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jueves, 12 de marzo de 2015

Ofelia



Ofelia - Gregory Crewdson


Nació antes de tiempo y más pequeña de lo habitual. Nadie podía asegurar que sobreviviera. Pero lo hizo. Creció frágil y convencida de ser alguien especial, de estar por encima del mundo que la rodeaba. Su madre, atrapada en una vida anodina y en una relación agotada, había volcado en la niña sus anhelos y ambiciones, todos sus sueños románticos, buscando que su hija viviera al margen del mundo ordinario y tosco en el que se movían. No le permitía jugar con los demás niños, ni salir a la calle, ni tocar nada que pudiera mancharla: quería que fuera etérea, única, como de otro mundo, pensando que alejarla de la realidad que les envolvía le abriría la puerta a una vida mejor que la suya. Incluso al elegir su nombre, buscó escapar. Ofelia, sutil y delicada, enamorada sin esperanza de Hamlet. No se le ocurrió que tal vez un nombre puede estar unido a un destino.

Desde muy pequeña, su angelical aspecto, su pelo negro y sus ojos violeta intenso en contraste con una piel casi traslúcida, permitieron a su madre introducirla en el mundo de la publicidad, de la fotografía y, finalmente, de la televisión. Tenía que concentrarse por completo en ese futuro. La niña sería famosa y ella, de algún modo, también.

Los trabajos empezaron a ser cada vez más frecuentes y los días de casting, sesión fotográfica o rodaje, la niña no iba al colegio. Ofelia, rodeada de una nube de peluqueras, estilistas y maquilladoras, se sentía una princesa de cuento de hadas. Su madre organizaba todo y sus caprichos se convertían en realidad al instante. El mundo giraba en torno suyo, tenía todo lo que deseaba y nadie le decía que no a nada. No podía imaginar que no siempre sería así.

Cuando tenía nueve años, y previendo el desastre, el padre de Ofelia, incapaz de soportar por más tiempo aquella situación, pidió el divorcio y la custodia de la niña, alegando que el que dedicara tanto tiempo al trabajo descuidaba su educación. El juez desestimó la petición, y el hombre tuvo que conformarse con hacerse cargo de su manutención y verla los tiempos que, a fuerza de repetirse, se habían tornado clásicos: un fin de semana de cada dos y quince días en verano. Durante todo el tiempo que pasó con ella nunca dejó de intentar devolver a Ofelia al mundo real, llevándola a parques llenos de atracciones, a las cuales la niña no subía; invitando a los hijos de sus amigos, a los que ignoraba y trataba con desprecio; visitando museos, ferias, exposiciones, pueblos… buscando despertar algún interés en su hija. Pero ella permanecía ausente, ajena, hastiada y deseando marchar. Fue una tortura que duró cuatro años, hasta que, con la complicidad con su madre, la niña logró que un juez suprimiera las visitas.

Sin embargo, la vida que su madre había soñado para ella no llegó nunca. La adolescencia se llevó el ángel que tuvo durante la infancia. La cara se le llenó de granos, la piel se le oscureció, los rasgos se le endurecieron y, hacia los veinte años, se había convertido en una mujer absolutamente vulgar, pequeña y demasiado flaca, de formas rectas y sin ningún atractivo especial: una mujer como tantas. Sin estudios, tuvo que aceptar un trabajo corriente y mal pagado que le impedía llevar el ritmo de vida que estaba convencida de merecer. La frustración se hizo su más fiel compañera: ella seguía viéndose como la reina que creía ser y comportándose como tal, con aires de superioridad y desprecio hacia los demás, mirando al resto del mundo desde una atalaya inexistente.

Los hombres que se le acercaban nunca eran los que ella quería, y los que a ella le interesaban, la ignoraban. Así, se fue fabricándose una personalidad hipersensible, incomprendida del resto del mundo, rodeada de un aura de romanticismo fatuo, de amores desmedidos y sensibleros, de exigencias sin compensaciones, que ninguno de sus eventuales novios podía soportar. Esperaba con desesperación la llegada de un príncipe azul que la rescatara de ese mundo mediocre e insensible en el que vivía, un mundo que la trataba cruelmente. Pocos llegaban a convertirse en sus amantes, pero cuando ocurría, su frialdad, su desconsideración, sus ínfulas de princesa, esperando todo sin dar nada, llevaban la relación al fracaso. Y cada uno de ellos era un paso más hacia la desesperanza: se sentía maltratada y herida, sin comprender el porqué de tanto daño y sin siquiera plantearse que parte de la culpa de esos fracasos podía ser suya.

Según pasaba el tiempo, acuciada por la soledad y la necesidad de encontrar ese amor que había inventado y que sólo existía en su mente, su listón masculino empezó a bajar, lo que no impidió que los desastres se sucediera uno tras otro. Al principio, la incomprensión y el asombro por los comportamientos de sus amantes fueron acompañadas de rabia e ira, pero poco a poco las sustituyeron la angustia y la ansiedad. Ofelia se sentía desgarrada, vejada, convencida de que nadie era capaz de percibir su exquisitez, de entender sus sentimientos, de abrir la jaula donde su pasión se mantenía cautiva. Empezó a barajar la posibilidad de poner fin a todo, cada vez más lánguida, apática e indolente. Sentía que el mundo la había traicionado e, incapaz de admitir sus propios errores, su egocentrismo y sus defectos, empezó a pensar en un final acorde a la percepción que tenía de sí misma.

Aquel viernes, al llegar de su trabajo, se desvistió de forma casi ritual, como para un baño purificador. Una vez desnuda, abrió los grifos de la bañera, luego los del lavabo, finalmente, bajó a la planta inferior para abrir los de la cocina. Subió de nuevo a su alcoba y se puso un camisón blanco, ligero, de seda, y de forma suave y teatral, se sumergió en el agua, que pronto llenó la bañera y la desbordó, uniéndose a la que manaba del lavabo e inundaba el cuarto de baño para salir al pasillo y descender por las escaleras, donde se encontraría con el agua de la cocina y que ya había empezado a llenar el suelo de la sala de estar, rodeando los muebles de la estancia. Ofelia, salió de la bañera, bajó las escaleras y tras tomarse todas las pastillas del bote de barbitúricos, se tumbó en el suelo a esperar que la muerte le diese un final con la belleza y el brillo que ella merecía.

Cuando, a los dos días, los vecinos, preocupados por el reguero de agua que escapaba por debajo de la puerta, avisaron a la policía y a los bomberos, éstos sólo vieron a una mujer pálida y flaca, flotando en medio de un salón inundado en el que muebles destartalados, impersonales y grises flotaban a su alrededor.

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