisfecho. Cerró la puerta sin ruido y, una vez en el coche, condujo sin rumbo. 

Tenía la mente en blanco, pero el dolor no desaparecía. Sintió el olor del mar, y cuando llegó a un ensanchamiento de la carretera paró el coche, se bajó y empezó a caminar. Amanecía, y sobre los árboles, a lo lejos, se reflejaban los tonos anaranjados y rojizos del alba. Se quitó los zapatos de tacón y caminó descalza. Notó la dureza del suelo, el frío. Siguió caminando, sin ningún propósito, sin ir a ningún sitio. Seguía sin pensar. El dolor la acompañaba aún. 

El final del camino. Se giró. En la distancia, el monte, el valle; a su espalda, el acantilado, el mar. A lo lejos, un sol naranja empezaba a iluminar a contraluz los pueblos, los cultivos, los bosques. Un olor a verde, a fresco, a suave lo llenaba todo. Se diría que el mundo despertaba dulce. Hubiera querido sentirse como el paisaje, como la mañana, apacible, tibia, tranquila. Quería volver a sentirse viva, pero no lo conseguía. Necesitaba paz y que el dolor desapareciera. 

Sin saber por qué, se volvió buscando el mar, y miró hacia el sol que se alzaba, poderoso ya, a su derecha, sin cerrar los ojos. Quedó cegada y soltando los zapatos, se quitó la chaqueta; seguía con los ojos abiertos, mirando sin ver nada, pero sintiendo calor en la cara. Queriendo notar la misma sensación en todo el cuerpo, terminó de desnudarse y se emborrachó de la calidez del día que nacía. Pero el dolor seguía allí, dentro de ella. 

No podía más, necesitaba descansar. Sin pensarlo, empezó a caminar, ciega, sin ver donde pisaba. Únicamente notaba el suelo, cruel e inhóspito, bajo sus pies; y el sol, cálido, acogedor, sobre su piel. Un paso, el siguiente, otro más; de repente, nada bajo sus pies, el vacío.

5 comentarios:

  1. Un relato duro. La desesperanza con la que muchos conviven se refleja de forma dramática, ni siquiera sabemos si había intención de lanzarse al vacío, o si, más terrible aún, es que no importaba.
    Como sueles, entras de forma magistral en los sentimientos y pensamientos de tu personaje. Un abrazo.

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    1. Pues sí que es un poco duro y estoy contigo en que lo peor es cuando ni siquiera te importa ya nada. Gracias por comentar, ya sabes que tu opinión es muy importante para mí. Un abrazol.

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  2. La melancolía sin metas, mata a las personas. Buen relato, Mayte.

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    1. Mil gracias, Pepe. Recién he descubierto tu blog y tu comentario se agradece aún más viniendo de alguien que escribe como tú. Un abrazo.

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  3. Gracias, Lucía, no sabes lo que me gusta leer que te ha conmovido, sobre todo viniendo de una poetisa como tú, que clavas sensaciones y sentimientos. Un abrazo enorme :)

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