Habitación 915. Las nueve y cuarto. Aún tenía un cuarto de hora por delante. Encendió la luz y paseó la mirada por toda la estancia. Nunca había estado en ese hotel y se alegraba de su elección. Era moderno y elegante, con un ligero toque de distinción en el mobiliario, de color wengue, y otro de color en los cuadros, abstractos en tonos ocres claros, marrones serenos, y rojos furiosos. El contraste era perfecto para lo que ella quería. Un ventanal que ocupaba toda la pared ponía la ciudad a sus pies. Abrió las cortinas y dejó que la luz de la noche se instalara allí.
Justo como lo había imaginado. Le excitaban las situaciones extrañas, le gustaba jugar pero no era fácil encontrar un compañero que se atreviera. Y que luego no quisiera más y más. Algo que no estaba dispuesta a dar: era tan sólo un juego. Estaba convencida de que esta vez sería así, que el tipo duro no iba a querer ir más allá. Era un tío raro, extrañamente coherente y honesto, que no esperaba nada de nadie, ni siquiera de sí mismo.
Sacó del bolso un paquete de velas de canela, vainilla y cardamomo, en distintos tamaños, que distribuyó por la mesa en la que estaba el papel de escribir, por las mesillas e, incluso, por el lavabo y repisas del baño donde, discretamente, había dejado un pequeño neceser. Volvió al dormitorio, tapó el televisor con un pañuelo granate, y dejó a mano un mechero.
Sacó un reproductor de mp3 y dos pequeños altavoces que conectó a la salida de sonido del aparato. Buscó en las carpetas hasta dar con la que buscaba. Soul, selección. La cálida voz de Diana Krall hablando de besos, abrazos y pájaros que cantan en un sicomoro, se mezcló con el perfume que tan embriagador resultaba sobre su piel. Del minibar sacó dos copas y una pequeña botella de Rioja. La abrió y se sirvió.
En el espejo que cubría por completo el armario, se miró. Tacón de aguja, falda de tubo negra y blusa en un blanco roto que permitía adivinar el encaje de un minúsculo sujetador. La chaqueta, también negra, estaba dentro, donde guardaría, en nada, el resto de ropa que llevaba. Empezó a desabrocharse la blusa lentamente, mientras saboreaba el vino en tragos pausados contoneándose al ritmo de la música. Abrió la cremallera y dejó caer la falda al suelo. Se terminó de quitar la blusa mientras daba otro sorbo a la copa y, junto con la falda, la colgó en una de las perchas junto a la chaqueta. Cerró el armario. No sería ella quien quitara el resto. Un ligero sujetador de encaje negro con cierre anterior, medias rematadas en encaje y liguero, y un pequeño tanga, también del mismo material. Y del mismo color. Se dejó puestos los zapatos.
Sonó un mensaje. Acabo de aparcar, decía. Nada más. Encajaba con él. Apartó cuidadosamente el edredón, colocándolo con primor, y empezó a encender las velas. Tenía al menos cinco minutos. Suficiente. La noche se fue llenando de pequeños fuegos que transfiguraban el aire. Apagó todas las demás luces y dejó la puerta entreabierta. Unos pasos firmes se acercaban. Se miró por última vez y frente a la ventana, mientras encendía un cigarro con la lumbre de una vela, vio como el reflejo de la luz que se colaba a través de la entrada, a su espalda, desaparecía poco a poco. Con el golpe seco de la puerta al cerrarse, se giró.
Allí estaban, frente a frente. Ambos de negro. Ella, semidesnuda; él completamente vestido. Mirándose. En silencio. Ella se acercó y hundiendo su nariz en el cuello le besó levemente y empezó a quitarle la cazadora. Cuero viejo, no podía ser de otra manera. La dejó, estirada, en el respaldo de la silla. Volvió, ahora con las dos copas a medio llenar. Sonrieron callados y sin ningún tipo de brindis, compartieron por primera vez algo más que letras a través de una pantalla. Ella notó cómo su mirada la taladraba.
Cómo no mirarla. El contraste del blanco de sus piernas asomando entre las medias y el liguero, los matices cambiantes de la luz de pequeños fuegos iluminando el escote que el sujetador mostraba, el rojo de su boca, el brillo de su pelo, el olor de su piel. Se había acercado tanto que podía sentir su aliento. No se atrevía a tocarla por si fuera un espejismo. Si lo era, era poderoso, porque notaba que el pantalón apenas podía contener el exceso de testosterona que le rebosaba por cada poro de su piel.
