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lunes, 27 de enero de 2014

Lilith



Dante Gabriel Rossetti. Lilith.



Al principio de los tiempos, Yavé creó el mundo y a todas sus criaturas, pero viendo que faltaba algo, decidió crear dos seres nuevos: un hombre, a su imagen y semejanza, y una mujer, su compañera. Los modeló a ambos con el mismo barro y les insufló vida con el mismo aliento. Adán y Lilith, Lilith y Adán. Sin embargo, jamás llegaron a entenderse ni a tener descendencia porque nunca llegaron a ponerse de acuerdo al hacer el amor. Él la quería siempre debajo, sometida, dominada; ella quería gozar como su igual y cambiar, a veces debajo, a veces encima. Las discusiones hacían de la convivencia un infierno y un día, Lilith, sabiendo que era ella quién tenía la fuerza dadora de vida, invocó el nombre de Yavé y abandonó a Adán trasladándose a un lugar entre la tierra y el mar habitado por genios y demonios. Allí con ellos, Lilith se dedicó a disfrutar del sexo y de la maternidad, cuidando de sus amantes y de su prole.
Adán, despechado y solo, llamó a Yavé para quejarse y pedir una nueva mujer, más sumisa que la anterior. Yavé, enfadado porque Lilith había descubierto su propio poder y había escapado invocando su nombre, intentó acabar con ella, pero era tarde: ella, creada a su imagen y semejanza, ya había dado vida. Pero la maldijo con la muerte de toda su descendencia. Lilith, desesperada, abandonada por los genios que sólo deseaban la diversión del sexo, lloró en soledad la muerte de sus hijos.
A Adán, Yavé le dio una nueva compañera, ahora de su gusto: Eva, que sacó de su costilla evitando así que fuera su igual. Con ella, sí hubo descendencia, también bajo la maldición de la muerte, pero para qué contar una historia tan conocida.
Pasan los tiempos, transcurre la vida, y Lilith, no se resigna. Todas las noches de luna negra, cuando todo sobre la faz de la tierra es invisible, se venga de Yavé colándose en los sueños de los hombres, guiándoles por los caminos del placer sexual prohibido hasta provocarles eyaculaciones con cuyo semen engendra nuevos hijos, destinados como todos a la muerte. A la mañana siguiente, los hombres descendientes de Lilith despiertan renovados y satisfechos; los de Eva, con culpa y angustiados. Yavé se revuelve en su trono, viendo como sus criaturas, incluso las que difunden su palabra y han hecho votos de castidad, se entregan irremisiblemente al placer que le entrega una mujer ajena al pecado.




Era una noche de luna negra. Un ligero roce en la base de la espalda le hizo estremecer. Lo ignoró e intentó volver a conciliar el sueño. Sabía que era ella de nuevo. Notó como recorría todas y cada una de sus vértebras. No la veía, pero podía sentir sus dedos, su lengua, sus labios. Se resistió. No quería, no estaba bien abandonarse así a una mujer. Se giró y abrió los ojos, que rápidamente se adaptaron a la oscuridad. Miró a su alrededor, su traje negro en el galán de noche, el escritorio en orden, la cruz presidiendo la alcoba. El estremecimiento desapareció. Kempis, desde la mesilla, le reconfortó. Respiró tranquilo, recuperando lentamente la profundidad del sueño reparador. 

Aún no había recuperado el aliento sereno cuando la sensación de placer sutil que intuía en los dedos de los pies le tentó a entrar en el lugar en el que los sueños juegan a alternar el placer con el miedo. Se resistió de nuevo. Caminos vacíos con márgenes plagados de serpientes que se arrastraban, escondidas entre los adoquines, hasta enroscarse en sus piernas. Animales suaves, húmedos, viscosos. La sensación era tan placentera como angustiosa. Inconscientemente se movió para liberarse de su abrazo sinuoso y calculado. Tenía que encontrar fuerza para soportar la tentación. 

