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miércoles, 7 de mayo de 2014

Despedida





Se quedó desolado al ver en qué estado se encontraba la casa. Esbozó una medio sonrisa pensando que estaba tan decrépita como él. Había pasado una eternidad desde la última vez que estuvo allí… Casi diez años, diez años en los que, sin saber por qué, se encontró perdido, sin saber qué hacer ni hacia dónde ir. 

En todo ese tiempo no había conseguido sobreponerse a la marcha de Lidia, que aún seguía sin comprender. Pero si algo no entendía era por qué él, que siempre creyó que todo el mundo era perfectamente sustituible, se había quedado enganchado a su ausencia. Por más que intentó recomponer su vida no lo consiguió, en todas las mujeres la buscaba, en todas las mujeres creía verla. Pero no eran más que espejismos. Y se atrevió, por primera vez, seguir solo. 

Sin embargo, en esos diez años, no había encontrado el valor para volver a la casa del pueblo. La casa que Lidia tanto quiso y cuidó. Frente a la puerta, recuerda cómo la encalaron juntos, recién comprada, aquel verano del 99, pintando los cercos de puertas y ventanas de azul. Un aire marinero en medio de la sierra, decía ella entre risas. Y cómo, cada primavera, tenían que volver a pintarla porque el tiempo hacía amarillear las paredes y desteñía aquellos azules tan intensos. También recuerda el jardín, especialmente las buganvillas que rodeaban las ventanas de la planta baja. De repente, le viene a la memoria el aroma de la dama de noche colándose por la ventana de su dormitorio, en aquellas lejanas noches templadas de verano.

Le costó abrir la puerta. Como toda la casa, estaba desvencijada. Dentro, todo seguía como ella lo había dejado. Lo único nuevo era la capa de polvo que teñía de gris el mundo que ella había llenado de luz. Paseó la mirada por el salón, amplio, tan acogedor en otros tiempos. Siempre le gustó esa idea de entrar directamente al salón, sin recibidor, sin trabas, mostrando un espacio limpio. Clavado bajo el umbral de la puerta no se atrevía a entrar, como si fuese a violar un santuario. No podía dejar de mirarlo todo intentando poner distancia pero sin poder evitar una tristeza seca, impropia de los ojos llorosos de un viejo. 

Su mirada vagó de un sitio a otro hasta que se paró en la chimenea. En la repisa de ladrillo visto que la enmarcaba, junto a un jarrón con flores marchitas cuyos pétalos se esparcían por el estante y el suelo, vio varios sobres amarillentos apoyados en la pared. Avanzó sin pensar. Cuando estuvo frente a los sobres vio su letra, la de Lidia. Sintió una punzada en el pecho y a punto estuvo de perder el pie. Se rehízo. Los sobres tenían distintos nombres escritos, uno con el suyo. Metió el resto en el bolsillo del abrigo y, levantando una ligera nube de polvo, se dejó caer en uno de los sillones que había a cada lado de la chimenea con su carta en la mano. Se esforzó por recuperar un ritmo normal de respiración pero no encontró la forma de deshacer el nudo que le oprimía el corazón.

Intentó abrir el sobre lentamente, despegando la solapa posterior, pero el tiempo la había solidificado y no tuvo más remedio que romperlo. Dentro, un par de cuartillas manuscritas por ambos lados. Con el alma encogida, esa que él siempre negó tener, empezó a leer.

Rascafría, 12 de febrero de 2002

Mi amor,

A pesar de los años que hemos estado juntos, me siento incapaz de imaginar tu reacción al leer esta carta, sobre todo estando tan reciente mi partida. Supongo que mis cenizas estarán aquí, contigo, encima de la mesa del comedor, entre libros y papeles, sin que te atrevas aún a enterrarlas junto a la buganvilla, como tantas veces te dije. Hazlo, por favor. 

Te imagino sentado en tu butaca, al calor de la chimenea -mira que hace frío en febrero- observando lo que queda de lo que un día fui, e intentando entender por qué lo hice, así de repente, sin decirte nada, sin decir nada a nadie.

Tú ya sabías que estaba enferma, pero lo que no sabías es que no había solución; ningún tratamiento me habría permitido recuperarme; el cáncer ya lo había invadido todo. No tenía más futuro que una muerte agónica dilatada a lo largo de varios meses que podrían ser tres, seis o nueve; en ningún caso más de un año. Un tiempo plagado de dolores, incapacidad, necesidad de cuidados continuos y pérdida progresiva de la conciencia. Así que decidí evitarme el sufrimiento y el dolor, al tiempo que te ahorraba a ti tener que ocupar tu tiempo en atenderme y cuidarme. Estos han sido los principales motivos que me han llevado a tomar la decisión de morir cuando aún sé lo que hago y quién soy. Estoy en mi derecho, diga la ley lo que diga. Sin embargo, no ha sido lo único que me ha movido. No sólo he pensado en mí. Están los niños, los tuyos y los míos, -aunque ya ninguno son niños- los amigos y la familia. Posiblemente mi muerte les haya evitado un sufrimiento más prolongado en el tiempo. El golpe inesperado es duro, bien lo sé, pero la agonía es agotadora. Para todos. Además, esta decisión me ha dado tiempo para solucionar todas las cuestiones prácticas que necesitaban arreglarse. Claro que si se piensa bien no había demasiado que arreglar, pero aún así, es mejor dejar las cosas lo más atadas posibles. Creo que empiezo a divagar. 

