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martes, 19 de noviembre de 2013

El Laocoonte.


Y ya puesta con obras que me gustan... La foto no hace honor a lo magnífica que es esta escultura, pero incluso así, en dos dimensiones, resulta impresionante.



En los Museos Vaticanos, entre infinidad de obras maestras nos encontramos con esta joya del arte Helenístico. El original se sitúa a finales del siglo I a.C., ya en una época en la que Roma dominaba el mundo, cuando Octavio que había vencido a Marco Antonio, y Cleopatra prefirió morir víctima de una serpiente antes que darle el gusto a su enemigo de llevarla encadenada a la Ciudad Eterna. Al tiempo que se iniciaba una nueva época, en Rodas, una pequeña y preciosa isla del Egeo una serie de artistas, discípulos de Lísipo, daban vida a una escuela en la que primaba la pasión y la fuerza en las formas y en las historias.

Los romanos supieron apreciar el valor del arte (y de la cultura… ¡cuántos no podrían aprender hoy día!) de los griegos y a su manera, les rindieron homenaje… si bien eso supuso además de la imitación de formas, con magníficos resultados en muchas ocasiones, el trasladar a Roma muchas de las obras griegas lo que, en cierto modo, sirvió para conservarlas. Ésta obra, al parecer de Agesandro y sus hijos Polidoro y Atenodoro, fue una de las obras trasladadas a la capital, y siglos después fue encontrada entre las ruinas del palacio del emperador Tito. 

La escultura nos muestra al sacerdote troyano Laocoonte contemplando cómo unas enormes serpientes asesinan a sus hijos. Es posible que los gestos resulten demasiado teatrales o que las anatomías tan marcadas sean excesivas, pero es innegable que ambas contribuyen a acentuar el dramatismo de la escena. Pero, ¿por qué unas serpientes asesinan a los hijos delante de él? ¿Qué historia hay detrás?

Como ya hemos dicho, Laocoonte era un sacerdote troyano, en concreto consagrado al dios Apolo. En los tiempos de la Guerra de Troya, cuando los griegos ofrecieron al pueblo de Troya un caballo de madera como regalo de confraternización, Laocoonte avisó a sus compatriotas del peligro que suponía confiar en los enemigos griegos: desconfiad de los griegos, incluso cuando tren regalos, dijo. Pero como vio que no le hacían caso, lanzó una tea de fuego contra el caballo, momento en el que Poseidón, enemigo de Troya, lanzó contra sus hijos dos serpientes marinas que empezaron a devorarlos. Laocoonte, loco de dolor al ver a sus hijos morir de aquella forma, se lanzó contra las serpientes, siendo él también devorado por las mismas. El resultado es bien conocido: el caballo estaba lleno de soldados griegos que se colaron así dentro de las murallas de la, hasta entonces, inexpugnable Troya, inclinando de su lado la balanza de la guerra. 

Es fácil comprender los gestos de dolor profundo del padre ante el sufrimiento de sus hijos que se reflejan en su cara mientras su cuerpo se rompe en torsiones imposibles intentando zafarse de las serpientes, mientras la fatalidad se impone inexorable. 

Más difícil es comprender (o quizá no) el odio de un dios hacia una ciudad y sus habitantes hasta el punto de ser capaz de asesinar a unos niños (aunque en la escultura no lo parezcan, los hijos de Laocoonte eran niños) por inclinar la balanza de la guerra a favor de los suyos. En realidad… nada que no siga ocurriendo en nuestro mundo de hoy, con distintos dioses, distintas guerras, pero la misma miseria moral capaz de sacrificar a cualquiera en aras de sus propios intereses. No, creo que no, que no es difícil de comprender.

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