Páginas

miércoles, 5 de agosto de 2015

Estereotipos

Circe. John W. Waterhouse.

Era martes y yo iba con un polo verde oscuro. No suelo acordarme de la ropa que me pongo y menos algo tan corriente como un polo, pero lo que llevaba en esa ocasión lo recordaba perfectamente. Estaba en la Casa del Libro de Gran Vía concentrado en las estanterías, cuando una mujer se acercó a preguntarme dónde podía encontrar las Metamorfosis de Ovidio. 
 
No me dio tiempo a decirle que no era un dependiente -aunque llevara ropa verde oscuro- porque, sin darme un respiro, me explicó que era para una visita al Museo del Prado que iba a hacer con los compañeros del taller de teatro al que asistía ya que ella, aunque trabajaba en una tienda de ropa, había estudiado arte y quería poder contarles a sus compañeros historias que en su momento leyó y que había medio olvidado, y como quería refrescarlas, quién mejor que Ovidio para contárselas, pero el libro que ella tenía no sabía a quién se lo había dejado y por eso necesitaba uno nuevo. Así, todo de golpe. Cuando la dije que era un simple cliente, se fijó en que el único parecido de mi polo con el chaleco que llevaban los dependientes era el color. Empezó a reírse al tiempo que se disculpaba, y yo, también riendo, le dije que no importaba, que me había gustado enterarme de su afición por el teatro, el arte y las historias antiguas. Sin saber cómo, me vi contándole que yo también andaba buscando un clásico, la Odisea, porque acababa de leer la Iliada y me había encantado. Soy ingeniero, bueno profesor de Tecnología de Materiales, y hasta ahora nunca me había interesado la literatura antigua. Finalmente, ambos compramos nuestros libros y al salir, como aún tenía más de media hora hasta que empezara el taller de teatro, que estaba en la calle Leganitos, me propuso tomar un café. Nuestro primer café.

Nunca me había pasado nada parecido. Ya en la cafetería, me fijé en ella. Pelo castaño, ojos marrones, facciones correctas y una sonrisa transparente. Casi tan alta como yo -que no lo soy demasiado-, no supe imaginar cómo sería el cuerpo que se escondía bajo el grueso jersey y los vaqueros. Tampoco me importó mucho, se trataba de un café. No me sorprendió que hablásemos de libros todo el tiempo. Bueno, en realidad hablé yo. Pese a su comienzo tan parlanchín, cuando dijo que tenía que irse, me di cuenta de que escuchaba más que hablaba. Había pasado casi cuarenta minutos contándole a una extraña en qué habían consistido a lo largo de los años mis lecturas (Ingeniería, Política, Economía, algo de Filosofía, poco de Historia, más Ingeniería…) y mi necesidad de abrir nuevos campos, de ahí que me diera por los clásicos. Había empezado por Homero siguiendo el orden lógico de sus historias, y como la Iliada me había gustado mucho, ahora iba a seguir con la Odisea. Mientras le contaba estas cosas, no dejaba de sorprenderme lo extraña que era esa necesidad de dejar el mundo práctico en el que me había movido hasta ese momento buscando otra cosa. Quizá nuevos horizontes, nuevas formas de entender el mundo. Hacía meses que mi vida estaba sometida a cambios, pero no lo vi con claridad hasta que se lo conté a ella. A Amaia, así se llamaba.

Se levantó y sacó el monedero para pagar su café, y aunque insistí en que la invitaba yo, no me dejó: la idea del café había sido suya. Pero dijo que le encantaría tomar otro café y seguir con nuestra conversación, y me hizo una perdida para que tuviera su número de teléfono. Por si a mí también me apetecía.

Y sí, me apeteció. Como me había contado que los martes iba al taller de teatro, ese mismo domingo la envié un mensaje preguntándole si quería un café antes o después de salir del taller. Al rato me contestó que sí, que le encantaba la idea, y que salía a las nueve y media. Pero que en lugar de café, por lo tarde, mejor unas cañas. Y un guiño. Quedamos en la puerta. Sí que me apetecía. Muchísimo.