Recuerda cómo la encontró. Pensó que dormía y no la quiso despertar: hacía tiempo que no la veía en un sueño tan plácido. Miró desde la puerta y no se atrevió a entrar por no perturbar su descanso. Leyó un rato, vio la tele, cenó lo que encontró en la nevera. Recuerda que le extrañó que no se levantara, pero desde que estaba enferma dormía poco y mal. Entró en el dormitorio y se acercó a ella. Seguía igual. Tuvo un mal presentimiento. Se quedó clavado, temiendo moverse. Al final, con miedo, adelantó la mano para acariciarle la mejilla. Helada. Inconscientemente se echó hacia atrás. No entendía. En más de una ocasión habían hablado de esto, pero nunca creyó que lo haría. Paralizado pensó en su propia reacción: él no era ningún cobarde, ni la muerte le intimidaba, pero no podía moverse. Miró alrededor y vio una carta en la mesilla dirigida al juez. Como en las películas. Al lado vio los envases de las pastillas que había tomado, ordenados. No la volvió a tocar. Salió. Llamó a la policía y empezó su calvario, aunque él, entonces, aún no lo supiera.

También ha pesado en esta decisión un cierto egoísmo, un no querer morir con el alma envenenada. Mi deterioro físico habría impedido nuestra vida normal; de hecho, y sin estar aún demasiado enferma, ya nos ha afectado; estos últimos tiempos has estado nervioso e irritable, creo que te has sentido abandonado, aunque lo has intentado disimular infructuosamente. Quizá nadie que no sea nosotros lo entienda. 

Y es que cuando me vaya serán casi quince años los que hemos pasado juntos y aunque no puedo asegurar que te conozca a fondo, sí te he observado y escuchado. Por eso sé que lo que te escribo no te resultará extraño: no es la primera vez que hablamos de ello. Eso sí, ésta será la primera vez que no podrás replicar. Aunque, si lo pienso en realidad nunca quisiste hacerlo, te limitabas a escucharme con aire ausente, así que quizá ahora tampoco te importe mucho.

No, no le resultaba extraño. Y sí, sí que le importaba. Qué equivocada estaba pero, ahora que reflexiona sobre cómo fue el tiempo que pasaron juntos, se da cuenta de que era inevitable que pensara así. El peso de su ausencia le cayó de pronto como una losa. Nunca le dijo lo que tenía que haber dicho, lo que sentía de verdad por ella, aunque quizá en aquellos momentos ni él mismo lo supiera. Había desarrollado la habilidad de usar un lenguaje impreciso y equívoco que podía interpretarse en distintos sentidos y que le había sido útil antes de Lidia. Siempre le había gustado jugar con lo confuso y lo usó tanto que cuando tuvo que definirse, ya no supo cómo hacerlo.

Apenas llevábamos un par de años juntos cuando comprendí que el nosotros que yo vivía no era el que vivías tú, aunque al principio me hicieras creer que sí. Bueno, no, tú no hiciste nada, en realidad fui yo la que di a tus palabras un valor que no tenían, creyendo lo que quería creer. Y aunque fuiste leal, me valoraste y respetaste, me hubiera gustado un poco menos de ambigüedad entre nosotros. 

Había veces que hacías cosas que me llevaban a creer que el amor para ti tenía un sentido similar al que tiene para mí. Pero no, éramos tan distintos. En ocasiones, tenía la sensación de que yo te amaba sin fisuras, mientras que tú te dejabas querer como por costumbre. Otras veces no, sentía que me amabas de forma plena, sin condiciones. Nunca supe del todo qué pasaba por tu cabeza ni por tu corazón.

Y pensar que él, en aquellos tiempos, no lo veía. ¿Cómo iba a imaginar entonces que ella a veces no se sentía plenamente amada? Sólo ahora, que hace casi diez años que la añora, es cuando ha aprendido a entenderla. Es ahora cuando sabe que el deseo, las buenas maneras, los regalos, no sustituyen la entrega, la confianza, un te amo de corazón. Nunca se lo dijo. La sospecha de que ella lo echó en falta lleva diez años torturándole; la certeza que le da leerlo, le nubla la vista y le impide seguir leyendo. Es viejo y los viejos lloran por nada. O por todo. Saca un pañuelo arrugado, se seca las lágrimas y sigue, cada vez más triste, pero sigue.

