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jueves, 21 de noviembre de 2013

Más de mil años (IV)


El padre 


Sentado a la mesa de su padre, Pelayo aún se preguntaba el porqué de aquella invitación. El Conde no solía prodigarse y menos aún con su hijo, salvo en ocasiones importantes que requirieran la presencia de ambos. De hecho, hacía meses que no coincidían más que en las misas solemnes que oficiaba Pelayo en la catedral.

En contra de lo habitual, don Rodrigo no hizo esperar mucho a su hijo. Se saludaron fríamente y se sentaron a la mesa. La comida fue más bien frugal por lo que Pelayo supuso que era un asunto muy serio aquél del que quería hablarle. Tras unas primeras frases intrascendentes, cuando se retiraron los criados, Rodrigo sacó el tema de forma directa.

- Pelayo, ha llegado a mis oídos que andas de amoríos con una bruja del bosque.

Pelayo se quedó paralizado: era lo último que esperaba oír. No sabía qué decir. ¿Cómo se habría enterado su padre? Lo primero que pensó fue negarlo, pero aquello supondría que tendría que dejar de ver a Alda y a eso no estaba dispuesto. Pero tampoco se atrevía a decirle a su padre la verdad, que le ataban unos lazos poderosos a aquella mujer que, desde luego, no era ninguna bruja.

- No es una bruja – contestó.

- Sí lo es, una meiga como las llaman por aquí. Todo el mundo la conoce, saben de sus pociones y remedios, de sus dotes sanadoras, aunque nadie lo admitirá abiertamente porque podría costarle la hoguera. 

- No es ninguna bruja, ni meiga, si prefieres ese nombre. Es una buena mujer que simplemente vive en armonía con la naturaleza.

Don Rodrigo no daba crédito a las estupideces que estaba oyendo de boca de su hijo. ¿Acaso se había vuelto loco? ¿No estaría hechizado por esa bruja? Lo que sí sabía era que no podía permitir de ninguna manera que todo aquello continuara adelante. Tenía demasiados enemigos como para perder la sede compostelana y que el rey pusiera allí a cualquier otro que, con toda seguridad, no sería un aliado tan dócil como su hijo. Había que acabar con aquello, pero prefirió no estallar, sino intentarlo por las buenas, llevar a su hijo por su camino como había hecho siempre. 

- Bueno, hijo, sea o no una bruja, tienes que dejar de verla. No quiero decir que no tengas mujeres, pero al menos piadosas, de las que se mueven con discreción. Lo mejor sería la mujer de algún noble del lugar o alguna que pase a formar parte del servicio de tu casa. Pero tienes que dejar de ir al bosque y cortar con las habladurías.

- No. – La reacción de Pelayo fue inmediata, sin pensarlo. Era la primera vez que le llevaba la contraria a su padre y cuando fue consciente de lo que había hecho, se dio cuenta de que le temblaban las piernas bajo la mesa.

- ¿No? ¿Cómo qué no? 

Aquella negativa puso a don Rodrigo fuera de sí acabando con el propósito de control que se había hecho. Se levantó y dando un golpe a la mesa dijo:

- Vas a dejar a esa mujer inmediatamente. ¿Quién te has creído que eres para poner en riesgo todo lo que a mí me ha costado años construir? ¿Qué te crees que pensará el rey cuando se entere de que el obispo de Iria, mi hijo, anda fornicando por los bosques con una bruja? ¿Te has vuelto loco?

- No es una bruja – repitió Pelayo. 

- Me da igual lo que sea. No volverás a verla, no voy a consentir que un calentón acabe con nuestra familia. No hay más que hablar. A partir de ahora, te ocuparás de las cuestiones religiosas y políticas que yo te mande, y si se te calienta la entrepierna, pues buscas una mujer como hacemos los demás, con discreción.

Pelayo calló y su padre pensó que había vuelto a ganar la batalla con el pusilánime de su hijo. Pero algo había cambiado. 

- No. No voy a dejar de verla, padre. Arreglaré mis asuntos y renunciaré a todos los honores y prebendas de las que disfruto. Me iré al bosque con ella. No tendrás que preocuparte por habladurías ni por nada. Y, ciertamente, no hay más que hablar.

(Continuará...)



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