Apenas había recuperado el aliento cuando, una humedad cálida hizo que su sexo empezara a tensarse. Se removió, agitado, intentando rebelarse al ansia del deseo. Abrió los ojos y la vio, a horcajadas sobre él. Padre nuestro, que estás en el cielo… Su pelo cobrizo revuelto por la brisa que se colaba por la ventana. Santificado sea tu nombre… Sus brazos ligeramente doblados mostrando sus pechos, en reposo, reclamando unos labios que los hicieran revivir. Venga a nosotros tu reino… Su sexo de hembra, jugoso, caliente, inundando su vientre. Hágase tu voluntad… Su lengua, húmeda, ardiente, enervando las venas de su miembro enhiesto. Aquí en la tierra como en el cielo… Pedía templanza y valor a su dios para resistir y se entregó a la oración como vía de salvación. Inútil: su piel era más fuerte que su espíritu. 

Cerró los ojos para desterrar su imagen, pero las curvas que formaban su cuello y sus hombros recortados por la luz escasa que entraba por la ventana, se le colaron entre los párpados. Intentó luchar, no quería volver a caer, era pecado, no era la voluntad de dios. Pero… Lilith. La conocía demasiado bien, desde hacía demasiado tiempo. No podía evitar mirarla, hermosa, sentada sobre su sexo, que crecía sin que él pudiera hacer nada para evitarlo. Veía sus pechos vibrar mientras le montaba sin darle opción. Sintió su interior, voraz, fuerte, elástico, aprisionándole en una cárcel de placer de la que nadie hubiera querido escapar. Y se rindió: imposible ganar esa batalla. Se abandonó a los vaivenes de ella, dejándola hacer, escalando, asido a su piel, lugares en los que respirar es tarea de titanes, diluyendo su aliento en ella. 

Volvió a cerrar los ojos, entregado ya a la lujuria, aprisionándola en su recuerdo, tan fuerte, tan bella, tan poderosa. Sin cesar, en un movimiento cadencioso y de ritmo creciente, Lilith se dejaba caer sobre su pecho, lamiendo, mordiendo sus pezones, provocando movimientos que le curvaban la espalda hasta que ella podía abrazarlo, hundiendo en su piel la suavidad de sus pechos, acariciándole al mismo ritmo que su sexo crecía, poniéndole al borde de una descarga que daría envidia a la explosión creadora primigenia que su fe negaba. Exhausto, se dio por vencido, se abandonó a su fuerza, la de ella, la de la mujer a la que Yavé no podía matar. Y estalló.

Mientras él, inconsciente, recupera la serenidad del sueño satisfecho, Lilith intenta recoger el semen vertido fuera de ella. Que se pierda lo menos posible, lo necesita. Los hijos que matará la maldición de Yavé se lo demandan. Aunque siempre deja una parte, lo justo para que él, el hombre de dios, al despertar, sea consciente de su pecado. La vergüenza del hombre que pregona la palabra de Yavé, es parte de su venganza. 

Y es que Lilith se sabe condenada al desconsuelo de la muerte prematura de sus hijos inocentes. Castigada por el rencor de un dios que, a través de la muerte, resarce a su primera criatura del despecho por el abandono y se venga de la inmortalidad y la fuerza que da ser generadora de vida. Lilith, eterna. Lilith, maldita. Pero ella, cada noche, se venga de Yavé llevando a sus siervos predilectos, esos que dicen difundir su palabra, por los caminos del placer prohibido, haciéndoles disfrutar inconscientemente del sexo, mostrándoles la belleza del tabú, sembrando en ellos el gozo de las formas proscritas, haciéndoles esclavos de sus pasiones, doblegándoles a sus deseos y quedándose con su savia para engendrar aquellos hijos que Yavé matará tan pronto sepa de ellos. 

Sin embargo, su venganza no es perfecta hasta que, a la mañana siguiente, al despertar, la culpa les inunda y, en muchas más ocasiones de las que reconocen, su fe flaquea. Así, cada día Lilith le recuerda a Yavé que no está derrotada, que puede que sus hijos no la sobrevivan, pero siempre podrá dar vida, mostrándole que, si con esa terrible maldición, el dios de los hombres, no ha conseguido derrotarla, nada lo logrará.

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