A lo largo de las siguientes semanas, las cañas después del taller de teatro se convirtieron en habituales, solos o con compañeros suyos. Aunque mi vida al margen del trabajo era de lo más animada, llegó un momento en que ansiaba que llegaran los martes. Los viernes se los dedicaba a mi hijo (mi ex y yo tenemos un acuerdo un tanto fuera de lo habitual por el que el niño -que ya no es tan niño, tiene 14 años- está conmigo desde el miércoles por la noche hasta el sábado por la mañana y con ella el resto de la semana, además de 15 días de cada mes de verano) y los sábados, salvo raras excepciones, los solía emplear en lo que yo venía llamando vida social, que en realidad no era más que el tiempo dedicado a las mujeres. Eso sí, con dos normas inamovibles desde que me separé ya va a hacer cuatro años: jamás repetir con ninguna mujer y desayunar solo. Y las he cumplido a rajatabla. Aunque no todas las citas acababan evitando el desayuno, bastantes sí. Y como con el tiempo fui cogiendo experiencia en prepararlo todo (ya se sabe, velas, música, vino… y todas esas cosas que les encantan a ellas) y en seleccionar a mujeres que parecían interesadas en lo mismo que yo, últimamente los sábados acababan según lo esperado. No sé de dónde saqué esa idea que en su momento me pareció perfecta y que hoy me resulta bastante absurda. De hecho, lo es. En su momento tuvo sentido, no quería engancharme con nadie, pero se convirtió en un hábito rígido sin que me diera cuenta. También es cierto que no me había encontrado con ninguna mujer con la que me apeteciera salir dos sábados. Hasta ahora.

Iríamos por nuestro quinto martes cuando tuve que elegir entre el deseo, cada vez mayor, de una noche con Amaia que supondría, en virtud de mis reglas, la única ocasión de estar con ella, o mantener aquella relación de pura amistad limitada a los martes. Esto último parecía probable porque ella nunca me había dicho nada de vernos más allá de las horas y horas que pasábamos hablando antes y después de su taller. Había noches que nos volvíamos a casa pasada la una porque se nos iba el tiempo sin sentir. Y aunque en aquellas noches nos fuimos conociendo, nunca hablamos de nuestros pasados sentimentales, ni de familias, ni de trabajo, ni de todas aquellas cosas que suelen llenar conversaciones. No, nosotros hablábamos… qué se yo, hablábamos de todo un poco, desgranando nuestras formas de entender el mundo a través de lo que nos inspiraban libros o películas, la música o la pintura, la arquitectura y las ciudades… En fin, un poco de todo. Recuerdo, porque me sorprendió, en una de nuestras primeras conversaciones sobre La Odisea, su interpretación de las tres mujeres que, para ella, conforman el escaso universo femenino de la obra: Penélope, Calypso y Circe, y que pueden ser universales femeninos sin que ninguna fuera mejor o peor que las otras. Penélope, la mujer, esposa y madre, siempre presente, reina de lo doméstico, tan necesaria para mantener la estabilidad; Calypso, la ninfa, cegada por el amor que hace de su amado el centro del universo, capaz de cualquier cosa por conservarlo; Circe, la hechicera, inteligente y apasionada, capaz de dejar marchar al hombre al que ama antes que tenerle domeñado, rendido por hechizos y engaños, simplemente porque ya no sería un igual. Para Amaia, la mayoría de las mujeres podían encajar en estos tres tipos, no había más que mirar. Supongo que ella estaría acostumbrada a ello, pero lo cierto es que a mí me costaba. Bromeando, la pregunté en qué categoría estaba ella. Descúbrelo tú mismo, no tienes más que mirar, me dijo. Lo descubrí, al final, lo descubrí.

