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martes, 15 de julio de 2014

Tiempo de bar




Las diez y dieciocho. El hombre llevaba más de una hora acodado en el extremo de la barra más cercano a la puerta. Era un tipo corriente. Más bien bajo, barriga prominente y pelo ralo y escaso. Los cincuenta los había cumplido hacía tiempo, mucho tiempo. Iba ya por el cuarto whisky -Glenfiddich de 12 años- y si en algún momento aguantó bien el alcohol, desde luego había sido en otra época. Era la primera vez que le veía por el local y había venido solo. Eso era poco habitual. No es que fuera raro que viniera gente nueva, lo extraño era que vinieran solos: éste no es un bar de moda, ni está en un sitio céntrico. 


A las diez y veintitrés entraron Andrés y Julián. Más o menos, a la misma hora de todos los jueves. Habrían estado picando algo después del trabajo y solían tomarse una copa juntos antes de irse a casa. Y como siempre, gintonic para Julián y un bourbon para Andrés. Con mucho hielo los dos: al día siguiente tenían que trabajar. Y como desde hacía años, se pusieron al fondo de la barra, dónde menos se oía la televisión que, para no variar, daba fútbol. 

No llevarían ni cinco minutos allí cuando el desconocido de la esquina, tambaleándose, se acercó a ellos y en voz alta, como si buscara que todo el mundo le oyera, dijo:

- ¿Tú eres el hijoputa que se está tirando a mí mujer?

Los dos amigos le miraron sin entender nada. ¿Qué coño le pasa a este tío, aparte de estar borracho? Hicieron como si no fuera con ellos y siguieron a sus cosas. 

El hombre no se tomó a bien que no le hicieran caso y volvió a decir lo mismo, pero ya a gritos. El camarero dejó el fútbol y, tras bajar el volumen del televisor, se acercó a preguntar qué pasaba. La poca gente que había a esas horas, también dejó de mirar la tele. Todo el mundo estaba pendiente de aquel borracho que daba voces. 

- Venga, amigo, ya va siendo hora de que se vaya a casa - dijo el camarero en tono conciliador, intentando no alterar más al hombre. 

- Y tú, ¿Por qué no te metes en tus asuntos? Este cabrón se está tirando a mi mujer. 

- No creo que nadie se esté tirando a tu mujer - el camarero hablaba con calma, no era la primera vez que se enfrentaba a un borracho patoso. - Seguramente estará en su casa esperándole.

Las diez y treinta y cuatro. El viejo empezó a ponerse colorado, no sabría decir si por el calor, por la bebida o por la ira. De forma casi ininteligible aunque a grito pelado, informó a todo el mundo que hacía casi cinco años que su mujer le había abandonado y que sabía que ahora estaba con el impresentable que tenía delante. El impresentable en cuestión parecía ser Andrés. 

Andrés reaccionó. Joder, ese tipo es el ex de Susana, le dijo a su amigo. No le había visto nunca, pero no podía ser más que él. Empecé a recordar una conversación, hacía un par de años entre Susana y Andrés, cuando ya era habitual verles juntos. Esa vez no estaban al fondo de la barra, sino en el centro, sentados ambos en dos taburetes frente a mí. Si no fuera por todo lo que oí aquella noche, me habría parecido increíble que después de tanto tiempo aquel hombre siguiera considerándola como su mujer, cuando hacía más de cuatro años y medio que se habían divorciado. Pero el hombre del que habló Susana no parecía un tipo cuerdo. Oí como contaba que tras dejarle, la seguía a todas horas, a veces intentando reconciliarse, otras apareciendo con otras mujeres en un intento de encelarla, todas, intimidándola. Hasta tal punto que a los dos meses de haberse separado, le demandó por acoso y consiguió una orden de alejamiento. Durante un tiempo, la cumplió, aunque Susana sospechaba que alguien la vigilaba, un detective o algo así, porque al cabo de un tiempo, se lo volvió a encontrar -incumpliendo la orden, lo que llevó a una nueva denuncia- y le relató con pelos y señales todo lo que había hecho en aquellos meses y con quién había estado. A aquella denuncia le siguieron otras y al final optó por pedir el traslado y cambiar de ciudad. De tanto en tanto, Susana creía que la seguía, pero acababa desechando la idea, achacándola a un miedo que no podía evitar pero ante el que se negaba a sucumbir. 