Te veo repitiéndote que ya estoy otra vez con mis tonterías, que claro que me querías aunque no lo dijeras, que me lo demostrabas de otras formas aunque fueran menos claras. Pero yo, a lo largo del tiempo que compartimos, sentía que a veces sólo buscabas no definirte, no dar el paso que sabías que yo deseaba tanto y que nunca llegué a pedirte abiertamente. Quizá fue fallo mío, no decir las cosas claras, pero en el fondo esperaba que saliera de ti. 

Sabías que siempre quise casarme, por absurdo que pudiera parecer a nuestra edad y con nuestra forma de ver el mundo. Una tontería de jovencita, lo sé. Era irracional, lo sé. Pero me hubiera gustado tanto. Tú te habías casado antes, pero yo no. Cierto que con el padre de mis hijos nunca me importó este asunto, es más, fui yo quien no quiso hacerlo. Era joven, idealista, no creía en el matrimonio. Y sigo sin creer. Aún así, me hubiera gustado casarme. Me pregunto por qué, pero no encuentro ninguna respuesta coherente. Puede que fuera el simple deseo de algo que no tuve. Tal vez fuera por el vestido, por celebrar con los amigos y la familia, por decir aquello de ‘mi marido’. Sí, absurdo, no hay duda. Pero lo quería. Y nunca te lo dije claramente. Quizá porque me parecía un deseo ridículo sobre todo a nuestra edad, tan mayores. 

Te imagino pensando que a nosotros no nos hacían falta papeles, que estábamos por encima de eso. Que no lo necesitábamos del mismo modo que no nos necesitábamos el uno al otro. Simplemente estábamos juntos porque queríamos, porque nos amábamos. Había veces que pensaba que hacías como que no te dabas cuenta de lo que quería para evitarme pasar por lo que pasó tu ex mujer, porque asociabas el matrimonio a la mentira en la que vivisteis. O tal vez fuera que tenías miedo, porque temías que un papel fuera a poner fin a la libertad en la que nos movíamos. Es posible que ambas cosas hubieran sido ciertas. O ninguna. 

Cómo iba a explicarle a Lidia lo que él mismo no entendía. O sí. Tanto tiempo de engaños, de imposturas. Un pasado repleto de fiestas y de mujeres que llenaban el vacío de una vida de éxito. Y ella, su ex mujer, la madre de sus hijos, al margen, callada, ignorante de lo que ocurría. Al menos eso quería creer él. El peso de la culpa crecía con cada mentira, con cada amante. Con el tiempo empezó a pensar que ella sospechaba lo que ocurría pero que le resultaba más cómodo fingir que no se enteraba. Aun así, no pudo librarse de esa sensación de deuda con ella. Su relación tras el divorcio se mantuvo en un respeto educado, pero él seguía sintiendo el peso de la culpa. Nunca se perdonó a sí mismo. Y aunque ella había muerto hacía tiempo, él seguía sin perdonarse. 

Hoy, el viejo se siente cobarde y miserable por haber dejado que su pasado se interpusiera entre ellos. ¿Qué le habría costado darle gusto? Nada. Si lo piensa bien, nada. Por supuesto que sabía que Lidia quería casarse, aunque no entendiera por qué. Pero había tantas cosas de ella que no entendía. Quizá le pudo el miedo. Si lo pensaba de forma racional, sabía no fue el matrimonio lo que le llevo a engañar a su ex mujer, pero no podía ser racional: el peso de la culpa que arrastraba era excesivo como para arriesgarse a hacerlo aún más pesado. Al pensarlo, siente no haberse atrevido, no haber sido capaz de aceptar lo que hizo, de asumirlo sin sentirse orgulloso, pero sin perder su vida en un arrepentimiento inútil. Son tantas las cosas que lamenta.

Ahora, cuando planeo el final y busco la verdad, mi verdad, al margen de bobadas de adolescente más que tardía, me pregunto si ha merecido la pena nuestra vida juntos. Y me digo que sí, que para mí, sí. Te quise porque yo era mejor contigo que sin ti. Nunca te necesité, fuiste mi elección; como yo la tuya. Te amé porque valías la pena: lo que recibí de ti, lo que sentí a tu lado lo compensó todo. Siempre me sentí libre y así tomé todas mis decisiones. Como la que tomo ahora, que no te va a gustar. Pero tampoco te voy a pedir permiso. 

Sabiendo que piensas que todo el mundo es sustituible, imagino que acabaré siendo un recuerdo bonito pero lejano, apagado por el calor de otros brazos. Y, aunque jamás hubiera pensado poder sentir así, lo único que de verdad deseo es que seas feliz cuando yo no esté. 

Lidia.

El viejo se derrumba llorando ya sin pudor.