Tras darle muchas vueltas, creí haber encontrado el punto medio para compaginar mi deseo de estar con Amaia con las normas que regían mis relaciones. No era tan difícil, me dije, tan simple como que si estamos a gusto, si encajamos, podemos vernos de domingo a martes. Y como ambos trabajábamos, no surgiría lo de desayunar juntos. Y así, convencido de haber encontrado la solución, la invité a cenar a mi casa el sábado siguiente. Aceptó sin pestañear y sin ocultar que era una idea que le encantaba.

El sábado puse en funcionamiento toda la maquinaria de seducción que tan buenos resultados me daba. Por la mañana, me levanté pronto, fui a la compra: marisco y pescado, albariño, fresas y nata, bombones de chocolate negro, cava, rosas rojas y velas perfumadas nuevas, las que tenía estaban casi agotadas. También me acerqué a la librería y compré un libro: Las metamorfosis, de Ovidio. No me pareció muy romántico, la verdad, pero era una forma de recordar el día que nos conocimos. Ya en casa, puse las rosas en un florero tallado con una aspirina disuelta (truco de mi madre), cocí el marisco y lo dejé preparado en la nevera, así como la base del pescado que haría en salsa: rapé, no suele fallar. Me levanté de la siesta a eso de las seis y empecé a preparar la casa. Durante un buen rato estuve escuchando música pensando qué poner, hasta que al final me decanté por una recopilación de soul, otro clásico que nunca falla. Luego saqué un mantel blanco de hilo bordado con las servilletas a juego, y coloqué las copas, la vajilla y los cubiertos (todo parte del ajuar que había en casa de mi abuela y que nadie de la familia quiso porque no era moderno). Puse las rosas en el centro y repartí algunas de las velas pequeñas por la mesa. El resto de las velas, de distintos tamaños, la distribuí por el dormitorio: en el cabecero, en las mesillas, sobre la cómoda. Corrí las cortinas y cubrí las lámparas de las mesillas con una especie de velos que, si se encendía, daban una luz ambarina. Cuando terminé, pensé que los años de aprendizaje habían dado su fruto. El ambiente era digno de cualquier película romántica de Hollywood. También es cierto que a lo largo del tiempo fui apuntando todos esos detalles, según los descubría, en una libreta a la que siempre suelo echar un último vistazo por si me olvida algo. Esta vez no se me había olvidado nada.

Serían las nueve y cuarto cuando Amaia llamó a la puerta. Estaba preciosa. Vestía de blanco con una chaqueta de lana negra igual que las botas altas y el bolso. Se había maquillado un poco y aunque habitualmente estaba guapa, esa noche a mí me pareció espectacular. Tras enseñarle la casa por encima, le ofrecí una copa de vino y unos canapés en el salón, mientras yo terminaba de preparar la cena, pero al poco, apareció en la puerta de la cocina dispuesta a tomarse el vino conmigo y ayudar. Poco había que hacer, pero fue muy agradable que se viniera a charlar conmigo. Cuando estuvo todo listo, nos fuimos juntos al salón llevando entre los dos las bandejas con la cena y la botella de vino envuelta en un enfriador. La cena fue sencillamente deliciosa, en todos los sentidos. Como siempre empezamos hablando de todo y de nada, y sin saber cómo, acabamos hablando de nuestras respectivas vidas amorosas que a estas alturas estaban repletas de alegrías, desengaños, pasiones y amores, ligues circunstanciales, dramas ocasionales… Descubrí que era una mujer con una vida sentimental mucho más intensa de lo que podía parecer a primera vista, aunque bien pensado, tampoco era tan raro. Por lo que deduje, no soportaba ataduras, necesidades, ni exigencias, aunque creía firmemente en el compromiso. Rezumaba libertad por todos sus poros. Me sentí bastante identificado, salvo en lo de aceptar compromisos.