Empezó a desabrochar, uno a uno, lentamente, los botones de su camisa, negra por supuesto, entreteniéndose en cada hueco de piel que se liberaba al abrir un botón. Mientras sus manos se ocupaban en liberar el pecho oculto, uno de sus muslos buscó el hueco entre las piernas de él. Dejó por un momento la camisa, liberando el cinturón y desabotonando el vaquero, negro riguroso, y buscando con la mano lo que la pierna había anunciado. Sintió cómo él se estremecía aún antes siquiera de rozarle. Empezó a recorrer su piel mientras la música envolvía el crepitar de las velas acompañando a la respiración agitada por una excitación incipiente. Terminó de quitarle la camisa y, mientras él la sostenía por la cintura, lanzó la prenda hacia la butaca que había en la esquina.
Suavemente le empujó hasta que le tuvo boca arriba en la cama. Le quitó, primero una, luego la otra, las botas y los calcetines, dejando al aire unos pies de hombre extrañamente bien cuidados. Le acarició los tobillos dejando que sus dedos subieran hasta el límite del pantalón. Le estorbaba. Se levantó y de frente, dejó que él, apoyado en los codos, la mirara moverse al ritmo la música al tiempo que tiraba lentamente de ambas perneras, dejando libres las piernas, fuertes, vellosas, y un boxer negro que a duras penas podía ocultar lo que guardaba. Ella notó cómo se humedecía. Cadenciosamente empezó a recorrer sus piernas, con las yemas de los dedos, suave, muy suave, parando justo antes de llegar a la ingle mientras él se enarcaba como si con ese movimiento quisiera rogarle que continuara.
Estiró los brazos buscando medir su cintura, tantear su pecho, calibrar su piel, y notó cómo el roce de sus dedos le provocaba pequeños escalofríos. La vio inclinarse sobre él, sintiendo el roce del encaje en el pecho, y mientras sus manos, las de ella, terminaban de recorrer su pecho, el de él, sus labios, por primera vez, probaban los de ella. Al hilo de las caricias en nalgas y espalda, los besos se extendieron al cuello, las orejas, los párpados, las mejillas, la mandíbula, la parte interior de la barba... Mientras ella recorría su cara con pequeños besos, él respondía con las manos, tanteando su piel, intentando aprender sus curvas. A ciegas, buscó en su espalda el cierre del sujetador hasta que una leve risa le indicó que no iba por buen camino. No tardó en encontrarlo. Tras él, fue todo lo demás. Salvo las medias. Le excitaba hacer el amor con una mujer desnuda con medias negras.
La miró. Estaba increíble a horcajadas sobre él: caderas marcadas, cintura estrecha y pechos naturales. Asiéndola por las nalgas, la intentó llenar con su sexo, pero ella se resistió. Con un gesto le hizo ver que no, que aún no era el momento. La vio deslizarse sobre él, descendiendo con sus labios y su lengua por el vientre hacia su centro, enorme, a punto de explotar. Sintió como le tomaba con una mano, moviendo la otra hacia atrás, acariciándole con suavidad al tiempo que su lengua le recorría, recogiendo su humedad con la punta, para terminar acogiéndole en su boca con movimientos continuos, lentos al principio, aumentando la presión al ritmo de la música y de su propia excitación. Tenso al principio, acabó dejándose caer sobre la cama, abandonándose al placer del momento. Se olvidó de quien era, se olvidó de ella, se olvidó de todo, salvo de la boca y de la lengua que le llevaban a tocar las puertas del cielo. ¿Cómo sería la voz que saldría de esos labios? Se moría por oírla susurrar al oído. Pero tenían un trato. Y él jamás rompía un trato.
Notó como, cuando estaba a punto de estallar, su boca le abandonaba, dejándole huérfano del placer que le había ocupado por entero. La tensión se relajó, recuperando algo de elasticidad sin perder la fuerza, mientras su lengua medía sus piernas y sus dedos se enredaban en sus tobillos. Nunca le habían acariciado los tobillos. Le gustaba. Sintió que podía morir en ese instante, sin pensar en nada, salvo en dejarse. Qué mujer tan diferente a las que él había conocido hasta entonces. Sentía sus manos explorar sus piernas con tanta familiaridad que nadie hubiera dicho que era la primera vez que jugaban con sus cuerpos, se tanteaban, se buscaban… Le había sorprendido tanto como en aquellas largas conversación de chat en las que no podía dejar de admirar la singular visión del mundo que ella tenía y que les habían llevado a esa habitación de hotel.