Andrés intentó eludir el conflicto: odiaba discutir con borrachos. Imagino que aún más si ese borracho era el ex de su novia. Se dio la vuelta e intentó seguir charlando con Julián. Aún así, no pudo. El tipo se le encaró.

- Sí, tú, hablo contigo. ¿No me oyes? ¡Tú! ¡No mires a otro lado! Eres el mierda que me imaginaba. 

Sin perder la compostura y uniéndose a los esfuerzos del camarero, Julián paró a su amigo, que empezaba a cabrearse, e intentó terciar buscando que el hombre se fuera del bar y ellos pudieran seguir con sus copas, aunque con nuevo tema de conversación. Julián conocía la historia por encima y lo que menos le apetecía era meterse en una pelea a estas alturas. No habría sido la primera vez, pero ya estaban mayores para esas tonterías. Y más con un viejo borracho que daba más lástima que otra cosa.

- Tranquilícese, que está usted muy alterado. Y olvídese de las cosas que pasaron hace tanto tiempo. Váyase a casa, descanse y olvídese de su ex mujer. Y déjenos tomarnos nuestra copa tranquilos. 

- Pero tú, ¿quién te has creído que eres, gilipollas? - Julián empezó a torcer el gesto.

- Oiga, sin insultar. Que nosotros estamos aquí tranquilos y no tenemos ninguna gana de bronca, así que lárguese y déjenos en paz.- Esta vez fue Andrés quien saltó.

Las diez y treinta y siete. Todo el mundo estaba de pie y cerca. Por si acaso. El camarero ya había salido de la barra e intentaba guiar al hombre hacia la puerta. Pero aún estaba fuerte, el viejo. 

- ¿Te crees muy listo, verdad? ¿Te piensas que estará siempre contigo? Pues no. Por si no lo sabes, esa zorra ha salido con trece hombres desde que me dejó: tú eres el trece, imbécil.

Andrés estaba ya muy cabreado y se le notaba. Iba a ser cierto que aquel tipo había vigilado a Susana, pensé yo. Aún así, Andrés aguantó el tirón. Ya sabía que ella había salido con otros hombres antes que con él, también se lo contó aquella noche. Y no parecía algo que fuera con él. Cada uno es dueño de su pasado y es ridículo andar encelándose por lo que haya ocurrido antes de conocernos, le dijo Andrés en aquella ocasión.

- Eso no te lo esperabas, je je je - el hombre se rió poniendo una mueca que la embriaguez convirtió en grotesca, y se agarró a la barra para no caerse.- La he seguido todo este tiempo, sé dónde, cuándo y con quién ha estado. Sé todo lo que ha hecho desde que se largó. Zorrear, eso es lo que ha hecho. Contigo y con todos. ¡Ja!

La lástima por aquel tipo empezó a llenarlo todo. Si hubo un momento en el que Andrés pensó seriamente en darle dos hostias, se le habían pasado las ganas. Lo noté en su cara. Ya no pensaba en el acoso, ni en los insultos. Y es que daba verdadera pena ver a aquel hombre dolido, tambaleante, dejándose la dignidad en el despecho y en el alcohol. Las miradas compasivas se asomaron a los ojos de todos los que estaban allí. El viejo no se dio cuenta y seguía despotricando contra aquella que, aún insistiendo en que era una puta, seguía considerando su mujer, aunque cada vez con menos furia. Ya nadie le tomaba en serio. 

Las diez y cuarenta y seis. El camarero ayudado por otro hombre, finalmente consiguió arrastrarle a la salida. Tranquilo, le decía, a la última invita la casa, pero váyase y duerma, que le hace falta. Todos, con esa incomodidad que da haber asistido a un espectáculo lamentable, volvieron a sus cañas, a sus copas, comentando lo ocurrido e intentando volver al punto en el que estaban antes. 

Yo ya no pude ver más, pero imagino que en la calle, pisando los charcos que el chaparrón había dejado en la acera, el viejo se alejaría tambaleándose hacia donde quiera que estuviera el lugar en el que se alojaba. Ser un reloj de pared colgado en un bar tiene sus ventajas y sus inconvenientes: sabes lo que ocurre en el local, a quién y cuándo, pero una vez la gente sale, sencillamente, deja de existir.


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