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miércoles, 12 de noviembre de 2014

Veintisiete líneas





Cuando, al abrir el correo esa mañana, vio el enlace a la página de opinión de un diario tan amarillo como La Gaceta, le invadió una sensación extraña que se tornó en triste al ver quien lo firmaba. Dudó si leerlo o no mientras, sentada a la mesa de la cocina, echaba azúcar al café humeante, moviéndolo lentamente, al tiempo miraba las portadas de periódicos más serios. Finalmente, volvió a la pestaña en la que mantenía abierto el artículo en cuestión.

Veintisiete líneas. Lo leyó. Despacio, viendo cómo el autor intentaba diluir en un innegable talento, toda la hiel, inquina y misoginia que llevaba dentro y que los ineptos editores del periódico habrían aplaudido creyendo contar con un adepto más a su línea editorial. Quizá incluso le hubieran pagado algo simbólico por un artículo agresivo, ofensivo para las mujeres y que terminaba con una llamada, sutil, esquiva, astuta, una llamada pensada para poder ser negada en caso de ser argüida. Una llamada para ella.

Dio otro sorbo a la taza que sostenía con ambas manos, sintiendo el calor y la fuerza del café no sólo en su boca, sino también en su piel, mientras releía aquellas veintisiete líneas. Una provocación, otra más. Pero ahora, ante el fracaso de sus intentos anteriores, había cambiado de táctica; ahora intentaba provocarla con una llamada a su conciencia, buscando su respuesta a través de un ataque que estaba seguro de que la perturbaría, en un medio que sabía que le repugnaba.

Buscó una galleta, María, de las de toda la vida, dorada, crujiente, deliciosa. Mientras la mojaba pensó que tal vez volviera a estar solo, viendo cómo las semanas, los meses y, sobre todo, los años, le caían encima y se hacía viejo, inmerso en una soledad que le costaba soportar por más que lo negara. Y convencido de estar por encima de que los que le rodeaban, se negaba a admitir que se veía en esa situación por su propia incapacidad de aceptar a los demás como iguales; sin duda era más fácil buscar un culpable. Y siempre lo encontraba: ella, por dejarle; ella, por no volver; ella, por no haberse quedado con él como, en el fondo, esperaba. Olvidaba que él, en un ejercicio de estrategia arriesgado, le abrió la puerta para que se fuera. Calculó mal, la infravaloró… y se marchó. Y, lo que aún era peor: sola estaba mejor que con él… y él lo sabía.

Él creyó poder conjurar esa desazón con nuevas mujeres, pero no. Cuando la primera, agobiada, le dejó, la sustituyó con rapidez por otra... que también le abandonó al poco, como ocurrió con la tercera. Tras cada abandono, buscaba de nuevo la confrontación con ella encontrándose con un muro de silencio e indiferencia cada día más sólido, cada vez más fuerte. Y ahora... un nuevo intento, eso sí, más sofisticado. Pero igual de inútil. Volvió a mirar la pantalla; no pudo -ni quiso- evitar el recuerdo de los buenos tiempos que la llevaron a sentir una lástima infinita por él, nublándole los ojos durante un instante.

Mientras tomaba el último sorbo de café, ya tibio, con ese regusto placentero del final de algo delicioso, cerró la página del periódico e iba a borrar el correo con el enlace, cuando sonó el aviso de un mensaje en el móvil que tenía junto al ordenador. Olvidó el ordenador y miró la pantalla del móvil. Sonrió.

2 comentarios:

  1. Maravilloso final. Esa sonrisa nos deja mucho espacio para la imaginación. Un abrazo, Mayte

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    1. Gracias, Alfredo. Todo un lujo de comentario viniendo de alguien que, como tú, siempre nos sorprende. Un abrazo.

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