Cuando terminamos de cenar quiso recoger, pero no la dejé. Serví el champán en el sofá acompañado de las fresas con nata y con los bombones en la mesita, junto a las velas. Me preguntó si me importaba que se descalzara. Me encantó que lo hiciera. Brindamos y saqué el libro, envuelto para regalo. No se lo esperaba y cuando lo abrió, su beso lo dijo todo. Se quedó recostada en mi pecho mientras en silencio hojeaba el libro, como si buscara algún pasaje pero sin detenerse en ninguno. Empecé a acariciarla, besándola, hasta que dejó el libro, se levantó y empezó a caminar hacia el dormitorio. Rellené las copas y la seguí. Cuando llegué, se había quitado el pantalón, y la camisa, abierta, le caía algo por encima del medio muslo dejando adivinar su silueta. La luz de las velas resaltaba sus contornos, el brillo de su pelo oscuro, la luz de su sonrisa. Mientras la miraba sin haber soltado aún las copas, se terminó de desnudar, lenta, muy lentamente. Ya desnuda, se acercó como una gata, despacio y en silencio, y empezó a desnudarme a mí, que estaba paralizado, como si fuera un adolescente. Aún no sé qué fue lo que pasó para quedarme sin capacidad de reacción. Pero en cuanto me quitó las copas de las manos y las dejó en la mesilla, me recuperé. Nos abrazamos y la lleve hasta la cama, donde poco a poco fui descubriendo cada uno de sus rincones, dejándome hacer en sus manos y en su boca, sabias como no recordaba.

El tiempo pasó sin sentir, y fue el agotamiento el que nos llevó a mirar la hora. Más de las cuatro. No me lo podía creer. Estábamos tumbados, yo boca arriba y ella acurrucada en mi hombro. De nuevo en silencio. La pregunté si se sentía a gusto, más que nada para romper el hielo pensando en mi norma número dos. En el fondo no quería que se fuera, quería dormir con ella, despertar a su lado. Pero no podía ser. Norma número dos. Me dijo que sí, que estaba muy a gusto y que todo había sido bonito. ¿Bonito? Me sorprendió el adjetivo, no lo negaré. Es más, me quedé algo chafado. Hubiera apostado que había sido la noche romántica perfecta para cualquier mujer. Callé y se dio cuenta de que estaba descolocado. Y ella empezó a reír suavemente, distendiendo con su risa la tensión que yo había creado.

- Los hombres pensáis que todas las mujeres nos morimos por un ambiente romántico estereotipado, al estilo de lo que se ve en las películas o se lee en las novelas -dijo. Pero os equivocáis. Eso tan sólo es bonito y muy agradable.

- ¿Acaso no te parece romántico?

Me miró y me volvió a besar, mientras me acariciaba la cara, dibujando mi contorno. Volví a estar rendido.

- Claro que me gusta, cómo no iba a gustarme: es bonito. Y no te digo que no haya mujeres que sucumban ante todo esto. Pero si lo piensas, es un mero escenario, bonito, sí, pero superficial y preparado. Velas, flores, vino, bombones… Anda, dime que no es verdad.

No dije nada. Tenía toda la razón. Pensé en la libreta y no me vi capaz de rebatir su argumento.

- De hecho, sólo hemos acabado aquí por un pequeño detalle que es lo que te ha mostrado como yo te he venido viendo en todas estas semanas: un hombre atento, encantador, inteligente y divertido. Nada que ver con el clásico seductor que recurre a todos los trucos del romanticismo de las novelas de amor.

- ¿Un detalle? ¿Cuál? - La curiosidad me mataba.

- Ovidio. Que te hayas acordado del libro que iba buscando cuando nos conocimos. Eso sí es importante. Bueno, importante para mí, claro.

Me reí mientras la abrazaba y pensaba en lo diferente que era de las mujeres con las que solía salir y acostarme, para luego olvidarlas. Empecé de nuevo a besarla y acariciarla, dispuesto a olvidarme de la norma dos, pero se levantó y empezó a buscar su ropa. Era tarde, me dijo. Yo también me levante, dispuesto a despedirla. Se terminó de vestir, se calzó, guardó el libro en el bolso y, cuando ya estaba en la puerta del ascensor, se volvió a darme un último beso y susurrarme al oído si ya sabía qué tipo encajaba con ella, si Penélope, Calypso o Circe. De nuevo, me quedé sin palabras. Me reí y le di el último beso.

