Vuela el tiempo
Aún no había pasado una
semana del encuentro con Alda y Pelayo no podía pensar en nada que no fuera
aquella mujer de ojos transparentes que no reconocía ningún señor. Despertaba
al amanecer pensando en ella, sudando y con una erección que le costaba controlar.
Pasaba el día cumpliendo con sus obligaciones litúrgicas y administrativas de
forma ausente y las noches intentando arrancarse el deseo de volver al bosque a
buscarla. Por mucha penitencia que hizo, al quinto día, sucumbió.
Montando de nuevo a Bizarro
y vestido de cazador volvió a adentrarse en el bosque por el mismo lugar dónde
lo había hecho la vez anterior. Llegó temprano en la tarde al claro dónde
estuvo la primera vez, pero no había nadie. Decepcionado, se sentó bajo un
árbol sin saber bien por qué. Debió haberse vuelto, pero aún negándoselo a sí
mismo, se quedó allí, esperando que ella apareciera.
Pasaron las horas y
cuando apuntaba el anochecer, Pelayo, convencido de que había perdido el
tiempo, se levantó para marcharse antes de que la noche le ocultara la salida.
- Te dije que me buscarías.
Ella. Por fin. A Pelayo
le temblaban tanto las piernas que apenas podía disimularlo.
- No te buscaba, sólo pasaba por aquí. He salido de caza – dijo.
- Mientes.
Mientras Pelayo se
afanaba en ocultar la vergüenza que le producía el que le hubiera descubierto mintiendo,
Alda se acercó a él y tomándole de la mano, le llevó al lugar en el que había
permanecido toda la tarde esperándola.
- ¿Ves esta hojarasca hollada? Aquí ha habido alguien sentado mucho tiempo, quizá toda la tarde. Tampoco llevas arco, ni flechas, y tu ropa no está sudada. No me mientas. A mí no. Es un mal principio. Yo nunca te mentiré.
- Perdóname, Alda. En realidad, no sé por qué lo hice.
- Por miedo. Lo hiciste por miedo.
- ¿Miedo? No, no. Tú no me inspiras miedo.
- Claro que no, a quien temes es a ti mismo, a lo que puedes llegar a hacer por estar conmigo. Temes perderte, abandonar tus principios, cambiar de camino, enfrentarte a tu padre, a tu dios… si decides ir a mi lado.
Pelayo se sentó en
silencio. Sí, era cierto, tenía miedo de cómo ella le hacía sentir. No era la
primera mujer con la que se encontraba, ni la primera a la que deseaba. Tenía
37 años, era hijo de noble, obispo de una sede importante, tenía tierras y
bienes… tenía todas las mujeres que quería. Pero ninguna como aquella. Ninguna
se había atrevido a hablarle como Alda le hablaba, con ninguna se había sentido
intimidado. Ella parecía saber lo que él sentía, lo que pensaba, lo que
deseaba, como si pudiera colarse bajo su piel.
La noche cayó sobre ellos
y Alda volvió a encender la tea que le sirvió de guía aquella primera noche. La
clavó en el suelo, como si se tratase de una hoguera, frente a ellos, y a la
luz de aquella débil llama, Alda siguió hablando.
- ¿Me dirás qué te ha hecho volver? ¿Lo sabes?
Pelayo la miró. Apenas
podía ver sus rasgos más allá de los ángulos que dibujaba el fuego, pero sentía
la energía de su mirada clavada sobre él. Decidió no mentir más.
- Es cierto, no lo sé. No sé por qué he venido a buscarte, no sé por qué quería verte, no sé por qué todas las madrugadas me despierto pensando en ti.
- Veo que se acabaron las mentiras. Me alegro, Pelayo – dijo Alda. Le miró detenidamente, sorprendida por el arranque de sinceridad, por la sencillez con la que había hablado, por la franqueza con que había expuesto su debilidad. Algo muy extraño en un hombre con tanto poder. – Y me alegro aún más de que hayas venido a buscarme.
El silencio volvió a
instalarse entre ellos, movido por el aire al mismo ritmo que las ramas de los
árboles que los cobijaban. Fue Pelayo quien, con la tranquilidad de poder
mostrarse sin coraza, retomó la conversación.
- Me dijiste que vivías en el bosque, que no tenías ningún señor. ¿Cómo lo haces? ¿De dónde sacas la comida? Porque de la caza no parece.
- No, claro que no. Recolecto hierbas, raíces, frutos, bayas…, preparo ungüentos y medicinas que cambio a las personas que las necesitan por comida, ropa o enseres. No necesito mucho. La gente sabe cómo dejarse encontrar, en claros como éste en el que te he hallado a ti, porque yo no muestro a nadie dónde vivo, ni salgo nunca del bosque. Es demasiado peligroso para alguien como yo. Podía acabar en cualquier mazmorra e, incluso, en la hoguera. Aunque mis remedios sólo hacen bien, en estos tiempos mezquinos no sería difícil que terminara siendo acusada de bruja.
- No creo que seas una bruja, pero has de saber que Dios no aprueba estas cosas que tú haces. Él da la vida, Él la quita. Nosotros, simples mortales, no tenemos derecho sobre ella.
- ¿Dios? ¿Qué dios? ¿El tuyo, el de los judíos o el de los musulmanes? A todos, cristianos, judíos y musulmanes, los he visto acudir desesperados cuando sus hijos tenían fiebres, o heridas purulentas, o roturas de huesos imposibles. Ninguno pensaba en su dios, sólo en la vida.
- Pero, si no sales del bosque, ¿no vas a ningún oficio religioso?
- Verás Pelayo, y sé que por esto que te voy a contar podrían matarme, no creo en ningún dios, en ninguno. Los dioses son invenciones humanas para consolar nuestras almas del dolor de la muerte eterna. Lo que cuenta es la vida, el ahora.
Alda se acercó aún más a
Pelayo y le cogió las manos, sosteniéndolas con suavidad, recorriéndolas como
si quisiera aprenderlas. Su primera reacción fue de incomodidad, pero el tacto
de aquella mujer le serenaba y tampoco le encontraba explicación. Se dejó
llevar y tirando de las manos la atrajo y la besó. Ella respondió a aquel beso
como respondería a otros muchos que siguieron; como respondió a su piel cuando
la recorrió por completo; como respondió a su pecho cuando fundieron sus
latidos.
A lo largo de los dos
meses siguientes, Pelayo acudió cada atardecer al claro del bosque para
encontrarse con ella, que le mostraba cómo se movía en el bosque, como uno
de tantos de los seres que lo habitaban, uno más en armonía con el resto; para
descubrir, en los momentos de sosiego tras haberse amado, que había sustituido
al dios del terror y la venganza por la paz de espíritu que le daba saber que
podía ayudar a los demás; para descubrir que vivía la vida como si fuera a
acabarse al día siguiente aunque con la esperanza de renacer y seguir formando
parte de un todo sin principio ni fin.
Poco a poco, aquellos
encuentros, fugaces al principio, fueron alargándose y Pelayo empezó a
descuidar sus obligaciones. Había oficios a los que no acudía, personas a las
que no recibía, sus ausencias empezaron a ser la comidilla de todos aquellos,
laicos y religiosos, que le rodeaban. No
le importaba. Su fe, que nunca había sido demasiado firme (su cargo fue un beneficio
logrado gracias a los servicios de su padre al rey Bermudo y él se limitó a
hacer lo que se esperaba que hiciera), se tambaleaba más y más al hilo de las
conversaciones con Alda.
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