Aquellas piernas de hombre, velludas, eran agradables para acariciar y él, contrariamente a lo que ella pensaba, se dejaba. No era normal que los hombres se dejaran acariciar, y era tan agradable hacerlo… Perdida en estos pensamientos no pudo -ni quiso- evitar que él se levantara, abrazándola y besándola, casi con desesperación, buscando sus pechos, sus labios, su piel. Se dejó atraer hacia él hasta que consiguió que ella le rodeara la cintura con sus piernas, dejando que su sexo mojara su vientre, excitándole aún más. Sus hombros, de curvas tan irresistibles como el resto de su cuerpo, se arquearon al abrazarse a él, dejando el cuello a la altura de su boca, como un fruto aromático en su punto exacto de maduración. Lo olió, lo lamió, lo besó, y la febril fuerza que había ido creciendo a cada segundo le llevó a levantarla y encajarse dentro de ella.
A punto estuvo de irse al notar aquella presión perfecta sobre su sexo. Dios, parecía hecho para ese hueco. No sabía si era real o no, podía ser por el intenso grado de excitación, pero no recordaba haber sentido nada igual al penetrar a una mujer. Ella no se movió, le dejó acoplarse a su interior, le acogió. Empezó a notar alrededor de su sexo una suave presión, que cedía a los pocos segundos para, inmediatamente, volver a sentirla. Pero ella estaba quieta, abrazada a su cuello, con el pelo esparcido por sus hombros, lamiéndole el lóbulo de la oreja. Aquel rítmico movimiento alrededor de su sexo le estaba volviendo loco. Sabía que no podría soportar aquello más tiempo. Hacía tanto tiempo que no estaba con una mujer. Y en la vida habría imaginado una mujer como aquella. Ya fuera de sí, sin apenas esfuerzo, la levantó y volteó, tumbándola de espaldas y en apenas unos pocos movimientos, se perdió, absolutamente descontrolado. Tardó un buen rato en recuperar el resuello y aún más en darse cuenta de que ni siquiera se había acordado de usar uno de esos condones que aún estaban dentro del bolsillo de la cazadora, en el envoltorio de la farmacia dónde los había comprado antes de salir hacia el hotel. Joder, joder, joder. Como podía haber perdido el norte de aquella manera. ¡Dios!
La vio dirigirse al baño, disfrutando de su leve contoneo al andar, de la curva de su cintura, de su pelo flotando sobre su espalda. Al oír el pestillo cayó en la cuenta de que aún no habían dicho nada. ¿Cómo sería su voz? No podía ser excesivamente aguda. Una mujer así no podía tener voz de pito. ¿Querría hablar ahora que ya se había corrido? Él sí, pero ¿y ella? ¿También habría llegado al orgasmo? Se avergonzó de no saberlo, de no haberse dado cuenta. ¿Qué pensaría? Le había follado como hacía tiempo nadie lo hacía y él no se había dado cuenta de si ella se había corrido. Se sintió miserable.
Cuando volvió a la cama se acurrucó junto a él, buscando su abrazo, sin que nada en ella pudiera decirle si había tenido o no orgasmo. Pero no se atrevía a preguntar. La acogió, sintiendo su piel, acariciándole la espalda, suave, delicado. Al bajar por sus caderas cayó en que aún llevaba puestas las medias. Si hubiera tenido sangre en las venas, se habría vuelto a empalmar. Pero no tenía fuerzas más que para mover los dedos por su piel. Ella, levantó la cabeza, y apoyándose sobre su pecho, le miró a los ojos un rato largo hasta que, cuando ya no lo esperaba…
- ¿Quieres que te cuente un cuento?
Grave, acariciadora, sensual. Era la voz perfecta para esa mujer. Se quedó sin palabras.
Elegante y sensual, me gusta cómo cambia el lenguaje cuando el protagonismo pasa de ella a él. Voy a por el final.
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