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martes, 4 de marzo de 2014

Amuleto




Al ir a sacar el abrigo que estaba al fondo, Cristina vio que -otra vez- las tablas de la trasera del armario andaban sueltas y pensó que tenía que hacer algo con eso de una vez por todas. Se inclinó y colocó bien los listones, de forma que no se notara que estaban sueltos.

Aunque hacía ya unos meses que había vuelto de la Amazonía, no conseguía sentirse en casa a pesar de que, al fin, había vuelto a ser su casa. Cuando se fue, casi un par de años atrás, lo hizo huyendo, escapando de él, del sufrimiento que le causaba la convivencia; de la angustia que le provocaba estar a su lado. No pudo con la tortura de baja intensidad a la que la sometía a diario. Se hartó de la ficticia caridad emocional, los falsos gestos conmiserativos, la benevolencia fingida que le hacían sentirse insignificante e inútil. No podía vivir más con un hombre que la perdonaba la vida a diario... y se lo hacía saber.

Así, contra todo pronóstico, tras aceptar participar en un proyecto antropológico en Latinoamérica, se marchó. Sin decir dónde iba, sin prácticamente saberlo. Y acabó conviviendo con un pueblo perdido de la selva, sin historia que recordar y de nombre impronunciable, y no por razones fonéticas, sino por el hermetismo de sus integrantes. Pertenecían a la familia de los Shuar que engloba a numerosas tribus que habitan las tierras vírgenes de las selvas que hay entre Ecuador y Perú. Sin embargo, aún quedaban otros muchos grupos desconocidos, y en estudiarlos consistía el proyecto en el que Cristina se había integrado. Pese a no ser peligrosos en tiempos de paz, todos los pueblos Shuar tienen mala fama por la costumbre de practicar la tzantza con sus enemigos.

Cuando Cristina llegó al poblado, tan blanca, tan alta, tan cargada... despertó recelos y temores entre los miembros del grupo; les costó aceptarla, con toda esa recua de cosas inútiles que llevaba, pero poco a poco la fueron integrando en su día a día en el que lo único destacable era el acopio de frutos y hierbas que luego secaban, cocían, trituraban, destilaban... la vida del pueblo parecía girar en torno a esas hierbas extrañas que se pasaban el día recogiendo y elaborando, y cuya importancia ella no alcanzaba a entender. 

Al tiempo que les acompañaba en sus quehaceres diarios, Cristina aprendía su lengua y se esforzaba en hacerse entender; observaba sus costumbres y sus ceremonias e intentaba averiguar si aún se practicaban ritos ancestrales, sin dejar de apuntar, de forma meticulosa, todo en su cuaderno de campo. Intuyó que, aunque hacía tiempo que el aislamiento les había librado de enemigos, mantenían vivo el conocimiento de muchos saberes atávicos, especialmente en lo referido a la tzantza. Esta práctica consistía en una especie de proceso místico secreto por el que los guerreros fabricaban un amuleto protector con las cabezas reducidas y momificadas de sus enemigos. Sin embargo, ni todas las tribus lo practicaban de igual modo, ni las técnicas eran las mismas.

Pero a pesar del trabajo y la distancia, no conseguía ahuyentar la tristeza que llevaba anclada en el alma, sobre todo al caer la noche, cuando ya no tenía nada que hacer y la soledad era su única compañía. Una de las noches en las que el abatimiento se había adueñado de ella, se le acercó uno de los hombres a los que había acompañado por la mañana en su habitual expedición para recoger hierbas. Era un hombre bajo pero fornido, lampiño y de cara chata, de mirada oscura y penetrante. La tomó de la mano buscando ahuyentar la pena mientras la acariciaba, cada vez más íntimamente, musitando palabras que sonaban mágicas, con intención de consuelo sincero. Ella se abandonó a él, se dejó hacer... hacía tanto que se sentía rota, desgarrada, vacía; ya no recordaba el afecto, había olvidado la ternura, y se dejó llevar, descubriendo, a través de un goce más intenso de lo que nunca pudo imaginar, para qué servían los bebedizos y ungüentos que elaboraban con las hierbas. 