Cuando volví a la cama, que aún tenía rastros de su perfume, no podía dejar de pensar qué iba a hacer ahora. Me gustaba mucho, infinitamente más que cualquiera de las mujeres con las que había salido desde mi divorcio. Tanto como para plantearme si debía o no seguir manteniendo las normas que me había autoimpuesto. Sin embargo, no me veía preparado para iniciar una relación. Por suerte, estábamos a las puertas de la Navidad, así que tenía tiempo… y una excusa.

Al día siguiente me envió un mensaje agradeciendo la cena y lo que no fue la cena seguido de un emoticono con un guiño. La contesté agradeciéndole la noche y también puse un emoticono: una sonrisa nada comprometedora. El domingo pasó tranquilo. Me levanté muy tarde, recogí los restos de la cena y pasé la tarde intentando leer. Fue imposible. No podía dejar de pensar en qué iba a hacer. Finalmente decidí no hacer nada, tenía unos cuantos días para pensar en si seguir adelante o no.

El lunes, a última hora, Amaia me envío otro mensaje preguntándome si iba a pasar por el taller a tomar algo el martes. Me disculpé con la excusa de revisar trabajos y preparar exámenes de fin de trimestre. Ningún problema, me contestó, esperando que no trabajara demasiado. Con una sonrisa y un guiño. Y así pasé la semana, entre trabajos y exámenes, hasta que el viernes, Amaia me volvió a enviar otro mensaje, invitándome a cenar el sábado. Decliné la invitación alegando una reunión familiar. A lo largo de la semana siguiente, la de Navidad, también conseguí esquivar un par de intentos de quedar alegando los compromisos navideños y que mi hijo pasaba más días conmigo. Cumplía mis reglas, sí, pero me sentía fatal. Cada día peor porque, aunque lo que yo quería era estar con ella, no hacía más que alejarme y poner excusas que dudo mucho que creyera.

Pasé la Nochevieja con algunos amigos y entonces, pensando en aquello de año nuevo, vida nueva, decidí que había llegado el momento de poner fin a las normas. Al día siguiente por la tarde, le envié un mensaje felicitándole el año y proponiéndole una cena para el sábado siguiente. Pero pasó todo el día y no contestó. Al día siguiente al fin contestó. Me daba las gracias, pero no podía, ya había quedado. Entonces, pensando que podría dejar a mi hijo con mis padres, le pregunté si el viernes la venía bien. No contestó, aunque había leído el mensaje. Al final, dejé el móvil en la mesa y encendí la tele, yendo de canal en canal sin quedarme en ningún sitio. ¿Por qué no me habría contestado? Me fui a la cama convencido de que le habían molestado mi batería de excusas.

Cuando ya empezaba a dormirme vi iluminarse la pantalla del móvil. Lo cogí y vi que Amaia había contestado. Abrí el whatsapp y leí un mensaje bastante largo. Me daba las gracias, pero me decía que no podía tampoco el viernes, ni ningún otro día, que se había dado cuenta que no era el momento para mí en la semana siguiente a nuestra cita y no podía ni quería hacer que yo cambiara nada en mi vida ni tuviera que estar buscando excusas no pedidas. Me decía que aunque había estado a gusto conmigo y le hubiera gustado que nos siguiéramos viendo, no parecía que fuera algo recíproco. No sabía si por inseguridad mía o si porque ella no me gustaba lo suficiente. En cualquier caso, me decía, prefiero dejarte pasar.

Mentiría si dijera que me quedé desolado. Más bien, jodido por haber sido tan idiota y no haber sabido mirar. Circe, sin duda Amaia era Circe, pero lo descubrí tarde.

No hay comentarios:

Publicar un comentario