A partir de aquella noche extraordinaria, empezó a abrir no sólo los ojos, sino el espíritu; aligeró de cosas inútiles la pequeña mochila con la que cargaba a diario mientras acompañaba en la recolección, ocupando el hueco que éstas dejaban con hierbas de todo tipo; empezó a poner más atención en los distintos tipos de plantas que recogían y en cómo las preparaban que en los comportamientos sociales; sustituyó las anotaciones sobre las costumbres del pueblo por dibujos de las hojas, de los tallos, de los brotes acompañados de las explicaciones para preparar los ungüentos y bebedizos y de las palabras usadas en los conjuros y sortilegios. Y, día a día, se fue deshaciendo de todos y cada uno de los lastres que traía, integrándose en el grupo, en sus tareas, en sus ritos, en sus hábitos... Mientras, seguía sustituyendo cosas por hierbas y aprendiendo cómo trabajar con ellas, sus propiedades, sus usos, sus beneficios. 

Aprendió de ellos no sólo la práctica, sino el sentido profundo de la tzantza, que no era exactamente como la habitual de la mayoría de los pueblos shuar, que se limita a la reducción momificada de la cabeza del enemigo. Ellos habían perfeccionado el rito gracias a su conocimiento de las hierbas, raíces y frutos de su tierra, lo que les permitía un amuleto con mucha mayor fuerza pues no sólo sometían la energía de la cabeza, sino también la del aliento, la del corazón, la del sexo, a través de la reducción del cuerpo entero. El talismán era absoluto, perfecto: el enemigo les quedaba sojuzgado por completo gracias a la combinación de las pociones con los sortilegios y conjuros. Y Cristina, inexplicablemente, había conseguido llegar hasta ellos, hasta su espíritu, de forma tan intensa y profunda, que la consideraron una más y le dieron a conocer esos secretos, su esencia oculta. No sólo publicaría un artículo como le habían pedido los directores del proyecto: esto le serviría para hacer su tesis doctoral, posiblemente, cum laude.

Volvía a ser invierno cuando aterrizó en Madrid. Nadie la esperaba en Barajas: no se sorprendió. Se sintió extraña en el taxi camino de un piso en medio de un mundo gris de asfalto y hormigón. Cuando entró en la casa, allí estaba él, exactamente como ella le recordaba, intentando hacerla sentir pequeña e incapaz. Pero ella ya no era la misma y nada de aquello surtió efecto. No se lo hizo saber.

Al contrario, le buscó y no tardó en mostrarle todo lo que había aprendido. Con expertos masajes recorrió su cuerpo con aceites de aromas extraños y embriagadores, deteniéndose de cuando en cuando para servirle, boca a boca, un néctar de sabor indescriptible para, inmediatamente después, susurrarle al oído palabras incomprensibles que le excitaban al borde del delirio. Él empezó a notar cómo sus venas se colapsaban inundándole de sangre; cómo el corazón se le desbocaba, enloquecido a un ritmo imposible de detener; cómo la piel se volvía de cristal quebrándose en mil pedazos y el aliento, consumido, se le perdía en el pecho, llevándole a un estado de paroxismo del que, por más que lo intentaba, no podía escapar; sentía que no podía más, que era el fin. 

En realidad, fue el principio... Tras esa primera noche y durante varios días y noches más, Cristina le aplicó distintos bálsamos y ungüentos; le roció con infusiones de distintos tipos; recitó incomprensibles letanías... hasta que al final, lo consiguió: tenía a su enemigo bajo su poder, había logrado someter su cabeza, su aliento, su corazón y su sexo. Eso sí, nunca jamás podría publicar su tesis. Y tenía que pensar cuanto antes en un lugar mejor que el fondo del armario para guardar su amuleto.

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